Días antes de que mi abuela falleciera fui a visitarla. Postrada ya en su cama, me hizo prometer que recuperaría sus pertenencias. Me pidió que fuera a casa de una vecina suya en Papantla, por un baúl. No quería que yo esperara a su muerte para cumplir su encomienda, sino que fuera lo antes posible para que ella pudiera alcanzar a ver de nuevo sus tesoros. Y quería cerciorarse de que yo recibiría su legado. Así que durante un fin de semana fuimos Estela y yo a Papantla.
Hacía años de no regresar a la ciudad veracruzana donde transcurrieron los pocos días buenos de mi infancia, y aunque los papantlecos hacían esfuerzos por conservar su aire pintoresco la ciudad había cambiado mucho. Había crecido hacia las laderas del valle, donde ya no había árboles, y aunque entrando por la carretera aún era perceptible el aroma a vainilla, Papantla ya había perdido su esencia de ciudad en medio del bosque. Como llegamos temprano, pasamos al mercado a desayunar unos tamales de picadillo y unos bollitos de anís, que era lo que me gustaba comer cuando pequeño, típicos de la región. Luego nos dirigimos, en medio de una lluvia ligera pero constante, a buscar la casa de la vecina.
Aquella mujer ya había hablado por teléfono con Carlota, y al vernos llegar, sin dilación nos entregó un pequeño baúl de viaje francés, un baúl de lona con arcos de madera de esa firma hoy muy de moda. Lo cargué sin mucho esfuerzo para guardarlo en la cajuela del coche. La vecina nos pidió que revisáramos el contenido, asegurándonos que estaba tal como Carlota se lo había dejado muchos años antes, pero declinamos diciéndole que no hacía falta, le dimos las gracias y nos fuimos a pasear al centro.
Como buen guía, le expliqué a Estela que Papantla es una palabra totonaca que significa “lugar de cuervos”, y que, aunque parecía ya no haber ninguno, cuando yo era niño había miles de esas aves que tenían capturadas todas las copas de los árboles y el cableado eléctrico del pueblo. Al pasar por el atrio de la iglesia, me agradó ver ahí el gran monumento al volador, levantado en honor de lo que daba fama al lugar, pues ahora era por sus voladores por lo que se tenía noticia en todo el mundo de la existencia de esa ciudad. Dimos todavía otro recorrido por las calles estrechas antes de emprender el camino de regreso. Me hubiera encantado pasar al menos una noche ahí, visitar las ruinas del Tajín, que Estela no conocía, pero mi abuela estaba grave y lo mejor era regresar lo antes posible.
Ya de vuelta en casa de Carlota, abrimos el pequeño baúl junto con ella. Se trataba exactamente de un baúl de recuerdos. Tenía guardados esos pequeños tesoros con los que es posible reconstruir la trayectoria afectiva de una vida entera: daguerrotipos de sus padres con su hermano en brazos, fotos de estudio muy viejas de ella y de su hermano, un mechón de pelo, una fe de bautismo de alguien al que no recordaba, los tíquets de tren de su viaje a Nueva York, la mano de una muñeca de porcelana, un programa de la ópera de Londres, pasquines de sus primeras funciones del cabaret. Eran cientos de pequeñas cosas que daban constancia de la verosimilitud de cada una de las cosas que me había relatado.
Debajo de esas piezas de historia personal y de una época, forrada en terciopelo rojo había una pequeña caja de cartón de chocolates venezolanos. Dentro se encontraba lo que ella quería legarme: el atado de cartas que Eva Braun le escribió a Heinrich y un diario, de pastas azules, escrito por ella misma, con su impecable caligrafía. Eran sus memorias. Nos contó que había empezado el hábito de escribir un diario a los diecisiete años pero que lo interrumpió cuando conoció a Adolf Hitler en aquella reunión clandestina con Cárdenas a finales de los treinta, por considerarlo peligroso y comprometedor, pero que lo había retomado a finales de los años cincuenta, cuando murió Heinrich, cuando ya no había peligro en poner por escrito lo que sabía y había vivido. Y Carlota nos mostró uno a uno los documentos que demostraban su relación con el nazismo.
Pasó la tarde hurgando en su baúl, tocando y revisando con atención esos objetos que la hicieron ir de vuelta a una época que para ella fue esplendorosa. Su rostro, una metáfora de la fatiga, recobró un brillo juvenil, casi feliz, mientras recordaba sus andanzas de espía, de estrella de cabaret, de mujer deseada por políticos encumbrados. Sus ojos se encendieron al recordar el amor por ese alemán con el que tuvo dos bellos hijos.
