–¡Híjole, a mí me gustan los nachos, pero quitar el queso de los estantes me da asco! –dijo Héctor mientras raspaba las capas boludas de queso duro con un cuchillo.
El puesto de comida de los estudiantes era un cuartito a un lado de la entrada al gimnasio. Un mostrador alto de madera hacía las veces de muro, con estantería, un anuncio de plástico con los precios de los bocadillos y los refrescos, y un reloj digital quebrado que colgaba atrás de ellos, en la pared trasera.
Durante la última hora el trabajo de Trino fue organizar los botes de refresco. Separó los llenos de los vacíos. Apiló cajas de productos de papel, latas cerradas de queso y frascos de pepinillos curtidos debajo del mostrador. Luego barrió y trapeó el piso. El empleado de limpieza le había ordenado a Héctor limpiar los estantes, primero quitarles todo lo que tenían pegado, y luego lavarlos.
Pero Trino había visto una cosa en su “compañero”, y era que cuando Héctor hablaba no trabajaba. Héctor empezó a hablar primero del equipo de básquetbol, luego pasó a los programas de televisión, y encontró la manera de sacar el tema de la comida que le gustaba comer. Trino estaba listo para barrer y trapear, pero Héctor no había lavado los estantes todavía.
–¿Podrías trabajar más aprisa? –le preguntó Trino poniéndose de pie, porque estaba arrodillado. Estiró la espalda y los hombros, rígido de estar doblado bajo el mostrador–. No puedo barrer si sigues tirando basura en el piso.
–Es muy duro hacer lo que estoy haciendo –replicó Héctor. Apretaba los dientes mientras con el cuchillo raspaba otra capa de queso seco–. ¡Híjole, esta cosa está hecha con pegamento, o con qué! ¡Qué asco!
El queso se desprendió del estante y se fue volando en dirección a Trino.
–¡Oye! –Trino le pegó al trozo de queso y éste se fue en dirección a Héctor.
Héctor le pegó con el cuchillo y salió volando a la cara de Trino. –¿Qué te parece? ¡Vóleibol de queso! –Oye, ¿qué pasa? Sólo quería que nos divirtiéramos un rato –dijo frunciendo las cejas, al ver que Trino no le pegó de regreso.
–Esto no es una diversión. Es un trabajo, Héctor. Y tengo mejores cosas que hacer que aventarte el queso a la cara. Apúrate para que empieces a lavar los estantes y yo pueda barrer y trapear –agregó Trino, sintiéndose impaciente e irritado con las payasadas de Héctor.
–¡Híjole! Te oyes como mi mamá –refunfuñó Héctor. Le dio la espalda a Trino y volvió a raspar las bolas de queso con el cuchillo. Empezó a hablar de cuando limpió su cuarto la semana pasada y la manera tan peculiar en la que su madre aspiró la alfombra.
–Ahora vuelvo. Voy a llenar la cubeta con agua y jabón –dijo Trino.
Se imaginaba que si Héctor no tenía con quien hablar tal vez trabajaría más rápido. Trino agarró la cubeta que el empleado de limpieza había dejado y se dirigió a la puerta que decía “Mantenimiento”. El conserje había dejado la puerta abierta con un gran bloque de madera deteniéndola. Trino abrió la pesada puerta y pendió la luz. Levantó la cubeta y la metió en el hondo fregadero que estaba en la pared trasera; luego abrió la llave. Reconoció la botella de jabón en el estante que estaba encima de él. Era de la misma clase que la que su madre había llevado de los moteles a la casa, para limpiar los pisos. Vació una buena cantidad en el agua, luego vio las burbujas subir a lo alto de la cubeta.
–¿Oye, Trino, has visto la escoba? –Héctor pateó el bloque de madera con el pie, y éste se deslizó por el piso del clóset–. ¡Vamos a jugar hockey!
–¡Héctor! –gritó Trino, justo cuando la pesada puerta se cerró–. ¡La puerta, idiota! ¡El bloque de madera la mantenía abierta!
