Capítulo 10

A Winter le picaba la zurda. Pensó en Rafe. En su rostro reventado a golpes. En la sangre, que formaba un charco oscuro en el suelo, y que ella había debido de pisar en algún momento, porque al día siguiente muchos miraban las huellas que habían dejado sus botas saliendo del callejón. En la risa de Modesto y en los gruñidos roncos de aquel Ignatius, y hasta en los balbuceos extraños de Nathan. En su propio cuerpo magullado y en la sonrisa boba de Mariah y en los ojos azules de Peach, y en los dedos de Jack peinándole los cabellos.

Observó a los cinco tipos que se habían colocado formando un semicírculo frente a ellos, y a Jack como si fuera una sombra, y se dijo que tenía que permanecer tranquila.

«Siempre hay uno que habla demasiado, y uno al que le gustaría estar en cualquier otra parte», decía Rafe. «Olvídate de esos, y concéntrate en los demás».

Se preguntó si la otra noche, aquella noche terrible, Rafe habría calculado mal, o si, después de todo, Jack estaba en lo cierto al asegurar que su hermano era un poco imbécil. Ella misma lo había considerado en alguna ocasión. Pero, claro, la sangre tira. Winter suponía que resultaba muy fácil ir insultando a los hermanos de los demás cuando uno estaba tan solo como Jack Evans.

—Jack Evans —dijo en voz baja, y el nombre resbaló por su lengua como un pellizco de miel.

Aquel era el famoso Jack Evans del que hablaban las historias. Winter estaba con él y no debería sentir miedo. Aun así, quitó el seguro del revólver y tensó los músculos del brazo.

—Algo tendréis —gruñó uno de los tipos, que se cubría medio rostro bajo un pañuelo desteñido—. Todo el mundo tiene algo.

El pañuelo se le pegaba a la boca al hablar y la voz le salía apagada, desganada.

—Pasad de largo, amigos —contestó Jack, como un trozo de hielo.

A la propia Winter se le habían congelado las piernas al oírlo. Y el ojo se le abría y cerraba tan rápido que al final se le quedó cerrado por completo. Un poco como le pasaba en el corazón, que le aporreaba las costillas sin tregua. Esperó que no acabara cerrado como el ojo. No quería morir en mitad de unas colinas polvorientas, sin cumplir su juramento y asustada como una niña pequeña.

Rafe se avergonzaría si me viera, creo. Aunque podría pensar que lo cierro para apuntar mejor.

—Nosotros tampoco queremos problemas, amigo —dijo otro tipo de piel cenicienta, un poco más atrás, que arrugaba el ceño como si le molestara el sol.

Tal vez le molestara.

—Por eso vamos cinco, y vamos armados —explicó Cara Tapada—. ¿Comprendes o no comprendes?

Más allá, casi sepultado por los corpachones de sus compañeros, había un muchacho que no sería mayor que Winter, rubio y desgarbado. En las historias, los chicos como aquel miraban con expresión lánguida y nunca deseaban estar allí con los demás.

Pero cuando el chico la miró, fue como si la desnudara con los ojos. Quiso tragar saliva y notó la lengua convertida en un trozo de esparto.

No le dio mucho tiempo a fijarse en los otros dos. Alguien hizo un movimiento brusco y Winter gritó, muerta de miedo. Ya no le temblaba la zurda, pero la notaba en llamas. Escuchó disparos. Las balas que silbaban cortando el aire espeso y árido. Jack, que no había dejado de ser una sombra, se desplazó hacia la derecha. Lenta, muy lentamente. O quizá eso de la lentitud solo fue algo que se imaginó ella. Por la noche apenas recordaría lo que había sucedido; solo el olor áspero a azufre y el sonido que hacían los cuerpos al caer contra el suelo.

Sí se fijó en el chico, que se había desplomado hacia atrás con un agujero en la frente. Su caballo le saltó por encima como una damita remilgada, y luego se encabritó y salió al galope hasta perderse en la distancia.

