Capítulo 2

Winter durmió hasta que los rayos del sol de mediodía atravesaron las mugrientas cortinillas y la obligaron a despertarse. Su primer pensamiento fue para su hermano. Su cara ensangrentada y aquel ruido espantoso que hizo con la garganta cuando intentó hablarle por última vez. Se incorporó poco a poco; los miembros machacados, todavía dormidos, no querían reaccionar. Se notaba pesada, torpe y lenta. Inspiró hondo y se atrevió a contemplar su reflejo. Tragó saliva al contemplar los manchurrones morados y amarillentos que cubrían su cuerpo como un mal cuadro. Un azote de ira contrajo sus facciones. Aquellos malparidos habían hecho un gran trabajo con ella. No quedaba en su piel ninguna zona mayor de un palmo sin marcar: todo eran moratones, cortes y magulladuras, excepto en la cara. Ah, sí. Recordaba cuánto se había reído aquel tipo moreno y flaco cuando su compañero había pedido que no le tocasen la cara.

—Y eso, ¿por qué, Nathan? —había preguntado—. ¿Es que esta putilla te recuerda a otra?

Pero el tal Nathan había insistido, y los otros habían terminado cediendo.

Y por eso, Nathan, pediré que te maten un poco menos despacio que a los demás.

Alguien llamó a la puerta y Winter se sobresaltó.

—¿Quién es?

—¿Quién va a ser? Soy la señora Debray, querida mía. Mariah Debray. ¿Me permites entrar?

—¡Un momento, señora Debray! ¡Estoy en ropa interior!

—¡Precisamente! Le he pedido a Peach que te preste algo de ropa y ha encontrado algunas cositas... Abre, que no miro.

Winter abrió con cautela y la mano blanda de Mariah surgió de la oscuridad del pasillo para tenderle un buen montón de prendas.

—Gracias, señora Debray —musitó Winter—. No sé cómo...

—Ahórratelo, pequeña. Será mejor que te vistas y me acompañes abajo para comer algo. Aborrezco comer a solas, sobre todo cuando estoy fuera de casa, y Peach se ha visto obligada a atender no sé qué asuntos.

—No tardaré.

Winter extendió las prendas sobre la cama: algunas piezas de lencería, un camisón, y un par de trajes de cierta calidad; no tan buenos como el que había afanado antes de conseguir pasaje en la diligencia, pero sí mucho mejores que las ropas de pilluelo que había llevado toda su vida.

Eligió un vestido azul en el que no tardó en sentirse perdida: arrastraba un palmo de tela por el suelo, le quedaba un poco largo en las mangas y escandalosamente grande en el pecho. Habría podido envolverse una soga con varias vueltas al cuerpo y, aun así, no lo habría rellenado. Se calzó las botas, que lucían una capa espléndida de barro, se chuperreteó los dedos y se los pasó por el pelo para peinarlo hacia atrás. Le hubiera gustado ser capaz de peinarse con un moño como el de Mariah, pero se mareó solo de pensar en atravesar la melena con un cepillo.

Cuando por fin se reunió con Mariah, sonrió con timidez. Confiaba en causar una agradable impresión a su protectora.

—Oh, por el amor de Dios. —A juzgar por la cara de espanto de Mariah, era obvio que no lo había conseguido—. Siéntate, anda. Como tardabas, he empezado a comer sin ti. Caramba. Qué espanto, criatura. No me digas que no te dio tiempo a tomar un baño anoche. O esta mañana.

—¿Un baño?

Una chica rubia muy guapa se acercó hasta la mesa y le sirvió un plato de estofado con zanahorias, un vaso de cerveza y un pastel de frutas.

—Peach me ha pedido que te trate bien, cielo. Me llamo Annette —se presentó. La miró con el ceño fruncido y añadió—: Si hubiera sabido que estabas tan flacucha, te habría traído dos platos en lugar de uno.

—Pues no sé a qué esperas, querida mía —reconvino con seriedad Mariah—. La pobrecilla no cenó ayer, ni ha desayunado tampoco. Y no seas rácana con la cerveza.

La chica se rio, una carcajada sonora y adorable.

—Ahora mismo, tía.

—Todas me llaman tía aquí —explicó Mariah en voz baja, con cara de circunstancias—. No entiendo por qué. Supongo que por alguna costumbre local, o serán órdenes de Peach. Tiene mucho genio, aunque lo disimula. Y bien, volviendo a nuestro asunto... ¿Por qué no te has dado un baño? Hueles fatal, y no te sepa mal que te lo diga, al contrario. Te estoy haciendo un favor. Vas a dejar apestado ese vestido tan bonito. Aunque, ahora que me fijo, el vestido será bonito, pero caben dos Amelias ahí dentro. Deberíamos ir a comprar unos botones para ajustarte la pechera. ¿Qué tal se te da coser, criatura?

