Luego de dejar a los niños Hitler con Leni y Gumersindo en Ciudad de México, Heinrich puso al tanto de todo a mi hermano, y lo instruyó en la función que debía desempeñar como guardián del dinero de los pequeños. Me dio gusto saber que, independientemente de lo peligroso, también respecto a ese asunto podíamos contar con Gustavo. Así, cuando supo del valioso cargamento que habían transportado en los submarinos, mi hermano aceptó gustoso brindar su casa para resguardar las pertenencias de la prima de Heinrich y sus hijos. Luego hablamos largo sobre el futuro inmediato de los niños, de quienes Leni y su esposo nunca supieron la verdad, sólo les dijimos que eran hijos de unos amigos alemanes que habían sido detenidos y que habían tenido que huir del país por miedo a que los mataran y por lo que nos veíamos forzados a cuidarlos. Aquella mentira piadosa, o verdad a medias, también permitía salvaguardar la integridad de nuestra hija, de nuestro yerno y de nuestro nieto.
Al principio Gumersindo se opuso, pues al estar comenzado él y Leni su vida juntos no veía cómo se haría cargo de la crianza de dos niños ajenos cuando él apenas estaba empezando a criar a su propio hijo, pero Heinrich le habló del jugoso apoyo económico que les representaría de hacerse cargo, enfatizando en el gesto humano de acceder. No revelarles de quiénes eran hijos esos desamparados fue realmente un engaño, pero había una poderosa razón para proceder así. Como económicamente no les estaba yendo bien, tras pensarlo poco, aceptaron. De esa forma, los niños Hitler se integraron a nuestra familia y crecieron en su seno. El niño, al margen de todo y como era pequeño, se adaptó rápido; pero la niña nos veía con recelo, preguntando siempre por su madre con una mirada profunda que parecía reclamar explicación de lo que estaba pasando, lo que me hacía sentir una tristeza enorme.
Los arreglos realizados para cuidar de los niños representaban, por otro lado, un alto riesgo al tratarse de colaborar con el enemigo. Fuera del oficial alemán que nos transportó a Ciudad de México y que en todo momento estuvo vigilando la casa de Leni y Gumersindo, no teníamos otra ayuda o protección. Por otra parte, si los Adolf y Eva no regresaban pronto por sus hijos, la apariencia física de éstos llamaría mucho la atención, además de que para Leni resultaría excesivo el trabajo de cuidar tres niños y otro que ya venía en camino: Mario.
Estimábamos que los pequeños Hitler se quedarían unos cuatro o cinco meses, lo suficiente para que se calmaban las cosas y sus padres pudieran enviar por ellos, pero pronto transcurrió ese lapso sin que eso ocurriera. Cuando Heinrich me explicó el contenido de las cartas de Eva, en las que se hacía manifiesto que no se veía un futuro claro respecto a regresar por los niños, le pedí a Leni y a Gumersindo que para evitar sospechas y como primera medida se cambiaran de casa, de manera que nadie que los conociera se percatara de la llegada de los nuevos miembros de la familia.
Yo me sentía muy mal por estar mintiéndoles; no sólo no les iba a confesar quiénes eran los verdaderos padres de esos niños, como tampoco que ya era prácticamente un hecho que nadie enviaría por ellos. Yo estaba casi segura de que Adolf y Eva no los buscarían porque eran un par de fugitivos sin posibilidades de encontrar tregua en ninguna parte. Los pequeños ya eran unos huérfanos que se quedaron en nuestra familia el resto de sus vidas.
Luego de un año se hizo urgente dar el siguiente paso: conseguimos registrarlos con los nombres de Silvia y José Antonio en calidad de hijos en adopción de la pareja que formaban Minerva y Gumersindo, quienes los sumaban a sus hijos naturales, Carlos y el recién nacido Mario. Con la ayuda económica que provenía de Papantla y el fruto del trabajo de Gumersindo, pronto ampliaron su negocio de transportes y mudanzas y se hicieron de un amplio departamento en un edificio que poco a poco fueron comprando para que no despertara sospechas el que dispusieran de un dinero acaso excesivo para su nivel social.
Por aquel entonces finalmente dejé la compañía, por la fatiga física que a mi edad me permitía ya tan sólo enseñar a las nuevas bailarinas, pero también porque el cabaret era un negocio que ya iba perdiendo vigencia. El señor Cotello, ya mayor, comenzó a enfermarse muy seguido. Un buen día, sin mí y sin Beatriz, quien también estaba por retirarse, el viejo empresario decidió cerrar el cabaret para siempre, clausurándose con él toda una época.
Con el dinero que mi hermano administraba y con lo que yo había ahorrado durante toda mi vida laboral, mi retiro me permitió dedicarme por completo a velar por los hijos de Adolf Hitler y Eva Braun, junto con mis nietos. Nos veíamos, pues, cada dos o tres meses.