El tipo del pañuelo seguía vivo. Se sujetaba el brazo con una mano y gemía de dolor igual que gemía Rafe cuando le pidió que buscara a Evans. Winter cerró los ojos y apretó los labios. No quería vomitar.

—Soy Jack.

—Jack Evans —aclaró Winter, con una voz que asomó desde el fondo de un pozo—. Jack Evans, el pistolero del que hablan las historias.

—Winter, soy Jack. —Sintió la mano de Jack en el hombro, tan pesada—. Soy yo. Deme el revólver. Por favor.

Winter sorbió por la nariz. Pestañeó y un par de lágrimas le recorrieron las mejillas. Las atrapó con la lengua. Estaban calientes y sabían a sal.

—Tenga cuidado, Jack. Ese está vivo aún. Seguro que tramará algo. Sigue vivo, lo he visto.

A su alrededor, todo era Jack. Su olor, el sonido de su respiración entrecortada, sus labios abriéndose y cerrándose muy despacio. Su voz, que sonaba como un jirón de tela al rasgarse. Su rostro blanquecino y las arrugas que se le formaban al entrecerrar los ojos.

—Ya está, Winter. Ya no queda ninguno. —Winter se atrevió a mirar más allá de él y comprobó que era cierto, que Cara Tapada yacía en la tierra junto a los demás—. Por favor, deme el revólver. Estos momentos son delicados.

Winter le dio el revólver, y de pronto cabalgaban juntos sobre el mismo caballo; ella apoyaba la frente en la espalda de él y con los brazos le rodeaba la cintura. Su cuerpo desprendía calor y era un calor que reconfortaba, no como el que emanaba del suelo, de las piedras, del fondo de los barrancos. O de su propia mano.

Sin que Jack lo notara, Winter lloró en silencio.

***

—El ruido que hacían al caer, Jack —susurró Winter. Lo oía de nuevo con claridad dentro de su cabeza y se estremeció—. Creo que lo escucharé en mis sueños.

Habían encontrado una habitación en un pueblucho asqueroso. El último pueblo antes de llegar a su destino. Jack la había inscrito como Winter Evans, y a Winter le había gustado que lo hiciera.

—¿Winter Evans? —había preguntado la dueña de la fonda—. ¿Por qué le pusieron nombre de estación?

—Porque mi madre venía de un lugar muy frío, allá en el norte, y soñaba con regresar algún día.

Habían llegado en plena noche, cuando el mundo entero parecía dormido y una manta de estrellas envolvía con mimo el cielo.

—Es hermoso, Jack, pero no tanto como un amanecer sobre su colina.

—Bueno, yo siempre preferí los atardeceres.

Jack había extendido los brazos para ayudarla a desmontar, pero Winter había rechazado la ayuda.

—No me toque, Jack.

—Como quiera, Winter.

—Prefiero que no me toque.

—De acuerdo. No la tocaré.

***

La dueña de la fonda se llamaba Marguerita y hablaba con un acento cascado. Era una mujer de ojos negros y cabellos blancos, enjuta como un clavo, que los había conducido a través de un pasillo en penumbra hasta la puerta del fondo.

—Estoy llena de huéspedes y es muy tarde —explicó—. No me sean ruidosos. ¿Querrán que les suba de cenar?

—Súbanos de cenar y una botella de algo fuerte —pidió Jack.

Marguerita les abrió la puerta, encendió una lamparilla y corrió las cortinas para tapar las estrellas. La habitación era más que decente. El papel de las paredes se había despegado un poco por arriba y la moqueta del suelo lanzaba nubes de polvo cuando la pisaban, pero en el aire flotaba un olor dulzón a hierbas muy agradable.

—Les traeré una botella, pero cuidado con ponerse a cantar —advirtió desde el pasillo.

