Lo que ahora sé del principio de mi vida es que nací en Alemania a finales de 1944, cuando la suerte ya estaba echada para el régimen de Hitler. No sólo era inminente la rendición, sino también que no había manera de enmendar la catástrofe y eso significaba que estaba por terminar la Segunda Guerra Mundial. La suerte me llevó a nacer en esa Alemania a punto de ser derrotada de nuevo, un año antes de su total capitulación. Nací, por lo tanto, cuando el derrotada de nuevo, Tercer Reich estaba por desmoronarse, pero el sonido de mi primer llanto estuvo aislado de todo ello, en el Nido del Águila, en Berghof, el fuerte donde Eva vivió protegida y el lugar que Adolf tal vez consideraba el único lugar seguro, cerca de su lugar natal.
Lo que ahora sé consta en aquellos diarios que para Carlota resultaron ser una auténtica confesión, y los cuales guardó a lo largo de décadas dentro de un baúl. El que me enterara de que formo parte de eso que se llama Historia es algo que no puedo manejar. Y si antes, en la infancia y la juventud, no me había enterado de mi origen, fue porque crecí a miles de kilómetros de mi verdadero terruño. Como era muy pequeño, por supuesto no recuerdo nada de lo que ocurrió, así que nunca supe quién era en realidad, y de lo que sabía de esa guerra vine a aprenderlo años después, en la escuela secundaria, como cualquier otro niño, aunque reconocía en mí esos evidentes rasgos físicos distintos.
Aunque mi familia mexicana cumplió con cuidarnos a mi hermana Silvia y a mí, siempre noté una manifiesta falta de cariño y afecto natural de quienes fungieron como nuestros padres. No se los reprocho, porque ellos tenían sus propios problemas, pero su actitud y su patente lejanía siempre me llevaron a la falta de amor que todavía sigo sintiendo en mi interior. De pequeño supuse que la culpa de todo la tenía mi apariencia; creía que por ser distinto recibía un trato diferente, no sólo de mis propios papás, sino además de la sociedad mexicana entera. “Estos dos salieron a su abuelo”, decía siempre mi madre ante la curiosidad de los conocidos, que no podían ignorar las diferencias de mi hermana y yo ante mis otros dos hermanos, es decir, sus hijos biológicos. Ellos, aunque también eran descendientes de otro alemán, de Heinrich, no tenían tan visiblemente marcados los rasgos germánicos que Silvia y yo teníamos a simple vista. Por si fuera poco, entre mis otros hermanos y yo también había una casi coincidencia de edades, entre el nacimiento de uno y otro, lo que un observador más minucioso juzgaría como sospechoso.
Pero quizá deba ir por partes y explicar cada cosa con sumo cuidado, a fin de no confundir al lector.
Crecí en una típica familia de clase media mexicana, con más aspiraciones que certezas. Familia conformada, aún en la actualidad, por cinco hermanos: el mayor, Carlos; luego, Silvia; enseguida, yo; después, Mario; y al último, el pequeño Fernando. Gumersindo y Leni, ésta siendo hija de Carlota, son nuestros padres. Como de lo que se trataba era de ocultarnos a mi hermana y a mí y a ella le conservaron su nombre por su semejanza con el español, nunca sabré cuál fue mi nombre original, pero aquí me pusieron José Antonio.
Como ya dije, figuré como el tercer hijo de aquella pareja. Carlos, en su condición de hijo mayor, recibía todas las atenciones, y yo nunca entendí por qué mis papás hacían esa distinción, pero me decían que así era en todas las familias, que los privilegios, y también las obligaciones, recaían siempre en el primogénito. El problema fue que cuando nació mi hermano Mario, menor que yo, también él recibió un afecto y unas atenciones que mi hermana Silvia y yo nunca tuvimos. Fue así como nació en mi hermana y en mí la terrible sospecha de que había un oscuro secreto en nuestro origen. hermana y a mí. No es que nos maltrataran de forma física ni verbal, pero era evidente que nos trataban de una manera nada amorosa. Esto puede parecer tan sólo la percepción de un niño inseguro, pero no lo es. Por ejemplo, a Silvia y a mí nunca nos festejaron un cumpleaños, no nos daban abrazos ni nos acariciaban como cualquier padre hace con sus hijos. Para Gumersindo y Leni éramos ajenos. Tampoco nos regalaban juguetes en las navidades ni convivíamos con amigos de la escuela o vecinos, como si quisieran que nadie se enterara de nuestra existencia. Luego supe que la intención era no llamar la atención en lo posible sobre nuestra vida, no exponernos públicamente, y parece que estaban decididos a cumplir al pie de la letra con esa encomienda.
