Capítulo cuatro
El patrón

–¡Qué es esto? –La voz de don Epifaño era más alta de lo normal.

Trino inmediatamente aventó a un lado la revista de autos que había encontrado atrás de unas cajas. Se sintió como un tonto por dejarse sorprender cuando sólo había dejado de trabajar hacía dos minutos para hojear la revista.

–¿Qué? –Volteó a ver al viejo y se encogió de hombros tratando de esconder la vergüenza–. Ya limpié el cuarto, tal como usted me dijo.

–¿A esto le llamas limpiar? –Don Epifaño apuntó con la mano libre, la que no tenía en el cabestrillo.

–Te dije que guardaras las cosas. ¡Mira! –Se acercó cojeando a las cajas que Trino había empujado al rincón–. Estas cajas están vacías. ¿Por qué no las echaste para afuera, a la basura?

Trino se encogió de hombros de nuevo. –Usted no me dijo que podía tirar cosas.

–Yo creía que ibas a barrer el suelo –dijo el hombre apuntando hacia las baldosas sucias sobre las que se paraba Trino.

–Ya barrí –dijo Trino mirando al piso. El piso de la bodega es muy viejo, ¿cómo se puede saber si está limpio o sucio?

Con un pie don Epifaño echó una caja a un lado. La empujó a la pared descubriendo un montón de basura. Marcaba el espacio donde Trino acababa de barrer la basura a los lados y dejaba limpio solamente el espacio de en medio.

–Si quieres que te pague tienes que hacer las cosas bien, muchacho. Y tienes que usar la cabeza. No tengo que decirte tira esto, o mueve las cajas para que barras el cuarto. ¿Entiendes?

–Sí, está bien –dijo entre dientes Trino, pensando que tenía que empezar el trabajo de nuevo.

Se preguntaba qué hora sería. Quería salir antes de las doce.

Don Epifaño se volteó lentamente. –Sí, las cajas vacías las tiras. ¡Ah! ¿Y la basura del piso? También la puedes tirar. Nadie me quiere comprar la mugre, ¿sabes?

Trino se fijó en la amplia sonrisa del viejo. –No soy tan tonto, don Epifaño. –Odiaba cuando alguien lo consideraba tonto. Vio la cara de don Epifaño con ganas de perforársela.

A don Epifaño no le importaba. Salió de la bodega arrastrando los pies y haciendo ruidos que parecían risas.

Trino maldecía por el coraje que sentía de tener que trabajar más duro mientras amontonaba las cajas que iba a tirar en el basurero. Tomó de nuevo la revista y pensó que podía robársela. La cubierta estaba rota y la fecha indicaba un año de vieja. Pero no traía chamarra ni una camisa con bolsa para esconderla al salir de la tienda. Trino la escondió en lo alto de una gaveta por si acaso trabajaba ahí otro día.

Barrió de nuevo y apiló las cajas en filas contra la pared. Después de que cargó las cajas vacías para afuera, uso la cabeza aplanando las cajas para que cupieran en el contenedor de basura. Trino entró a la tienda para ver el reloj de pared iluminado que estaba atrás de la caja registradora. Once quince.

Oyó que abrían la puerta de la tienda y volteó para ver quién entraba. Era su hermano Félix. Trino rápidamente se metió a la bodega esperando que don Epifaño no hiciera la conexión entre los dos. Nadie de la familia sabía que Trino había tomado este empleo. Quería el dinero para él solo. Esa mañana le había dicho a su madre que ayer había visto a Rogelio, lo cual no era mentira, y que iban a ayudar a su abuelita a limpiar y a mover unos muebles. No era una mentira tan “grande”, ya que él iba a limpiar y a mover cosas de un lado a otro.

Trino caminó hacia atrás de las cajas y esperó. Escuchó los sonidos de las máquinas de video, pero no oía otra cosa. Tal vez Félix entró a comprar un dulce o alguna cosa. A Trino le parecía que tendría que esperar mucho tiempo antes de echar una ojeada a la tienda para buscar a su hermano. Pero Félix se había ido y Trino suspiró aliviado.

