A veces un avance proviene de ver una verdad sencilla oculta tras una madeja de complicaciones. Los genes son lo más complicado del cuerpo, pero detrás de ellos radica una sencilla verdad, que es la siguiente: Tú puedes cambiar tus genes y, por lo tanto, puedes mejorarlos. Cuando realizas actividades cotidianas como comer o moverte le estás hablando a tus genes. Así, un estudio reciente muestra que la gente que cambia su estilo de vida de manera importante (alimentándose mejor, haciendo ejercicio, practicando la meditación) modifica alrededor de quinientos genes. Los genes apoyan su nuevo estilo de vida e inician su trabajo en pocas semanas. Pero debimos haber sospechado siempre que los genes no se sientan en un castillo remoto como observadores silenciosos. Una emoción fuerte puede bastar para alterar un gen, porque las emociones requieren un cambio en la química del cerebro (las células del cerebro segregan químicos nuevos de tristeza o felicidad, confianza o timidez, cuando los genes les dan la orden). La parte del cuerpo que parece más estable es en realidad sorprendentemente flexible. El código de la vida es un mensaje que fluye sin terminar jamás.
Los biólogos solían afirmar (y hay gente que todavía lo hace) que nacemos con un conjunto de genes fijos e inalterables. Pero eso equivale a decir que nacemos con un par de manos que jamás cambiarán. De hecho, las manos de un concertista de piano y las de su hermano gemelo albañil son completamente diferentes en aspecto, flexibilidad y destreza. Esas diferencias se reflejarían en patrones cerebrales diferentes. En la corteza cerebral motriz de uno se imprimirá que toca el piano, y en la de su gemelo, que trabaja en la construcción. Los gemelos idénticos nacen con un mismo conjunto de genes, pero si se les hace un perfil genético a los setenta años sus genes resultarán ser completamente diferentes.
Lo que ha cambiado es la noción de que los genes sólo nos afectan si están encendidos; apagados carecen de todo efecto. Los gemelos sólo nacen idénticos; de ahí en adelante viven experiencias únicas, que encienden algunos de sus genes y apagan otros. Nuestro cuerpo es el producto final de un largo proceso de vida que enciende y apaga interruptores. En el transcurso de la vida pueden ocurrir tres cosas:
Un gen puede encenderse y apagarse con horario fijo.
Un gen puede encenderse y apagarse según la conducta y las experiencias de la persona.
Un gen puede encenderse y apagarse por una combinación de los dos anteriores.
Dos de estas tres posibilidades te permiten decidir lo que harán tus genes. Se trata de una buena noticia, puesto que durante décadas nos dijeron que los genes son fijos, que estos nos confieren rasgos hereditarios y que determinan lo que pasa en nuestro cuerpo. Quedamos con muy pocas posibilidades de decidir. Pero no es necesario tener un gemelo para llegar a los setenta con un perfil genético exclusivo (a todos nos sucede). Todos trabajamos con las mismas tres posibilidades: tu conducta no afectará ciertos genes, pero tendrá un fuerte efecto sobre algunos otros. En cuanto a la mayoría de tus genes, tanto los innatos como los que cultivamos desempeñan papeles cruciales.
Cuando la gente piensa en los genes, siempre surge el ejemplo de los ojos azules. Quien heredó un gen específico tendrá ojos azules, y quien tiene un gen diferente tendrá ojos café, verdes o miel. Sin embargo, ésta es la excepción, no la regla. Sucede que no hay un gen único que determine, por ejemplo, la estatura. Estudios recientes demuestran que hay más de veinte genes que intervienen en la estatura que alcanzará una persona (algunos expertos elevan el número a cien genes), e incluso cuando se analizan, esos genes no pueden decirnos si un recién nacido alcanzará de grande una estatura baja o alta. Existe una correlación en general en cuanto a que la estatura de la madre influye en la del hijo y la del padre en la de la hija. Pero todos conocemos hijos impresionantemente más altos o más bajos que sus padres. Cuando dos padres de baja estatura tienen un hijo alto, nadie se explica el porqué. Los científicos ni siquiera pueden decidir si los genes son responsables del 90 por ciento de la estatura (antigua conclusión) o de apenas el 30 por ciento.