–No te infartes. Nomás no quieren que nadie se meta. Podemos salir sin problema. Mira. –Héctor hizo un ademán con la mano, se dio la vuelta y tomó la perilla de la puerta.
–¡Ay! –Héctor agitaba la perilla de un lado a otro. Y dio un brinco hacia atrás cuando la bola de metal sonó en el piso de cemento.
Trino dejó caer la cabeza entre las manos. No podía creer que fuera tan estúpido.
–¡Híjole! ¡Hey! ¡Hey! –Héctor empezó a golpear la puerta de metal. –¡Hey, hey! ¿Hay alguien ahí? ¿Nos pueden oír? ¡Auxilio! ¡Ayúdenos, por favor! ¡Híjole, Trino! ¡Estamos atrapados! ¡Auxilio!
Trino percibió el pánico en la voz de Héctor. Cerró el agua y fue hacia la puerta.
–¡Oye, Héctor, relájate!
–¡No, tú no entiendes! ¡No puedo estar en un lugar así! –dijo golpeándose contra la puerta una vez y otra vez–. ¡Me vuelvo loco, Trino, tenemos que salir de aquí!
La cara sudorosa y los ojos desorbitados de Héctor asustaron a Trino, porque Héctor era el tipo de chico que era chistoso, que estaba siempre riéndose.
–¿Y qué si nos quedamos encerrados aquí toda la noche? Trino, no puedo respirar. No hay aire aquí. Me estoy sofocando. ¿Dónde está el aire? –exclamaba Héctor con las manos alrededor del cuello.
–¡Héctor! ¡Héctor! –Trino sujetó al muchacho del brazo y lo apartó de la puerta–. Deja de golpear la puerta. Vamos a pensar en algo. El empleado de limpieza todavía anda por ahí. Va a regresar. Tiene que guardar sus cosas, ¿verdad? Tiene que revisar nuestro trabajo, ¿no?
Héctor se soltó de la mano de Trino y se hizo hacia atrás, a una pared lateral. Miró intensamente hacia el techo y las paredes. Arañó las paredes con los dedos como un animal en una jaula, desesperado por encontrar un escape.
–¡Ay! ¡Es muy chico aquí. Casi no hay aire! ¿Por qué no hay ventanas? ¡Necesitamos ventanas, para que vean que estamos aquí! ¿Y qué si nadie nos ve? ¡Trino, no quiero morir en el clóset del conserje! ¡Ya no puedo respirar! ¡No puedo respirar! –Héctor se resbaló en la pared y cayó en el piso sollozando.
–¡Héctor, escúchame! vamos a salir de aquí, te lo prometo. El conserje anda por ahí, en algún lugar. Va a abrir la puerta pronto.
–No quiero morir –decía Héctor una y otra vez. El gimoteo se oía tan patético que Trino se hincó para hablar con él.
Lentamente Trino se acercó y puso su mano sobre el hombro tembloroso de Héctor.
–Escúchame. Este cuarto no es chico. De hecho, es muy grande. Mi cuarto en la casa es más chico que éste, y lo comparto con dos hermanos.
–¿En serio? –Héctor levantó los ojos húmedos; tenía la nariz llena de mocos–. ¿Cómo puedes vivir en un cuartito como éste?
–Es todo lo que tenemos. Eso es todo. Platícame de tu casa, Héctor. ¿Dónde vives?
–Yo … yo vivo en una casa cerca de Dairy Cream. En Santa Clarita, ¿sabes dónde es?
–Sí. No es muy lejos de donde yo vivo. ¿Cómo es tu casa?
–Ah, bueno, púrpura, es una casa púrpura. A mi papá le choca el color, pero mi … –hizo una pausa y tomó aire– Mamá es artista, y quería que nuestra casa fuera diferente. A mí no me gusta invitar a los muchachos a mi casa, porque, ay, Trino, no le digas a nadie que vivo en una casa color púrpura, por favor.
