Capítulo nueve
Dar y recibir

–Ya terminé con las cubetas de verduras –le dijo Trino a don Epifaño–. Ya pasan de las cinco y me tengo que ir a la casa.

El viejo había estado apilando las cajas de cigarrillos en un estante alto, atrás del mostrador.

–¿Tú fumas? –le preguntó cuando acomodó las últimas cajas.

–No. Cuestan el dinero que no tengo –respondió Trino.

Cuando estaba en quinto año había fumado para presumir con Zipper y Rogelio. Esa noche su mamá había olido la evidencia en la ropa y lo había azotado con el cinturón.

–Esos cigarrillos te van a matar –le dijo mientras lo azotaba con fuerza–. Mataron a mi madre, mataron a mi padre. Tengo dos hermanas que no pueden hablar sin toser. Tú vives en esta casa, así que es mejor que no fumes. ¿Me oyes? ¿Me oyes?

Ahora asociaba los cigarrillos con Rosca y sus amigos –ellos habían estado fumando cuando discutían los planes para robar el lavadero de carros–, y eso le había traído a la memoria a su amigo muerto. No. Nunca fumaría cigarrillos otra vez. Nunca.

–Aquí, muchacho. Recoge esas cajas vacías del suelo, por favor –don Epifaño pateó una caja, luego caminó cojeando al mostrador–. Ay, no me puedo agachar, no puedo subirme los pantalones después de usar el baño. ¿Por qué esos muchachos no terminaron su trabajo y me mataron?

–¡No diga eso! –Trino reaccionó con coraje–. ¡Nunca debe desear que alguien lo mate! ¡Fue maldad lo que Rosca le hizo. Le pegó con un tubo! ¿Cómo pudo hacerle eso? ¡Usted nunca le hizo daño! ¡Nunca le ha hecho daño a nadie!

Después de una larga exhalación de aire, Trino se dio cuenta de lo que había revelado.

Don Epifaño entrecerró los ojos. Se talló la nariz y dijo: –Tengo mucho dolor, muchacho. A veces, uno se quiere morir cuando se siente tan mal.

Trino no respondió inmediatamente. Pensó que el viejo le preguntaría cómo sabía tanto de lo que le había pasado. Pero don Epifaño estaba muy triste como para asociar las ideas; para darse cuenta de que Trino había sido testigo de la golpiza. Después de sentirse aliviado, también sintió una suerte de lástima por todo lo que le había pasado a don Epifaño.

–Yo levanto las cajas. Y mañana voy a regresar. ¿Todavía quiere que venga mañana, don Epifaño?

Trino se pasó al otro lado del mostrador y empezó a recoger las cajas vacías. Ahora que estaba cerca notó que los pantalones del viejo se le caían y que llevaba la falda de la camisa desabotonada. Debe ser muy difícil hacer las cosas con un solo brazo, pensó Trino.

–Mañana está bien –dijo don Epifaño, subiéndose los pantalones–. Las camionetas entregan a las nueve. ¿Puedes venir a las nueve?

–¿Qué voy a hacer? –pensó Trino que era justo preguntar.

–Acomodar las sodas, poner la cerveza en los refrigeradores, porque eso es lo que vendo los fines de semana. Muchas cervezas, muchas. Hay mucho que hacer mañana.

Todavía con los cartones en los brazos, Trino abordó a don Epifaño acerca de sus horas y su paga, como le había aconsejado Nick que lo hiciera.

–¿Quiere que trabaje todo el día, don Epifaño?

Las cejas peludas del viejo se elevaron y bajaron. Trino no estaba seguro que el viejo hubiera entendido, por eso había empezado a repetir para sí mismo en español. Sin embargo, don Epifaño lo interrumpió.

–Te puedo emplear todo el día, muchacho. Yo trabajo hasta las cuatro, que es cuando mi primo viene y se hace cargo. Tú te quedas hasta esa hora, ¿está bien?

A pesar de que le temblaban las piernas, Trino trató de oírse como si tuviera todo bajo control.

