La cabaña se elevaba, por decir algo, en la cima de una suave colina que miraba hacia Glastcick Hills, aunque lo cierto era que hasta el pueblo mediaba una buena distancia. Jack Evans se la había comprado a un tipo tarado que juraba que los indios lo perseguían para hacerse una capa con la piel de su cuerpo. Jack nunca había oído de un indio que perdiera el tiempo con algo tan estúpido como fabricar una capa con piel humana, pero la cabaña se veía sólida y por detrás solo había un barranco, así que podría cazar a cualquiera que intentara acercarse a él a un par de millas de distancia.
En cierta época, Jack había considerado que esa ventaja podría salvarle la vida en algún momento, y ni siquiera había intentado regatear el precio.
Eso, sin embargo, había sucedido mucho tiempo atrás.
Jack torció el cuello a un lado. A otro. Hacia un lado. A otro.
Gruñó y soltó un juramento. Su voz se perdió entre las piedras, como de costumbre.
—Tienes calor, ¿eh, preciosa?
La perra se acercó hasta él y le metió la cabeza debajo de la mano, buscando sus caricias. Jack la rascó entre las orejas, como sabía que le gustaba, y giró la cara para escupir el tabaco que llevaba años mascando.
—Bah. Qué asco.
El tabaco le había dejado un regusto agrio en la boca, pero no le apetecía levantarse a por un trago. También llevaba años sentado en aquel porche destartalado, observando el camino, con el rifle cargado a medio brazo de distancia. Pero, como de costumbre, por el camino no subía nadie, como no fueran las plantas rodadoras que lo cruzaban a saltos empujadas por el viento cálido.
—Calor seco del demonio —farfulló.
Como si se mostrara de acuerdo, la perra dejó escapar un gemido largo y tristón, y Jack se llevó la mano a la nuca. Le dolía el cuello de no moverlo apenas, y le lloraban los ojos por culpa del sol abrasador que se reflejaba en las piedras, y en la tierra árida. Se impulsó con las puntas de los pies hacia atrás y la mecedora emitió un crujido, casi tan lastimero como el de la perra. Jack se balanceó hacia atrás y hacia delante, pensando en lo aburrida y triste que se había vuelto su vida en los últimos años. En lugar de cabalgar sorteando peligros se mecía en una silla para viejos, y a su lado solo tenía una perra pulgosa que siempre le daba la razón, dijera lo que dijera.
—Si te dijera que hoy hace un frío que le congela las pelotas a un hombre me darías la razón —refunfuñó.
Y la perra aulló como un lobo aullándole a la luna. Jack evitó la tentación de arrearle una patada en las costillas, porque la perra no tenía culpa de nada. Se balanceó de nuevo con más brío y la mecedora volvió a crujir, esta vez con el chasquido de la madera reseca al quebrarse. Jack braceó en el aire durante unos segundos y la perra se alejó de un salto.
—¡Maldita silla de mierda! —rugió cuando dio con el lomo en tierra.
Una caída como esa podía poner fin a sus días de la manera más miserable, pensó con espanto. Una silla de viejos, una muerte de viejos. Se incorporó y echó una mirada a la mecedora, que se vencía hacia un lado con una pata partida.
—Y ahora, ¿qué? ¡Bah!
No le apetecía arreglarla, como tampoco le apetecía bajar al pueblo a comprar otra nueva. Pero no se imaginaba contemplando los atardeceres sentado en el suelo del porche, ni en el taburete que usaba cuando comía. Que era, de hecho, su único taburete. No pensaba andar entrando y saliendo con él a todas horas, solo porque se había quedado sin mecedora.
Un destello a lo lejos. Agazapado, Jack entrecerró los ojos y echó mano del rifle. Lo mismo no era nada. Lo mismo era alguien. Lo mismo eran ellos. Se desplazó a su izquierda, de manera que quedaba protegido por una piedra de hermoso tamaño que había colocado allí en cuanto se hizo con la choza, previendo situaciones como aquella.
Un hombre descuidado es un hombre muerto; aquella era la máxima de Jack Evans, y hasta la fecha había sido puntilloso al respecto. Y hasta la fecha, seguía vivo, así que no debía de ser una máxima tan mala.
Oteó en la distancia; una ligera nube de polvo se acercaba, no muy veloz, por mitad del sendero. Pronto llegaría al único punto complicado: el maldito árbol que se alzaba casi en el último recodo, hinchado y tupido como esos pavos de colas azules que había visto en los libros.
Más me valdría talarlo. Me quita visión.
La nube no llevaba prisa. Un poco más tranquilo, pero en absoluto relajado, apoyó un codo sobre la piedra y se pasó la lengua por los dientes. Quizá fuera Peach. Ojalá fuera Peach. Era la única que se atrevía a visitarlo allá arriba, cosa que hacía tres o cuatro veces al año, no más. No recordaba cuándo había sido la última. Pero sería un cambio agradable.
