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Winter
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Miranda. Retrato de amor
de Erica Vera
Enero, 1878
Llovía.
Llovía como si el cielo llorase igual que lloraba su alma porque se iba. Detrás quedaban las tardes de sol, el verde del campo, los pastelillos, las risas y los bailes improvisados junto a sus hermanas. En Stratford quedaba su infancia; sus días dorados. También quedaban los consejos de su madre, la sonrisa de Ophelia y las lágrimas de la dulce Juliet que había llorado incluso más que ella, ante la inminente partida.
En su regazo llevaba un libro.
Un libro que su madre acababa de entregarle con una inesperada y preciosa dedicatoria que le había dejado su padre. En la primera hoja, amarillenta y gastada por los años de lectura, unas letras gordas garabatearon unas palabras que, para Miranda, se convirtieron de un momento a otro en su lema, su motor y, sin saberlo, en su destino.
Era la voz de William Dankworth, que le llegaba cuando más la necesitaba.
Una.
Dos.
Tres.
Cuatro lágrimas rodaron por sus mejillas mientras leía y se alejaba del lugar donde había sido tan feliz.
Miranda:
Maravilla que brilla, que enciende, que quema como el sol.
Mi deseo para ti, princesa con dedos de carboncillo, es que tu alma se colme de diseños y de sueños. Que las tormentas de la vida no te asusten y te permitan llegar sana y salva a dondequiera que vayas. Que el arte jamás te abandone. Que encuentres el amor y sepas retratarlo con el alma y el corazón.
Y recuerda… Siempre, después de una tempestad, sale el sol. ¡No lo olvides!
Con amor,
Tu padre, que te admira y te ama.
William Dankworth
Mayo, 1873.
El viaje fue largo; demasiado largo. Tan largo que leyó La tempestad, el libro de William Shakespeare que su padre le había legado, varias veces antes de llegar a Londres. En el camino, tuvo tiempo de pensar por qué ese libro y no otro. Entre sus páginas se reencontró con el origen y el porqué de su nombre, aunque poco entendió de la relación con ella y su propia historia. Quizás se debiese a su carácter o a lo que, su padre creía, le tocaría atravesar en su vida. Según él: tempestades, tormentas... y una dedicatoria que auguraba esperanza con la salida del sol. Y, como si sus palabras se materializaran, ¡llovía!
Miranda, siempre fiel a sus sentidos, lo tomó como una premonición. Conexiones y dudas se amontonaban en su pecho, pero… desafortunadamente, permanecerían sin aclarar. William Dankworth no podría explicarle jamás por qué había decidido nombrarla de esa forma. Debía haber más que las inclemencias de la vida, pero… ¿qué? Todo apuntaba a que debía ser ella misma quien descubriera el misterio.
Acarició la tapa con cariño cuando el cochero le dejó saber que se acercaban a la dirección que le habían dado. El señor McLaren, vecino de la familia y quien se ofreció a acompañarla, abrió la puerta y la ayudó a bajar.
—Gracias. Es usted, muy amable. —Le sonrió con gracia al pasar por su lado.
—No hay por qué, señorita Dankworth. Espero que su estadía en Londres sea maravillosa. Mi mayor deseo es que nos visite pronto. La vamos a extrañar. Lo sabe.
—Y yo a usted. Y a Becky. Y, sobre todo, a la pequeña Sophie. No lo comente con nadie, pero… acabo de llegar y ya quiero regresar. —Hizo una mueca rara que el hombre no alcanzó a descifrar pero que acompañó con una sonrisa.
—Su secreto está a salvo conmigo —respondió divertido—. Y, si llega a cruzarse con su hermana, le envía mis saludos. Dígale que Stratford extraña sus manjares. ¡Y a ella, por supuesto!
—Seguramente la veré pronto. ¡O, al menos, eso espero! Quédese tranquilo que le haré llegar su cariño. ¡Se va a poner muy feliz de saber que usted aún la recuerda! —le dijo con extremada dulzura mientras el hombre depositaba su equipaje en la acera.
Giró la cabeza hacia ambos lados y observó las calles transitadas de una ciudad que crecía vertiginosamente de la noche a la mañana. Había escuchado de los cambios y la evolución de Londres, pero oírlo era una cosa, vivirlo, otra. Había estado de visita el año anterior para el casamiento de su hermana Beatrice, pero poco había visto. Se la había pasado encerrada en el invernadero de los Havilland junto a su cuñado, improvisando letras para las melodías que él mismo componía.