—Mal —confesó Winter—. Lo cierto es que solo sé hacer algún remiendo.

Mariah torció el gesto.

—¿De verdad? Qué extraño.

Winter consideró que no tenía nada de extraño; ella remendaba su ropa, y también la de Rafe, hasta que quedaba reducida a un montón de harapos imposibles. Nunca había tenido necesidad de ajustar o ensanchar un trozo de tela solo para que le sentara un poco mejor.

—Dime, ¿qué es lo que sabes hacer? Le he prometido a Peach que me informaría sobre tus cualidades, porque, por supuesto, en algo tendrás que ocuparte. Yo no puedo llevarte conmigo cuando me marche de Glastcick Hills, y a Peach, si te acoge en su hotel, no le hará gracia verte mano sobre mano. Si hay algo que aprecie en Peach es su capacidad para trabajar hasta la extenuación, créeme. Nunca le han gustado los vagos, ni los buenos para nada, ni los gandules. El trabajo duro y la fe en Dios, querida: eso es lo que levanta los pueblos. Y lo que levantó este hotel, también.

Winter masticó un trozo de carne, convencida de que nunca antes había probado nada tan bueno, y meditó su respuesta. Había un puñado de cosas que se le daban bien, pero quizá Mariah no sabría apreciar sus virtudes: con la zurda, por ejemplo, podía acertarle a una lata a una distancia de cien pies, y siempre había pensado que tenía una diestra bastante buena, aunque, claro, no tan buena como la de Rafe. También se le daba bien montar a caballo, y marcarse faroles jugando al póker, y podía beber tanto whisky como cualquier hombre. Bueno, esto último era probablemente una exageración y nunca había tenido ocasión de retar a ninguno. Pero sí estaba segura de poder aguantar tres o cuatro tragos seguidos sin que se le embotara la cabeza ni se le torcieran los pasos al caminar.

—Puedo cocinar —respondió sin mucha convicción al cabo de un rato.

—Bueno, es un principio. ¿Puedo preguntarte a qué has venido a Glastcick Hills? Sé que tu hermano, en paz descanse, acaba de morir, pero... En fin, ¿se trata de alguna última voluntad del pobrecillo, o algo por el estilo? Ah, por fin, la cerveza. Qué sed me ha dado tu estofado, Annette.

Annette sonrió y Winter vio que le faltaban un par de dientes.

—Lo cierto es que he venido buscando a un hombre.

—¡Un hombre! —exclamaron a dúo las otras dos, aunque con tono bien distinto.

Mariah sonaba escandalizada, y Annette entristecida.

—Por el amor de Dios, estoy segura de que tienes tus razones, Amelia, pero es que, dicho así... ¡Qué vulgar ha sonado, cielos!

—Bueno, yo nunca he salido de Glastcick Hills —dijo Annette—, pero dudo que los hombres de aquí sean muy distintos a los de cualquier otra parte. Haber venido de lejos para buscar a uno...

—Annette, te ruego que no hagas ese tipo de comentarios delante de la niña —la reprendió Mariah, molesta. Annette parpadeó, miró a Winter, y Winter supo que a ella no la engañaba su cuerpo menudo—. Pero, explícate, porque no has tenido ocasión de explicarte, Amelia. ¿A quién deseas encontrar? ¿Un abogado, tal vez? ¿Algún comerciante, algún amigo de la familia que pueda hacerse cargo de ti? Claro que (me veo en la obligación de advertirte), dependiendo de quien sea, podrías provocar una avalancha de comentarios malintencionados. Quiero decir, la decencia es muy importante, muchacha. Si se trata de un caballero soltero, entonces...

—Estoy buscando a Jack Evans —respondió Winter, y apartó el plato vacío para atacar el que Annette acababa de servirle.

—¿Jack Evans? —repitió Mariah y, entre bocado y bocado, Winter pudo ver que se había puesto pálida. Annette la observaba, muda y sombría—. Sin duda, es un nombre muy corriente. No conozco en persona a ningún señor Evans, ¿y tú, Annette, tampoco? Está el infame Jack Evans del que todo el mundo ha oído hablar alguna vez, por supuesto. Pero no te referirás a él, ¿verdad, Amelia? No puedes referirte a él.

Se le quebró la voz en la última palabra y su tono estrangulado semejó más un aullido que otra cosa. Annette meneó la cabeza y se alejó con el plato.