No obstante, aunque nos trataron de una manera muy diferente a nuestros otros hermanos, Silvia y yo tuvimos la fuerza, no sé de dónde, para adaptarnos. Crecimos y nos acostumbramos a que en nuestra casa las cosas fueran así. Para mí no fue fácil lidiar con eso, jamás pude aceptar que no pudiéramos recibir un simple beso en la frente. Mi hermana y yo crecimos en ese ambiente de abandono afectivo y aprendimos a buscar consuelo en la compañía mutua, por eso pasábamos horas escuchando la radio sentados en la sala, e imaginando aventuras en países al otro lado del mundo.
Por si fuera poco, era imposible no percibir también las rotundas diferencias físicas, como ya he referido. Y es que fuera de mi madre, Leni, cuyo padre era Heinrich, un alemán de película, mis hermanos Carlos y Mario habían salido con rasgos de Gumersindo, quien era moreno, bajito, de ojos oscuros, cabello negro y robusto. Aun así, la diferencia con Leni era notoria, pues aunque era un poco más alta que Gumersindo además de tener la tez blanca y el cabello castaño claro, no era rubia como mi hermana ni tampoco poseía los ojos color azul acero que Silvia y yo teníamos, sino color miel. Era como si hubiera dos familias dentro de una sola en cuanto. Y aun cuando mis hermanos Carlos y Mario se parecían mucho a Gumersindo, su tez era morena clara. Así que, si a eso íbamos, mi hermana y yo no nos parecíamos a nadie de mi familia. Incluso en la calle las personas nos miraban extrañadas y siempre les preguntaban a mis padres si también nosotros éramos sus hijos. A Gumersindo y a Leni eso les molestaba mucho, y yo pensaba que quizás era ésa la razón por la cual nos trataban diferente.
En contraste, como un oasis resplandeciente en medio de la aridez, estaba mi abuela: Carlota. Ella vivía en Papantla, Veracruz, su lugar de nacimiento, y cada vez que venía de visita a nuestra casa en Ciudad de México nos traía regalos: juguetes y ropa. Llegaba con bolsas de caramelos y se pasaba horas con nosotros, jugando serpientes y escaleras o leyéndonos cuentos. La abuela Carlota me confortaba porque no hacía diferencias ni entre Carlos y Silvia, ni entre Mario y yo, y a todos nos incluía en sus conversaciones. Fue de ella de quien recibí las únicas caricias y el amor que no tuve de su hija Leni y de su yerno Gumersindo. Por eso, cuando nos visitaba, yo quería pasar todo el tiempo junto a ella. Sin duda, la abuela Carlota llenaba el enorme vacío que sentía por dentro, pero lamentablemente sus visitas no eran muy frecuentes ni duraban mucho. Venía a vernos una vez al año y sólo se quedaba unos cuantos días. También una vez al año nosotros íbamos a Papantla a visitarla. Todavía ahora, al recordar aquella época, vuelvo a sentir la tristeza que me embargaba tras su partida cuando ella venía a visitarnos a casa. Yo siempre quería irme con ella, porque sentía que era la única persona que nos amaba. Carlota se marchaba y luego había que esperar varios meses para volver a verla, cuando íbamos nosotros a visitarla a su ciudad.
Quizá lo peor de mi infancia ocurrió cuando entré a la primaria, una etapa muy difícil porque los compañeros no sólo me veían raro sino además se burlaban de mi color de piel. Lo único que yo quería era ser un niño normal, pero me ocurría todo lo contrario. A pesar de ser tan sólo un niño, ideé un plan para conseguir el afecto que necesitaba. Mi padre Gumersindo tenía un negocio de camiones de carga, de mudanzas y transportes, así que desde muy pequeño decidí ayudarlo. Aunque apenas tenía siete años, por las tardes, al salir de la escuela, o durante todas las largas vacaciones de invierno, me iba a trabajar con él. Fue una buena manera de conseguir al menos su aceptación; trabajando me sentía más cerca de él y pensaba que así me ganaría su cariño.
