Capítulo 5

La perra gruñía. Era una imagen deplorable, y si Jack hubiera sido otro tipo de hombre, habría sentido mucha lástima. Tanta como para pegarle de una vez ese tiro que pedía a gritos. A la desgraciada le costaba mantenerse sobre las cuatro patas; parecía a punto de desplomarse de morros contra el suelo, pero, aun así, sentía la necesidad de gruñir y proteger a su amo. Jack le dio un par de toquecitos amistosos en el lomo, apenas sin rozarla. No porque le diera asco tocar al maldito saco de huesos, sino porque, seguramente, el contacto la tumbaría y quizá no pudiera volver a levantarse.

—No seas tonta. Será Peach. ¿Quién iba a ser si no?

Pero al propio Jack le daba mala espina que Peach hubiera decidido visitarlo apenas un par de semanas después de la última vez. Comprobó el seguro del rifle y apuntó por encima de su piedra, mientras mascaba tabaco con calma.

Un destello, una nube de polvo, ruido de cascos. Y por encima de todo aquello, infinito, un cielo púrpura. Otro gruñido mustio de la perra, y Jack se vio obligado a confesarse, entre dientes,

—Sí, bonita. Yo también me ha dado cuenta. Un solo caballo no levanta semejante polvareda.

—¡Jack! ¡Jack Evans, soy Peach Ladlow! ¡Voy a desmontar y acercarme hasta a ti!

Jack se rascó el mentón con la culata del rifle. Le picaba la barba de casi una semana. No le apetecía afeitarse. Llevaba unos días más apático de lo normal.

—Además, ¿quién me dice a mí que a Peach no le gusten las barbas, eh? Me gustaría ver a ese hombre suyo. ¿Crees que será un barbudo?

La perra emitió un sonido impreciso, como un bufido sin llegar a serlo, y Jack desvió la vista medio segundo, para comprobar que no se le había muerto.

—Eh, oye, no hagas cosas raras en momentos como este. Necesito estar bien concentrado.

Allá a lo lejos apareció la silueta de Peach, seguida por una extraña sombra azulona. Le dio la impresión de que Peach caminaba con más brío del acostumbrado, y su viejo sexto sentido se encendió como maleza reseca en una fogata. Quizá, después de tantos años, iba a resultar que sus temores tenían una pizca de razón.

—¡Quédate ahí donde estás, Peach Ladlow! ¡O te soltaré a los perros!

Peach hizo un gesto con el brazo y la sombra azul se difuminó un poco. Jack enfocó la vista por encima del cañón, pestañeó con fuerza y se concentró en Peach.

—¿Perros? —preguntó a voz en cuello la mujer—. ¡No me hagas reír, Jack Evans! ¡Ese chucho tuyo solo da penita! ¡Es una...!

Soplaba un viento racheado, cálido como el infierno, que se llevó las últimas palabras de Peach. A Jack le sonaron a juramento, pero aquel no era el estilo de Peach.

Ese no es tu estilo, Peach.

—¡Se te ha quedado algo pegado a la espalda, Peach! ¿Qué podrá ser?

—Guarda ese rifle, Jack —pidió ella, casi sin aliento—. Quiero que conozcas a alguien.

Había seguido avanzando, a pesar de su advertencia, y Jack podía verla con claridad. Aunque, más bien, miraba como a través de ella. Peach había traído una amiguita consigo.

—Así que, al final, tu tía te ha endilgado a la pequeña fulana, ¿eh, Peach?

Apartó el rifle a un lado y se llevó la mano con disimulo a la cartuchera, para comprobar, para demostrar, que el revólver seguía allí. Como si no lo supiera.

Por si acaso.

Peach no varió su expresión, ni tampoco su amiguita, que lo contemplaba con sus ojos afilados como si estuviera midiendo su valor. Vestía algo con aspecto de caro, aunque probablemente no lo sería; no lucía joyas y no se había echado a temblar al verlo. Y tampoco parecía importarle que la hubiese llamado fulana.

Y, por todos los diablos, una guapa mujer; eso era, con aquella melena tan negra y brillante en la que le entraban ganas a uno de enterrar la cara, y aquella boquita como una manzana roja que destacaba con descaro en su piel atezada.

—Cuida tu lengua, Jack —lo regañó Peach—. Te presento a la señorita Amelia Dovell. Señorita Dovell, este es Jack Evans, o lo que queda de él.