—Mi hermano me pidió que buscara a Jack Evans, el pistolero. No sé si es ese tipo al que usted ha nombrado, pero la verdad es que su fama me importa poco.

«Busca a Jack Evans, en Glastcick Hills», le había pedido su hermano, y en Glastcick Hills se encontraba Winter. Tardaría un día, una semana o un año entero, pero daría con Jack Evans, lo agarraría de las orejas si fuera preciso y se lo llevaría para dar con los tipos que le hicieron aquello a Rafe, y que le hicieron aquello a Winter.

—Acábate el pastel, Amelia —oyó que decía Mariah—. Creo que hay un comercio bastante bueno al final de la calle donde podremos comprar hilo y botones. Voy a enseñarte a coser, y así olvidarás esa idea tan extraña que se te ha metido en la cabeza. A veces, el dolor nos juega malas pasadas, ¿sabes? Hay gente que se olvida de las cosas, ¡incluso de su propio nombre!, cuando ha sufrido demasiado, y me consta que la muerte de tu adorado hermano ha sido un duro golpe para ti, pequeña mía. Oh, y antes te he dicho que no puedo llevarte conmigo de vuelta, pero no me hagas mucho caso. Hablo y hablo y en ocasiones no me doy cuenta de la cantidad de disparates que escapan de mi boca. Vamos, vamos a la tienda antes de que cierren. A saber qué tipo de horarios hay en un pueblo medio salvaje como este. Ya te darás ese bañito cuando regresemos.

Winter se terminó el pastel, deslizó el dedo por el plato para rebañar las migas y lo chupó hasta que el sabor a bizcocho se convirtió en una especie de recuerdo. Mariah aguardaba en el vestíbulo del hotel, taciturna, con las manos juntas sobre el regazo. A Winter, que contaba con permanecer bajo el cobijo de sus alas algún tiempo, le disgustó su seriedad; quizá, solo quizá, se había precipitado al desvelar sus intenciones con tanta ligereza. Debería haber sido más lista: las Mariahs Debrays y los Jacks Evans vivían en mundos distintos, y, por lo general, las primeras no deseaban recordar que los segundos existían.

Decidió ser amable y portarse como ella suponía que debería portarse toda una señorita Amelia Dovell.

—Espero que sea usted paciente, señora. Soy más bien torpe.

Se recogió los bajos de la falda con una mano, tal y como vio que hacía Mariah con la suya, y alzó la barbilla igual que ella.

—Bueno, yo soy paciente cuando veo que hay esfuerzo detrás, criatura, pero tú deberás mostrar maña con la aguja o me rendiré en seguida. Ven, arrímate un poco más a mí. Esto está lleno de gandules y hombres pendencieros.

Winter echó un vistazo a su alrededor. Había gandules y tipos con aspecto pendenciero, sí, pero no más que en cualquier otro pueblo en que hubiera estado antes. Ni parecían muy distintos a Rafe, tampoco. Se preguntó cuántos de ellos habrían oído hablar de Jack Evans, y cuántos podrían conducirle hasta él, o transmitirle algún mensaje.

—Según Peach, Glastcick Hills está llamada a convertirse en una ciudad de lo más próspero. Dice que viven unas mil personas aquí, ¿puedes creerlo? A mí me cuesta, desde luego. ¡Mil personas! Pobre Peach.

—¿Y qué hace aquí tanta gente? —preguntó Winter, que era incapaz de imaginar a mil personas—. ¿Buscan oro?

—Creo que hay minas de plata —respondió Mariah, y frunció el entrecejo mientras se arreglaba los tirabuzones rubios que pretendían escapar de su moño—. ¿Oro? No que yo sepa, pero supongo que donde hay plata puede aparecer oro también, ¿no crees?

A Winter creía que no, que aquello era absurdo, pero no dijo nada. Contempló el intrincado moño de Mariah y trató de imaginarse a sí misma luciendo algo tan elegante.

—Ese recogido que lleva usted, señora, ¿me lo podría hacer a mí? Creo que me quedaría bastante bien.

Mariah miró de reojo su pelo grasiento y compuso un gesto gracioso con la boca.

—Bueno, deberías preguntarle a Peach, que es la que me ha peinado. Pero primero tendrás que lavarte a conciencia para quitarte toda esa capa de mugre. ¡Ah, ya hemos llegado! Hatcher & Son. —Señaló el letrero que se balanceaba sobre la puerta, mecido por el vientecillo abrasador que soplaba desde el desierto. Winter no se molestó en mirarlo. No sabía leer—. Bien, veamos qué botones tienen aquí.