Los factores externos tampoco constituyen predictores. Podríamos suponer que una mejor alimentación hace a la gente más alta, pero la generación joven de las Filipinas tiene una menor estatura a pesar de las mejores condiciones económicas. Debería suponerse que un grupo étnico alto tendría cada vez mayor estatura, pero los indios de las planicies eran de los más altos del mundo cuando los europeos conquistaron Norteamérica, y dejaron de serlo. Los norteamericanos eran más altos que sus contemporáneos europeos durante los siglos xviii y xix, pero los holandeses ya los superaron, junto con los habitantes de diversos países escandinavos. El ritmo del cambio puede ser rápido o lento. Los holandeses tardaron 150 años en ser los más altos del mundo; los japoneses han dado un salto en su estatura a partir de la reciente Segunda Guerra Mundial. (En el reino animal existían sólo cuarenta razas de perros antes de que se desatara la fiebre de crear nuevas razas en la Inglaterra victoriana. A partir de 1870, esa cifra se elevó a cuatrocientos).
Hace unas cuantas décadas los investigadores médicos descubrieron que la diabetes y la anemia de células falciformes se debían a genes hereditarios y se preguntaban si lo mismo sucedería con la depresión y la esquizofrenia, que también parecen ser hereditarias. Ha aumentado la esperanza de que poco a poco todas las enfermedades, físicas y mentales, puedan detectarse y curarse a nivel genético. Los padres encontraron alivio al saber que la manera en que crían a sus hijos no genera enfermedades mentales en su descendencia. Las personas que sufren de depresión, ansiedad, obesidad y muchos otros problemas dejaron de creer que habían sido sus decisiones las que los provocaron. Algunos genes tenían defectos y otros genes llegaban a rescatarlos.
Si el mapa del ADN humano representaba al Santo Grial hace diez años, hoy existen mil santos griales (que atribuyen un gen específico a cada desorden específico). Los medios se inundaron de noticias sobre el denominado “gen gordo”, o el gen del Alzheimer, y quizá incluso un gen que hace que la gente crea en Dios, el “gen de la fe”. Todos estos descubrimientos dieron pocos frutos. La teoría del gen único se está descartando con rapidez, aunque el público no deja de creer en ella. Más aún, en los últimos años se ha hecho el mapa del genoma de cientos de individuos y, para sorpresa de los investigadores, resultó haber por lo menos tres millones de diferencias entre la constitución genética de dos personas cualesquiera (una cifra enorme tomando en cuenta que poseemos sólo de 20.000 a 30.000 genes, mucho menos de lo que todos suponían).
Los genes no pueden gobernar todos los demás factores que nos hacen ser lo que somos. Un gen no confiere el amor a las plantas, el interés por coleccionar estampillas, el gusto por Bach o la imagen de la persona de quien uno se enamorara. ¿Qué sucedería si dejáramos de pensar en el ADN físicamente? Llevemos los genes al campo de la consciencia para ver cómo responden. El ADN es un banco de memoria en el que se guardan todas las experiencias del pasado que nos hacen humanos. En lugar de permitir que esos recuerdos nos usen, podemos aprender a usarlos.
El ADN es tan físico como las demás partes de nuestro cuerpo; está hecho de energía y sus patrones de energía pueden cambiar por medio de un cambio de consciencia. Cada uno nace con ciertas predisposiciones que determinan cómo será su cuerpo, pero si inyectamos nuestros deseos personales, hábitos e intenciones, un rasgo fijo puede convertirse en maleable (una brizna de deseo basta para modificar el ADN). Qué ironía que lo que médicamente se consideraba fijo, el cerebro y el ADN, se convirtió en la clave para reinventar el cuerpo.
La gran pregunta no es si los genes pueden mejorarse o no, sino cuán lejos puede llegar este proceso. Los genes obstaculizan el cambio sólo porque aceptamos que tienen poder sobre nosotros. Pero hay algunas personas que encuentran el camino para superar sus genes. Mariel, que hoy pasa de los treinta, nació con un problema congénito en los ojos que no pudo corregirse con cirugía. “Me crié sabiendo que perdería la vista con los años”, dijo. “Con el tiempo, tuve que enfrentarme continuamente a limitaciones nuevas. Cuando salí de la universidad para empezar la maestría, me costaba mucho trabajo leer letras chicas”.