No obstante, conforme fui creciendo más, me di cuenta de que en casa sí pasaba algo extraño, anormal. Poniendo atención a los padres de otros niños, me quedaba claro que todos mostraban amor por sus hijos, y aunque pudiera haber diferencias físicas, los querían a todos por igual. Nunca noté que en otras familias existieran tratos tan distintos. Pero nada se parecía a la manera en la que mi hermana y yo éramos tratados en casa, con esa evidente distancia, como si no quisieran relacionarse con nosotros. Nada había en el mundo que ansiáramos más que el cariño y la aceptación de nuestros padres, pero Gumersindo y Leni no nos demostraban ningún afecto.
Recuerdo que un día, al llegar de la escuela, en la casa teníamos la visita de una vieja amiga de mi madre. Estaban tomando café mientras miraban los álbumes de las fotos familiares. Me acerqué a mirar, y para mi sorpresa no había ninguna imagen mía ni de mi hermana. Intrigado, le pedí que me enseñara fotografías de cuando yo era pequeño, y me respondió que no había, ni mías ni de mi hermana, porque no les había dado tiempo de llevarnos a un estudio. Ese día fue uno de los más tristes de cuantos recuerdo: ¡no había fotos nuestras y sí muchas de mis otros hermanos!, de ellos solos o de ellos con nuestros padres, pero ninguna de mi hermana ni mía. Era como si quisieran ahuyentar una sombra ominosa de sus vidas, y éramos nosotros, sus hijos. Estuve toda la tarde llorando en mi habitación. Entonces, concluí que si no mostraban ningún interés en tener recuerdos nuestros era debido a que se avergonzaban de nosotros. Pero, por fortuna, estaba mi abuela, y su visita a Ciudad de México y el viaje anual a su casa en Papantla. Era lo único que nos nos hacía felices. Una sensación de lo familiar.
El viaje a Veracruz era todo un suceso. Tardábamos más de diez horas en llegar en automóvil a la ciudad de Papantla, que olía toda a vainilla. Eran los años cincuenta. La casa de mi abuela era muy grande y bonita, con la fachada azul cielo y el techo de tejas, ventanas enormes y un patio interior con una fuente, donde jugábamos a arrojar monedas. Siempre me sentí especialmente ligado a ese lugar, tanto la propia casa como la región, que aparte de exuberante me traía cierto halo de nostalgia. A mi hermana Silvia le pasaba lo mismo, pero siempre se lo adjudicamos al anhelo de estar cerca de Carlota, quien siempre nos recibió con una peculiar alegría, como si nosotros también significáramos para ella un reencuentro con su pasado más lejano, quizá de la época revolucionaria.
En los amplios corredores había muchas flores y plantas, que mi abuela cuidaba con esmero. Cuando íbamos a verla, yo dormía con ella en su habitación. Nos quedábamos hasta tarde hablando y me contaba muchas historias de la región y de su época como bailarina; además, me preparaba té con la manzanilla cosechada en su jardín, por lo que desde entonces se convirtió en mi favorito; cada que lo bebo, me acuerdo de los momentos junto a ella, como si ese aroma detonara mis más significativos recuerdos.
Sin embargo, las cosas eran muy diferentes cuando, estando en Papantla, íbamos a visitar a mi tío abuelo Gustavo, hermano de Carlota; no teníamos demasiado contacto, pero la visita era obligada porque mi padre era quien mantenía comunicación constante con él por lo que siempre creí que eran asuntos comerciales. Ubicada en una zona más alejada del centro de aquella ciudad, en lo alto de una colina, a la casa de Gustavo no se permitía la entrada a los niños; nos dejaban en el patio, y por eso no me gustaba ir, aunque debo reconocer que me daba alegría que esa prohibición fuera para todos mis hermanos y no sólo para Silvia y para mí. Era así porque las visitas a Gustavo eran muy diferentes a las de mi abuela Carlota. Con mi tío abuelo todo era rigidez y una secrecía casi militar. Por esa razón nos quedábamos horas jugando en el enorme jardín, mientras los adultos entraban a la casa a charlar durante esas mismas horas con otros adultos que no conocíamos y que siempre pensé que eran vecinos de Gustavo; esas personas tenían una increíble peculiaridad: la mayoría eran rubios como yo, o de cabello castaño oscuro, pero con ojos claros.
