Alto, seco, más bien guapo; de cabellos rubios y con la barba rojiza, de un tono similar al del sol que acababa de morir allá, tras las montañas. Como estaba oscuro, no le veía muy bien los ojos, pero tenían un algo peligroso. Mantenía el hombro derecho ligeramente más hundido que el izquierdo, pero Winter no habría sido capaz de asegurar si aquello se debía a algún defecto físico, o si era una pose deliberada para mostrar insolencia, o si estaba a punto de meterle un tiro en el pecho. Apuró el café sin prisa, rezando por que no se tratara de lo último.
Cuando el trote de los caballos se convirtió en un murmullo en la distancia y Evans siguió sin moverse, dejó escapar un suspiro tan largo como silencioso.
—¿Un poco de brandy, señorita Dovell?
—No me gusta mucho eso de señorita Dovell. Prefiero que me llamen Winter; mi hermano Rafe siempre me llamaba Winter, porque tengo la cabeza fría y el corazón helado.
—Winter, ¿eh? —La voz de Jack Evans sonaba rasposa. Como la de Rafe cuando volvía de alguna juerga en la que hubiera terminado a palos—. ¿Un poco de brandy, Winter?
Hizo un gesto negativo con la cabeza y observó, relamiéndose, cómo el pistolero se regaba el gaznate con un buen trago.
—No he venido hasta aquí para beber con usted.
—Mejor. Me queda poco brandy y no me apetece bajar al pueblo. Podría encontrarme con Peach, o con ese gordo que va con ella.
—¿Escuchará usted mi historia?
Evans no respondió; se metió en la casa y salió poco después con una lamparilla, que apoyó en el suelo junto al umbral. No arrojaba mucha luz, pero la luna, que ya trepaba por el cielo, estaba casi llena.
—Me gustan mucho las buenas historias, Winter.
—Bien. Conozco unas cuantas.
Afiló los ojos y se rascó la nuca, con cuidado de no deshacer aquel moño precioso con el que la había peinado Peach aquella mañana. Se preguntó qué tipo de historias preferiría un hombre como aquel.
—He viajado desde lejos para encontrarle, ¿sabe?
—¿Qué clase de historia es esa?
Evans se recostó contra la pared de madera y silbó una canción que lo bañó todo en nostalgia. Desde esa colina, el mundo parecía sencillo. La perra incordiaba un poco con sus gemidos, pero, al fin y al cabo, no era su perra. Se oían ruidos en la negrura; Evans debía de tener más animales. Caballos, tal vez. Por lo demás, la noche había rebajado algo el calor, y el viento procedente del desierto se había calmado; olía a tierra, a polvo y a restos del café, y la sangre y el miedo y el dolor casi adquirían la consistencia de los sueños.
—Este es un buen sitio para olvidarse de todo —dijo en voz baja, y tuvo que repetirlo porque Evans no la había entendido—. Si yo tuviera una colina como esta, quizá también me sentaría en ese porche a contemplar los amaneceres, y la luna.
Evans hizo un ruido con la garganta que podía significar cualquier cosa, y torció la cabeza hacia un lado como si quisiera contemplarla mejor. Winter permitió que lo hiciera, a pesar de que no se sentía cómoda cuando la observaban con fijeza. Le entraban picores por todo el cuerpo y en seguida acudía a su ojo aquel tic fastidioso.
—Me lo imaginaba a usted distinto —empezó, y guardó silencio durante un rato, por si a él se le escapaba alguna pista y ella podía inventar la historia adecuada. Pero Evans callaba, seguía observando, y Winter tuvo que frotarse el ojo con el puño para mantenerlo a raya—. Mi hermano Rafe y yo crecimos escuchando historias sobre sus hazañas, por así decirlo.
Evans estiró la comisura de los labios hacia arriba, en una mueca espantosa, y a Winter le pareció que sus ojos se reían a carcajadas. El silencio, sin embargo, se espesaba en torno a ambos, roto solo por el zumbido insistente de los insectos, y con la perra dormida detrás de un seto, o acaso ya muerta.
—Sin ánimo de ofender, Winter, sus historias me parecen lamentables. Lo cierto es que me gusta más cuando está callada. Con Peach, en cambio, me sucede lo contrario. Tiene una voz agradable, ¿no cree? De esas voces que pueden escucharse durante horas y horas sin que le cansen a uno.