–Cuando trabajo todo el día con otro hombre, generalmente me paga veinte dólares por todo el día de trabajo. ¿Usted cuánto paga?

Don Epifaño echó hacia adelante el labio inferior mientras veía al suelo.

–No sé, muchacho. Veinte dólares es mucho dinero. Hay días que no gano veinte dólares –dijo elevando la mirada a la cara de Trino–. Te puedo dar diez dólares por el día, muchacho.

Era más de lo que Trino esperaba, pero no se permitió ninguna expresión en la cara que lo delatara. En cambio dijo: –Don Epifaño, mi nombre es Trino. ¿Me puede llamar Trino en lugar de muchacho? –le sonrió al viejo–. Estaré aquí a las nueve en punto.

Cargó las cajas hasta el contenedor sintiéndose muy orgulloso de sí mismo. Quería contarle a Nick todo eso, y eso fue lo único que decepcionó a Trino de su trabajo de todo el día.

En el cuarto trasero recogió sus libros y vio por ahí cerca la caja de las verduras pasadas. Y sintiéndose muy valiente regresó al mostrador.

–Don Epifaño, ¿me puedo llevar a casa las verduras de la caja? Mi mamá las puede aprovechar para cocinar.

–Sí, sí, llévatelas a la casa. Generalmente mi primo las tira a la basura.

Él se sentía agradecido por la comida, pero sentía los brazos rígidos y adoloridos por haber cargado las verduras hasta el parque de remolques.

–¡Alguien abra la puerta! ¡Traigo las manos ocupadas! –gritó y pateó la puerta.

–¡Ay, ay, ay! –exclamó su madre cuando abrió la puerta y se hizo a un lado para que Trino entrara–. ¿De dónde sacaste todas esas verduras?

–De don Epifaño –respondió Trino con una voz sin aliento. Dejó caer la caja sobre la mesa de la cocina y suspiró aliviado–. ¡Ay, mis brazos! Siento como si hubiera cargado una pila de ladrillos.

Tomó sus libros de arriba de la caja y arrugó la nariz al ver el tomate que estaba pegado a su cuaderno de espiral. Regresó la pulpa y las semillas a la caja.

–¿Trabajas para don Epifaño, o qué? –preguntó su madre, que ansiosamente se acercó a la caja y tomó los tomates aplastados, la lechuga marchita y otras verduras, en las manos.

–Nomás lo ayudé un poco después de la escuela –dijo Trino, ocultando la verdad tanto como pudo. Y no dijo que don Epifaño le había regalado un paquete de monedas de cinco centavos–. Me dio la caja de las verduras. De cualquier manera la iba a tirar a la basura.

–¿Dónde están todos? –preguntó Trino cuando percibió la quietud del remolque.

–Oscar se llevó a Félix por el fin de semana. Beto y Gus se van a quedar con Tía Sofía esta noche. Voy a trabajar – dijo con una voz que se oía feliz, más de lo que se había oído en semanas–. Sólo voy a servir en una boda y a limpiar el lugar después; pero es un trabajo.

–Qué bueno, Mamá –dijo Trino sintiéndose aliviado por no llegar a la casa y encontrarse con una mujer gruñona.

–Quisiera tener tiempo para limpiar las verduras, pero tengo que estar en el recibidor de la iglesia a las seis. Nomás ponlas sobre la mesa y yo las voy a picar cuando regrese –dijo alejándose de la caja, luego fue por su bolso, que estaba arriba del refrigerador–. Trino, hay pan y crema de cacahuate. Puedes picar algunas verduras y comértelas, también. Voy a llegar después de media noche. Te quedas en la casa, ¿me oyes?

Trino asintió mientras veía a su madre colgarse la bolsa en el hombro. Siguió asintiendo a todo lo que le decía. Mientras la veía caminar por la entrada al remolque, estaba planeando ir a comprar una jugosa hamburguesa, aunque tuviera que pagar con un billete gastado y un puñado de monedas.

