–¿Dónde están los niños? –la madre le soltó la mano a Trino– ¿Están a salvo?
–Espero que sí –Trino dejó de hablar cuando escuchó de nuevo el extraño ruido metálico.
–Tenemos que salir de aquí, Mamá. Algo no está bien.
Los dos voltearon a ver unos débiles rayos de luz que venían de dos linternas.
–¡Trino, María! ¿Están bien? –preguntó una voz que venía de atrás de las linternas.
–¿Quién es usted? –preguntó Trino, que deseaba ver mejor.
–Soy el señor Cummins. Los chicos están en nuestro remolque. Nos dijeron que necesitaban ayuda –respondió el hombre.
Cuando el casero se acercó más, finalmente Trino pudo distinguir al hombre, bajo de estatura y grueso. Su piel negra y la ropa oscura lo hacían casi invisible, pero sus ojos mostraban una verdadera preocupación por ellos.
–¿Están bien mis niños?
–¡Claro! –la sonrisa del hombre mostró unos dientes blancos–. Cuando yo salí a encontrarlos a ustedes, la señora Cummins los estaba secando; trataba, en la oscuridad, de encontrarles ropa seca. Todo el parque está a oscuras.
Las linternas iluminaron el baño; así Trino pudo ver mejor las ramas quebradas y las hojas revueltas en el piso por todos lados.
–¡Qué desastre! Tienes suerte de estar viva, María –comentó el señor Cummins después de soltar un gran silbido.
–Mi mamá tuvo la suerte de su lado todo el día –respondió Trino, se sentía aliviado de que alguien estuviera ahí para ayudarlos. No se había dado cuenta qué tan asustado estaba hasta ese momento, cuando se puso a pensar en ello.
Arriba seguía crujiendo un sonido extraño.
–¿Qué es ese ruido? –le preguntó Trino al señor Cummins.
–Hay un árbol encima del remolque. Mejor vámonos de aquí, no sea que el árbol siga cayendo y se meta por el techo. ¡Vámonos!
La madre de Trino lo tomó de la mano nuevamente, antes de salir del remolque, atrás del señor Cummins. Sólo se detuvo un momento para agarrar las veladoras.
–Tal vez necesitemos más luz.
Le gustó que su mamá se llevara las veladoras. No era muy religioso, pero con la tormenta, pensó que no estaba de más tenerlas encendidas a lo largo de la noche.
A la mañana siguiente, Trino pensó que nunca olvidaría el espectáculo. El árbol grande que le gustaba escalar, ahora tenía un corte escabroso desde arriba hasta el tronco. Casi todas las ramas habían caído encima del remolque, cubriéndolo de una capa de hojas y palos. Una rama gigante sobresalía como un codo enorme recargado en lo alto del remolque. Era la misma rama que se había metido por el baño, justo cuando su mamá entró a la tina de baño para revisar la ventana.
–Ayer pensé que finalmente las cosas cambiarían –las palabras de su madre destilaban amargura–. ¡Conseguí un empleo! Pero hoy no tengo casa. ¿Por qué no puedo tener un momento de suerte por una sola vez en la vida?
Trino vio a su madre y cayó en la cuenta que ya estaba más alto que ella. Volteó a ver el remolque y luego la vio a ella. Si anoche su madre hubiera estado sentada en la taza, y no de pie en la tina del baño revisando la ventana, no estaría ahora enseguida de Trino observando lo que quedó de su remolque.
Trino nunca había hablado mucho con su madre, pero la compañía de Héctor y de sus nuevos amigos lo habían hecho tener más confianza para decir lo que pensaba.
–No tenemos casa en este momento, Mamá, pero por lo menos estamos todos a salvo –apuntó hacia el árbol caído y el remolque aplastado–, y pienso, híjole, nos salvamos de ésta. Tenemos mucha suerte.
Vio los ojos de su madre llenos de lágrimas antes de que echaran a andar hacia el remolque blanco, donde vivían los Cummins, al otro lado del parque.
Los Cummins habían sido muy amables al permitirles pasar la noche anterior con ellos, en su remolque, pero luego el señor Cummins mencionó que había escuchado en el radio que habían instalado un refugio de emergencia en la secundaria, y pensó que la mamá de Trino debería pedir ayuda allá. Trino pensó que sus problemas empeoraban.
El señor Cummins no les permitió entrar a su remolque por algo de ropa.
–El agente del seguro me dijo que nos mantuviéramos alejados del remolque por razones de seguridad, ¿entienden? –comentó el hombre.
Su madre sólo traía puestas un par de zapatillas de tela. Gus y Beto andaban descalzos. Y todos vestían la única ropa que les había quedado. Cuando salieron del remolque del señor Cummins, Trino cargaba a Beto, mientras su madre cargaba a Gus. Félix caminaba a un lado de ellos, se quejaba, pero nadie le respondía. Finalmente se calló y avanzó lentamente.