Pestañeaba con rapidez intentando verlo todo. Las mujeres entraban y salían de los negocios, los hombres conversaban en las esquinas y los niños correteaban de aquí para allá. «Adiós a la paz y al silencio», pensó para sí misma. El señor McLaren le había dicho que, según las indicaciones que le habían dado, se hospedaría en un lugar bonito de la ciudad. Hasta le había mencionado el vecindario, pero a ella le costaba retener información cuando sus ojos y sus oídos estaban puestos en aquello que la rodeaba. Y en esa apreciación estaba cuando…
—¡Miranda! ¡Miranda! ¡Eres tú!
Una voz chillona se oyó a su espalda y giró sobre sus pies para observar a la mujer que salía a recibirla. Era tal y como la habían descrito. Petisa, pero con porte de señora con clase, mucha clase, y con una sonrisa amplia que invitaba a devolvérsela. Llevaba un vestido de satén color morado con detalles en negro tan bonito que Miranda no pudo evitar impresionarse ante tanto estilo. El cabello grisáceo recogido en un perfecto rodete le daba un toque más sofisticado. ¡Hermosa!
Rachel Eve Green era la mejor amiga de su madre. Juntas habían estudiado para convertirse en institutrices. Sin embargo, de las dos, solo Cordelia lo había logrado. Rachel eligió casarse y dedicarse a su marido, abandonándolo todo. Aunque su vida y su destino cambiaron cuando la alta costura ocupó sus días. Un secreto compartido entre susurros de salón contaba que, tras la temprana muerte de su esposo, el señor Tobías Green, la mujer se enamoró perdidamente de un reconocido modisto: John Redfern. Aquel amorío apasionado, sumado a su gran talento, moldearon su futuro como diseñadora. También se decía que el palacete donde vivía actualmente y donde estableció su famosísima casa de modas, se lo debía a él y a su fortuna.
—Señora Green, ¿verdad? —Sonrió con dulzura.
—Así es. —Se acercó y la envolvió en sus brazos como si se conocieran de toda la vida. Aun siendo aquella la segunda vez que se vieran—. Tienes los ojos de mi querida Cordelia.
—¡Oh, no! Beatrice es la más parecida. Un calco de mi madre. Cuando se encuentran las dos en la casa, no sabemos quién es quién —bromeó y soltó una risa pegajosa.
—Oh, sí. Lo sé. Pero cada una de ustedes tiene algo de mi amiga. ¿Eso es todo? —preguntó observando el baúl que acababan de bajar.
—Sí. No había mucho que traer —ironizó sabiendo que dentro había metido prácticamente toda su vida en Stratford.
—Bueno. Entremos, entremos…
Miranda se despidió del señor McLaren con un abrazo afectivo que duró más de lo que debería y que Rachel condenó con la mirada, sin embargo, nada dijo. Cuando el coche se perdió entre otros tantos, la mano que había mantenido alzada volvió al costado del cuerpo y se obligó a tomar aire para no llorar. Allí se alejaba la última persona que la conectaba con su hogar. Con su tan preciado Stratford.
Sola. De ahora en más, estaba completamente sola.
—Ven. Entremos, Miranda. ¡Tengo tanto que mostrarte!
—Sí. Vamos.
No se dejó amedrentar por la angustia y avanzó decidida. No más lágrimas. Era hora de ser fuerte. Muy fuerte.
La mansión de la señora Green era enorme y cumplía la tarea de hogar en la parte de arriba y de casa de modas en la de abajo. Miranda avanzó a lo largo de las habitaciones mientras la mujer le mostraba cada rincón de su mayor tesoro. Un salón amplio de largos cortinados donde, le explicó, se realizaban los encuentros y donde las modelos maniquíes exponían sus diseños exclusivos. Dos habitaciones más; una repleta de vestidos y sombreros, y otra, la más luminosa, con varias mesas y dos máquinas de coser. Como era domingo nadie se encontraba trabajando aquella tarde.
—Aquí es donde ocurre la magia —le dijo invitándola a entrar a un pequeño cuarto donde había dibujos colgados y apilados por todos lados. Hojas y cintas que, seguramente, utilizaba para medir las telas y a sus modelos. Retazos con diferentes texturas y colores la animaban a acercar la mano y acariciarlos.