Cuando Winter fue a sentarse en el borde de la cama, se acordó de algo y se levantó antes de rozarla siquiera.

—Me da mucha vergüenza confesarlo, Jack. Pero antes, allá con los bandidos, pues...

—Ya me he dado cuenta. Se ha meado encima. No pasa nada.

—Sí, sí que pasa, Jack.

—No, de verdad que no, Winter. No le dé importancia. Eso le ha ocurrido porque es usted una buena persona y en el fondo no quería matar a aquellos tipos.

Jack apenas había hablado desde el incidente. Winter se había fijado en que le temblaban un poco las manos, y, ahora, en que también le temblaba un poco la voz.

—¿A usted le ha ocurrido alguna vez, Jack?

—No. Pero la cosa es que yo no soy una buena persona, ¿sabe? Quizá lo fui tiempo atrás. Sí, yo diría que fui un buen chico cuando era joven. Pero ya me había convertido en una mala persona la primera vez que maté a alguien.

Jack cogió su tabaquera y durante un rato largo estuvo observándola, como si fuera un objeto extraño y le sorprendiera haberla encontrado.

—Eso no es lo que cuentan las historias, Jack. Una cosa es ser valiente y otra es ser malo. Aunque se puede ser las dos cosas, supongo.

—Mire, Winter, sé de lo que hablo, y por eso digo que soy una mala persona. Créame, me conozco a mí mismo más que esas malditas historias suyas.

Winter suspiró, apenada. La oscuridad desdibujaba los rasgos de Jack. En realidad, podría haberse tratado de cualquier hombre.

Pero no es cualquier hombre.

Llamaron a la puerta y Marguerita entró con una bandeja que también desprendía un olor dulzón. O quizá era la propia Marguerita la que olía así y lo impregnaba todo a su paso.

—Cordero guisado y patatas. Y media botella de brandy.

—¿Podrá usted lavarle el vestido a la señora, Marguerita? Se ha caído en un charco.

La mujer refunfuñó y Jack tuvo que pagar el brandy por adelantado. Mientras se quitaba la prenda, Winter se preguntó de dónde sacaría Jack el dinero. Al conocerlo, le había parecido uno de esos hombres que viven del aire. Había esperado dormir cada noche bajo un techo de estrellas.

—Usted coma, Winter, que yo beberé a la salud de los dos.

—Yo también quiero un trago.

—El brandy no le sienta bien, Winter. Ya me lo demostró en mi cabaña. —Abrió la botella y no se molestó en servir los vasos. Agarró el cuello y en un momento se había ventilado la mitad—. Además, necesito beber todo lo que pueda.

—¿Qué quiere, coger una cogorza?

—En los viejos tiempos siempre cogía una cogorza después de matar a alguien. Hay cosas que no pueden cambiarse. —Un par de sorbos más, y la repasó con la vista de arriba abajo—. Eh, Winter.

—¿Qué, Jack?

—Supongo que no le molestará que mire. Lleva un bonito conjunto.

—Mire hasta cansarse, si es lo que le apetece. Aunque, ya ve, a mí me apetecía probar ese brandy y debo conformarme con la comida.

Winter pinchó una patata con el tenedor. Tenía hambre, y masticó hasta que la patata se deshizo y le llenó la boca de sabor a tierra. Quiso tragar, y la tierra se le atascó en la garganta. Tosió. El aroma del brandy inundaba la habitación, sobreponiéndose al de las hierbas. Winter se mareó un poco.

Jack apoyó la espalda contra la pared y, a pesar de lo que había dicho, le ofreció aquel trago.

—Supongo que puede usted beber un trago, después de todo. —Cuando se acercó a él, Jack le rodeó la cintura con una mano y la atrajo hacia sí—. Bonitas medias.

—Me las regaló Peach.

—Ya me lo imaginaba.