Winter tuvo que darle la razón en lo que a Peach y su voz se refería. Su ojo izquierdo se cerraba ya con compulsión y tuvo que girar medio rostro para que Evans no se percatara, aunque lo más probable era que ya lo hubiera hecho. Maldita luna casi llena, que no servía para guardar secretos.
Piensa, piensa.
Rafe solía comentar, medio en broma, medio en serio, que Winter tenía el cerebro y él, el dedo que apretaba el gatillo. Por desgracia, la última vez su dedo no había sido lo bastante rápido. Igual que el cerebro de Winter ahora. El café de Evans y los restos de un pastel de frutas que le había ofrecido Annette antes de partir se revolvieron peligrosamente en su estómago. Tragó saliva y, a puro de mucho concentrarse, alejó el sabor amargo del paladar.
Piensa, Winter, piensa.
Un tipo acabado, había dicho Peach, que lo conocía bien. Un tipo peligroso, había dicho Mariah, que lo conocía de oídas. Un hombre como cualquier otro, había dicho Annette, que no lo conocía pero sí conocía a muchos otros hombres, y sabía de lo que se hablaba.
«Búscalo, Winter. Júrame que lo harás», había dicho Rafe, y con eso era más que suficiente.
Evans. Un pistolero tan acabado como peligroso, que vivía solo en lo alto de una colina y recibía a sus visitantes tras el cañón de su rifle, y era lo bastante blando, o lo bastante insensible, como para mantener con vida a ese pellejo con pulgas al que no se había molestado en poner nombre.
—Así que es usted de esos, ¿eh?
A Winter se le daba bien marcarse faroles jugando al póker, y vaciar botellas de whisky.
—¿De cuáles?
—De esos tipos que se han rendido. ¿Por qué no saca usted ese brandy, después de todo? Si lo acabamos, ya le compraré otra botella, o un par. Si algo tengo de sobra es dinero.
—Dinero, ¿eh? A mucha gente le sobra tiempo, y a usted le sobra el dinero. ¿Cómo es eso?
—Porque soy una mujer con suerte.
Evans sacó una botella y dos vasos tirando a mugrientos. Sirvió un par de tragos y Winter se ventiló el suyo sin pestañear. El alcohol le abrasó la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero, aun así, no pestañeó. Uno tiene que ser consecuente con las historias que va contando, o pronto pierde el respeto de los demás. Y con este Evans, Winter ni siquiera había empezado a ganárselo.
—Vaya —murmuró Evans, y la acompañó, y rellenó los vasos. Rafe aseguraba que el alcohol pierde fuerza conforme te lo bebes. Winter no estaba tan segura—. Un tipo de los que se rinden, ¿eh, Winter? Entonces, ¿por qué quiere emborracharse conmigo? ¿También se ha rendido usted?
Winter no contestó. Bebió, y Evans bebió después, y al tercer trago Winter se dio cuenta de que no, de que lo suyo no era vaciar botellas después de todo, y le dio por pensar que se había equivocado cuando a lo lejos se oyó el aullido de un coyote y Evans hizo un gesto brusco, y ella lo imitó y las estrellas del cielo se precipitaron sobre la tierra.
—Yo tenía un hermano —susurró, con la voz rota por el dolor y el regusto amargo del brandy acumulándose sobre la lengua—. Tuvimos una vida dura, los dos solos, hasta que un golpe de suerte nos hizo pensar que todo iba a cambiar para mejor.
—¿Un golpe de suerte, Winter?
Winter pensó que aquel Evans repetía sin cesar las palabras porque no tenía ninguna buena historia que contar, y sintió algo de pena por él. Un hombre sin historias propias es un hombre que ha muerto un poco.
—Un golpe pequeño, pero brillante. Tan... —Winter apretó los dientes para no eructar como un vaquero y su nariz se atascó con los efluvios del brandy— tan pequeño, que es casi una vergüenza que los hombres se maten por ello.
—¿Pequeño y brillante? ¿Un golpe de suerte de color amarillo?
—Muy amarillo y muy brillante.
—Y, ¿qué pasó? —Los ojos de Evans resplandecieron un instante, pero en su voz solo había desdén—. ¿Lo perdió usted, de tan pequeño que era?
—Lo perdí a manos de unos hombres malos. Aunque me quedé con otro golpe de suerte, un poquito más pequeño. ¿Le gustaría verlo?
Evans se rio, y su risa fue como el murmullo ronco de una cascada.
—¿Sigue teniendo sed, Winter? —El brandy también tenía sonido, el sonido de un arroyo recién nacido—. Mire usted a mi alrededor. ¿Qué iba a hacer yo con una pepita de oro? Aquí no hay nada que merezca la pena comprar.
