El venado había salido a la carretera con un salto repentino, aterrizando a unas cuantas pulgadas de la parte delantera de la camioneta de Nick. Su pelambre café grisácea se había confundido con el color de la carretera, pero Trino lo había visto sacudir la cabeza y los cuernos.
Los reflejos de Nick fueron muy buenos, pero no lo suficientemente rápidos como para impedir estrellarse con el venado. Su cuerpo se elevó y se deslizó rápidamente sobre el techo de la camioneta hacia el lado de Trino.
La camioneta giró en círculos hacia afuera de la carretera para ir a caer en una zanja. Trino hizo presión con las manos contra el tablero tratando de mantenerse con el trasero en el asiento. La boca y los ojos se le llenaron de tierra. Con la cabeza golpeó el cielo de la cabina, luego cayó encima de Nick, y después fue lanzado hacia atrás en dirección a su puerta. Parecía que el corazón le había dejado de latir.
La confusión duró únicamente unos segundos, pero una vez que la camioneta se detuvo y Trino pudo oír su propia respiración, se preguntó si todavía era el mismo día que era antes.
Tomó un momento para que la cabeza de Trino empezara a trabajar de nueva cuenta. La tierra le picaba en los ojos, pero trató de ver dónde estaban.
Nick se las había arreglado para apagar la camioneta antes de que pegara con una valla de alambre. Pero el lado de Trino estaba tan cerca de la valla que ni siquiera podía abrir la puerta para salir.
–¿Estás bien, Trino? –le preguntó Nick por segunda vez ese día.
Trino se las arregló para toser algo como –sí, estoy bien.
Entonces pensó mirar al viejo y preguntarle –¿estás bien, Nick?
El rostro de Nick estaba embarrado de sudor y tierra. Tenía los ojos rojos y muy abiertos. Soltó el volante dejando caer las manos y relajó la espalda contra el respaldo del asiento. –Bueno … sí, no siento ningún hueso roto, pero la cabeza me duele por las dos veces que golpeé la puerta.
–A mí también. –Trino se sobó la cabeza, luego se quejó cuando se tocó un chichón.
–Venado estúpido.
Nick se enderezó para ver por el espejo retrovisor. –¿Crees que lo podamos encontrar? Podríamos hacer una buena barbacoa de venado a la noche.
–¿Qué? –Trino no podía creer lo que decía Nick. La camioneta estaba a un lado del camino, los dos habían tragado tierra, se habían golpeado adentro de la cabina y todavía quería ir a buscar al venado para cenárselo.
–¿Nunca has comido carne de venado? Si la cocinas en un hoyo, se pone muy tierna. Un viejo me enseñó cómo sasonarla con ajo, cebolla y tomate. La pones en tortillas calientes y ya tienes unos tacos muy ricos.
Trino no sabía si sentir hambre o preocuparse por los golpes que se había dado Nick en la cabeza y que lo habían vuelto loco, particularmente cuando empezó a reírse.
–¿Nos aventamos una voltereta loca o qué? La gente paga en las ferias por una vuelta como la que nos acabamos de echar. ¿Te das cuenta que giramos en círculos? ¡A todo dar!
Ahora que todo había terminado, Trino tenía que admitir que de no haber estado tan asustado lo habría disfrutado. Aunque cuando se daba una vuelta en la feria, en el Zoomer, no tragaba tierra ni se preocupaba de que un venado se dejara ir contra el parabrisas y lo golpeara en la cara. Más tarde, todo esto sería una historia que contaría, pero ahora Trino quería ir a casa y alejarse de Nick por un rato.
Le tomó algo de tiempo, pero Nick maniobró para sacar la camioneta de la zanja sin que ninguno tuviera que bajarse a empujar. Trino estaba agradecido de eso, pero pensó que Nick no tenía por qué regresarse una milla para buscar un venado muerto. Descansó cuando Nick finalmente dijo: –No lo veo, qué mala honda, –y regresó la camioneta en dirección al basurero del pueblo.
Los dos se mantuvieron callados el resto del viaje. Descargaron las ramas donde un hombre que usaba una gorra roja de béisbol los dejó pasar, luego, después de varias horas de trabajo sudando y sin comida, Nick lo llevó al parque de casas remolque donde Trino vivía con su mamá y sus tres hermanos más chicos.
