–¿Trajiste los libros de la universidad de tu mamá?
Héctor había regresado al lugar donde Trino se sentaba, atrás del salón.
Trino lo vio ligeramente confundido por la pregunta. Sólo pensaba en la comida con Lisana. Pensó en ella ayer mientras trabajaba con don Epifaño y siguió pensando en ella toda la noche. Esa mañana se puso unos pantalones limpios y se aseguró de que la camiseta no tuviera hoyos.
–¿Hola, me puedo sentar aquí? –preguntó Héctor dirigiéndose hacia el pupitre que estaba enfrente de Trino.
–Como quieras –respondió. Se rascó la cabeza tratando de recordar qué más le había pedido Héctor.
–Oye, me gusta este pupitre. Es más grande que en el que me siento usualmente. Muy bien, ¿qué pasó? ¿Dónde están los libros de tu mamá?
–¿Qué libros?
–Dijiste que tu mamá tenía unos libros de la universidad. ¿Encontraste algo de Navarro?
Trino se acordó de las mentiras de ayer y simplemente agregó una más a la pila que ya tenía.
–Busqué en sus libros y no encontré nada sobre Navarro.
–Qué lata. ¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Héctor.
Trino frunció las cejas. Pensaba que Héctor era un chico listo.
–Yo creo que necesitamos ir a la biblioteca y buscar. Pero no puedo ir después de la escuela –respondió Trino. Don Epifaño ya le había prometido trabajo para el resto de la semana. Hasta dos dólares al día eran mejor que nada.
–Y yo tengo práctica después de la escuela y juego los sábados.
Preparar la presentación de historia iba a ser un dolor de muelas, pensó Trino. El trabajo de la escuela siempre era un dolor. Y encima de todo, los maestros agregaban esa investigación estúpida en la biblioteca. ¿Para qué? ¿Para aprender más sobre un hombre de la historia? –Tengo cosas mejores que hacer –dijo Trino, terminando sus pensamientos en voz alta.
–Yo también. Pero me imagino que si hago bien la presentación voy a tener una mejor posición al empezar el siguiente juego.
–Si tú necesitas esta presentación para chuparle el dedo al profesor Treviño, tú vas a tener que encontrar los libros para hacerla –le dijo Trino a Héctor.
–¿Así que quieres que yo haga todo el trabajo? –preguntó Héctor frunciendo las cejas encima de su ancha nariz–. Bueno, tú te madereas mucho, tal vez ni siquiera tengas los libros en la casa. Tu mamá probablemente ni siquiera puede leer un libro para niños.
Trino le dio un puñetazo a Héctor a un lado de la cabeza tan fuerte como pudo. Éste se balanceó a los lados antes de girar en círculos y apuntar su gran puño. Trino lo hizo a un lado usando toda su fuerza para salirse de su pupitre. Para ser un chico alto y pesado, Héctor se movía muy rápido, de inmediato se puso de pie e intento atrapar a Trino.
–¡Pleito! ¡Pleito! –gritaron sus compañeros mientras formaban un círculo alrededor de ellos.
A pesar de la diferencia de tamaño, Trino le golpeó el pecho a Héctor con la cabeza. Héctor se cayó encima de los pupitres dañando la pared que tenía los mapas de historia que el profesor Treviño había puesto a los lados del tablero de anuncios.
Los estudiantes coreaban y gritaban. Trino los ignoraba, él tenía que zafarse del brazo de Héctor que lo tenía agarrado por el cuello. No podía respirar. Trino golpeaba muy fuerte todo lo que tenía a su alcance. Héctor gruñía. Luego Trino talló la pared con el puño.
Héctor le propinó un sólido golpe en las costillas a Trino, antes de que una voz se oyera por encima de las otras. La voz masculina habló en voz alta. ¡Basta! ¡Ahora! ¡Trino, deja de golpear! ¡Alto! ¡Héctor, suéltalo!