–No voy a decir nada, mano. Háblame de tu mamá y tu papá. ¿Son buena onda? –preguntó sonriendo.
Trino mantuvo a Héctor hablando, haciéndole tantas preguntitas tontas como pudo. Le ayudó a mantenerse calmado, pero también se dio cuenta de que Héctor y él tenían cosas en común. Héctor tenía tres hermanos más chicos; en realidad a él no le gustaba mucho la escuela, y quería tener más dinero para gastar. Pero la mayor sorpresa llegó cuando Héctor admitió que le gustaba Lisana Casillas, la hermana de su mejor amigo.
–¿No crees que Lisana es muy bonita? –le preguntó Héctor a Trino.
–Sí, algo. Está bien –respondió Trino, a pesar de que empezó a tener dificultades para respirar.
–Cuando estamos en la casa de Jimmy la fastidio todo el tiempo para que se fije en mí –dijo Héctor con la cara seca y el tono de voz normalizado–. Lo malo es que a ella le gusta leer libros y cosas. Uff, y esa basura de poesía que nos arrastra a oír en la librería. Bueno, Trino, tú sabes, yo te vi una vez allá. ¿Te gusta eso?
Trino odiaba tener que admitir que había disfrutado la última vez que fue con Lisana a oír a un escritor hablar. Eso les dio algo de qué hablar, una conexión que no compartía con nadie más. No habían podido hablar acerca de algo así en varias semanas; no hasta que salió el asunto del proyecto de historia. Probablemente él podría usar la tarea para pasar más tiempo con Lisana si lo planeaba bien. Pero, ¿y Héctor? Ahora que Trino sabía que a su compañero le gustaba la misma chica que a él, tenía que pensar cómo pasar tiempo con Lisana sin que Héctor anduviera por ahí.
Un golpe sobre la puerta de metal del otro lado puso a Lisana completamente fuera de su mente.
–¿Hay alguien ahí?
–¡Señor Flores! ¡Señor Flores! –gritaron los dos chicos al mismo tiempo cuando se levantaron del suelo.
–Sáquenos de aquí –gritó Héctor y golpeó con el puño la puerta.
Oyeron el tintineo de las llaves, y luego la puerta se abrió. El señor Flores, un hombre gordo en un uniforme gris, los miró con gesto enojado.
Héctor se apuró a salir del clóset hacia el área abierta, cerca del puesto de comida. Tomó el aire como si hubiera estado conteniendo la respiración bajo el agua.
–¿Qué les pasa, muchachos? ¿No vieron ese pedazo de madera que pongo para mantener la puerta abierta? ¿Y qué diablos le pasó a la perilla? –les preguntó.
–Héctor pateó el bloque accidentalmente, señor Flores –explicó Trino–, y cuando la puerta se azotó desprendió la perilla. Sabíamos que usted regresaría y nos sacaría de aquí.
Trino hablaba como si quedarse atrapado en el clóset de limpieza con un chico claustrofóbico le pasara todos los días. Casi se rió cuando vio el alivio en la cara de Héctor.
–Bueno, ustedes necesitan terminar esto. Tengo mejores cosas que hacer que cuidarlos. Agarra el trapeador y la escoba y saca la cubeta del jabón del fregadero. ¿Y ves esto? Estoy poniendo el bloque aquí. Uno de ustedes mantenga la puerta abierta mientras el otro está adentro, ¿entienden? –El señor Flores puso el bloque de madera en su lugar. Y cuando se alejó lo oyeron maldecir al distrito escolar porque no compraba una puerta moderna con un cierre de barra, para que nadie se quedara atrapado adentro del cuarto de la bodeguita.
Héctor corrió hacia la puerta y la mantuvo muy abierta.
–Trino, puedes agarrar lo que necesites del cuarto. Yo te espero aquí.
–Te acabo de salvar y quieres que yo haga todo el trabajo –le dijo Trino con una mirada dura a Héctor–. Fue tu culpa, por patear ese bloque estúpido. Y si no hubiera sido por mí, todavía hubieras estado actuando como un bebé llorón cuando el señor Flores nos sacó.