Winter alzó el vaso entre los dos, mojó la lengua y quiso decirle que con su pepita Evans tendría lo suficiente para buscar una nueva vida en alguna otra colina. Pero Evans desapareció en mitad de una nube vaporosa y, cuando apareció de nuevo, era de día y Winter roncaba bocabajo en la cama más dura en la que se había tendido jamás.
***
Quizá fuera uno de esos tipos que se habían rendido.
No digo que no.
Pero también era un tipo decente, porque, de lo contrario, ¿acaso no habría tratado de desvalijar a la chica y comprobar qué había de cierto en aquella historia absurda suya? Una mujer no tenía muchos escondites para ocultar una pepita de oro.
—¿Verdad, perra? ¿Qué tal has amanecido hoy?
La perra bufó con todo el desprecio del que es capaz una perra moribunda, y Jack vertió un poco de agua en la lata para que bebiera.
—Si tengo que esperar a que vayas a la charca a beber, acabaré disecado al sol. ¿Crees que debería despertarla ya, bonita?
En el fondo, Jack sentía que nunca había dejado de ser un tipo decente. Daba igual lo que pensara Peach, o cualquier otro. Incluso lo que hubieran pensado Ignatius, o Modesto, o Nathan, si es que aquellos tres habían pensado algo en su vida. Malhumorado por el mero recuerdo de sus antiguos compinches, escupió al suelo.
Malhumorado y rendido, sí, pero decente.
Se acercó a la chica y la observó durante un par de minutos, y mientras lo hacía se estiraba para desentumecer los músculos. Había dormitado a ratos, sentado en el taburete con medio cuerpo apoyado sobre la mesa y la cabeza entre los brazos, y todo para que aquella Winter que había aparecido sin que nadie lo pidiera y que se había bebido su brandy durmiera la mona en su cama.
Más que decente, diría yo.
La chica roncaba con la cabeza colgando sobre el borde del colchón. Una buena resaca, eso iba a quedarle para todo el día, porque él mismo notaba las sienes como si le atizaran con un martillo cada vez que respiraba. Se preguntó por qué habría querido sentarse con él a trasegar. A lo mejor se había visto capaz de tumbarlo. En ese caso, más le valdría ir con cuidado con ella, porque estaba claro que no era muy sagaz.
O quizá le parezco muy poca cosa.
—Bah.
Fue a por su trozo de espejo y se repasó los rasgos por partes. Se veía ojeroso, pero tampoco era de extrañar con la nochecita que había pasado. Se frotó el cuello, que le dolía casi tanto como la cabeza, y se recordó a sí mismo con consternación que sus mejores años habían quedado atrás. Eso, si alguna vez habían existido.
Movió el espejo y examinó su rostro desde abajo. Hasta el día de antes había considerado la idea de afeitarse, pero, después de enterarse de lo de Peach, decidió que se dejaría crecer la barba. Quizá sería una barba llena de canas.
Y, ¿a quién le importará? No a mí, desde luego.
A sus espaldas, la cama crujió y la chica le saludó con un gemido muy poco elegante. Jack inclinó el espejo para verla en él. Lo primero que hizo fue palparse el peinado, luego comprobó que las medias y las enaguas estaban en su sitio, y por fin se restregó la cara con las dos manos. Así que, o bien llevaba la pepita escondida en el pelo, cosa que Jack consideró muy poco probable, o alojada en algún bolsillito cosido en la ropa interior.
Interesante.
—Soy un tipo decente, Winter, por mucho que otros aseguren lo contrario. No tengo intención de robarle nada mientras duerme.
Winter lo miró, confusa.
—Ya sé que no pensaba robarme. Si hubiera querido hacerlo, lo habría hecho ayer. ¿Para qué esperar?
—Sí, ¿para qué esperar? ¿Le duele la cabeza?
—Como si me la hubiera pisoteado una manada de caballos.
—Vaya. Le ofrecería un poco de brandy para eso, pero me temo que se me terminó anoche.
Winter apretó los labios e infló los carrillos, y su rostro moreno adquirió un inquietante color verdoso. Jack la agarró por los hombros para sacarla de la cabaña.
—Eh, aquí no, Winter. Un poco de educación. Que compartiéramos unos tragos y la invitara a dormir en mi cama no le da derecho a poner mi suelo perdido.
Winter hizo por zafarse, y a él le sorprendió tocar un cuerpo tan duro.