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Un portazo lo despertó. Le tomó un momento darse cuenta que se había quedado dormido profundamente. Se sentía relajado porque su hermanito no estaba a un lado de él, en la cama. Dormir con Beto era como estar en la mitad de un juego de fútbol, donde todos te pateaban en lugar de patear la pelota. Esta noche Trino había disfrutado cada pulgada de la cama que había tenido para él solo.

El siguiente ruido que oyó fue el del agua al correr. Alguien estaba en la cocina.

Trino agarró sus shorts y se los puso antes de salir del cuarto.

–¿Es usted, Mamá?

La vio buscar en la caja de don Epifaño. Sacó las verduras, algunas las lavó, otras las tiró en la basura. Tenía los movimientos rígidos. Por la manera en que maldecía en inglés y en español se le hacía difícil mantener el ritmo del trabajo. Volteó hacia el cajón de la cocina, vio a Trino y soltó un grito sofocado. Todo su cuerpo se estremeció como si se hubiera sorprendido.

–¡Ay, Trino! ¿Qué estás haciendo? ¡Me vas a matar de un infarto!

–Oí ruidos.

–Bueno, vete a dormir –dijo con la voz quebrada, luego se acercó a la estufa por un cuchillo–. Tengo cosas que hacer.

–¿Por qué está tan enojada? –le preguntó.

–Estoy pensando algunas cosas. ¡Ahora vete a dormir!

Trino hubiera obedecido, pero su mamá siguió hablando. Regresó al mueble de la cocina a picar las verduras que había lavado.

–No soy una niña. Debía saber lo que quería ese hombre.

–¿Qué hombre? –preguntó Trino acercándose a su mamá.

Ella se quejó, luego se secó la frente sudorosa con la palma de la mano.

–Uno de los meseros, un hombre que cortaba el zacate cuando yo era camarera en The Brownside Motel, se ofreció a traerme a la casa. Ya era muy tarde, y pensé que él estaba siendo amable conmigo –le encajó el cuchillo a un repollo viejo y parecía que lo disfrutaba–. Detuvo el carro en un estacionamiento vacío y empezó a forcejear conmigo. Él es un hombre robusto, como Nick. ¡Estoy muy enojada! Debí arriesgarme a caminar en las calles oscuras.

Aventó el repollo en el fregadero y empezó a arrancarle las hojas.

–Lo peor fue que me quitó el dinero. Cuando me lo quité de encima para salir del carro, él me siguió. Bajó la ventana y me aventó la bolsa, pero sacó el sobre con el dinero que me pagaron –Mamá siguió maldiciendo a cada uno de los hombres que la habían engañado, que le habían dirigido la palabra.

Hasta hizo sentir culpable a Trino por ser hombre. Trino empezó a sentir el peso de las emociones de su madre. Se enojó consigo mismo por haber gastado tres dólares en la hamburguesa, las papitas y la coca. También estaba enojado con su mamá por haber ido a ese trabajo, por haber perdido el dinero y por haberse ido a la casa con un hombre que apenas conocía.

–No sé qué vamos a hacer este mes para pagar la renta –dijo, pero no le hablaba a Trino realmente–. Si gasto todo el dinero de asistencia pública para pagar la renta, ya no habrá nada para otras cosas. Pero no voy a tener a mi familia viviendo en la calle, eso te lo aseguro.

–Yo voy a trabajar mañana con don Epifaño, Mamá. No paga tanto como Nick, pero se puede quedar con el dinero que gane –le dijo a pesar de que estaba furioso.

–Toda la comida que don Epifaño quiera tirar te la traes a la casa. No importa lo que sea, ¿me oyes? –dijo la mamá de Trino, que estaba picando las papas y las zanahorias como si la hubieran insultado. Luego suspiró y se echó el cabello hacia atrás con la mano–. No me importa si no les gusta, tenemos que comer lo que consigamos, ¿me oyes?

–La oigo. Ya me voy a la cama –dijo Trino asintiendo con la cabeza.

–Saca esa caja primero. Hace que la cocina apeste.