–Ya terminé don Epifaño –dijo al salir de la bodega–. ¿Cuándo quiere que vuelva a venir?

El dueño estaba acomodando las revistas en frente del mostrador. –Necesito poner mercancía nueva en las góndolas. ¿Te puedes quedar un rato más?

Trino negó con la cabeza. Su madre lo esperaba a medio día. De cualquier manera, él no iba a renunciar a un domingo completo hasta que supiera que ganaría algún dinero decente. Por lo menos en su trabajo con Nick sabía que ganaría veinte dólares. Don Epifaño aún no le pagaba, pero tampoco quería enojarlo y que no le diera nada.

–Tengo que hacer algunas cosas para mi mamá, pero vengo mañana después de la escuela.

–Mañana, ¿eh? –Parecía que el viejo estaba masticando la idea de Trino, ya que apretaba los labios y se frotaba la barbilla. Finalmente el viejo agitó la cabeza y se movió para arreglar la caja de los dulces en un estante cercano.

Trino permaneció quieto mirando al viejo. Esperaba que don Epifaño le dijera algo sobre la paga de ese día. No se había dado cuenta de cuánto tiempo se había quedado en el mismo lugar hasta que un cliente atrás de él dijo, –Quítate de aquí, niño, para que pueda pagar.

Saltó un poco, luego dio un paso hacia el estante de las revistas para que un gordo se acercara. Don Epifaño regresó al mostrador sin decirle nada a Trino cuando pasó cerca de él. Abrió la caja registradora, le cobró al hombre las papitas y las cocas, recogió el dinero y volvió a cerrar la caja.

Trino esperó a don Epifaño para hablar con él. En cambio el viejo le gritó, le escupió la palabra. –¡Qué!

Trino quería algo por haber limpiado. Finalmente decidió agarrarlo de la mano y preguntarle. –¿Me va a dar dinero por el trabajo de hoy?

El viejo se frotó la nariz escurriente, se limpió la mano en los pantalones y finalmente aplastó un par de botones de la caja registradora. –¿Vas a regresar?

–Dije que sí. –Trino volteó a ver el reloj. Casi eran las doce y el viejo ya lo estaba enfadando. ¿Por qué se movía tan lentamente?

Finalmente, don Epifaño, le dio dos billetes viejos a Trino. Se veían muy viejos. Trino se preguntaba si esos billetes habían sido el dinero de don Epifaño cuando era muchacho. Pero era dinero en efectivo, así es que Trino lo tomó.

–Mañana, –dijo Trino, luego se metió los dos dólares en la bolsa mientras caminaba a la puerta de enfrente de la tienda. “Dos dólares”, se dijo murmurando y suspiró. Por lo menos era todo suyo, no algo que tenía que darle a su mamá.

Mientras caminaba por la acera se fijó en dos muchachos que caminaban hacia él. Sus cejas negras se elevaron cuando los reconoció. Se preguntó si le hablarían. Uno de los muchachos se llamaba Jimmy, un chico alto y delgado que había sido amigable cuando su hermana Lisana se detenía a hablar con Trino. Desde la primera vez que se vieron, Trino se había fijado que Jimmy caminaba con la cabeza en alto y hacia atrás. No era que trataba de verse malo o de ser muy buena onda. Lisana tenía esa misma manera de ser, una de las mismas razones por las que a Trino le gustaba estar cerca de ella.

El otro chico se llamaba Héctor y estaba en la clase de historia de Trino, en el tercer periodo. Después de que Trino conoció a Lisana y a sus amigos, Héctor trató de hablarle en clase, pero Zipper lo había ahuyentado. No hablaba con ninguno de ellos desde que mataron a Zipper. Solamente Lisana sabía la verdadera historia sobre lo que pasó esa noche, y él le había hablado tres veces a ella en la escuela desde entonces.

Nomás por Lisana Trino se decidió a saludarlos. –¿Que onda? –Se fijó en la cara de los muchachos. Esperaba que se detuvieran y hablaran un rato.

Los dos lo miraron con sus ojos oscuros. Jimmy le dijo, “quiúbo”, y Héctor encogió sus hombros gruesos. Pero ambos siguieron caminando y adelantaron a Trino.