—Suélteme, señor Evans. No voy a vomitar.
—Pues no es la impresión que me ha dado —gruñó él.
—¿No me sirve un poco de café?
—Maldita sea, ¿ha subido usted hasta mi colina para beberse mi brandy y mi café?
—No sea tacaño, señor Evans. ¿Por qué no acepta usted mi pepita?
—Eso suena a cochinada. ¿De qué se trata, de un nuevo truco de Peach?
Winter enarcó una ceja, cruzó los brazos por delante del pecho y por fin rompió a reír con una carcajada tan poco fina como contagiosa. El propio Jack no pudo reprimir una sonrisa, muy a su pesar. La risa le sentaba de maravilla; aquella condenada era tan guapa que habría podido robarle alguno de sus atardeceres y no le habría importado. Se preguntó si aquello no sería otro síntoma de decadencia.
Winter se sentó en el suelo del porche, abrazándose las piernas y mirando al horizonte.
—Hoy hará un calor del infierno.
—Tiene usted una boca terrible para pretender ser una dama. ¿Por qué no se lo advirtió Peach?
—No pretendo ser una dama. Como ya le conté anoche, llevamos una vida muy mala, yo y Rafe, hasta que encontramos aquel pequeño tesoro.
—Pobrecillos huérfanos.
—Lo fuimos. —Winter se volvió para mirarlo por encima del hombro y, por segunda vez aquella mañana, Jack se asombró. Había en sus ojos oscuros una dureza que pocas veces había encontrado en un hombre, y ninguna, que él recordara, en una mujer—. ¿Qué pasa, que no me cree?
— Sí. La creo, la creo. ¿Qué interés iba a tener usted en mentirme?
—Se me ha deshecho el moño que me hizo Peach —dijo Winter.
—Aquí arriba hace más viento del que parece.
—Y es un viento abrasador, como un regüeldo del Diablo. Vaya lugar para venir a que le olviden, señor Evans. ¿No le da pena que su historia muera en un agujero como este?
—¿Qué me importan a mí las historias?
—¿Cómo no van a importarle? Las personas no son más que historias, señor Evans. Usted es el puñado de historias que antes se contaban en rincones oscuros, o con un pañuelo en la boca, porque asustaban a la gente.
—Y, ahora, ¿qué se cuenta sobre mí, Winter?
—Depende, señor Evans, depende.
—¿De qué?
—De a quién se le pregunte.
—Vaya. Es usted una mujer muy profunda, Winter, para haber sido una raterilla huérfana. ¿Quién demonios le enseñó a usted todas esas cosas absurdas sobre las historias?
—Una buena señora.
—Y, esa buena señora, ¿quién era, Winter?
—Una buena mujer que durante un tiempo nos dio de comer a Rafe y a mí a cambio de que la escucháramos. Un plato de judías, una historia.
—Y, ¿eran buenas?
—¿Sus historias o sus judías? —Jack encogió un hombro y Winter afiló los ojos, como si observara en la distancia a la señora mientras reflexionaba sobre la respuesta. Una sombra le cruzó el rostro, fugaz, y por un momento pareció apenada de veras—. Sí, supongo que eran buenas. Pero siempre acababan igual. Siempre ganaba la misma persona. Una tal Virgen María.
—Y, ¿por qué no se quedaron con la señora, su hermano y usted? Si era tan buena mujer...
—Rafe se cansó de comer judías. Y, de todas formas, las señoras como esa no son tan difíciles de encontrar, si una sabe dónde buscarlas.
—A mí siempre me han gustado las buenas historias. Creo que ya se lo dije. Se lo dije, ¿verdad? ¿Por qué no se queda usted aquí, en mi colina? Iré al pueblo y le compraré una mecedora. Yo puedo usar el taburete. Y le daré brandy y café a cambio.
La chica asintió. Se movía despacio. Jack supuso que era por la resaca.
Será la resaca.
—No solo sé contar historias. —No parecía andar presumiendo, sino constatando un hecho. A Jack le gustó eso—. Puedo hacer muchas otras cosas.
—Ah, ¿sí?
—También sé coser. Y... —Durante unos segundos, vaciló. Él juntó los pulgares y se limitó a esperar—. Puedo acertarle a una lata con la zurda a una distancia de ciento treinta pies.
Jack escupió al suelo. Sintió que se le erizaba la piel a lo largo de todo el espinazo.
—¿De veras? Vaya. Me gustaría ver eso, Winter. Me gustaría ver eso.