Cuando regresó al remolque, su madre ya estaba en su cuarto con la puerta cerrada. Trino fue a su cama y se acostó. Se quedó mirando al techo hasta que amaneció.

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Trino se sentía más cansado que nunca. Había trabajado muy duro con Nick, pero nunca después de haber estado despierto la mitad de la noche. Cuando iba de regreso a su casa el cuerpo le dolía y la cabeza le quería estallar. Llevaba diez dólares en la bolsa y una bolsa grande con botes de refresco abollados, bolsas de galletas aplastadas, dos hogazas de pan duro y tres frascos de mermelada de chabacano que alguien había abierto y vuelto a poner en la góndola. Seis latas abolladas de sopa y una bolsa de harina, abierta, agregaban más peso del que Trino podía cargar, pero aún así lo hizo.

En la tienda había subido y movido cajas, acomodado las latas de refresco y de cerveza en los refrigeradores, y había hecho también todo lo que don Epifaño le había pedido. El trabajo no era nada que Trino no pudiera hacer. Don Epifaño le había permitido comerse un paquete de donas rancias con medio litro de leche en la mañana, y una soda y pretzels en la tarde, sin cobrarle nada. Cuando encontraba un alimento que no se pudiera vender se lo pedía a don Epifaño en lugar de tirarlo a la basura. Al principio, don Epifaño no quería que se llevara nada, pero cuando le dijo que alguien le había robado la bolsa a su madre, el viejo buscó en las góndolas para ver qué más podía agregar a la bolsa de Trino.

Beto y Gus pensaron que era Navidad cuando vieron llegar a Trino con los refrescos y las galletas. Su madre estaba contenta con el pan y la mermelada. La casa olía muy bien porque Tía Sofía le había dado a su madre dos huesos cuando fue a recoger a los niños. Ahora tenía una olla de caldo a fuego lento en la estufa.

–También traigo dinero –le dijo Trino, sacando el billete de diez dólares de la bolsa. Alguien había dibujado un bigotito en la cara del presidente, pero aún así era dinero.

–Quisiera que fuera más –dijo la madre, y metió el billete en la bolsa trasera de su pantalón.

Ella estaba dormida cuando Trino salió, a las ocho treinta de la mañana. Ahora, bajo la luz clara de la tarde, le podía ver los moretones en la mejilla; lo que le había quedado del episodio de la noche anterior. Se alejó de ahí. Pensaba que dándose un baño se le bajaría el coraje y el cansancio.

Fue la taza de caldo lo que le ayudó a Trino a recuperar la energía, a pesar de que su madre les advirtió que no podrían tomar más de una taza cada uno. Pero tuvieron suerte, porque llegó Irene de visita. Cuando su madre le ofreció amablemente a su comadre una sopera de caldo, Irene le pidió que le diera a los niños un poco más para no comer sola.

Mientras comía, Irene le dijo muchas cosas a su madre sobre los moretones.

–¿Y qué puedes esperar si trabajas hasta la medianoche, comadre? A ver si con esto ya dejas de trabajar en la noche. Tú debes estar en la casa con tus hijos, y no sirviendo platos en las bodas –dijo Irene llevándose una cucharada de caldo a la boca.

–No me digas lo que ya sé, Irene. Tal vez pueda conseguir trabajo en la fábrica de dulces.

–¿Vas a hacer dulces, Mamá? –preguntó Beto, que se estaba cuchareando el caldo, de rodillas en la silla, para poder comer.

–¿Dulces? ¿Dulces? ¡Quiero dulces! –exclamó Gus. Bajó la cuchara y le tomó la mano a su madre.

–¡Silencio, niños! Ahora no hay dulces. Tómense el caldo –dijo la madre con voz enérgica. Y se estiró para darle un manazo a Gus en su manita.

Beto se dejó caer en la silla y Gus empezó a gimotear, pero los dos siguieron comiendo como les ordenó su mamá. Trino se sintió mal por sus hermanos. Por lo menos podrían compartir un refresco más tarde, si su madre no se la ofrecía a Tía Reenie primero.