Su indiferencia enojó a Trino.

Váyanse al diablo, pensó, y siguió caminando hacia su casa.

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Nunca, en las seis semanas desde que Nick se había convertido en un visitante regular en su casa remolque, había oído a su mamá gritarle. Únicamente lo veía con una mirada fuerte o discutía sobre algo que quería hacer y lo que costaba el dinero que no tenía. Cuando Trino llegó a la casa ese día, oyó la voz de su madre muy enojada. Mientras gritaba pronunciaba el nombre de Nick muchas veces.

–¿Qué pasa contigo, Nick? ¿Crees que no he tratado de encontrar un empleo? Salgo todos los días a buscar. Tengo unos chicos hambrientos que alimentar.

Trino pensó que no quería entrar, pero su madre lo vio por la mampara de la puerta.

–¡Trino! Entra. ¿Dónde te has metido toda la mañana?

Una vez que entró al apretujado remolque, se dio cuenta de por qué su madre estaba gritando. Gus y Beto tenían la tele a todo volumen. Nick estaba de rodillas atrás de la tele. La había retirado de la pared, y Beto y Gus estaban casi sentados debajo de la mesa de la cocina para poder verla desde un ángulo raro.

–Estaba moviendo unas cosas, te dije lo de Rogelio y su abuela, ¿te acuerdas? –Trino se dio cuenta que estaba también gritando para poder oír su voz a causa de la tele–. ¿La tele tiene que estar tan alta? –volteó hacia Nick y le preguntó.

De pronto la tele se oscureció y el cuarto quedó en silencio.

–¡Oye! –los dos niños exclamaron al mismo tiempo–. Bueno, creo que le dimos vuelta al botón equivocado –dijo Nick, y frunció el ceño desde atrás del televisor. Se rasguñó la cabeza y suspiró.

–¿No podemos ver la tele? –preguntó Beto, con su carita morena, triste y decepcionada.

–Tal vez más tarde. Pueden jugar afuera –dijo Nick, y se puso de pie. Palmeó las manos–. ¡Vamos! Ya oyeron. Vayan afuera a jugar. –Su voz se oía como si estuviera enojado también. Trino se preguntaba si debía salir con sus hermanos. No quería estar en medio de un pleito entre su mamá y Nick.

–¿Tenías que descomponer nuestra tele, Nick?

–Yo no la descompuse. Ya estaba descompuesta. ¿De qué sirve una tele tan borrosa que parece que todos están cubiertos con algodón? Creo que tiene un alambre suelto. Lo voy a encontrar. Y necesito arreglar el botón del volumen. Tus niños se van a quedar sordos, María. –Se cruzó de brazos y dirigió su mirada hacia ella–. Estás cambiando el tema. Estábamos hablando acerca de ese empleo en el colegio. Las cejas de Trino se elevaron. ¿Su mamá iba a trabajar en un colegio?

–¿De qué está hablando, Mamá? –le preguntó.

Su madre solamente negó con la cabeza y le dio la espalda a Nick y a Trino. Caminó hacia la estufa y empezó a limpiarla con una garra. Trino miró a Nick, pero el hombre lo ignoró y siguió a la madre de Trino al área de la cocina.

–María, estás loca si no solicitas ese empleo.

–No podría trabajar en un lugar así. Sólo estudié hasta el décimo grado. ¿Como podría estar rodeada de esa gente inteligente?

–Hasta la gente inteligente necesita a alguien que limpie su cuarto, María.

–Déjame en paz, Nick. No quiero trabajar en el colegio. Me sentiría como una estúpida entre esa gente. Puedo encontrar mi propio trabajo. –La voz de su madre se elevó–. ¡No necesito que vengas aquí a decirme que consiga un empleo, y que descompongas nuestra tele! ¿Por qué no te vas a tu casa?

–No seas así –la voz de Nick se hizo más alta–. Yo dejé los trabajos sin futuro. Sólo quería ayudarte a hacer lo mismo. –Tomó aliento, luego su voz se calmó, pero tenía más cosas que decir–. Me gusta mucho mi trabajo en la Planta Física. Yo sé que ahí te pueden emplear, María. Te puedo ayudar a entrar ahí.