Se tapó la boca con la mano y respiró en el hueco. Le apestaba el aliento. Probablemente apestaba todo él. Maldita sea, de haber sabido que Peach iba a ir a visitarlo, se habría dado un chapuzón en el riachuelo.
—¡Eh, bonita! —llamó a la perra y la perra acudió—. Vete a mirar quién es. ¿Es Peach, bonita? ¿Es Peach?
La perra estiró sus patas delanteras, y luego las traseras, y se tumbó en la sombra que proyectaba Jack. Lo cierto era que se trataba de una perra bastante estúpida. Claro que, como todos los perros estúpidos, era un bicho leal.
—Si no lo fueras ya morarías el infierno de los perros, preciosa.
Más le valdría ahogarla, o pegarle un tiro. Tenía un montón de bultos en la barriga y en el cuello, y Jack sabía que, fueran lo que fuesen aquellas cosas, la hacían sufrir. Las moscas también lo sabían. Zumbaban en bandadas a su alrededor, como si esperasen que muriera en cualquier momento y temieran perderse el festín.
Un ruido de cascos, y Jack devolvió la vista al sendero, solo que ahora lo veía por encima del cañón del rifle y con un ojo cerrado. Quitó el seguro. El ruido se detuvo a la altura convenida. Por si acaso, como siempre, Jack no se movió, ni abrió la boca. Mantuvo la culata bien apoyada contra el hombro y el dedo en el gatillo. Sintió el calor apretando en las tripas y la boca seca. Inspiró hondo.
—¡Jack! —La dulce voz de Peach se llegó hasta él y Jack dejó salir el aire por entre los dientes—. ¡Jack Evans, soy Peach Ladlow! ¡Voy a desmontar y a acercarme hasta ti!
Transcurrió un rato incómodo, largo, hasta que la figura tiesa y descarnada de Peach asomó por el camino. Jack puso el seguro, apartó el rifle y se levantó poco a poco. Ensayó una sonrisa y Peach se la devolvió, aunque le dio la impresión de que no se alegraba de verlo tanto como se alegraba él.
—Hola, Peach —saludó.
La mujer hizo un gesto con la barbilla y se agachó cuando la perra se arrimó a ella para palmearla en la cabeza, ofreciéndole su perfil recortado contra el atardecer. No era lo que se dice hermosa, igual que Jack no era lo que se dice exigente. Tenía el rostro afilado y los pómulos sobresalían por debajo de sus ojos azules. Aunque a Jack no le interesaban ni sus ojos ni sus pómulos, ni aquella bonita melena oscura con sus famosos peinados. En alguna ocasión, Peach le había dicho que sus moños eran famosos en el pueblo, incluso entre las mujeres más virtuosas. Había sembrado algo así como una moda. Jack se fijó en su moño y solo pensó que tenía muchas más canas que la última vez.
Se rascó la cabeza. Hacía meses que no se miraba en un espejo decente, porque el único que tenía era un trozo minúsculo que debía ir girando cuando se afeitaba y ni siquiera le cubría toda la quijada, pero quizá él también tenía el pelo lleno de canas.
—¿Vas a invitarme a algo, Jack? —preguntó Peach cuando estuvo a su altura. Respiraba entre jadeos—. ¿Sabes?, ya estoy demasiado mayor para subir andando toda esta caminata. Se me va a salir el corazón por la boca.
—Tengo café, y algo en una botella que recuerda al brandy. No te sientes en la mecedora, se ha roto hace un momento. ¿Te apetece un vaso de brandy?
—Café está bien —dijo ella.
Jack se demoró un rato o dos antes de entrar a prepararlo. Hubo un tiempo en que Peach se apretujaba contra él nada más verlo, sin cruzar palabra, y que solo le pedía un trago después de haberle hecho el amor un par de veces.
Cuando el café estuvo listo, el día había muerto y el cielo se había vuelto de un morado pálido. Jack apoyó el hombro contra la pared y contempló el negro macizo de las montañas al oeste durante unos instantes, hasta que la última rodaja de un sol en llamas se perdió más allá de los picos dentados. Era su momento favorito del día; la única razón, quizá, por la que no se había pegado un tiro en la sien aún. Su momento de belleza perfecta. Ni siquiera la visita de Peach merecía que lo dejara correr.
—Café —dijo, y le alargó una taza. Dio un sorbo al suyo e hizo una mueca cuando se abrasó la lengua—. Dime, Peach, ¿crees que me estoy haciendo viejo?