–Comadre, donde yo trabajo están hablando de despidos. Siempre sacan primero a la gente nueva –dijo Irene–. Tú sabes cómo es esto.

–También está la fábrica de pantalones.

–Comadre, no seas tan gallina y ve a solicitar trabajo a la universidad, como quiere tu novio. Tú sabes que ese es un mejor trabajo que coser cierres en los pantalones todo el día. Las mujeres de las máquinas de coser se ponen jorobadas y se enferman de los ojos. Y no hay seguro médico que pague ese daño.

Más tarde, cuando Irene ya se había ido y sus hermanitos estaban afuera jugando con los vecinos, Trino encontró a su madre buscando en el periódico que Irene había dejado. Se fijó que pasaba el dedo por las columnas de la página de los empleos.

–¿Ya no vas a trabajar con don Epifaño? Necesitamos dinero, no nomás latas dañadas –le dijo su mamá, frunciendo el ceño, al ver que Trino la miraba.

–Mamá, apenas soy un niño. Nadie le va a pagar a un niño el salario de un trabajo formal –Trino estaba cansado del trabajo de ese día, cansado de que su madre los tuviera viviendo de esa manera–. ¿Por qué no busca un trabajo?

–¿No crees que estoy buscando? –le preguntó. Sus ojos oscuros le brillaban de la rabia.

–Yo creo que debes ir a la universidad e informarte sobre ese trabajo que te dijo Nick, tal como te dijo Tía Reenie –dijo Trino agregando la parte de Tía Reenie porque a su madre ella le caía muy bien.

–¿Tú crees que es nomás ir al escritorio de una mujer y decirle “necesito un trabajo”, y ella me lo va a dar nomás así? –preguntó tronando los dedos para enfatizar las palabras que había dicho.

–No entiendo por qué no lo intentas –respondió Trino–. Yo tenía miedo cuando le pedí a la bibliotecaria que me enseñara cómo usar la computadora en la escuela. Pensé que me iba a regañar porque Zipper y yo causábamos problemas, pero no fue mala conmigo. Me enseñó cómo hacer algunas cosas para que yo pudiera usar la computadora igual que otros niños.

–No se trata de una secundaria, Trino. Es una universidad. ¿Tú crees que yo encajo ahí?

A pesar de su mirada enojada, Trino le sonrió a su madre.

–¿Tú crees que yo encajo en una universidad? Se supone que me voy a reunir con unos compañeros de la escuela en la biblioteca de la universidad mañana en la tarde para hacer ese proyecto de historia. ¿Cómo crees que nos sentimos todos? Una bola de niños de séptimo año trabajando en la biblioteca de la universidad.

–¿Por qué tienen que ir allá? Sólo tomen el camión a la biblioteca de la ciudad.

–La biblioteca de la universidad tiene libros escritos por latinos. El profesor Treviño nos dijo que si investigábamos en libros escritos por latinos obtendríamos más información sobre los tejanos.

La madre de Trino siguió mirándolo fijamente, pero ya se le había bajado el coraje. Parecía que también él estaba menos enojado. Sabía que tenía que ayudar a su madre de la manera que le fuera posible.

–Mire, mamá. Mañana cuando vaya a la universidad, voy a dar una vuelta por ahí y te digo cómo es. Mi amiga Lisana me dijo que el camión 75 te deja justo enfrente de la universidad. Debe ser fácil encontrar la biblioteca, ¿no cree?

Ella se encogió de hombros, luego bajó la mirada hacia el periódico.

–Ve a ver qué están haciendo tus hermanos. Yo estoy ocupada ahora –dijo, y su voz se oía muy mal.

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Trino vio de otra manera el miedo que sentía su madre del campo universitario cuando se bajó del camión. Atrás de una pared de ladrillo, muy alta, con el nombre de la universidad escrito en letras anchas y blancas, se alzaban altos edificios de ladrillo. Estaban rodeados de estacionamientos, banquetas y áreas verdes cubiertas con árboles de sombra. Parecía un complejo muy grande, que se extendía tan lejos como le era posible ver. Sólo unas cuantas personas caminaban por ahí esa tarde de domingo.