Un día, Mariel estaba en la biblioteca y no pudo leer las tarjetas del catálogo. “Acababan de cambiar al sistema de microfichas, y era muy frustrante tratar de adivinar qué decían esas letras tan pequeñas. Siguiendo un impulso, me levanté para dirigirme a los estantes. Caminé hacia el área general donde se encontraba el libro que quería. Al llegar traté de pedir ayuda, pero como no había nadie, saqué un volumen al azar. Resultó ser exactamente el que buscaba”.
En aquel momento Mariel pensó que esto era una coincidencia, aunque extraordinaria. Pero con el tiempo empezó a surgir un patrón. “Descubrí que podía ver sin usar los ojos. Podía encontrar objetos perdidos, como las llaves o la billetera, sin tener que buscar por todos lados. Al principio supuse que estaba reconstruyendo lo que había hecho, como hacen muchas personas cuando pierden algo. Pero un día al llegar a casa de un restaurante, no encontré mi chequera. Antes de siquiera tratar de recordar dónde la había dejado, una imagen visual apareció en mi mente, mostrándome la chequera en un lugar muy específico del estacionamiento del restaurante. Se me había caído de la cartera al sacar las llaves. Regresé entonces al restaurante y la chequera estaba tirada justo donde la había visualizado”.
Mariel pronto llegó a confiar en su segunda vista recién adquirida. “Si estoy escribiendo un informe y necesito una cita específica, sólo tengo que abrir el libro de consulta y las hojas señalarán el pasaje que busco. Esto no pasa siempre, pero sí cuando más lo necesito”.
“¿Cómo te lo explicas?”, le pregunté.
“Estuve a punto de pensar que existe una conexión especial entre Dios y yo”, me dijo. “Después encontré un artículo de un neurólogo que hablaba sobre personas que perdían la vista de pronto, por lo general en accidentes. Algunas de ellas se resignaban a no ver, pero otras se adaptaban de manera sorprendente. Hubo un hombre ciego que se dedicó a construir techos. Se especializaba en techos muy complicados con pendientes pronunciadas y muchos gabletes. Prefería trabajar de noche, lo cual consternaba a los vecinos. Cualquier persona con vista temería subirse a esos techos en plena luz del día. Otra persona que recuerdo desarrolló la capacidad de diseñar intrincadas cajas de velocidad, cuyo complejo esquema veía sólo con los ojos de la mente. No tenía esta capacidad antes de que le cayera en los ojos una fuga súbita de ácido, dejándolo ciego. Fue después de eso que descubrió que poseía esta notable habilidad”.
Los genes de todos llevan oculto un potencial secreto. Basta con revisar los trabajos del finado Dr. Paul Bach-y-Rita de México, quien despertó la burla general hace treinta años cuando sugirió que el cerebro tenía la capacidad de realizar una “sustitución sensorial”. Es decir, que una persona ciega podía aprender a “ver”, por ejemplo, sustituyendo el sentido de la vista con el del tacto. Braille ya nos había dado la clave de que algo similar a esta audaz idea era posible. Pero el Dr. Bach-y-Rita llegó mucho más lejos. Murió a los setenta y dos años, después de desarrollar un mecanismo que se conoce como “puerto cerebral”, que es una pequeña pala que se adapta a la lengua. Usando una rejilla de 600 puntos eléctricos adjunta a una cámara, el puerto cerebral puede enviarle una imagen a la lengua de todo lo que ve la cámara. Esta imagen consiste en impulsos eléctricos que se conducen hasta los receptores sensoriales del tacto y, con cierta práctica, el cerebro de la persona ciega puede “ver” la imagen.
No se trata sólo de una anécdota, pues se ha demostrado con resonancia magnética que la corteza visual de una persona ciega se ilumina cuando se envían señales a la lengua. En un reportaje reciente de la televisión pública se pudo ver a pacientes ciegos tirando pelotas de tenis hacia un bote de basura que se encontraba a seis metros, y caminando sobre una línea curva sin salirse de ella. Pero la sustitución sensorial llega aún más lejos. Una mujer había perdido el equilibrio como efecto secundario de un antibiótico y era imposible curarla con medicamentos o con cirugía, porque el laberinto vestibular de su oído interno había quedado arruinado por completo. Pero entrenando con el puerto cerebral, que le decía a su lengua cuándo estaba erguida y cuándo no, recuperó el equilibrio. Después sucedió algo más notable. Cuando la mujer se quitó el puerto cerebral, no perdió el equilibrio de inmediato. Una hora de entrenamiento le alcanzaba para mantener el equilibrio una hora después de haber terminado la sesión. Al ir progresando, un día de entrenamiento le confería equilibrio al día siguiente. Poco a poco, para sorpresa de los científicos, podía caminar y andar en bicicleta sin necesidad del puerto cerebral.
