CARLOTA

No importa cuántas veces te digan lo contrario: si te metes, no podrás salir nunca. Pero uno siempre cree, quiere creer, que todo tiene solución, que tarde o temprano llegará el final de cualquier asunto en que uno se involucre y se podrá descansar.

Desde marzo de 1945, tanto Heinrich como yo teníamos que estar en alerta máxima. Las instrucciones que había recibido el gobernador Adolfo Ruiz Cortines, quién sabe desde qué cúpulas de poder, si alemán, estadounidense o mexicano, ordenaba estar listos para recibir al líder nazi si se pactaba la caída de Berlín por parte de los Aliados en términos favorables. Lo que se entreveía como el término de mi relación con el nazismo no fue más que el principio de otra: una que se prolongaría en el tiempo y que, de hecho, para mí nunca terminará.

No había una fecha exacta del arribo de los que serían nuestros huéspedes ni mucha luz sobre el tamaño de la comitiva. Ya para ese entonces Adolfo y Leni vivían en Ciudad de México, cada uno con su vida ya hecha.

La noticia del suicidio de Adolf Hitler y de Eva Braun nos cayó como balde de agua fría, sumió todo en una total confusión. Sin embargo, Heinrich había recibido órdenes precisas de qué hacer y nos mantuvimos a la expectativa, sumamente inquietos, por varios meses. Era tal lo complejo de la situación, que pedí permiso a la compañía para retirarme por una temporada, a lo que el señor Cotello accedió, y me fui a vivir a la finca de Papantla, para mantenerme cerca de Heinrich, quien seguía tratando de recuperar su salud para estar disponible ante cualquier imprevisto.

Durante más de seis meses recibimos cartas de Eva, que nos hacían llegar puntualmente aquellos militares nazis enviados desde 1944 a México. En dichas cartas se nos informaba que ella y Adolf se encontraban bien y que por semanas habían estado ocultos en varios países de Europa, de donde escaparon atravesando Suiza y España contando con las mayores complicidades de varios líderes políticos, como Franco. De las líneas de Eva se desprendía que su llegada a suelo mexicano era sólo una de las varias alternativas que los Hitler habían establecido para refugiarse.

A finales de octubre de 1945 supimos con precisión, mediante una carta, que Adolf y Eva llegarían al Puerto de Veracruz por la tarde del 29 de noviembre. También, que una vez que arribaran, para reponer fuerzas, los Hitler se quedarían unos días en mi casa de Papantla. Yo no cabía de la sorpresa. El hombre más odiado del mundo, de quien todos creían que se había suicidado junto a Eva, iba a vivir en mi propia casa. Para adecuarla a los visitantes hubo que remozarla. Días después, una docena de militares alemanes y mexicanos llegaron para disponer de la logística en mi propio hogar. Tuve que cesar por un tiempo a los empleados; de éstos, sólo se me permitió que se quedara una cocinera, a la que alojamos en una de las casas anexas al casco principal de la hacienda; era una mujer de toda mi confianza que no hablaba ni siquiera bien el español, lo cual resultó idóneo para mantener el secreto.