Yo intenté hacerle preguntas, pero me respondió que no insistiera, que por el momento me conformara con escucharla, y que cuando ella muriera, lo cual sentía que iba a ser muy pronto, leyera todos esos papeles y reflexionara en todo lo que me había dicho, para entonces poder sacar mis propias conclusiones. La escuché sin decir ya nada.
En las siguientes horas, tras dejar reposar los recuerdos en su baúl, Carlota entró en un delirio que se prolongó por varios días, sin poder decir más.
Cada uno de los documentos contenidos en la caja era una revelación, pero además de mostrarme evidencia de la veracidad de lo que me había contado ella, me dio un mensaje, aunque críptico, que por el dolor de la inminente despedida no supe atender: Carlota no quería ser como Heinrich, quien se llevó el secreto a la tumba, y confiando en que la había entendido, me enseñó los documentos de la cripta donde estaba enterrado el abuelo, en el Panteón de Dolores. Lo dijo tan de pasada, que no caí en cuenta de que se trataba de otra clave para resolver el enigma de mi vida, y no fue sino hasta muchos años después que al fin comprendí lo que Carlota quiso decirme al entregarme esos documentos: en la cripta, junto a los restos de Heinrich, se encontraba otro eslabón de aquel terrible misterio. Bastaría con proceder a la exhumación para alcanzar la verdad completa. Pero nunca di ese paso.
Por otra parte, cuando Carlota me mostró las cartas que Eva le había escrito a su primo Heinrich, me estremecí de forma extraña, no supe si por tener en mis manos una parte de la historia más cruenta del siglo XX o por tener ante mí la revelación de mi propio origen. No podía dar crédito al hecho de tener conmigo pruebas que echaban por tierra la historia que inventaron los Aliados acerca del final de Hitler. Esas cartas eran mudos portavoces que declaraban que Adolf y Eva sobrevivieron a la toma de Berlín, que huyeron a América, que tuvieron dos hijos y que a esos dos hijos mi abuela les había conseguido refugio. Sé que visto desde fuera todo parece claro, pero yo entonces no vi nada con nitidez, quizá porque uno no ve lo que no quiere ver.
La pérdida de mi abuela ha sido la más acerba que he tenido en mi vida. El dolor por su partida definitiva ha sido el más intenso que he experimentado. Incluso ahora, sabiendo ya que no es mi abuela biológica, la sigo queriendo con profundo sentimiento filial. Con ella pude crear ese vínculo afectivo que ni con mis padres ni mis hermanos adoptivos pude entablar y no porque yo no quisiera. Durante la mayor parte de mi vida fue lo que más deseé, ser aceptado y querido por ellos, pero se encargaron de poner una barrera que sólo con el paso de muchos más años fue apenas franqueada, hasta lograr apreciarnos.
Ahora los entiendo: quererme a mí y a mi hermana habría significado usurpar algo que no les correspondía, además de que nuestra existencia, nuestro cuidado y nuestra protección no fue algo que ellos hubieran pedido, sino que incluso habían sido obligados a hacerlo, por las circunstancias, por la situación económica, por salvar, en el caso de Leni, a sus propios padres, Carlota y Heinrich, de una fatal represalia. Pasado el tiempo y en conocimiento de esos acontecimientos, ahora siento por mi familia adoptiva una enorme gratitud. Cuando no sabía la verdad, reproché su falta de afecto, pero hoy les agradezco su solidaridad. Sé que dadas las circunstancias nos hicieron un bien, nos salvaron de haber sido asesinados o abandonados en otro país en otras condiciones, y lo hicieron lo mejor que pudieron. No obstante, pienso que quizás el error estuvo en haber ocultado la verdad; estoy seguro de que si nos la hubieran dicho Silvia y yo hubiéramos tenido una mejor relación con ellos. Pero hay que entender que eran tiempos difíciles, tiempos en los que les iba la vida en guardar silencio, tomando en cuenta que ellos mismos quizá lo supieron hasta después, cuando ya nosotros éramos adolescentes.
Como la muerte de Carlota me resultó muy dolorosa, durante los años de duelo no quise retomar la investigación sobre mi origen. Sentía que de alguna manera develar sus otros secretos era traicionarla. Por sus muy personales razones a ella le hubiera gustado que todo permaneciera oculto en la bruma del misterio, y yo durante ese tiempo de luto estuve de acuerdo y dejé las cosas así.
Pero el destino quería otra cosa. Al mes del fallecimiento de mi abuela, me contactó un abogado para informarme que Carlota había dejado un testamento y que en él yo aparecía como su único heredero. Esa herencia incluía su casa en Papantla, la casa de mi tío Gustavo y algunas otras posesiones de la finca que mi abuelo Heinrich había construido en Chiapas, o lo que lo dejó poseer el gobierno mexicano; entre esas posesiones estaba una casa, de la cual se hicieron fotografías en que se ve que no es otra sino donde se alojaron Adolf Hitler y sus oficiales cuando los recibieron Heinrich y los demás alemanes del Soconusco para organizar su proyecto de expansión en el continente americano.