Un grupo de niños estaban pateando una pelota de fútbol en la grava del parque entre las casas remolque. Los hermanitos de Trino, Gus y Beto, vinieron corriendo cuando vieron la camioneta de Nick.
–¡Hola Nick! –dijo Beto, resoplando mientras hablaba–. ¿Nos trajiste algo?
Gus corrió y saltó a las piernas de Nick abrazándolo. –¡Nick, Nick!
–¡Hola, chicos! ¿Dónde está su mamá? –dijo Nick, tomando a Gus de los brazos y balanceándolo mientras caminaba alejándose de la camioneta.
–¿Trajiste dulces? –le preguntó Beto a Nick agarrándolo de la mano.
–No, ahora no hay dulces, chicos –Nick miró a Trino y alzó una ceja negra–, sólo dos hombres muy cansados que trabajaron todo el día.
–¡Aaaah! –Los dos chicos exclamaron decepcionados.
Trino no los culpaba. En las semanas que Nick los había estado visitando, seguido les había llevado cosas ricas para comer, como bolsas de salchicha a la barbacoa, una bolsa de naranjas o manzanas, una pizza o dos. Normalmente traía unos cuantos dulces para Gus y Beto.
Ahora no. Trino no tenía ganas de entrar a la casa remolque de su familia. Probablemente su mamá estaba cocinando tacos de huevo. Desde que había perdido su empleo, dos semanas atrás, parecía que lo único que comían eran huevos. Trino empezaba a preguntarse si les iban a salir plumas.
Beto y Gus se adelantaron seguidos por Trino, luego Nick. La mamá de Trino estaba sentada en un sofá café desgastado. Escogía calcetines y ropa interior de una canasta de plástico y la acomodaba alrededor de ella. –¡Chicos, a lavarse las manos! Y no toquen la ropa limpia o me la pagan, ¿me oyen? Trino, ¿te pagaron? Ve con Epifaño y compra leche … ¡ah! y compra huevos, nomás tenemos cuatro, y Nick necesita comer también.
Trino no quería ir a la tienda. Estaba cansado. Con la mirada buscó a Félix, se preguntaba dónde estaría escondido su perezoso hermano.
–No tengo dinero –aclaró Trino.
–¿No tienes dinero? ¿Dónde está tu paga? ¿No trabajaste? –La voz de su mamá se elevó cuando se levantó del sofá. Se echó su pelo negro para atrás de la cara y le echó una mirada dura a Nick–. Los dos están bien sucios. ¿No ganó nada hoy mi muchacho? Tú sabes cómo están las cosas de apretadas aquí, Nick.
–Tiene veinte dólares –dijo Nick en voz baja–, los tengo en el bolsillo.
–Bueno, dámelos para darle algo a Trino para que vaya a la tienda.
–Mamá, estoy cansado, ¿por qué no mandas a Félix?
Trino estaba enojado con todos. No le iban a dar nada después de un día de trabajo y, ¡casi moría dos veces! Ahora tenía que ir a la tienda y regresar a la casa a comer tacos de huevo, o sándwiches de huevo, o huevos con frijoles, y eso era lo peor porque todos apestarían después. ¡Qué día tan feo!
–Nick, ¿me puedes dar la paga de Trino? –Su mamá estiró la mano hacia Nick.
El hombre miró la mano y luego miró a Trino. Se metió la mano en el bolsillo de su camisa de trabajo sucia y sacó un billete de veinte dólares.
La mamá de Trino hizo un movimiento rápido para arrancar el dinero de los dedos oscuros de Nick, pero Nick escondió el billete en su puño. La miró tranquilamente.
–No, María. Este es el dinero de Trino. Hoy hizo el trabajo de un hombre. Y él debe decir algo sobre lo que se hace con su sueldo.
–No seas tonto, Nick. El muchacho está ganando dinero para que podamos comer. ¿Tú crees que alguien me pregunta qué quiero hacer con mi sueldo? Yo doy todo para que esta familia siga funcionando. Trino es lo suficientemente grande para empezar a ayudar a la familia también.
–No tengo problema con que Trino trabaje para ayudar a su familia. Pero tú no tienes que tomar hasta el último centavo como para que no pueda ni siquiera comprarse o comprarle a sus hermanos un dulce.