Dos días antes de la llegada de nuestros huéspedes, me reuní con el gobernador. De nuevo, nos encontramos en un lugar público, en la misma cafetería de la vez anterior. Se cuidaba de no dar pie a sospecha alguna, y me trataba como a una vieja conocida. No contribuyó a mi tranquilidad ver que Adolfo estuviera de alguna manera nervioso, aunque, por otra parte, también se le veía enérgico. Le acababan de informar lo que iba a suceder, al igual que a Heinrich y a mí. Estábamos arriesgándonos mucho, pero él aún más, como la figura pública y política que era, aunque sabía que si todo salía bien tendría el camino allanado para hacerse de la presidencia de la República, tan sólo por saber guardar y articular un secreto de semejante envergadura. Quedaba claro que le gustaba jugar con fuego, que le gustaba correr riesgos cuando éstos eran mayúsculos o incluso mortales, como en ese caso. Me confió que, dependiendo del desarrollo de los acontecimientos, se reuniría con nuestros huéspedes. A él sólo le habían pedido facilitar las cosas para que “la comitiva” transitara por tierras veracruzanas sin ningún problema y sin llamar la atención. Me dijo que, en caso de juzgarlo pertinente, iría una noche él solo hasta la hacienda para hablar con el líder alemán, pero que ante el menor riesgo de verse descubierto permanecería al margen. Me deseó suerte y dijo que confiaba en mí, y en mi discreción, que todo estaba preparado para que el día del arribo secreto la capitanía del Puerto de Veracruz, la policía estatal y la mayor parte de las fuerzas del orden asentadas en la entidad relajaran sus posiciones, pues semejante movimiento táctico tendría vigilantes en lo más alto de las cúpulas mexicana y, por supuesto, estadounidense. Antes de retirarse, me pasó una tarjeta con un número telefónico, indicándome que cualquier requerimiento o necesidad en cuanto a la logística la tratara con un tal Joaquín, que sería quien contestaría, a cualquier hora, en ese número.

Ruiz Cortines, siendo el caballero de siempre, no tocó en ningún momento el tema de la compensación económica, pero supe más tarde que se me haría llegar el dinero suficiente para garantizar que los fugitivos más célebres de la historia pudieran transitar y estar tranquilos en mi casa y con las mayores comodidades. Las lealtades requeridas iban a ser compradas con carretadas de oro si fuera necesario. Pero no se tuvo que llegar a esto último. Durante las horas previas su arribo, el Puerto de Veracruz se llenó de una extraña calma. Era como si no hubiera un solo problema en toda la geografía veracruzana.

La tarde del 29 de noviembre tres submarinos de guerra emergieron, imponentes, frente al puerto; dos de ellos se acercaron al muelle. En la cubierta del primero venían varios marinos y un hombre que sujetaba la correa de un perro. Aquella imagen me provocó un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Era el hombre que había conocido unos cinco o seis años antes y que el siguiente lustro había puesto de cabeza al mundo, ensangrentándolo, y ahora, mientras todos lo daban por muerto, llegaba a visitarnos, con lo que me quedó claro lo que significa el poder verdadero, tanto el suyo como el de los hombres con los que había pactado. Me cuesta explicar esa imagen, pero a Hitler no se le veía afligido. Al contrario, miraba el horizonte no como quien busca un escondite sino como quien diseña una estrategia de conquista. Había cambiado por completo. Era imposible dejar de mirarlo.

Cuando la segunda nave hubo atracado, del interior salieron más marineros. Uno de ellos llevaba en brazos a un niño de varios meses. Detrás de éste salió Eva, de la mano de una niña pequeña, como de uno o dos años. La maniobra era hasta cierto punto discreta. Se había desalojado a los estibadores y operarios del puerto y no había otros barcos en las habituales labores de carga y descarga. Si bien es cierto que los submarinos no tenían ningún distintivo, bandera o símbolo que los identificara, también es verdad que los uniformes negros de quienes acompañaban a los visitantes eran inconfundibles, y quizá no faltó quien sin quererlo atestiguó aquel momento, aunque el Ejército y la Marina mexicanos habían creado una cadena de custodia efectiva y discreta en las cercanías.