–Oye, oye, ya sé –dijo Héctor alzando las manos mientras hablaba, pero tenía la espalda puesta firmemente en la puerta abierta–. Trino, todo lo que dices es cierto. Todo esto es mi culpa. Yo nunca debí decir nada sobre tu mamá y empezar a pelear. No debí haber pateado el bloque de madera. Rompí la perilla, también. Oye, si quieres yo hago el resto del trabajo. Yo barro y trapeo. Hasta te boleo los zapatos. Nomás, Trino, no puedo regresar a ese cuarto. Simplemente no puedo.
Trino podía haberse burlado de Héctor, llamarlo gallina, pero en los treinta minutos que había estado encerrado con Héctor, le había caído muy bien. Y no era justo usar el miedo en su contra. Héctor no podía evitar tener miedo en los espacios pequeños, como Trino no podía evitar tener el pelo negro.
–Muy bien, Héctor –dijo Trino, listo para tomar ventaja del ofrecimiento de Héctor–. Yo voy a sacar todos los útiles y tú puedes terminar el trabajo solo. Luego yo guardo todo en el clóset.
–¡Seguro! ¡Claro!
Trino sacó el trapeador y la escoba. Luego fue por la cubeta con agua. La puso en el estanquillo y vio a Héctor barrer el piso.
–¡Oye! olvidaste barrer abajo de los anaqueles –dijo Trino–. Déjame conseguir un trapo para que también hagas eso.
–Gracias por ser tan útil –dijo Héctor después de que Trino lanzó una esponja a los anaqueles traseros. Volteó y se sonrió con Trino, luego se miraron a los ojos y los dos muchachos se echaron a reír.
Para cuando el profesor Treviño regresó de su reunión de profesores, ya Héctor había terminado de limpiar, y Trino había guardado todo en el clóset.
–¡Oye! este lugar se ve muy bien. El último par de payasos que hicieron esto quebraron un frasco de pepinillos y se quedaron encerrados en el clóset del empleado de limpieza porque dejaron azotar la puerta tras ellos –dijo el profesor Treviño moviendo la cabeza y sonriendo–. ¿Quién puede ser tan estúpido, eh?
Héctor y Trino intercambiaron una sonrisita antes de que Trino respondiera.
–¿Ya nos podemos ir, profesor?
–Claro, muchachos, Los veo mañana en la escuela.
El viernes, después de la clase de historia, Héctor hizo un comentario rápido antes de salir, acerca de ver a Trino a la hora de la comida. Trino no le prometió nada, pues prefería comer con Lisana. La divisó cerca de las ventanas de la cafetería, pero no estaba sola. Un muchacho que estaba frente a ella le hablaba, y los dos se veían enojados. A Trino le tomó un tiempo darse cuenta que el muchacho era Jimmy, el hermano gemelo de Lisana.
Trino no quería perder la oportunidad de hablar con Lisana, así que se encaminó hacia la mesa y se sentó dejando un espacio vacío entre Lisana y él, para no ser visto como un intruso.
–No te voy a hacer la tarea, Jimmy. No me importa lo que digas –Lisana volteó a ver a Trino cuando llegó–. Hola Trino. Siéntate. No te fijes en el cabeza dura de mi hermano. Ya se va.
–Lisana, mira, tú eres muy buena con las cosas de la escuela –dijo Jimmy después de voltear a ver a Trino.
–¡Tú también! ¡Pero eres muy flojo! Podrías acompañarnos a Amanda y a mí a la biblioteca de la ciudad el sábado.
–¡Pero tengo un juego de fútbol el sábado!
–El juego no dura todo el día, tonto. Ahora vete para que yo pueda comer con mis amigos –respondió Lisana, luego tomó una manzana y le dio dos mordidas grandes. Volteó a ver a Trino, pero primero se tragó lo que tenía en la boca para poder hablar.