Cuando puse al tanto a mis hermanos de la herencia, se molestaron mucho, sobre todo Carlos, y entendí que por esa razón habían ido con tanta premura al departamento de Carlota cuando murió: para llevarse sus cosas, los documentos de cuentas bancarias y propiedades. Pero mi abuela, metódica como era, lo tenía todo arreglado.
La existencia del testamento fue lo que por ese entonces terminó por alejarme de mis hermanos adoptivos. Una tarde, Carlos se presentó en mi casa, con la intención de reclamarme y exigir que lo que me había heredado Carlota se lo entregara íntegro a nuestra madre argumentando que ella era su hija y lo correcto era que Leni se quedara con todo. Yo no sabía qué decirle, pensando en que quizá tuviera razón. A mí mismo no me quedaba del todo claro por qué Carlota había tomado esa decisión. Acaso preveía que iba a haber conflictos por la posesión y sabía que yo nunca iba a dejar desamparada a Leni.
Aunque me costó, poco a poco fui saliendo de la tristeza por la pérdida de mi abuela, y ello contribuyó el nacimiento de mis otros dos hijos. Fue hasta muchos años después que regresó la duda a mi vida. Una mañana, sin que nada lo detonara, volví a preguntarme si esos dos niños de la historia de Carlota éramos Silvia y yo. Sopesé si sería conveniente o no hablar con mi hermana al respecto, para que buscáramos el último eslabón de aquella cadena de misterios, es decir, exhumar los restos de Heinrich y revisar el contenido del portafolios con documentación que él quiso cuidar incluso bajo tierra. Cuando lo hice, Silvia me dijo que lo pensara bien, que sería en verdad lamentable ser esos niños y que ella no quería saber nada, que no veía nada bueno en escarbar sobre nuestro ascendente si la conclusión iba a ser que éramos hijos de Adolf Hitler y Eva Braun. “No es algo de lo que habría que sentirse orgullosos”, dijo. Y en eso tenía absoluta razón. Pero a la vez yo creía que teníamos derecho a obtener respuestas a las preguntas que todo humano se hace de forma natural: ¿de dónde vengo?, ¿quién soy realmente?
No es que no entendiera la postura de Silvia, pero yo no estaba indagando en semejante origen por pensar que hubiera motivo de orgullo por ser, posiblemente y sin quererlo, parte de una de las partes más oscuras de la historia de la humanidad, tan reprobable como despiadada, pues lo que había pasado en la guerra era definitivamente vergonzoso y demasiado terrible, sino porque nosotros éramos otras personas, unos niños que nada tuvieron que ver con esos crímenes, inocentes aun si resultábamos ser hijos de aquellos dos personajes que tanto daño hicieron al género humano. Yo no escarbaba en el pasado porque pretendiera hacer una apología. Buscaba en él con la única finalidad de conocer nuestro origen y al mismo tiempo desenmascarar a otros actores de la guerra que también tuvieron responsabilidad y nunca la asumieron.
Sin embargo, ya fuera por una u otra circunstancia, no continué mi indagatoria en ese otro entonces, aunque la vida no dejaba de ponerme evidencias en el camino, que preferí ignorar.
Cumpliendo con lo que le había prometido a Carlota, guardé el secreto durante al menos veinte años más, hasta finales de la primera década del siglo XXI. Un día, al visitar al menor de nuestros hijos en París, fui plenamente consciente de que, como le ocurrió a Carlota, había llegado el momento de contarle a alguien lo que había callado durante tanto tiempo, pues éste, el tiempo, se agota, es finito para cualquier ser humano, y los secretos a veces terminan por ser revelados.
Durante más de cincuenta años me había costado mucho exigir mi derecho a saber la verdad, y aunque esa duda me había llenado de inquietud, incomodándome siempre, y aunque su respuesta seguía siendo una conjetura mientras no se tuviera la prueba concluyente, pensé que mi hijo también tenía derecho a saber de todo ese enredo.
Cuando decidí revelárselo durante un paseo por París, él me escuchó con atención, pasando de la sorpresa a la incredulidad y de nuevo a la sorpresa. Con lágrimas en los ojos, me agradeció que le confiara ese secreto de familia. Me propuso reiniciar las pesquisas para salir de una vez por todas de esa incertidumbre que me había lastimado durante toda mi vida. Incluso, se propuso escribir mi historia, para que no fuéramos los únicos en cargar con el peso de la Historia.
Así, reemprendimos juntos las pesquisas: exhumamos los restos de Heinrich, el portafolios . . . y en efecto, salimos de dudas.