Aunque sabía perfectamente que debía guardar silencio estricto, al ver a los niños morí de ganas por preguntar quiénes eran. Heinrich no me había hablado de ellos. Recibí a los visitantes con una sonrisa y con un abrazo que los desconcertó, tanto a ellos como a sus guardias, porque los miembros de la escolta de Hitler se acercaron, recelosos, hasta que Eva les hizo una seña para tranquilizarlos. Calidez mexicana, les habrá dicho. De inmediato abordamos los transportes que nos esperaban en el muelle, una caravana de cuatro autos, en los que partimos hacia la hacienda. En el primer coche iba buena parte de la guardia principal de los visitantes; en el segundo, Hitler y su perra, con un oficial de alto rango fungiendo como su escolta personal, además de Heinrich; en el tercero, conmigo, Eva y los niños, además de un oficial que hacía las veces de traductor. En el cuarto auto viajaba el resto de la guardia. Dos más iban abriendo el camino y otro dos escoltaban al convoy por la retaguardia. En ellos viajaban mexicanos vestidos de civil, con claros ademanes castrenses. Todo parecía perfectamente estudiado, casi de rutina.

Durante el camino Eva y yo hablamos poco. Nos dijimos cosas sin importancia, me contó anécdotas de las incomodidades del viaje y de lo bien portados que eran los niños. Me preguntó por la salud de Heinrich, a quien observó delgado y ojeroso; le respondí que estaba un poco enfermo y que yo lo atribuía al estado de ánimo tras la derrota. Ella dijo que a Adolf le ocurría igual, aunque, para ser sincera, yo no noté decaimiento en ese hombre. También me enteré de que los niños eran hijos de ambos. Apenas pude contener mi expresión de sorpresa, lo cual debió haber sido recibido, para tranquilidad de Eva, como una confirmación de lealtad de Heinrich; si él lo sabía, no me había mencionado absolutamente nada.

Llegamos a la hacienda cuando ya había oscurecido. Sólo cuando el personal militar y policiaco de ambos países se cercioraron de que el lugar era seguro, nos apeamos de los vehículos. Heinrich hizo un saludo marcial a su jefe y amigo, golpeando su pecho y extendiendo su brazo. y los guardias nos dejaron solos, salvo uno. Eva abrazó a Heinrich y se dijeron algo en alemán; en seguida se fue con los niños, para asearse y dormirlos. No mucho después, los cuatro adultos nos sentamos en la sala a tomar café, siempre bajo la mirada vigilante de ese otro oficial alemán que había llegado con la pareja y que, sin dejar a Adolf un solo instante, era el que coordinaba todo. Ahora sé que se trataba de Martin Bormann, a quien se dio por muerto, cuando Berlín cayó en manos de los aliados, pero nunca hallaron su cuerpo. Ahora lo estaba viendo frente a mis ojos. Tras un breve intercambio de palabras, me dijeron que Adolf quería salir con Heinrich a pasear a su perra. Un oficial realizó inspeccionó la seguridad, y luego, salieron a recorrer los alrededores de la finca, caminando despacio en la oscuridad.

Durante la cena me enteré de que el plan de los Hitler era quedarse unos cuantos días en nuestra propiedad para recuperar fuerzas y luego partir con destino a Sudamérica. Esa noche no se comentó nada de los niños. Eva se retiró y Adolf pidió un momento de privacidad para leer varios mensajes que a hacia medianoche le entregó el oficial. Se escuchó a los soldados alemanes apostados en el patio ir y venir hacia los autos, trayendo y llevando arcones de madera y hierro, lo que llamó mi atención. ¿Con quién se comunicaban si se supone que aquélla era una misión ultrasecreta y que nadie sabía su ubicación en México?