Como niños, tampoco es que estuviera tan mal quedarnos tanto tiempo solos en el patio de nuestro tío Gustavo, porque había muchos árboles frutales alrededor. Me gustaba subir a ellos y recolectar frutas para luego comerlas; mis árboles preferidos eran los manzanos. Aquella acción resultó trascendental, porque en una ocasión, al trepar a un árbol, me caí. Mis hermanos gritaron, y un hombre salió de la casa para ver qué pasaba, y muy amablemente me ayudó a levantarme. No supe quién era, aunque escuchábamos las voces de muchas personas dentro de la casa. Recuerdo que el hombre llevaba un uniforme de color verde aceituna con medallas en el pecho; era rubio y de ojos azules como los míos. No entendí lo que me dijo, porque hablaba un idioma extraño, pero cuando se puso de rodillas para ayudarme a limpiarme la ropa, yo empecé a tocar las medallas de su traje. Él me sonrió. Otro hombre que vestía igual también salió de casa de mi tío y le habló. Antes de marcharse el primero, me acarició la cabeza. En ese entonces eran tan raras las caricias que se me daban, que aún guardo ese recuerdo en la memoria. Al final, aunque detestaba ir de vista a casa de mi tío abuelo, al mismo tiempo quería regresar para volver a ver a aquellos hombres extraños.
Poco a poco y conforme fui creciendo, en cada viaje se acrecentaba mi curiosidad, preguntándome por qué siempre nos mantenían alejados de aquellos encuentros. Mi hermana y yo solíamos fantasear con que ahí se ocultaba un gran tesoro y tratábamos de imaginar la razón de tanto misterio.
Una vez intenté descubrir qué era lo que hacían los adultos dentro de la casa del tío Gustavo, así que me subí a un árbol para poder observar a través de las ventanas. Aquel extranjero que en otra ocasión me había acariciado esa vez no llevaba uniforme; al descubrirme mirando, se levantó y, sonriendo, salió de la casa. Me habló en español, aunque con una pronunciación muy rara para mí, y me preguntó qué hacía yo ahí trepado. Le confesé la razón de mi curiosidad. Él me obligó a bajar y me pidió que lo esperara un momento; se metió a la casa y enseguida salió con un estuche de piel. Me dejó abrirlo. Mi sorpresa fue enorme al ver su contenido: eran unos binoculares. Riendo por la cara de asombro que puse, me acarició de nuevo la cabeza y me dijo que eso era de mucha ayuda para fisgonear. Me enseñó a utilizarlos, a acomodar la abertura a la distancia entre ojo y ojo, a enfocar con una rueda entre las lentes. Yo quedé atónito: se podía ver a larga distancia con ellos. Me sentí feliz, era el mejor regalo que había recibido en la vida. Le di las gracias efusivamente. Él me sonrió y regresó a la casa. Volví a subir al árbol, pero tampoco conseguí ver mucho porque las ramas obstruían el campo de visión. Así, por más que yo tuviera esos binoculares, no podía enterarme de lo que ocurría. Sólo alcancé a ver que adentro había un enorme candil y algunos cuadros colgados de la pared.
Cuando salieron mis papás, se dieron cuenta de que yo traía los binoculares. Gumersindo me regañó, molesto, quizá pensando que los había tomado de algún lugar sin permiso, pero mi amigo el militar salió en mi defensa explicándole que era un regalo suyo. Mi papá me quería obligar a devolverlos, pero mi mamá intervino diciéndole que no veía ningún problema en que los conservara.
Yo iba feliz durante el camino de regreso a Ciudad de México. Me la pasé observando con aquel fabuloso aparato el paisaje de la carretera, que me pareció interminable y reconfortante.