Ni Gus ni Beto habían dicho nada hasta que oyeron la palabra “dulce”. Empezaron a brincar empujándose contra el cuerpo de su madre.
–¡Quiero un dulce! –exclamó Beto–. ¡Quiero un dulce!
–¡Dulce! ¡Dulce! –apoyó Gus–. ¿Dulce? ¿Dulce?
La respuesta de Mamá fue tomar a los niños del brazo y arrastrarlos al baño. –¡Basta! ¡No los voy a oír gritar por un dulce! Trino, ve a la tienda como te ordené. Nick, te puedes lavar en el fregadero.
Trino esperó a que su madre saliera de la salita para mirar a Nick. Los labios del hombre estaban cerrados fuertemente como si no quisiera hablar. Sólo le entregó a Trino el billete arrugado de veinte dólares.
Metiéndoselo en la bolsa delantera de sus jeans, Trino quiso dejar algo en claro al azotar la puerta detrás de él.
¿Por qué no puedo ser flojo como Félix? Quiero ser Gus o Beto y jugar con mis amigos todo el día. ¿Por qué tengo yo que trabajar y mi mamá gastar el dinero? ¿Por qué no sale a buscar otro empleo? Así podría gastar mi dinero a mi manera.
De pronto, Trino escuchó la voz de Nick como si fuera la de un fantasma. ¿Y qué harías con ese dinero extra? ¿Tienes un plan?
Cuando Trino salió del parque de remolques se preguntó qué clase de plan podría tener un chico de trece años. Miró sus zapatos rotos, eran unos zapatos de cuero que su madre llevó a la casa el verano pasado. ¿Cómo sería usar un par de tenis que nadie más hubiera usado?
Caminó a través del vecindario pensando en carros, en televisores que no perdían la imagen constantemente, en aparatos de sonido que tocaran tan alto que la música se oyera hasta afuera de la casa. Pero, ¿quién pagaría la gasolina, el cable, los discos? A pesar de que tenía hambre, rápidamente decidió que no valía la pena comprar muchas hamburguesas y pizzas. Una vez que se las comiera, la comida y el dinero se iban. No, si él tuviera dinero tendría que pensar en comprar algo realmente bueno.
Su pensamiento lo llevó hacia la transitada calle donde el viejo Epifaño tenía su pequeña tienda.
Trino había vuelto sólo una vez más desde el robo, hacía un mes. El día del asalto, Trino había visto a Rosca y a otros dos golpeando a don Epifaño, y cuando se dieron cuenta de que Trino los estaba viendo, lo siguieron. Por varios meses Trino tuvo miedo de que Rosca lo matara. Una vez que Trino les probó que él no cantaría, Rosca esperaba que Trino estuviera de su lado para otras cosas, como entrar a un lavadero de carros y robar el dinero.
Esa noche, en el lavadero de carros, Trino había visto a su mejor amigo morir y a su otro amigo partirse en dos del shock. Ya habían pasado dos semanas, y Trino todavía caminaba por ahí con las tripas llenas de soledad porque los tres habían andado juntos desde que eran chicos. Trabajar con Nick lo había mantenido ocupado. En la escuela podía ocupar su mente con la basura del profesor. Sólo durante la hora del almuerzo y los domingos extrañaba a sus amigos y pensaba en ellos.
Trino se detuvo frente a la tienda y se sintió aliviado al ver que la ventana de enfrente finalmente había sido repuesta.
La última vez que había venido el frente tenía una tabla grande que cubría el vidrio roto. Se había roto cuando Rosca le había lanzado un tubo a Trino cuando salía corriendo de la tienda.
Lentamente, Trino empujó la barra plateada de la puerta de vidrio para entrar. Tenía la extraña sensación de que él ya había hecho todo esto en otro tiempo. Trino había visitado la tienda por años. Tal vez eso era.
Había una pareja de muchachas en la tienda, una chica delgada con un niño en los brazos, y un hombre de pie, en las revistas, que hablaba muy alto, como si estuviera medio sordo. Trino regresó a los estantes refrigerados donde don Epifaño guardaba los huevos y la leche. Estaba más frío en esa parte de la tienda y Trino se quedó ahí más tiempo. Le gustaba la sensación del aire frío en su piel sudada.