El sistema vestibular del cerebro es muy complicado, pero todo, o gran parte de él, puede sustituirse en una región del cerebro donde antes jamás se ubicó al equilibrio. El Dr. Bach-y-Rita no sólo comprobó que el cerebro es más flexible de lo que solía suponerse, sino que su investigación también sugiere que el cerebro es mucho más creativo de lo que se pensaba. ¿Cómo sabe un órgano compuesto en gran medida de agua, al que gobiernan por completo los impulsos electroquímicos, que una persona necesita sentir de una manera nueva, si hasta donde sabemos ello no es necesario para la evolución humana?
El potencial oculto del cerebro proviene del potencial oculto de los genes. Una célula del cerebro no puede realizar ningún movimiento nuevo, a menos que su ADN le envíe nuevas señales químicas. En lugar de enredarnos en la química orgánica, con la cual de cualquier manera no trascenderíamos el nivel físico, es necesario percatarnos de que les estamos hablando a nuestros genes todo el tiempo. Por cada rasgo fijo, como el color de los ojos, del pelo y de la piel, miles de millones de genes están tejiendo un patrón intrincado que responde a los siguientes factores:
Cómo sientes.
Cómo actúas.
En qué crees.
Qué esperas.
Qué amenazas temes.
Qué objetos deseas.
Qué decisiones de estilo de vida tomas.
Tu ambiente inmediato.
Tus hábitos y preferencias.
En el nivel más básico, las decisiones en cuanto a estilo de vida tienen consecuencias genéticas. En la búsqueda de bienestar, las prácticas como las dietas vegetarianas, el hata yoga, la meditación y el apoyo psicosocial se consideran buenas medidas preventivas desde hace tiempo. Actualmente se entiende que adoptar estas prácticas puede suspender e incluso revertir enfermedades serias (padecimientos cardíacos, diabetes, presión alta, cáncer de próstata, obesidad, colesterol alto y otras condiciones crónicas) con perspectivas prometedoras en esta área. Hace muy poco que la investigación incursionó a nivel genético para explicar estos cambios benéficos. Se descubrió que cientos de genes pueden cambiar su expresión en el breve lapso de unos cuantos meses, después de que los pacientes cambian su estilo de vida en una dirección positiva. Los genes asociados con el cáncer, los padecimientos cardíacos y la inflamación bajaron su intensidad o “se apagaron”, en tanto que los genes protectores aumentaron su actividad o “se encendieron”.
En este momento estás tomando toda clase de decisiones que tejen el entramado peculiar, impredecible y creativo de tu vida. ¿Les interesa eso a los genes? Según parece sí, y mucho. Por ejemplo, se ha demostrado que la tasa de mortalidad aumenta de manera importante después de las fiestas navideñas, y lo mismo sucede con personas que padecen enfermedades mortales al pasar su cumpleaños. Ello significa que cuando alguien se está muriendo, puede posponer su muerte hasta pasar el día que desea ver. (Sé de un hombre que se acercaba lentamente a la muerte a causa de un cáncer en el cerebro y falleció cuando un curandero indio Lakota Sioux llegó a su lecho de enfermo y llevó a cabo una ceremonia para liberar a su espíritu del cuerpo, de manera que pudiera llegar a la vida eterna).
Es como si tener un deseo bastara para decirle al cuerpo lo que debe hacer. ¿A los genes les basta con lo mismo? Antes ejercer influencia sobre un gen se consideraba imposible, pero la situación está cambiando rápidamente. Los investigadores genéticos que trabajan con ratas descubrieron que las crías que reciben buena atención de la madre se convierten en adultos más saludables que las que son descuidadas. Una rata que es buena madre lame y limpia a sus descendientes casi todo el tiempo y se queda cerca de ellos físicamente. Una mala madre es errática en el cuidado de sus crías y las deja solas con frecuencia, por lo que estas se asustan con más facilidad, demuestran menos curiosidad en cuanto al mundo y tienen menos deseos de explorarlo.