Unas manos ásperas jalaron a Trino y empujaron hacia atrás a Héctor. Trino sintió la pared en su espalda y la mano abierta del profesor Treviño sobre su pecho, reteniéndolo.
Héctor, atrás del profesor, jadeaba enojado. Trino alcanzaba a ver los negros ojos de Héctor incendiados por el coraje.
–¿Qué está pasando aquí? –preguntó el profesor Treviño con la cara roja y sudada–. En mi salón no se pelean, Trino, ¿qué te ocurre? ¿Cuál es el problema aquí?
Trino apretó los labios para echarles una maldición de mal de ojo a los dos, al profesor y a su “compañero”. No importaba lo que dijera, Trino sabía que la culpa caería sobre él. Pero no le importaba.
Nadie decía cosas malas de la mamá de Trino. Héctor sabría eso ahora. Lo que pasara después no importaba.
–Te voy a soltar ahora, Trino. Pero quédate en la pared, ¿me oyes? –dijo el profesor, luego quitó la mano del cuerpo de Trino.
–Yo vi a Trino que golpeó a Héctor primero –dijo la voz de una chica.
–Yo también –agregó otra chica cuando otras dos repitieron lo mismo.
El profesor suspiró y descansó las manos en la cadera. Le frunció el ceño a Trino, luego volteó para ver a Héctor también.
–¿Trino empezó esta pelea, Héctor? ¿Él empezó la pelea?
–Sí, profesor –respondió Héctor con voz apagada. Veía al piso.
Trino veía las caras de los estudiantes atrás del profesor Treviño, observando, murmurando entre ellos. Trino sabía que probablemente lo iban a hacer pedazos, desde el profesor Treviño hasta el director. Trino no era nadie, y Héctor era uno de los atletas del profesor.
–Trino te pegó primero. Entonces, ¿qué fue lo que dijiste que hizo que Trino se enojara y te pegara? ¿Fue un malentendido, o dijiste algo estúpido? –preguntó el profesor Treviño volteando el cuerpo para prestarle toda su atención a Héctor.
Toda la clase guardó silencio. Trino vio cómo Héctor tragaba una piedra que se deslizaba por su garganta. Héctor vio al profesor, luego a Trino y luego al profesor otra vez.
–No sé lo que dije, profesor, yo creo que fuimos los dos.
–Parece que uno de los dos dijo algo estúpido y el otro hizo algo estúpido. Creo que la falta es de los dos, en lo que a mí respecta. Héctor, tú y yo vamos a hablar de correr más vueltas en el entrenamiento –dijo el profesor Treviño, luego giró hacia Trino y lo señaló–. Trino, te veo en el gimnasio después de las clases. Y no pienso cambiar nada. Los dos son compañeros en esta clase.
Héctor regresó al frente de la clase, al lugar donde usualmente se sentaba. Trino ignoró los dos escritorios que con el pleito habían empujado contra la pared y se sentó en la última fila. Él nunca se había peleado en esta escuela, pero había visto suficientes peleas para esperar que el profesor lo llevara a la oficina del subdirector y apechugar la expulsión de la escuela.
Así que Trino se sorprendió cuando el profesor manejó las cosas en la forma que lo hizo. Probablemente el profesor no quería meter a Héctor en problemas con la dirección. Pero, ¿y Trino? Él sólo podía preguntarse lo que le diría el profesor después de la escuela.
Trino buscó en las mesas de la cafetería. No veía a Lisana por ningún lado. Decidió tomar su bandeja de comida y encontrar su propio lugar cerca de las ventanas. No esperó mucho antes que Lisana también apareciera en el otro lado de la mesa con una bandeja de metal en las manos.
–¡Ha sido muy mal día! Perdí mi tarea, me manché de tinta los pantalones y olvidé mi comida en la casa –dijo ella cuando acomodó la bandeja en la mesa y se sentó–. ¿Cómo ha sido tu día?