Heinrich y yo nos quedamos en una habitación apartada del bullicio del casco. Tras una prolongada separación, esa noche estuvimos juntos de nuevo, y eso que ya éramos unos verdaderos abuelos. Hablamos un par de horas antes de dormir. Heinrich me preguntó por nuestros hijos y nuestro nieto Carlos. Le dolía cada vez más no poder verlos. Yo no dejaba de pensar en que nuestro hijo Adolfo no sospechaba el porqué su nombre. Sé que le hubiera gustado no tener que dar explicaciones, pero tuve que preguntarle a Heinrich por los niños de Adolf y Eva, quería saber por qué nunca me habló de su existencia. “Son un secreto de Estado, y deben seguir siéndolo”, respondió tajantemente. Sin poder indagar más, me quedé dormida, con un sueño del que nada me sustrajo, ni siquiera los constantes ladridos de la perra, que mi mente supo incorporar.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano. Heinrich volvió a salir a pasear con Hitler y su perra. Yo ayudé a Eva a bañar a los niños y dispuse el desayuno, que debía servirse exactamente a la hora indicada. Desayunamos todos juntos, sin que hubiera ninguna mención a sobre la guerra o Alemania; sólo se habló de las hermosas coincidencias entre el Soconusco y la Baviera, de lo que Adolf recordaba de su anterior visita a México, y también de la diferencia entre ambas regiones, como el clima en extremo caluroso de la primera y el frío característico de la segunda.

A media mañana, el gobernador del estado se presentó en la hacienda. Heinrich, Adolf y él tuvieron un almuerzo privado, en el que discutieron asuntos concernientes a su permanencia y traslado. Durante su breve estancia, el gobernador no perdió oportunidad de insistir en lo delicada y comprometedora que era aquella misión dadas las circunstancias internacionales. Mantener en secreto su visita a nuestro país era crucial para él y para el estado de Veracruz mismo, pero Hitler le reiteró que sería bien recompensada su lealtad. Ruiz Cortines, siempre sonriente, se comprometió a conseguirles un hidroavión para que, en cuanto estuvieran listos, continuaran su viaje al sur.

En la segunda noche de su estancia en la hacienda, los Hitler volvieron a cenar con nosotros. Fue hasta entonces que me enteré de por qué habían pasado por México, por qué hicieron ese alto antes de llegar al que suponían su destino final en Argentina. A México llegaron para cumplir con dos finalidades: recargar energías tras el largo e incómodo viaje y, sobre todo, porque querían dejar un tiempo a sus hijos en nuestro país. Su deseo era que los niños se quedaran con nosotros, confiados ya de que la hacienda era un lugar seguro para ellos dado el plan que había tejido con los norteamericanos y con las autoridades mexicanas para su establecimiento en el continente. Consideraban, con toda razón, que huir atravesando Centro y Sudamérica era demasiado peligroso para hacerlo con los niños, pues temían una traición en cualquier momento, por lo que preguntaron a Heinrich si podían dejarlos bajo nuestro amparo.

Aquello nos sorprendió en demasía. Eso sí era algo que ni Heinrich mismo se hubiera imaginado jamás. Aceptamos cuidarlos porque era la mejor opción, pero les advertimos a Eva y Adolf que en todo caso sería muy arriesgado que los pequeños permanecieran en la hacienda, de manera que deberían ser trasladados a Ciudad de México, donde vivían nuestros propios hijos, y también como una medida adicional de seguridad ante el clima de hostilidad que se vivía por la derrota del Eje. Y sin duda dos niños alemanes llamarían mucho menos la atención en la enorme capital del país, donde vivían personas de todas las nacionalidades. Los Hitler estuvieron de acuerdo.

Al otro día, todavía de madrugada, el hombre más buscado del mundo y su esposa se despidieron de Heinrich. Fue como si sólo hubieran ido a ejecutar el plan de dejar a los niños a salvo en una nación que parecía segura. De nueva cuenta los acompañamos para que reemprendieran el viaje, pero esa vez hasta la playa de Boca del Río, donde los estaba esperando un hidroavión, que se veía en muy buen estado y que había proporcionado un prominente empresario veracruzano que luego hizo carrera política. Aunque tal cosa era un poco imprudente, Eva insistió en que lleváramos a los niños para estar junto a ellos un poco más de tiempo. Ambos dormían, y su madre les procuraba unas lánguidas caricias que me llenaron de tristeza.