La señorita Dovell pareció sorprendida por un momento, miró con timidez hacia donde estaba él y por fin hizo una especie de reverencia. En algún sitio debían de haberle dicho que aquella era la forma con la que se presentaban las personas elegantes, o se lo había imaginado ella sola. Jack giró el rostro sobre el hombro y escupió con rabia el tabaco. Luego clavó la vista en la chica y pensó que bajaría más a menudo al pueblo si Peach, al final, decidía quedarse con ella.

—Jack, sírvenos algo de beber. Los años te han vuelto maleducado. ¿Qué tienes por ahí?

—Tengo lo mismo que la otra noche, Peach. Café y algo en una botella que recuerda al brandy. Supongo que la dama querrá café, pero, ¿qué prefieres tú?

Miró a Peach por primera vez, como quien dice, y no le gustó lo que vio. Peach escondía algo y no estaba muy seguro de saber qué era, o de querer saberlo siquiera.

—Café para mí también, Jack.

La señorita Dovell abrió la boca y por un instante creyó que iba a pedirle que sacara la botella de brandy, pero se limitó a permanecer en silencio.

Lástima, chica. Has perdido una buena oportunidad de caerme simpática.

Jack entró en la cabaña arrastrando los pies, y los tableros crujieron bajo su peso con unos patéticos chillidos. Chasqueó la lengua, malhumorado, pero cuando abrió la lata inspiró hondo para llenarse las narices con el perfume del café. Se dijo que le gustaría descubrir si el cuello de aquella Amelia Dovell podría competir contra aquel olor delicioso. Encendió una cerilla con un rápido movimiento de la mano sobre su barba descuidada. La madera del porche protestó de nuevo y la sombra de Peach en el umbral se proyectó contra la pared del fondo.

—Dime, Peach, ¿tu hombre suele ir bien afeitado?

—¿Dónde podría sentarse la joven señorita Dovell, Jack? Si no recuerdo mal, te habías quedado sin sillas.

Jack meneó la cabeza y señaló su viejo taburete.

—Saca eso si quieres, Peach, pero tendrás que volver a entrarlo antes de marcharte. Soy un tipo muy ordenado, ya sabes, y odio encontrar muebles tirados fuera de sitio.

El agua comenzó a humear y Jack se quedó contemplando las volutas de vapor.

—Es una muchacha muy especial, Jack Evans. Creo que te conmoverá su historia.

Jack dejó escapar una risotada tan áspera como su barba.

—¿Conmoverme, yo? Caramba, Peach, si lo consigue, juro arrastrarme por el suelo como una culebra y seguirla hasta donde me pida.

—Y, ¿hacer lo que te pida también, Jack?

—¿Qué demonios pretendes? —preguntó Jack, y se volvió tan de súbito hacia ella que Peach dio un saltito hacia atrás, asustada—. ¿Cómo te atreves a traer a la chica, Peach? Te advertí que no lo hicieras.

—A mí nadie me advierte nada, Jack —respondió, y enarcó una ceja—. No seas cretino. ¿Qué te piensas, que tu presencia aquí es un secreto para alguien?

—Secreto o no, no tenías derecho a traerla. Imagínate que llego a confundiros con un par de malasombras. Mi vista ya no es la que era, ¿sabes, Peach? Podría haberos despachado a las dos con un solo tiro.

—Conque no habrías sido capaz de distinguir quién soy, pero sí habrías sido capaz de acertarme en la distancia, ¿eh? ¿Eso querías decir?

—Bah.

—Quiero que escuches su historia, Jack.

—Bah.

Jack sirvió los cafés y regó el suyo con brandy. Cuando salieron, la chica se había sentado sobre la barandilla del porche, como una gallina. El vestido se le había subido un poco; bajo las enaguas le asomaba media pantorrilla. Unas enaguas muy usadas y vulgares, las suyas, del tipo de las que llevaría una bailarina de salón. Lo mismo podía decirse del trozo de media que alcanzaba a ver. En cambio la pierna, aunque algo flaca para su gusto, tenía una bonita línea.

—¡Señorita Dovell! —exclamó Peach, asombrada—. Baje de ahí.

—Hay una hermosa vista desde aquí —dijo la chica, y Jack, con la vista todavía clavada en su pantorrilla, tuvo que darle la razón—. Apuesto a que los amaneceres son todo un espectáculo.