–No necesito tu ayuda. No necesito nada de ti. –Se volteó hacia Nick y le aventó la garra en el pecho. Le dejó una mancha mojada en la camisa azul. Nick atrapó la garra antes de que cayera al suelo. La arrojó a la estufa, y caminó hacia la puerta. Dejó que la puerta se azotara detrás de él.

Por primera vez Trino se sintió mal por Nick. Parecía que trataba de ayudar pero su mamá no se lo agradecía. ¿Por qué se portaba así?

Trino decidió que era mejor no preguntar. Si estaba tan enojada como para aventarle la garra a Nick, estaría lo suficientemente enojada para pegarle a Trino si decía algo que a ella no le gustara. A pesar de que tenía hambre, Trino siguió el ejemplo de Nick y salió de la casa.

Vio la camioneta roja de Nick salir ruidosamente del estacionamiento y no pudo evitar preguntarse si Nick volvería.

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Casi siempre que la mamá de Trino se enojaba les gritaba y les pegaba por cualquier razón. Después de que Nick se fue, Trino decidió que si ella empezaba a molestarlos él se llevaría a sus hermanitos al parque, lejos de ella. Pero la mamá de Trino no se portó mal. Después del pleito con Nick, su cara estaba triste. No dijo nada mientras embarraba crema de cacahuate en el pan y servía cuatro vasos de leche. Hasta cuando Félix se manchó la camiseta con leche, nomás le aventó una toallita y regresó a la recámara. No salió hasta que su comadre Irene llegó, una hora más tarde. Para entonces Gus se había dormido en el sofá y Beto molestaba a Félix para que lo llevara a algún lugar. Trino había estado tonteando con la tele, tratando de arreglarla y frustrándose por no poder.

La visita de Irene siempre era una celebración, ya que trabajaba en una fábrica de dulces y usualmente traía una bolsa con cajas de dulces dañados para ellos. Era una mujer gorda y joven, que hacía siempre pensar a Trino y a Félix que comía más dulces que los que empacaba.

Sólo tocó en la puerta una vez antes de entrar al remolque. Llevaba una camiseta rosa neón ceñida en las amplias caderas, que llenaban sus pantalones de mezclilla. Balanceaba una bolsa de mezclilla deslavada en una mano y en la otra cargaba una mochila negra.

–¡Tía Reenie! –Beto gritó y empezó a bailar alrededor de ella–. ¿Tía Reenie, nos trajiste dulces?

–Dulcecitos no hasta que me des besitos. –Le palmeó una de sus mejillas morenas regordetas y se inclinó cerca de Beto para que la besara–. ¿Besitos? ¡Ay! ese fue un besito muy dulce. –De pronto agarró al pobre de Beto, tan flaco, y lo apretó contra sus grandes senos–. No hay nadie que bese como mi Betito. No me voy a casar hasta que Betito sea mi esposo.

Luego dejó ir a Beto y se dejó ir con Trino y a Félix, que estaban de pie cerca de la tele. –Sólo le doy dulces a los ahijados que me besan.

Félix y Trino intercambiaron un par de miradas preocupadas. A ninguno le gustaba abrazar a Irene porque los aplastaba. Su pelo corto y negro picaba. También olía a cigarrillos y a dulce de coco. Era una combinación nauseabunda que te hacía aspirar aire por lo menos diez minutos.

Afortunadamente la mamá de Trino salió de la recámara y Tía Reenie decidió abrazarla a ella. –Ay, comadre, ¿que no comes nada? Estás tan flaca como el alambre de la ropa.

La mamá de Trino le sonrió brevemente a su amiga, la mujer que era madrina de todos sus hijos. –¿Como estás, Irene? Hace mucho que no venías ¿por qué?

–Bueno porque trabajo tiempo extra, ya sabes como es eso comadre. Si el jefe te dice que te puede dar horas extras las tomas ¿no? –Palmeó las manos muy fuerte cuando vio a Beto trepándose a una silla para alcanzar la bolsa de mezclilla que había dejado en la mesa entre los vasos sucios de leche y las sobras de la crema de mantequilla. –Oye, niño, no agarres nada de la bolsa hasta que yo te diga.