Trino decidió ser honesto. Trató de sonar casual, así que dejó fuera la parte de los golpes.
–No muy bueno –respondió, luego se detuvo un momento y enseguida continuó–. Tuve un pleito con Héctor durante la clase de historia. Tengo que ver al profesor Treviño después de la escuela, hoy.
–¿Un pleito, ah? ¿Por qué se pelearon? –le preguntó Lisana mientras abría su caja de leche.
–Héctor dijo algo estúpido. Eso fue todo.
–Héctor siempre dice cosas estúpidas –dijo ella–. Cuando está en nuestra casa, siempre trata de molestarme. Nomás ignóralo. Eso es lo que yo hago.
Trino asintió, y con mucha hambre empezó a comerse la comida. Se fijó que Lisana se comía el pan primero. A él le gustaba guardar el pan para el final. Las señoras de la cafetería lo horneaban suave y delicioso. Vio a Lisana morder la carne, probar el macarrón, las verduras mixtas y el budín. Ella hacía caras cada vez que probaba la comida.
–Yo creo que no te gusta mucho la comida –dijo él.
–¿Quieres algo de aquí? En verdad es horrible tirar la comida a la basura, cuando parece que a ti sí te gusta.
–Nomás me la como porque es gratis. Mi mamá no tiene empleo ahora.
–Lo siento –comentó Lisana y miró su bandeja como si estuviera avergonzada.
–No hay nada de que disculparse –dijo Trino con voz normal–. Simplemente así es. Ella conoce a un hombre, Nick, que le dijo que había un trabajo en la universidad, pero ella no quiere tomarlo.
–¿En la universidad? ¿Tú mamá es profesora?
Trino estaba encantado de que hubieran compartido secretos importantes. Ella sabía lo de Rosca, y él sabía que la mamá de Lisana había muerto en su cumpleaños. Él tenía confianza en que ella no se burlaría de él.
–Mi mamá trabaja en moteles y hoteles. Limpia los cuartos y algunas veces sirve comida en alguna fiesta del hotel.
–Te apuesto que conoce a gente interesante –respondió Lisana y sonrió–. Alguna vez me gustaría trabajar en un lugar donde haya diferente gente yendo y viniedo todo el tiempo.
Trino nunca pensó que el trabajo de su mamá fuera interesante. Era raro que Lisana pensara eso, pero él no se lo dijo. En cambio dijo otra cosa.
–Quiero aprender a arreglar las cosas que están rotas. Máquinas, tal vez autos también.
–Debes conocer a Earl. Él es el esposo de mi hermana. Puede arreglar todo.
Lisana tomó la bandeja vacía de Trino y la puso sobre la de ella. Sus actos no sorprendían a Trino. La única cosa que él podía hacer por ella era obsequiarle su panecillo.
–Toma, puedes comerte mi pan.
–Eres muy amable. Gracias –ella tomó pedacitos del panecillo y se los puso en la boca mientras hablaba–. Earl le construyó a Jimmy una patineta. Talló la madera y todo.
Trino decidió comerse el resto de la comida de Lisana, ya que seguía con hambre.
–¿Earl puede arreglar una tele descompuesta?
–Apuesto a que sí puede. Earl tiene más herramientas que un Super K-Mart. Debes ver nuestra cochera –dijo Lisana después de tragarse los trocitos de pan.
Trino tragó otro poco de macarrón antes de hablar.
–Me gustaría ir a tu casa otra vez. Conocer a Earl, ver la cochera. Lo que tú quieras hacer.
Los ojos de Lisana brillaron cuando le sonrió. Él pensó que ella lo habría invitado de mejor manera si no hubieran llegado tres chicas a la mesa para hablar con ella.
Trino las conocía a todas. Reconoció a Amanda y a Stephanie. La amiga enclenque de Lisana, Janie, estaba también con ellas. Él conoció a Janie en la librería cuando conoció a Lisana. Pero Janie siempre lo fastidiaba.