—Se ha forjado un gran camino, señora Green —comentó sonriente ante la mirada orgullosa de la mujer.
—Dime Rachel, por favor. No ha sido fácil, querida. Nada fácil. Es muy difícil siendo una mujer sola, ¿sabes? Sin embargo, llevar al frente este negocio es de las mejores cosas que me han ocurrido en la vida. Y —la tomó del brazo y la guio hasta la escalera—, además, déjame decirte que conté con la ayuda de muchos amigos que me tendieron la mano cuando lo necesité. Porque el éxito no se debe a nosotros únicamente, no. Siempre hay alguien que colabora y que nos ayuda. Por eso —la detuvo para que la mirara a los ojos— hay que ser muy agradecidos, Miranda. Siempre.
—Sí, claro. Estoy de acuerdo. Cuánto me alegro, señora.
—Ven. Te mostraré la casa.
A medida que avanzaban, Miranda intentaba recordar todo lo que su madre le había contado acerca de su mejor amiga. La mujer había tenido mucho éxito cosiendo. Había empezado a hacerlo desde muy pequeña y aunque al principio no lo tomó como su trabajo formal, la vida se encargó de devolverla a las agujas primero y, más tarde, al diseño. Gracias a la pequeña fortuna que le dejó su marido antes de morir, pudo abrir un negocio que con el paso del tiempo se volvió tan reconocido que le valió la fama que fue construyendo con los años —aunque todo el mundo creía que su éxito se debía solamente a la asociación de su nombre con el de Redfern— y que la obligó a contratar ayuda.
—Esta puerta conduce a mi habitación —le dijo—. Allí duerme Winnie. Winnie me ayuda con los pedidos y las medidas. Bueno… con todo, en realidad. Es mi mano derecha. Y en aquella, cerca de la cocina —extendió el brazo y apuntó hacia una dirección que Miranda no vio porque seguía observando los rincones que le mostraban—, Gilbert, su hermano. Ellos son del campo, como tú. Hijos de un hombre a quien quise mucho. Ven. Te mostraré tu habitación.
El baúl que había traído de Stratford ya estaba ubicado a un costado de la cama. ¿Quién lo había llevado hasta ahí? «Seguramente el tal Gilbert», pensó. El lugar era amplio, cómodo, con una gran cama y un espléndido ventanal desde donde se podía observar la transitada calle. La idea de ver el sol por las mañanas al abrir los ojos, le produjo una sensación de tranquilidad que acompasó su respiración. Apoyó su abrigo y el libro que le había dejado su padre sobre la cama y dio una vuelta observando los detalles de las molduras, de las cortinas. Un mueble con varios cajones justo frente a su cama con un espejo enorme. Y en el centro de la habitación una pequeña mesa y un sillón haciendo juego.
—Sé que es pequeña, pero es lo que tenemos. A Dios gracias que cuentas con una habitación para ti sola. Si hubieses llegado en otro momento, te hubiese tocado compartir con Winnie. —Le palmeó el hombro y se retiró—. Iré a ver cómo marcha la cena mientras te acomodas.
«¿Pequeño?», se preguntó. Aquella habitación era la mitad de su casa en Stratford.
Uno a uno fue sacando sus objetos más importantes; esos que deseaba tener bien cerca de ella para recordar constantemente. A medida que iba apoyando todo sobre la cama, sonreía ante las imágenes que guardaban las cosas que la habían acompañado a su nueva vida. Un broche que Beatrice le había regalado antes de casarse. Una flor marchita envuelta en un recorte de lienzo que conservaba de una de las tantas tardes de paseo junto a Ophelia. Un sobre que contenía un tesoro preciado y secreto: un poema escrito por su hermana Portia. Y también, dentro de aquel sobre, guardaba un mechón de cabello de su hermana más pequeña: Juliet. Se lo había cortado unos minutos antes de que partiera.
Juntó los recuerdos que conservaba de sus hermanas y guardó todo en un cajón del mueble junto al libro que había cargado durante todo el viaje. De uno de los compartimentos del baúl sacó sus papeles, sus dibujos y los pocos carboncillos que le habían quedado y los acomodó en otro cajón vacío que encontró. De su madre, en cambio, lo único que había traído era una carta para Rachel. Pensarla hizo que cerrara los ojos y volviera el tiempo atrás, al día en que se enteró de su decisión de enviarla lejos de la casa como habían hecho las demás.