Fue entonces que vio la bolsa de galletas en un estante de la esquina. Su atención fue atraída por las galletas de chocolate con crema de vainilla en medio. A todos en la familia les encantaban esas galletas, pero nadie las había comido en semanas.
–Cuestan mucho dinero –dijo Mamá la última vez que Beto le preguntó por qué no compraba galletas–. Puedo comprar una bolsa de frijoles, algo de pan y un costal de papas por el mismo precio.
Por primera vez en su vida, Trino se agachó para ver la etiqueta con el precio, $3.79. Sí parecía mucho dinero por una bolsa de galletas. Estuvo tentado a comprarlas de cualquier manera, sólo para llegar con algo especial para ellos como lo hacía Nick a veces. Solamente que él no era Nick. Su madre se enojaría si se gastaba todo el dinero en galletas.
Entonces vio la bolsa de bombones en un anaquel de abajo. La etiqueta decía 87 centavos. Era un precio lo suficientemente barato como para darle una sorpresa a la familia. Tomó una bolsa, luego regresó por el cartón de huevos y la leche.
De camino a la caja registradora pasó por el estante de los jabones y los detergentes. Desaceleró el paso cuando vio que el dueño de la tienda estaba de regreso en la caja. Don Epifaño usaba un extraño sombrero café de ala angosta que parecía cubrirle un vendaje que le salía por atrás del oído. Su cara morena todavía mostraba moretones amarillos y rojos. Una cicatriz delgada le corría de la frente a la nariz. Tenía uno de los brazos envuelto con un vendaje azul, que descansaba en un cabestrillo blanco.
El viejo don Epifaño, medio caminando, medio resbalándose, le puso las cosas en una bolsa a la chica que cargaba la bebé en brazos, tomó su dinero y le regresó su cambio. Nomás dijo unas palabras, y ya no sonrió como lo hacía antes.
A Trino le dolió ver al viejo todo vendado. El recuerdo de la cara de don Epifaño llena de sangre le volvió de pronto. Trino había oído la golpiza, había visto a Rosca golpeando al viejo con el tubo.
Trino tragó saliva. Pensó, huevos y leche, huevos y leche, salir de la tienda con huevos y leche.
–¡Oye, muchacho!
A Trino le tomó varios segundos darse cuenta que los gruñidos del viejo eran palabras dirigidas a él.
–¿Se acordaría que Trino estuvo ahí ese día?
Trino sintió algo caliente que le daba vueltas en el estómago. Se esforzó en poner los bombones, la caja de huevos y la leche en el mostrador. Se concentró en los dos dedos que sacaban el billete de veinte dólares de la bolsa de sus jeans.
–¿Cómo … cómo … te … llamas?
Trino alzó la vista cuidadosamente. Lo miró a los ojos cuando estuvo seguro de que nada lo traicionaría. Había una mirada vidriosa en los ojos de don Epifaño, como con lágrimas. ¿Se acordaría? ¿Sabría que Trino vio todo lo que pasó?
De pronto el viejo acercó su cara a la de Trino, como si quisiera verlo mejor.
Esta acción sobresaltó a Trino, así que saltó hacia atrás un poco. Sólo quería salir, pero entonces iba a parecer que estaba ocultando algo. Se enderezó y no se permitió que la cara lo traicionara a causa del miedo nervioso que sentía por dentro.
–Te he visto antes … yo … te … conozco. –Las lentas palabras de Epifaño sonaron rasposas y roncas.
–He venido a esta tienda desde hace mucho tiempo. Algunas veces vengo con mi mamá –dijo Trino encogiéndose de hombros. Pensó que si mencionaba a su madre el hombre dejaría de mirarlo fijamente. Quería que alguien más llegara al mostrador a comprar algo, cualquier cosa para que Epifaño tomara el dinero de Trino y lo dejara salir de ahí.
Avanzó el billete de veinte dólares en el mostrador. –Aquí está el dinero de las cosas que llevo.
Epifaño sacudió la cabeza hacia arriba al mismo tiempo que Trino sintió un par de manos pesadas que lo sujetaron de los hombros.
–Oye, tío, ¿por qué no empleas a este niño?