Hoy Janie estaba completamente vestida de negro, con las uñas pintadas de negro. Trino pensó que todo lo que necesitaba era una bolsa para pedir dulces, y una escoba.
–¡Wow, Lisana! ¿Te comiste toda esa comida? ¡Guácala! Estaba muy fea –dijo Janie, luego volteó a ver a Trino, que estaba tratando por todos los medios de no demostrar que se sentía molesto desde que habían llegado ellas.
–Hola, Trino, hace tiempo que no te veía. Creí que te habían recogido los del tribunal juvenil para llevarte con tus compañeros.
Janie siempre decía cosas tontas. Trino se preguntaba por qué Lisana la consideraba su amiga. Trino decidió seguir el consejo de Lisana e ignorar a la gente que decía “estupideces”. En cambio miró a Amanda y a Stephanie y trató de sonreírles. Ellas voltearon a otro lado, haciéndose que sólo estaban interesadas en hablar con Lisana
–Pensé que nos íbamos a ver en la biblioteca durante la hora de la comida, Lisana. Te dije que no me podía quedar después de la escuela hoy –le dijo Amanda.
–Sí, ya sé. Ya terminé de comer –Lisana vio a Trino con una mirada que armonizaba con sus palabras–. Lo siento Trino, me tengo que ir –dijo empezando a levantarse, pero luego se sentó y le sonrió–, pero, te quería decir algo importante.
Trino se enderezó en la silla, a pesar del trío de muchachas que se le quedó mirando como si él fuera una cucaracha en el piso de la cafetería.
–¿Algo importante?
–¡Sí! –Lisana se veía muy emocionada. Trino quería emocionarse también.
–¿Trino, no me dijiste que el personaje para tu proyecto de historia es José Antonio Navarro?
–Sí. Así es. Navarro –Trino trató de que la decepción no se notara en su voz.
–Cuando Amanda y yo estábamos haciendo nuestra investigación ayer, encontramos que José Antonio Navarro y Francisco Ruiz fueron los únicos tejanos que firmaron la Declaración de Independencia de Tejas. ¿Qué padre, no?
–Muy padre –dijo Trino, pero no encontró nada “padre” en un hombre muerto de la historia de Tejas.
Ella se acercó a él y puso su mano sobre el brazo de él. Su piel hormigueó. Él alzó el brazo para sentir su piel mejor.
–Si encuentro algo sobre Navarro que tú puedas utilizar en tu trabajo de investigación te voy a decir, ¿okay?
Lisana se alejó de la mesa quitando su mano del brazo de él. Trino quería agarrarla y gritar, No me dejes. Quédate y habla conmigo. Se despidió de ella haciendo un movimiento con el brazo cuando ella se fue con las otras chicas.
Trino estaba encantado de tener educación física en el gimnasio durante el séptimo período. Sería fácil encontrar al entrenador Treviño después de la escuela. Esperaba que lo regañara rápidamente para no llegar tarde al trabajo de don Epifaño.
Hizo contacto visual con su profesor en el vestidor de los chicos. El profesor lo condujo hacia su oficina. Era un cuarto pequeño con tres paredes de vidrio. La otra pared estaba pintada de verde y tenía un tablero para boletines muy grande. El calendario de los equipos, memos de la escuela y una variedad de papeles desparramados en el tablero y en la pared. El escritorio donde se sentaba el entrenador estaba atestado de papeles también. El profesor Treviño apuntó hacia una silla de metal negra para que Trino se sentara.
–Trino, ¿tienes algún problema con Héctor Mendoza? –le preguntó el entrenador Treviño. Su voz era calmada y su cara morena se veía seria, como la de un profesor.
Trino no sabía qué decir. Era fácil cuando alguien lo regañaba por haber hecho algo estúpido y simplemente decir que no lo volvería a hacer.