Pensó esperar en la parada del camión a que llegaran los otros, pero no sabía qué hora era. Tal vez había un reloj adentro, en la biblioteca, si tan sólo supiera cuál edificio era. Decidió seguir a un trío de muchachas que caminaban hacia un edificio alto de ventanas estrechas. Voltearon a verlo y soltaron risillas antes de entrar. Él se detuvo a mirar alrededor, y finalmente vio el anuncio, Semel Hall. A pesar de que no sabía qué era Semel Hall, sabía que no era la biblioteca. Buscó alrededor con la mirada y vio un edificio redondo con escalones al frente. Cuando vio el anuncio con una flecha que decía Biblioteca Académica, se sintió como si hubiera encontrado un dólar.

Trino caminó hacia el interior del edificio cruzando unas puertas pesadas de vidrio. Estaba sorprendido por el colorido de las piezas de arte que colgaban del cielo de la biblioteca. Había sofás azules cerca de las ventanas altas, y sillas verdes, grandes y cómodas, como si fuera un salón de la casa de alguien. Algunos estudiantes que estaban de pie cerca de unas máquinas grises de metal, hablaban mientras le metían monedas para sacar copias. Trino se fijó en todos los estantes, en una isla de computadoras en medio del pasillo y en los pequeños cubículos de estudio. Vio cuatro mesas altas con más computadoras, y atrás de ellas había más mesas, estantes con cajas de video, y dos escritorios pesados como los que usan los profesores.

Caminó hacia una computadora que estaba sobre una de las mesas altas y se le quedó mirando a la pantalla.

–¿Qué buscas? –le preguntó una voz amigable atrás de él.

Trino se sobresaltó un poco antes de voltear. Era una muchacha delgada de cabello largo negro. Usaba lentes con los vidrios color rosa. Su ropa era casual, pantalones de mezclilla y una camiseta. Se veía mayor, como una estudiante universitaria, pensó Trino. Pero le sonreía, así que él le respondió.

–Estoy tratando de encontrar algunos libros acerca de este hombre. Es para un proyecto de la escuela.

–Por supuesto que es para la escuela. ¿Por qué otra cosa vendría alguien a la biblioteca un domingo? Pero, ¿sabes cómo usar esta máquina? –Se colocó a un lado y puso la mano sobre el teclado. Como Trino se encogió de hombros, ella se rió suavemente–. Es pan comido, de verdad. Hay instrucciones en la parte baja de cada pantalla. Sólo escoge lo que buscas y presiona en un número. ¡Buena suerte!

Ella caminó hacia los estantes y Trino leyó la pantalla lentamente. 1. Título 2. Materia 3. Autor. Seleccione un número y presione ENTER.

Mordiéndose el labio inferior para concentrarse, Trino presionó el número 2 y luego ENTER. La pantalla se puso negra, luego apareció un cuadro amarillo largo. Las instrucciones decían que tecleara la materia en el cuadro y le daban un ejemplo. Trino abrió su cuaderno para asegurarse que deletreaba todo bien: navarro, josé antonio.

–¡Muy bién! ¡Sí puedo hacer esto! –murmuró Trino cuando vio dos títulos aparecer en la pantalla.

Abajo de la pantalla había más instrucciones para obtener información acerca de cada uno de los libros. Siguió las instrucciones y regresó a la pantalla original. Presionó en el número 2 nuevamente, y esta vez escribió Revolución de Tejas en el cuadro amarillo.

Para cuando Lisana, Jimmy, Héctor y Amanda llegaron, Trino ya había escrito los títulos y los números de seis libros acerca de José Antonio Navarro y la Revolución de Tejas. Anotó los pisos donde se podían encontrar los libros, aunque no sabía dónde estaba el elevador.

–He decidido que ustedes van a buscar los libros –les dijo–. Yo no tenía que hacer todo el trabajo solo.