Este descubrimiento en sí no tuvo mayor importancia. Hace mucho se había demostrado que las crías de simios a las que se les impedía estar cerca de su madre y recibir sus cuidados crecían con disturbios emocionales (recordarán las conmovedoras fotografías de las desamparadas crías de monos macacos que abrazaban a una estatua de su madre hecha de malla de alambre). La parte radical del experimento con ratas fue descubrir que las crías que habían sufrido de mala atención materna se convertían en malas madres también. Se rehusaban a cuidar debidamente a su descendencia y tendían a abandonarla. En otras palabras, las crías de rata que tuvieron mala madre no adquirieron genes nuevos, pero sí un nuevo comportamiento. Quizá no estaba atado a sus genes el primer humano ancestral que decidió erguirse para ver el horizonte lejano. Tal vez le transmitió esta nueva conducta a sus hijos sin tener que esperar milenios a que se diera una mutación. ¿Pero cómo? La respuesta radica en un oscuro nivel celular que se conoce como los epigenes. Cada filamento de ADN está envuelto en una capa intermedia de proteínas complejas (el epigen) que de alguna manera activa el encendido o apagado de un gen. Cuando el epigen se ve afectado por algo que hacemos o sentimos, no crea ADN nuevo (nuestra herencia genética queda igual que al momento de nacimiento). Pero su comportamiento puede cambiar de manera drástica. De modo que cuando una mala madre rata desvía el desarrollo normal de su cría, el ADN de la cría se activa para iniciar un mal comportamiento, que suele transmitir a futuras generaciones. Presenté un ejemplo negativo, pero hay muchas implicaciones positivas que pueden desarrollarse si aprendemos a encender y apagar nuestros genes. La terapia de genes, por ejemplo, ha fracasado para tratar el cáncer, pero quizá los epigenes entren al rescate. Como la terapia de genes intenta sustituir o cambiar los genes con los que nacemos, el cuerpo se revela y produce muchos efectos colaterales indeseables. Por otro lado, si el epigen puede decirle al ADN que evite que un tumor crezca o que detenga la tumoración que acaba de iniciarse, podríamos derrotar al cáncer con sólo pedirle a una célula que se comporte de manera diferente.
Si la manera más natural de generar un cambio es encendiendo o apagando un gen, ¿cómo podemos controlar el interruptor? Los cambios del estilo de vida constituyen un punto inicial, pero tal vez poseamos un control más directo, aunque el interruptor se encuentre oculto. Para seguir con el cáncer, existen miles de casos documentados en los que una malignidad avanzada ha desaparecido sin tratamiento. Estas remisiones espontáneas, como se les denomina, han desencadenado una mitología extensa. Basta un rumor de que una hierba, brebaje de frutas, gema o terapia de color, ritual religioso, oración o intervención milagrosa ha salvado una vida para que los pacientes terminales de cáncer se lancen desesperados por ese camino. Linus Pauling, premio Nobel, estaba convencido de que las megadosis de vitamina C habían curado a un pequeño grupo de pacientes con cáncer terminal. En México se ofrecen ilegalmente transfusiones de sangre y lo que se llama “purificación de sangre”. Existe una enorme cantidad de terapias alternativas cuya acción sigue siendo completamente desconocida y carece de pruebas. Lo que sí se sabe es que en algunos casos raros un factor x puede lograr que un tumor se repliegue, sin que se conozca la razón. Llega incluso a suceder sin ningún tratamiento. Algunos pacientes desarrollan la claridad de que se van a recuperar y su claridad da resultados. Esto se acerca más bien a la sanación tradicional por la fe, que atribuye curaciones a un poder superior, sin ninguna intervención física. Lo que puede unir estos enfoques tan dispares (luego de eliminar fraudes y falsos rumores) es el poder de la consciencia para encender un gen supresor de tumores.
Nos encontramos ante un dilema. No puede ser falsa la esperanza de obtener resultados. Por otro lado, sería injusto reducir las terapias alternativas a la esperanza. Quizá haya una combinación impredecible de sustancias y espíritu que funcionan cuando la esperanza subjetiva del paciente y sus creencias permiten que la terapia dé resultado. Se trata de un reto básico: ¿De qué manera tomamos el control efectivo de nuestros genes?