El profesor se inclinó hacia el frente, con sus largos brazos descansando sobre las pilas de papeles.
–Trino, ¿te acuerdas lo que te dije cuando Zipper murió? Te pregunté que si querías hablar con un consejero y me dijiste que no. ¿Y ahora qué? ¿Necesitas hablar con alguien?
Trino se daba cuenta de lo que el profesor Treviño quería decir. Ahora entendía por qué el profesor Treviño no lo había mandado a la oficina del director. Siempre había sido muy buena onda con Zipper y con Trino. A él le gustaba divertirse con ellos, bromeaba con Zipper sobre su ropa y le preguntaba a Trino si se peinaba con una podadora . Un día el profesor Treviño había compartido con ellos un puñado de gomitas que los otros profesores le habían dado para hacerle una broma.
Trino se sentía mal por haber empezado un pleito en la clase del profesor Treviño. Él era un profesor muy buena onda, y como Trino quería por lo menos ser agradable para un profesor, decidió decirle la verdad.
–Héctor dijo algo de mi mamá. Por eso le pegué. No tenía nada que ver con Zipper. Estoy bien, profesor. No necesito un consejero.
–¿Así que dijo algo de tu mamá, eh? Hubiera podido apostar –agitó la cabeza, pero algo atrás de Trino le llamó la atención–. Ahí está el otro –se puso de pie y le hizo una señal con la mano–. Entra, Héctor. Justo estábamos hablando de ti.
Trino volteó a ver a Héctor cuando entró. El chico ya estaba vestido con su jersey de básquetbol y los pantalones cortos para practicar.
–Mañana voy a llevar a la clase a la biblioteca –dijo el profesor Treviño–, y si empiezan a pelear, ahí les voy a dar una paliza. ¿Entienden?
Los dos, Trino y Héctor asintieron.
–Mañana quiero que cada uno de ustedes venga a la clase con una lista de diez preguntas acerca de José Antonio Navarro. Han pasado dos días, y les apuesto que ninguno de ustedes sabe nada de él.
–Yo sé quién es él. Es uno de los tejanos que firmó la Declaración de Independencia –dijo Trino levantando la cabeza.
–Hmmm. Es un buen principio. Me parece que tienes un compañero listo. No lo eches a perder, ¿sale? –dijo el profesor Treviño alzando una de sus negras cejas.
–Seguro, Coach –dijo Héctor con una voz que se oía más profunda que de costumbre.
El entrenador Treviño se puso de pie y juntó las manos.
–Y ustedes dos, no crean que la tienen fácil, los dos van a limpiar el puesto de comida mañana, después de la escuela. Tengo una junta con los maestros y tengo que rehacer el horario de las prácticas. Le voy a decir al señor Flores, el empleado de limpieza, que va a tener dos ayudantes muy fuertes mañana. ¿Alguna pregunta?
Los dos muchachos negaron con la cabeza.
–Héctor, empieza a correr con los muchachos alrededor de la cancha. Te veo mañana, Trino. No llegues tarde, ¿sale?
Trino asintió y luego siguió a Héctor hacia afuera de la oficina del entrenador. Apenas habían llegado a la puerta de metal del vestidor cuando Héctor se detuvo y volteó a ver a Trino.
–¡Hey! Estaba equivocado sobre ti, Trino.
–¿Sí? –Trino elevó las cejas.
–Pensé que eras un mentiroso. Ahora veo que eres listo. Te veo mañana, Trino.
–Nos vemos –respondió Trino mientras Héctor caminaba hacia el vestidor.
Trino se quedó en el pasillo un momento, inmerso en las palabras de Héctor. Un chico de escuela lo había llamado “listo”. Un chispazo de orgullo lo hizo enderezarse y echar los hombros hacia atrás. Había una reputación diferente para Trino Olivares, pero hasta el momento, a Trino le gustó lo que había escuchado.