–Te di un beso, quiero mi dulce –le dijo Beto con una mirada muy seria.

En esta visita Irene había traído más que dulces. Tenía una gorra de béisbol para Félix y una camiseta verde muy grande para Trino. –Mi ex novio las dejó, pero ustedes pueden usarlas. –Había una botella de burbujas semivacía para Gus, que había despertado de su siesta. Un cepillo para el pelo para María, con mechones rubios enredados en las cerdas–. Así fue como supe que ese mentiroso me estaba engañando. ¿Me veo rubia? Quédate con él, comadre. Tú tienes muy bonito pelo. En cambio el mío no tiene arreglo. Es un milagro que los pájaros no hagan un nido en él. –A Beto le dio una bolsa con tizas de colores de diferentes tamaños. Ahora podrás divertirte y no preocuparte si se quiebran los colores. Ése es el problema con las cosas nuevas. Tienes miedo de echarlas a perder. Pero mis regalos están ya rotos, listos para usarse.

–Trino, llévate a Gus para afuera con las burbujas, para que no tiren jabón aquí adentro. Y asegúrate de que Beto no use las tizas en las cosas que no se puedan lavar. ¡Vamos! Todos para afuera para que pueda hablar con Irene en paz –dijo su madre. Se veía cansada, pero su voz era firme.

–¿Que pasó con los dulces? –preguntó Beto. Su madre le apartó la mano y lo apartó de la mesa.

–¡Vamos, vamos afuera! Más tarde comemos dulces. –Trino cargaba la bolsa de las tizas rotas con una mano y con la otra llevaba del brazo a Beto. El niñito gimoteaba como un perrito triste. Gus los siguió agarrando la botella de burbujas rojas con sus manitas.

Tan pronto como estuvieron afuera, Félix se puso su gorra nueva y dijo que se iba a la casa de Nacho. –¡Ahí los veo!

Trino puso la bolsa de tizas en una franja de cemento que alguna vez fue el cordón de la acera. –Aquí, Beto. Éste es un buen lugar para dibujar cosas.

–Haz burbujas. Haz burbujas, Trino –dijo Gus dando vuelta a la tapa con sus dedos sin poder abrir la botella.

La tapa estaba atorada, pero Trino finalmente la abrió. La botella estaba a la mitad, pero al menos la varita de plástico no estaba rota. Le pasó la botella a Gus. Luego fue hacia la sombra de los árboles, atrás de la casa remolque. Gus se echaba más jabonadura encima que las burbujas que lograba hacer. Beto tenía tiza en los brazos, en la cara, hasta en el pelo negro que le caía en la frente. Sin pensar en nada, Trino se recargó en el árbol. Sus ojos veían a través de la pequeña ventana del cuarto de su madre cuando oyó las voces de las mujeres.

–Comadre, ¿te dijo acerca de un empleo y lo corriste? ¿Estás loca?

–¿Cómo puedo ir a trabajar a ese lugar? Ni siquiera terminé la secundaria. Estoy segura que la solicitud está llena de palabras que ni siquiera puedo leer. Y mi escritura es muy mala. Hasta la escritura de primer año de Beto es mejor que la mía.

–Pero, María, tú puedes hacer el trabajo de limpieza más duro. Eres joven y fuerte, aunque estás muy flaca. Mírame a mí, comadre. Para lo único que sirvo es para estar sentada envolviendo dulces. De cualquier manera necesitas conseguir algo mejor porque necesitas alimentar a cuatro niños.

–Irene, simplemente no puedo ir ahí. ¿Qué me voy a poner para hablar con alguien acerca del trabajo? No me he comprado nada en años. Siempre he usado uniformes, y la voy pasando con la ropa que mis hermanas ya no quieren.

–Comadre, tengo algunos vestidos buenos. Tal vez alguno te quede.

Trino sabía que tres como su madre entrarían en uno de la Tía Reenie. Suspiró mientras se metía la mano a la bolsa y sacaba sus dos dólares. Miró los billetes viejos, quería poder plantarlos y cultivar un árbol de dinero justo en el patio trasero de su casa remolque.