—Bueno, Jack, todos nos hacemos viejos —respondió ella. Había encendido una lamparilla de aceite y su cara huesuda se veía más huesuda que nunca. Olisqueó el café y le dirigió una mirada cotilla—. Nunca te he preguntado tu edad. ¿Cuántos años tienes?
—Yo tampoco te he preguntado nunca la tuya. Tendrás que sentarte en el suelo o quedarte de pie —explicó, apesadumbrado, y él mismo se sentó en el borde del porche—. No hay más sillas. —Peach se sentó a su lado, pero no lo bastante cerca—. Tengo treinta y seis. Pero estoy muy trabajado.
—Ya lo creo que lo estás.
Después compartieron el café en silencio, y fue agradable. Se oía silbar el viento y el zumbido de algunos grillos. Por lo demás, era una noche tranquila.
—Según una de las chicas, han estado preguntando por ti —dijo Peach—. No me apetecía venir hasta aquí, pero supuse que debías saberlo.
Jack se rascó bajo el mentón y dejó que las palabras penetraran en su cerebro con lentitud.
—¿Quién?
—Una de las chicas que trabajan en mi hotel.
—¿En el hotel decente o el otro?
—Normalmente en el otro. Pero estos días está en el decente.
—Ya veo. ¿Tu tía?
—Pobre mujer —suspiró Peach—. Le gusta pensar que sigue siendo útil. Me ayuda a repasar las cuentas y a cambio le doy lo suficiente para que viva el resto del año. Se quedará un par de semanas, imagino.
—Ya. De todas formas, lo que quería saber era quién ha estado preguntando por mí.
—¡Ah! Es curioso. Una chica.
—¿Guapa?
—Debajo de toda la mugre que lleva encima, diría que es bastante guapa. Un poco canija, y flaca, pero no como yo. Yo siempre seré flaca. En su caso, es más bien que está pasando hambre.
—Y anda preguntando por mí, ¿eh?
—Sí.
—¿De dónde ha salido?
—Viajaba sola en la diligencia y mi tía tuvo una de sus salidas piadosas. Me gustaría que se la llevara cuando regrese a la ciudad. Que la emplee como dama de compañía, o algo así. Le vendrá bien tener a alguien que cuide de ella. Hablo por mi tía, claro.
—¿Es una dama, la chica?
—Más bien una pequeña fulana. Pero una pequeña fulana con buenas intenciones bien puede convertirse en una damita de compañía, ¿no te parece?
—A mí me interesaría como fulana más que como damita, pero tendrás que preguntarle a tu tía. De todas formas, si está interesada en mí no puede albergar buenas intenciones.
—A lo mejor es hija tuya.
—¿Cuántos años tiene?
—¿Por qué no me preguntas mejor si tiene un aire a ti?
—Porque igual ha salido a la madre.
—No sé cuántos años tiene. ¿Dieciocho, veinte?
Jack miró los posos en el fondo de su taza. A la luz de la lamparilla, todo eran sombras.
—Pues no lo sé. Yo creo que por aquel entonces sería un tipo decente. Era un crío, ¿no? A esa edad, uno no es un hombre aún, por mucho que pueda pensar que sí. Y estoy bastante seguro de que yo era un crío decente.
—No creo que sea hija tuya.
—¿Por qué anda buscándome?
—No lo sé. Habló con Annette, y Annette lo ha comentado antes, como de pasada. ¿Quieres que te la traiga?
—No.
—¿Quieres ir tú a verla?
—Tampoco.
Peach se quedó mirándolo, con los labios apretados.
—¿No sientes ninguna curiosidad? Dice que se llama Amelia Dovell, pero que la llaman Winter. ¿Te suena? —Jack negó con la cabeza—. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien preguntara por ti, ¿no?
—Nunca es suficiente.
Jack se puso en pie y clavó la vista en el cielo estrellado. Una noche cálida, eso le esperaba. Una noche cálida y solitaria.
—No vas a quedarte conmigo, ¿verdad, Peach?
—No puedo. Ya te dicho que mi tía está aquí. —Peach se levantó y colocó la taza vacía en el suelo—. Además, no me apetece. Podrías pensar que he conocido a alguien.
—¿Y qué? —Peach encogió un hombro. Parecía molesta, pero, si a ella no le apetecía pasar la noche con él, a él no le apetecía fingirse dolido—. Y esa Annette, ¿también es guapa? ¿Es buena caminante?
—Olvídate, Jack. Annette es mi activo más preciado. No podrías pagarla.
—Buenas noches, Peach.
—Buenas noches, Jack.
¿Que no podría pagarla?
Jack apretó los dientes para contener una risotada. Peach se perdió en seguida entre las sombras, y la perra, que había perdido hacía tiempo las fuerzas para seguir a nadie, se limitó a bufar desde el suelo como despedida.