—Prefiero los atardeceres —replicó Jack.

Pero ya le había perdonado lo del café, y se sintió halagado por su observación.

La chica sorbió el café poco a poco, y Jack se enjuagó la boca con él para saborear mejor el brandy. Peach, que había terminado por sentarse en el taburete, se había convertido en una cosa ajena a ellos dos, y Jack empezó a desear que se marchara por donde había venido. Aunque aún no había decidido si quería que se llevase o no a la chica consigo.

La perra se aproximó hasta Jack. Cada vez que respiraba se le marcaban todas las costillas, y todos los bultos.

—¿Cómo se llama?

—La llamo de muchas formas. Bonita, hermosa. O perra a secas. Según.

—Debería ahogar a ese pobre animal —dijo la señorita Dovell—. Da la impresión de estar sufriendo una barbaridad.

—También me han dicho que usted sufre de forma considerable —contestó Jack—. ¿Le gustaría que intentara ahogarla por eso?

La chica parpadeó. Giró el rostro moreno en su dirección, pero su cuerpo no hizo ningún otro movimiento.

Dura como un clavo.

—No es lo mismo. Yo me repondré, pero la perra solo puede esperar seguir sufriendo hasta que el dolor acabe con ella. Es inhumano.

Jack encogió un hombro. No quería ponerse sentimental, pero aparte de la perra solo tenía los dos caballos, y uno nunca llega a establecer la misma relación con un caballo que con un perro. A un caballo se le puede coger mucho cariño, pero no te lo acercas a la vera cuando te derrotan las penas para emborracharte junto a él, ni lo palmeas con afecto cuando estás viendo cómo se pone el sol tras las montañas.

Los caballos son como los primos, y los perros como los hermanos.

—No me has contestado aún, Peach.

—¿Cuál era la pregunta, Jack?

—Te preguntaba sobre la barba de tu hombre. ¿No me prestabas atención, o qué?

—¡Ah, ya! Bueno, no quiero que te pongas celoso, Jack. Es un tipo bien afeitado, que se baña todas las semanas y se echa colonia, y está razonablemente gordo.

—¿Y trabaja en el banco? —Peach asintió—. Por Dios, Peach, qué bajo has caído.

—No iba a esperarte siempre, Jack —replicó ella—. Además, me doy cuenta de que estás viejo para mí.

—No seas mentirosa, Peach. Prefieres a un tipo con dinero, y te gustan los gordos. La edad carece de importancia. ¿Va a casarse contigo?

Peach se levantó y se arregló las mangas de su chaqueta, bajo las que asomaban unas delicadas puntillas blancas.

—Tengo mucho calor, Jack. Y estoy cansada. Mi tía acaba de marcharse y tengo mucho trabajo pendiente. Sé amable y escucha lo que la señorita Dovell necesita decirte. —Se volvió hacia la chica—. Prometí al señor Wilson que le devolvería el caballo hoy mismo, querida. Que Jack le prepare algún sitio decente para pasar la noche.

—Vamos, Peach —interrumpió Jack, de mal talante—. Las damas no pernoctan en las cabañas de los pistoleros, o mucho han cambiado las costumbres en estos años. Monta a la señorita en su animal y prepárale tú alguna habitación decente. Con visillos en las ventanas y algún bonito espejo dorado. Sabes que me gustan los espejos dorados.

—No seas cerdo, Jack. La chica te necesita y yo no he conseguido convencerla de que eres una basura sin remedio, así que deja a un lado tus quehaceres, si es que tienes alguno, y dedícale algo de atención.

—Sus problemas no son cosa mía.

—Los problemas de las mujeres como ella siempre son cosa de tipos como tú, Jack Evans. Pórtate como un hombre, si es que aún recuerdas cómo se hacía, y escúchala.

Peach se despidió con un cabeceo de la señorita Dovell, que parecía tan perpleja como él, y se alejó sin esperar respuesta. Tampoco era que Jack tuviera ninguna a mano.

—Bien —empezó a decir.

Pero la chica no le prestaba mucha atención. La mole negra de las montañas engullía los últimos rayos del sol y los rayos anaranjados le teñían el rostro sereno. Jack se perdió en su perfil tostado durante un par de instantes y pensó, como un idiota, que tenía nariz de india, y al mismo tiempo no tenía nariz de india.