Todos provocamos cambios en nuestros genes, pero hacerlo conscientemente constituye una habilidad especial. No estamos sintonizados al nivel de nuestros cuerpos que nos permitiría encender y apagar nuestros genes activamente. Sin embargo, sucede que este nivel se encuentra a nuestro alcance. No podemos llegar a él para dar directamente en el blanco de un gen, pero tampoco es necesario. Sólo necesitamos sintonizarnos. Desintonizar el cuerpo es el peor mal que podemos provocar. Sin un canal abierto de comunicación, no se puede esperar que nuestras células respondan a nuestros deseos e intenciones. “Desintonizar” significa retirar tu atención, emitir juicios contra tu cuerpo e ignorar sus señales. Igual que en todo, existen diferentes niveles de desintonización. Dependiendo del grado de desconexión de cada persona, el cuerpo responderá con reacciones cada vez más severas: ausencia de placer, disminución de vitalidad, incomodidad, adormecimiento y dolor.
El paso de una etapa a otra puede tardar años, pero un trauma súbito como un accidente automovilístico o una enfermedad grave puede abatir la consciencia del cuerpo de manera rápida y dramática. Por ejemplo, cuando una persona cercana a nosotros muere y entramos en duelo, se presenta todo el espectro: la comida deja de tener buen sabor (ausencia de placer); nos sentimos apáticos y cansados (disminución de vitalidad); el cuerpo se siente pesado y cuesta trabajo dormir (incomodidad); se dejan de experimentar las sensaciones de calor y de frío, y el entorno conocido parece solitario y extraño (adormecimiento); aparecen y desaparecen malestares en el cuerpo (dolor). Siempre hay también consecuencias mentales, y con mucha frecuencia las personas que experimentan depresión, adormecimiento y vacío interior no se dan cuenta de que están terriblemente desconectadas de su cuerpo.
A continuación aparece una lista de las sensaciones características de la desintonización. Lean la lista y pregúntense cuántos de estos puntos concuerdan con ustedes.
Te sientes separado de tu cuerpo y de lo que dice.
Te parece difícil sentir placer físico.
Comparas desfavorablemente a tu cuerpo con el de otros o con algún ideal de cuerpo “perfecto”.
Te sientes feo o indigno en tu cuerpo.
Te hace infeliz imaginar la forma de tu cuerpo.
Te causa incomodidad que te toquen.
Tiendes a malinterpretar el acercamiento físico de otras personas como agresivo o, por lo menos, alarmante.
El vínculo por medio de la intimidad física no constituye una opción para ti.
Te sientes torpe y descoordinado.
La única época en que te gustó tu cuerpo fue de joven.
Físicamente, consideras no ser suficientemente femenina o masculino.
A veces parece que tu cuerpo no te pertenece.
Estas actitudes negativas varían de leves a severas. Pero tu cuerpo siempre percibe si se le ignora o se le juzga de manera desfavorable. Para la mayoría de la gente, ignorar su cuerpo se ha convertido en un hábito. Sin pensarlo dos veces, exponen su cuerpo a un estrés indebido. Después de todo, ¿no damos por hecho que la vida moderna se ha vuelto estresante, más allá de nuestro control? Si realmente estuviéramos sintonizados con nuestro cuerpo, estos desarreglos se sentirían antes de exigir atención. La sintonización se resume a volvernos más conscientes. Cuanto más conscientes seamos, más sensibles seremos ante nuestro cuerpo, y viceversa.
Visto de manera simbólica, todo desorden constituye un caso en que el cuerpo se vuelve extraño, enemigo, aliado fallido o víctima derrotada. Para evitar que estas metáforas se hagan realidad, necesitamos brindarle a nuestro cuerpo la seguridad de que lo cuidaremos y lo escucharemos cuando hable.
Una vez que te sintonizas, tu cuerpo cuenta con una capacidad sorprendente de corregirse por sí mismo. Para iniciar este proceso es necesario que te sientas cómodo con tu cuerpo. Debe entablarse una conexión básica sin bloqueos de culpa, vergüenza e incomodidad. Responde el siguiente cuestionario y verás dónde se inicia la labor de reconexión de tu persona.