Trino sonrió. Ella se veía muy graciosa con la boca llena de manzana. Así que decidió ayudarla hablando él primero.
–Héctor y yo también estamos batallando para hacer el trabajo del profesor Treviño. No hay nada en los libros de la escuela sobre Navarro. Hoy, cuando Héctor se quejó con el profesor, le dijo que era porque los hombres blancos que habían escrito los libros de historia dejaron fuera a los tejanos. Dijo que debíamos buscar libros escritos por latinos, si es que queríamos obtener una mejor información.
Finalmente Lisana masticó la comida lo suficiente como para poder hablar.
–Tal vez debemos ir a la librería de Maggie a echar un vistazo. Ella tiene más libros escritos por latinos de los que he visto en otras librerías.
–¿Quieres decir comprar libros para este proyecto? –preguntó Trino abriendo mucho los ojos.
–Bueno, no. Pero pensé que podíamos ver los títulos, tal vez leer un poquito. No creo que a Maggie le importe. ¿Y a ti, Jimmy? –le preguntó a su hermano.
Jimmy suspiró como si soltara su coraje. Jaló una silla que estaba frente a ellos y se sentó. Luego dijo: –Bueno, Maggie es buena onda, pero sería hacer trampa si usamos sus libros como si fuera una biblioteca –dijo mirando primero a Lisana y luego a Trino–. Yo creo que lo mío es más fácil que lo de ustedes dos. Por lo menos Burnet era anglo. No ha sido difícil encontrar libros sobre él. Pero todavía no sé cómo organizarlo. Y el profesor me puso de compañero a Mario, y él falta mucho a la escuela por el asma. Siento que estoy haciendo este trabajo yo solo.
Jimmy se estiró y tomó una papita de la bolsa que estaba a un lado del sándwich.
–¡Oye! ¡Esas son mis cosas. Si tú eres tan flojo como para no levantarte a preparar tu propio lonche, no te comas el mío! –le dijo Lisana mientras alejaba de su hermano las papitas y el sándwich.
–¡Cálmate! Voy por una charola. Los cocineros de la cafetería no la pueden regar con las hamburguesas, ¿verdad, Trino? –preguntó Jimmy.
Trino estaba contento de que Jimmy lo incluyera en la conversación. Le molestaba cuando la gente actuaba como si no estuviera ahí.
–¡Oye! ¡Mi amigo Héctor! –exclamó Jimmy mirando a alguien más allá del hombro de Trino–. ¡Y miren lo que trae! Dos hamburguesas en la charola. Una es para mí, ¿cierto? Para tu mejor amigo de la infancia, ¿cierto?
–¡Bájale, Casillas! Sólo somos amigos desde el año pasado. Y si crees que voy a dividir mi comida, estás chiflado, mano. Tuve que pagar por la hamburguesa extra.
Héctor acomodó su charola entre Trino y Lisana.
–¡Agarra una y te mueres!
–No lo tientes, Héctor. Siéntate al otro lado de Trino, o te aseguro que tu comida terminará en la bocota de mi hermano –dijo Lisana, y con calma empujó la charola de Héctor hacia el otro lado, enseguida de Trino.
Trino siguió empujando la charola de Héctor dos sillas más lejos. Ahora que sabía que a Héctor le gustaba Lisana, no lo quería en medio de los dos.
–Sí, mano, siéntate aquí, a un lado de mí, lejos de Jimmy.
Pero Héctor se sentó a una silla de distancia de Trino y atrajo su charola hacia él.
–Ahora vuelvo. Si ven a Alberto háganle una señal para que venga también –dijo Jimmy, y luego se fue.
–¿Lisana, qué haces aquí con estos gorilas?
Esta pregunta venía de Janie, la amiga de Lisana, que se sentó frente a ella con su charola. Hoy estaba vestida toda de color naranja.
–Oye, Janie, ¿fuiste de compras al Halloween Bargain Basement, otra vez? Pareces una calabaza –le dijo Héctor antes de darle una mordida a su hamburguesa.