En Boca del Río, Eva se despidió de sus hijos en medio de un llanto prolongado, como si presintiera que nunca más los volvería a ver. El niño estaba profundamente dormido, por ser tan pequeño, pero la niña, que ya se había despertado, se aferraba a mamá con sus manitas. Traté de tranquilizarlas a ambas, le aseguré a la pequeña que no sería más que una separación temporal, y le prometí a Eva cuidarlos bien. Le dije que yo misma los llevaría al lugar más seguro de cuantos hubiera en Ciudad de México. Adolf se despidió de los niños tan sólo con un beso en la frente. Eva me abrazó con fuerza, y sin dejar de llorar, se dirigió hacia la lancha que los esperaba para acercarlos al hidroavión. Recuerdo con nitidez esa imagen de los dos en la lancha meciéndose en la orilla: un hombre duro, inexpresivo, flanqueado por un par de oficiales, y una madre deshecha de pena. Mientras él seguía en campaña militar, supe que a Eva no le quedaba duda de que su familia nunca se volvería a reunir. Y entonces yo, con el niño en brazos, que seguía dormido, tampoco pude reprimir el llanto. Un par de soldados alemanes se metieron al agua para empujar el bote hacia mar adentro.

Ésa fue la última vez que vi a Adolf Hitler y a Eva Braun. Despuntó el amanecer con una brisa fresca y gris. Se subieron al hidroavión. Apenas adentro, alcancé a ver a Eva tras una ventana agitando su mano en señal de despedida, a lo que su niña respondió llorando. La lancha se retiró, el hidroavión encendió motores, las hélices empezaron a girar y, con un ruido sordo, se deslizó. Luego tomó velocidad y comenzó a elevarse, con la enorme rueda del sol saliendo por el oriente como fondo.

Cuando volvimos a la hacienda, hablé con Heinrich de mi temor por la seguridad de sus amigos, y me dijo que él temía lo mismo. “Para ellos ya no hay ningún lugar seguro en este mundo”, asestó. “Y tal vez para mí tampoco.” De cualquier forma y dado lo delicado de la situación, sugirió que de inmediato lleváramos a los niños a Ciudad de México, al lugar más seguro de todos cuantos se nos pudieron ocurrir: a casa de nuestra hija Leni. La idea era esperar el tiempo necesario porque sabíamos que pronto y de alguna forma tendríamos noticias de los Hitler. Mientras planeábamos cómo hacerlo, dos oficiales alemanes que hablaban español nos comunicaron que habían recibido la instrucción de que se quedaran en México a velar de manera permanente por los intereses de los niños. No estarían cerca de ellos, para no llamar la atención, pero procurarían los recursos y cualquier cosa que fuera necesaria para su estancia en el lugar donde nosotros decidiéramos establecerlos. Ésas eran sus órdenes, y así las cumplirían a costa de su propia vida. Uno de ellos se alojó en casa de mi hermano Gustavo, desde donde administraría el dinero destinado a la manutención de los niños, y el otro nos acompañó a Ciudad de México en calidad de chofer.

De todo lo que ocurrió en esos días nadie, más que nosotros, debía estar enterado. Nunca supimos si esa decisión de los Hitler, la de dejar con nosotros a sus hijos, estuvo en conocimiento de alguien más, con excepción de los oficiales alemanes y los mexicanos que ayudaron en el traslado al hidroavión y, claro, del gobernador y de la alta jerarquía política mexicana, coordinados y supervisados por los servicios de inteligencia estadounidenses.

A partir de ese momento nunca se habló del tema. Revelar algo así nos habría valido la vida a Heinrich y a mí, pero, sobre todo, la vida de Leni, de Gumersindo y hasta de nuestro nieto, el pequeño Carlos. Por supuesto que también hubiera afectado a nuestro hijo Adolfo, a quien intentamos siempre mantener fuera de todo aquello. Todo quedó como un acuerdo tácito, en el que no fue necesario discutir las condiciones, los alcances ni las consecuencias de lo que se había decidido sin tomar en cuenta nuestro parecer.