Jack levantó la botella entre ambos y Winter abrió la boca para beber. Jack dejó que el brandy cayera poco a poco sobre sus labios. Cuando los cerró, el brandy siguió resbalando por la barbilla y le mojó el cuello, los hombros, los pechos bajo el corpiño.

—Qué manera tan absurda de desperdiciar una buena botella —murmuró Winter.

Lo siguiente que notó fue la barba de Jack que le raspaba el hueco del cuello y su lengua que recorría el reguero que el brandy había dejado sobre la piel.

—No se preocupe. Tampoco era tan buena.

—Voy a desnudarle, Jack.

Se apartó y con un gesto de la mano invitó a Jack a tenderse en la cama. Jack vaciló.

—No sé, Winter. Puede que no sea una buena idea.

—¿Por qué no?

—No digo que no me sentaría bien. Pero después podría darme por pensar que usted se acostó conmigo como una especie de pago por lo que he hecho, y entonces me costaría conciliar el sueño. Creo que me estoy haciendo viejo. Hace años no habría tenido tantos escrúpulos. —Jack no se movió de donde estaba, recostado sobre un hombro, con la suela de la bota contra la pared y los pulgares colgando del cinto. Su rostro, una sombra más—. Pero, si no le importa, voy a seguir besándola.

—¿Unos cuantos besos a cambio de la vida de cinco hombres?

—De tres. Es un buen trato.

Era un buen trato. Pero cuando Winter le metió la mano por debajo del pantalón, Jack parecía haber olvidado sus palabras. El colchón crujió cuando se dejó caer sobre él y Jack se puso cómodo entre sus muslos.

—No espere gran cosa de mí —se disculpó Jack—. Me había vuelto un solitario.

***

—Eh, Jack —susurró Winter a la oscuridad, porque pensó que él ya estaría dormido—. Yo no maté a ninguno. No puedes saber si yo soy o no una buena persona, porque en realidad yo no llegué a disparar. Me entró mucho miedo.

Sombras, silencio. Un grillo que rasgaba la quietud de la noche. La respiración pesada de Jack que le hacía hinchar las costillas y su olor a tabaco de mascar, a tierra, a sol. Quizá, también, a la sangre vertida.

—Sí que disparaste, Winter —contestó él. Su voz sonaba pastosa por el alcohol, o por el sueño, o por las dos cosas—. Mataste a un par de ellos.

—Te equivocas, Jack. —¿Se equivocaba? Winter no había disparado. ¿O había disparado? ¿Por eso había sentido aquella quemazón en la mano?—. Tú solo te los cargaste a todos. Tú y tu leyenda. Jack Evans, el famoso pistolero.

—Si no me crees, puedes contar las balas que faltan en tu revólver. ¿Qué ocurre, Winter? ¿No puedes dormir? ¿No tienes sueño?

Jack se dio media vuelta y su rostro quedó frente a ella. Un par de pulgadas separaban sus bocas. Cada vez que Jack respiraba, Winter aspiraba el calor y el olor agrio de su aliento.

—Me da miedo dormirme y soñar con los bandidos.

—Están muertos, Winter.

—Por eso, Jack. Podría ver sus caras muertas.

—Si vuelvo a besarte, ¿soñarás con mis besos?

—Quizá.

—Si vuelvo a amarte, ¿soñarás conmigo?

—Sí —contestó ella, al cabo de un rato—. Sí, Jack, creo que sí.

Las manos de Jack cubrieron sus pechos desnudos y Winter arqueó la espalda cuando él le atrapó el lóbulo de la oreja con los dientes.

—Intentaré hacerlo un poco mejor que antes.

—No lo has hecho mal, Jack, para ser un viejo.

Jack rio y su risa sonó como el filo de una sierra sobre la madera. Winter pensó que Jack decía cosas sin mucho sentido. Un hombre con una risa semejante no podía ser mala persona. Y ella no podía haber matado a nadie.

Luego, los dedos ásperos de Jack acariciaron su vientre, y Winter dejó de pensar.