Janie solamente hizo un gesto y se dirigió a Lisana.
–¿No te quieres sentar en otro lugar?
–No, me gusta aquí cerca de las ventanas –respondió Lisana–. Además, Trino y yo estábamos hablando de buscar libros para el trabajo del profesor Treviño.
–Qué suerte tengo –comentó Janie–. El señor Chaffee no nos deja trabajo extra en la clase de historia.
Pero parecía que Lisana no estaba escuchando.
–Sería muy interesante leer más libros escritos por latinos –dijo sonriéndole a Trino.
–Ya va otra vez con las cosas de los libros –le dijo Héctor a Trino, escupiendo las palabras por un lado de la boca–. Lo siguiente será la basura ésa, la poesía.
Trino le dio un codazo a Héctor para que se callara.
–Debe haber otro lugar, además de la tienda de Maggie, que tenga los libros que necesitamos.
–Hmmmm –Lisana inclinó la cabeza a un lado. De pronto la cara se le iluminó–. ¡Ya sé! Podemos ir a la universidad. Mi hermana me dijo que la biblioteca de la universidad tenía muchos libros para investigar. Estoy segura que el profesor Treviño nos dará puntos extras si consultamos esos libros.
–¿Estás loca? ¿Crees que van a dejar a un grupo de séptimo año entrar a la biblioteca de la universidad? –preguntó Héctor con la boca llena. Masticaba pedazos de pan y carne al tiempo que hablaba–. Además, Trino y yo no tenemos credencial de la biblioteca de la universidad, ¿verdad, Trino?
Trino quería decir que él no tenía tarjeta de ninguna universidad, pero se quedó callado. Primero volteó a ver la boca de Héctor y luego la expresión molesta de Lisana.
–No necesitas una credencial de la biblioteca, Héctor. Solamente te sientas y lees los libros ahí. Sacas apuntes de tu lectura. Mi hermana hacía eso siempre.
También Trino pensó que las ideas de Lisana eran una locura, pero quería verse más amable que Héctor, para gustarle más a Lisana.
–Yo nunca he ido a la biblioteca de la universidad, Lisana, pero yo voy contigo si crees que ahí podemos encontrar libros de latinos.
Ella lo compensó con una sonrisa entusiasta.
–Eso estaría muy bien, Trino. Voy a hablar con Amanda para ver si ella nos puede acompañar –respondió. Luego cuestionó a Héctor con la mirada–. ¿Y, tú? ¿Vas a venir con nosotros? ¿Tú eres el compañero de Trino, verdad?
–Tengo un juego de fútbol el sábado. Lo siento.
Héctor le guiñó un ojo a Trino. Se creía muy listo por haberse librado del viaje a la biblioteca.
–Bueno, vamos el sábado en la tarde –dijo Lisana–. Jimmy puede venir con nosotros, también.
Trino se sintió aliviado de que Lisana no hubiera escogido un día en que perdiera dinero. Pero tampoco estaba seguro de querer pasar la tarde del sábado en la biblioteca.
–Yo creo que debemos ir, Trino. Podría haber libros para nuestro trabajo.
Héctor se oía tan serio que Trino se le quedó viendo.
–Y luego que las chicas escriban nuestro trabajo, ¿no? –comentó con una sonrisa de perrito y una mirada bizca para Lisana y Janie, luego se rió de la reacción de las chicas cuando empezaron a protestar en voz alta.
Trino sonrió, pero no porque Héctor fuera gracioso, sino porque sabía que mientras Héctor siguiera diciendo cosas tontas, a Lisana le gustaría más él.
Cuando Jimmy regresó con la comida trajo a un chico llamado Albert. Estuvieron jugando. Hablaban y se reían. Ninguno de ellos se burló de Trino. Pero cuando hacían un chiste, a ellos no les importaba si Trino se reía con ellos. Al final del almuerzo, Trino aún se sentía como si estuviera del otro lado del vidrio mirando hacia adentro. ¿Tenía alguna oportunidad para ser igual a los otros muchachos?