—¡Pero mamá…!
—Pero nada, Miranda. Ya le he escrito a Rachel y su respuesta acaba de llegar. —dijo sacudiendo las hojas de papel frente a su hija—. Partes en una semana. Justamente, necesita gente para trabajar en su casa de modas. ¿Te he contado lo famosa que se ha vuelto mi querida amiga?
—Sí, mamá. Muchas veces. Pero… ¡yo no me quiero ir! Yo me quiero quedar aquí, ayudándote.
—¿Ayudándome, Miranda? Te pasas todo el tiempo fuera de la casa, lejos, dibujando… fantaseando y apenas sí colaboras con tus hermanas y conmigo. La pobre de Ophelia ha tenido que hacer su tarea y la tuya también. ¡No creas que no lo he notado!
—Eso no es cierto. —Se cruzó de brazos igual que lo hacía cuando era una niña.
—Miranda. No hay manera de que cambie mi opinión. Además, Rachel es mi amiga, con ella estarás muy bien. Cuando la conozcas, sabrás lo maravillosa que es. Te ayudará en todo lo que necesites. Y… Dios mediante, encontrarás a un hombre bueno con quien desposarte y…
—Mamá. No voy a ir a Londres. Esa ciudad no me gusta. Hay… mucho ruido, el olor es insoportable. ¿Recuerdas la vez que fuimos? Dios, ¡fue horrible!
—Te recuerdo que te la has pasado muy bien en nuestro último viaje.
—Sí. Y solo gracias a Conrad. Si no fuera por él y su precioso invernadero…
—No me convencerás, Miranda. Tus hermanas pasaron por lo mismo que tú y ninguna se ha quejado tanto.
—No iré. —Su taco sonó fuerte contra el piso de madera y se apostó en el centro de la cocina como una gárgola enojada.
—Miranda, ¿es que no lo ves? —Su madre caminó hacía a ella y apoyó las manos sobre su rostro helado—. Necesitamos dinero, cariño. Hay muchas cosas que pagar y…
—Mis hermanas te ayudan. ¿O no?
—Sí, sí. Pero Beatrice ya ha formado su familia; no es justo. Y tampoco es justo abusar de la ayuda que nos brinda Portia. Necesito que hagas un esfuerzo por esta familia. Podríamos perder la casa, Miranda. —Su madre terminó de decir aquella barbaridad y la mente de Miranda voló más allá. ¿Perder la casa? ¡¿Qué?! ¡No! Eso no podía ocurrir. Cualquier cosa antes que perder aquel trozo de paraíso, como lo llamaba su padre—. Es lo único que nos queda, hija. ¿Lo entiendes?
—Está bien.
—Bien. —Le acarició la mejilla con cariño—. Me alegra saber que has entrado en razón. Le escribiré a Rachel esta misma tarde. ¿Se lo cuentas tú a las muchachas o se lo digo yo?
—Yo se lo diré.
Y así fue como se enteró de que su vida cambiaría para siempre. Que ya no correría por el campo descalza ni se acercaría a la ribera del río para dibujar el recorrido del agua que hacía girones en los recovecos apartados. Ya no recitaría, ya no cantaría durante los días de lluvia. Ya no habría contemplación de pájaros, ni de estrellas. Ya no habría paz. Solo ruido, gente y una habitación fastuosa pero sumamente solitaria.
Se puso de pie y se acomodó el vestido. Tomó la carta de su madre y se acercó a la cocina donde Rachel conversaba con una mujer mayor.
—Miranda… ella es nuestra querida Mary. Mary nos cocina, nos lava. Es… el alma de esta casa. —Sonrió y abrazó a aquella mujer diminuta que servía los platos.
—Un placer conocerla —le dijo Miranda.
—Lo mismo digo, señorita. Bienvenida. Ya casi está listo, señora. ¿Esperaremos a Winnie y a Gilbert?
—No. Seremos solo nosotras. Ellos llegarán mañana temprano.
—Bien. ¿Llevo los platos a la mesa del comedor?
—No, querida. Comeremos aquí contigo.
Ese día, mientras devoraba una exquisita sopa y oía a Rachel contarle sobre sus anécdotas, una nueva vida comenzaba para Miranda Dankworth.