La lista que aparece a continuación cubre los puntos más comunes que hacen que la gente se sienta incómoda con su cuerpo. Marca tu nivel de comodidad en cada punto, de la siguiente manera:
C - Cómodo
N - No me molesta
I - Incómodo
T - Totalmente ignorado
___ ponerte un traje de baño revelador
___ ponerte ropa ajustada
___ verte en un espejo de cuerpo entero
___ probarte ropa en una tienda
___ bailar
___ jugar deportes de equipo
___ abrazar
___ acurrucarte con alguien
___ tener sexo con la luz prendida
___ que te miren en público
___ describir tu aspecto físico
___ coquetear físicamente
___ pensar en tu peso
___ que te toque algún amigo o conocido de manera informal
___ oír a otros hablar de tu cuerpo
___ sentarte en silencio, sobre todo en público
___ intentar retos físicos (caminatas, carreras, subir tramos de escaleras, etc.)
___ que te vea desnudo tu esposa o amante
___ desvestirte en el gimnasio
___ que te tomen una foto
___ pensar en que te toquen físicamente
___ comprar un brasier u otra prenda íntima
La intención de este breve cuestionario no es que sumes tus resultados; se trata de una hoja de trabajo para volver a ponerte en contacto con tu cuerpo. Selecciona algún punto que hayas marcado como “incómodo” y escribe un plan para superarlo. Tu plan debe empezar en la consciencia. Imagínate en la situación incómoda. Usa una imagen específica que evoque tu incomodidad de manera que la sientas a nivel emocional e incluso hasta físico.
Quédate con esa energía. Sólo con sintonizarla darás el primer paso hacia una nueva consciencia de tu cuerpo. No te congeles ni te pongas tenso. Respira tranquilamente; relaja tu cuerpo. Si la imagen tiene que ver con desvestirte en el gimnasio, visualízate en ese lugar, pero en vez de sentir todas las miradas sobre ti, genera un cambio. Haz que la gente mire hacia otro lado sin prestarte atención. Repite varias veces esta nueva escena. Visualízalos mirándote, haciendo que te sientas avergonzado, luego haz que dejen de mirarte. Al repetir este proceso empezará a disiparse la energía que rodea este tema.
Ahora pasa a otro aspecto de la escena, como ir desvistiéndote hasta quedar desnudo. Usa el mismo proceso anterior. Visualízate incómodo y luego cambia la escena. Que esta vez te resulte indiferente estar desnudo. Puedes estar hablando con un amigo o poniéndote crema en las piernas. Tal vez alguien pase sin prestarte atención. Quizá alguien se te acerque mientras te desvistes y te pida que le ayudes en algo. El punto es aumentar tu comodidad y estar a gusto en la situación que te molesta. Una vez más, repite el cambio, como si proyectaras varias veces la misma escena de una película.
El paso final de este ejercicio es hacer que cambie tu consciencia, para crear un canal de comunicación más abierto con tu cuerpo. Si estás demasiado desconectado de tu cuerpo, el ejercicio puede resultarte muy intimidante. Si así fuera, en vez de empezar con un punto que has marcado como “Incómodo”, empieza con alguno que hayas marcado “No me molesta”. Poco a poco podrás recorrer todos los pasos para sintonizarte:
No te habrás sintonizado hasta que alcances el fin del proceso. Recuérdate a ti mismo todo el tiempo que cada paso para la sanación debe darse estando consciente. No te hará ningún bien salir corriendo a comprar un bikini o dejar que alguien te toque de manera íntima antes de sentir comodidad mental y emocional. Verifica continuamente las sensaciones que surgen de tu cuerpo. Quédate con ellas; míralas. Si sigues visitando brevemente tu zona de incomodidad, tu cuerpo empezará a responder. Ten confianza, no te presiones demasiado ni muy rápido.
Además, exponte al placer de las sensaciones físicas que has ignorado. Observa los puntos que marcaste “Disfrutable” y dale a tu cuerpo el alimento emocional de las sensaciones positivas. Recuérdate que tu cuerpo constituye la unión entre el mundo visible y el invisible. Las experiencias más placenteras (de amor, calidez, belleza y alimentación emocional) tienden un puente entre estos dos mundos. Cuentan con un componente que tu cuerpo entiende y un componente que tu mente entiende. Deja que los dos se fundan en uno. Entonces quedará completo el proceso de sintonización.