Por otra parte, con el paso de los años, justo a la mitad del sexenio de Ruiz Cortines, aquella extraña serie de acontecimientos se fue diluyendo en la rutina. Desaparecieron de un día para otro tanto el oficial que custodiaba la hacienda de Gustavo como el que cuidaba con discreción el edificio donde vivían Leni y su familia. Heinrich regresó a Chiapas tratando de desaparecer de la escena pública, huyendo de cualquier sombra que lo vinculara con los nazis, y al mismo tiempo buscando recuperar lo que quedaba de las grandes fincas cafetaleras, pero de los alemanes en el Soconusco sólo quedaba Claus, un hombre alto y fornido que había logrado ocultarse bien en los alrededores y que había intentado echar a andar de nuevo el negocio que les había dado tanta fama. De manera sorpresiva, a los pocos meses de que Heinrich regresara, Claus murió. A los contados lugareños que sabían de él les llamó la atención que en varios días no se parara por el casco de su hacienda, así que una tarde lo fueron a buscar y lo encontraron muerto en su cabaña, con señales de tortura y un disparo en la cabeza.
A raíz de esa pérdida, Heinrich dejó de mostrar cualquier signo de entusiasmo durante los siguientes años. Claus era su último vínculo con el Reich en México, y como extrañaba las largas conversaciones con él en su idioma natal, tras la muerte de su amigo literalmente se dejó caer en la depresión. El médico que lo visitaba de manera clandestina nos dio un panorama atroz, que no permitía albergar esperanzas de mejoría, y aunque aún sobrevivió un año más, pasó los últimos días de su vida taciturno, releyendo las amarillentas cartas de Eva, que cada vez menos le llegaban de mano de unos soldados alemanes vestidos de paisanos. Fue él mismo quien me pidió que dijera a la familia que había muerto en un asalto en carretera, para que nuestros hijos dejaran de preguntar por él y así no delatar su paradero, siempre a salto de mata.
Lo único que sé es que Heinrich pasó sus últimos días sin contratiempos, poniendo en orden unos documentos que guardaba en un portafolio color marrón. Seleccionó detenidamente esos papeles, y los que no arrojó al fuego pidió que fueran enterrados con él cuando muriera. Heinrich murió en 1958, justo cuando terminaba el sexenio de Ruiz Cortines. El día de su muerte, un joven alemán vestido de civil, pero de porte marcial fue a buscarme a mi casa en Ciudad de México. En cuanto lo vi, supe que se trataba de algo grave en relación con el padre de mis hijos. Salí con el joven, abordamos un auto y en el camino me dio los pormenores: Heinrich estaba agonizando y me llamaba. Hacía mucho tiempo que mi amor por él se había extinguido, pero aun así saber de la inminencia de su final me devastó. No paré de llorar hasta llegar a Chiapas. Lo encontré todavía consciente, postrado en su cama. Me dirigió una de sus sonrisas encantadoras al verme, y eso me hizo volver a llorar. Lo abracé, y no pude evitar un estremecimiento al sentir su delgadez. Había sido un hombre robusto, pero la enfermedad lo había hecho perder decenas de kilos. No nos dijimos nada. Yo no paraba de llorar y él me acariciaba el pelo con suavidad. Unas horas después, sin aspaviento alguno, murió en mis brazos.
Me había dejado una carta donde expresaba lo mucho que me quiso, lo mucho que lamentó haber dejado de ver a nuestros hijos, y más por haber tenido que esgrimir la mentira de su muerte. Luego, como buen alemán, se dejó de sentimentalismos y pasó a las cosas concretas: a la disposición de sus pertenencias y de los documentos de una fosa que había adquirido en el Panteón de Dolores, en la capital del país, que fue en donde pidió que se le enterrara junto con el portafolio marrón, que no debía abrirse bajo ningún concepto.
Fue muy doloroso para mí trasladar sus restos a Ciudad de México. Mi hermano Gustavo también se trasladó hacia allá. Cuando tuve que revelar la mentira de su supuesta muerte, Leni y Adolfo se enojaron muchísimo conmigo, con justa razón. Y al mismo tiempo, estaban deshechos también. Adolfo era quien tenía mayores sentimientos encontrados, pues casi no había tenido relación con su padre durante muchos años. Y tal como lo había deseado Heinrich, lo enterramos con su portafolio.
Tras su muerte, el dinero que habían dejado los Hitler comenzó a escasear, como si alguien del exterior hubiera dejado de abastecer aquella fuente que hasta entonces parecía inagotable. Dos o tres años antes de la muerte de Heinrich, las cartas de Eva habían dejado de llegar. Era como si toda huella del nazismo, de Adolf Hitler y de la Segunda Guerra Mundial también estuviera siendo sepultada en el silencio de la historia.