El parque de los remolques estaba sucio y desordenado, con charcos de lodo y zanjas con agua sucia. La ropa de Trino estaba sucia. El peso de Beto hacía sus pasos más lentos en el lodo. Pero también, sus pasos eran pesados y lentos porque no quería resbalarse y golpear a Beto en el suelo.
Mientras caminaban en silencio las seis cuadras de distancia que había a la secundaria, empezó a lloviznar. Cuando llegaron a una acera, Trino bajó a Beto para que caminara, pero tenía que cargarlo en las áreas sin pavimentar y en las calles en construcción, las cuales aumentaban el desastre que vivía el vecindario.
En el gimnasio de la escuela su madre firmó un par de papeles y entraron. Había filas de catres alineados en el piso del gimnasio. El centro estaba libre para las mesas y las sillas, y también para un área donde los niños jugaban juegos de mesa.
Beto y Gus estaban ansiosos por reunirse con los otros niños, y Trino estaba feliz de descansar los brazos después de haber cargado a Beto tanto tiempo.
–No se sienten en las camas con la ropa mojada –les dijo su madre, así que Félix y Trino terminaron por sentarse en las gradas cercanas a los catres que les habían asignado.
–¡Qué mala onda! –dijo Félix por décima vez en el día.
–Sí –dijo Trino, sólo que no sabía qué era peor: no tener casa, no tener ropa, o haber perdido esa sensación de buena suerte que había empezado a sentir.
Comieron hot dogs, papitas y coca-cola. La comida estaba caliente y podían comer toda la que quisieran. Con comida en el estómago y ropa seca, Trino empezaba a sentir que volvía a la vida. Sólo que la vida a su alrededor no era donde él quería estar.
Todos estaban en la tele de la esquina para oír las noticias. La tormenta había afectado a toda la ciudad: apagones, inundaciones, árboles caídos y escombros a causa de la crecida del agua. En el gimnasio, los desconocidos empezaron a hablarse unos a otros, a contarse sus historias. Félix empezó a contarle a todo mundo la historia del árbol que se cayó encima de su remolque, y hacía ver que él había rescatado a su mamá. Trino estaba enojado, pero también muy cansado para hacer cualquier cosa. Se estiró en el catre y se quedó dormido.
Una hora más tarde hubo mucha agitación. De una estación local de televisión, una mujer con un micrófono y un hombre con una cámara de video, llegaron a entrevistar a la gente que tuvo que dejar su casa y refugiarse en el gimnasio.
Trino todavía estaba acostado en el catre con los ojos cerrados. Oía a los bebés llorar y a los hombres hablar en voz alta, pero en medio de todo eso reconoció el suspiro largo y triste de su madre. Abrió levemente los ojos y vio que ella se sentó en el catre, a un lado del de él. Su rostro mostraba el cansancio, como si hubiera llegado a casa después de haber trabajado uno o dos turnos extras. Había algo patético en la manera en que su boca se dibujaba hacia abajo; en la forma en que su pelo negro caía, suelto, sobre los hombros.
–¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí, Mamá? –preguntó en voz baja.
–Por lo menos hasta mañana. Me gustaría que los teléfonos funcionaran. Yo creo que nos podríamos quedar con tu Tía Sofía, o tal vez Irene nos podría aguantar algunos días. Pero, si nos vamos del vecindario, ¿cómo van a ir a la escuela? ¿Quién va a cuidar a Gus y a Beto para que yo empiece en mi nuevo trabajo? Suspiró de nuevo. Estoy tan cansada de todo esto.
–¿Por qué no tratas de dormir? –Trino se recargó en un codo. Sentía que debía ayudar a su madre, pero no sabía qué hacer tampoco. Tal vez podría hablar con alguien que le diera alguna idea.
–Disculpa, ¿tú eres Trino? –preguntó una voz femenina a sus espaldas.
Se sentó en el catre y volteó hacia atrás. Una mujer bonita, con un saco rojo limpio y pantalones azules, le sonreía. Su cara tenía buen maquillaje y su pelo estaba limpio y peinado. Simplemente no encajaba entre la gente sucia y el desorden del gimnasio.
–¿Tú eres Trino? –preguntó nuevamente. Entonces vio el micrófono en su mano. Atrás de ella estaba un hombre de cabello oscuro con una gran videocámara sobre el hombro.
De pronto, Beto se subió a las piernas de Trino y dijo: –Él es Trino, pregúntele, señora.
–¡Bájate, Beto! –dijo Trino de mala manera y empujó a su hermano. Trino se balanceó para poder levantarse y Beto cayó en el catre vacío y se rió.
–Tu hermanito me explicó que tú salvaste anoche a tu madre, cuando un árbol se cayó encima del remolque donde viven. ¿Es cierto? –preguntó la mujer mientras sostenía el micrófono más cerca de la boca de Trino.
Vio más allá del hombro de la mujer a Félix, que estaba parado, pero no por mucho tiempo, porque éste se acercó y se puso enseguida de él para salir también en la tele.
Trino miró a la mujer, luego vio el lente de la cámara acercarse a él.
–Yo … yo solamente ayudé a mi mamá. Es todo –dijo, sintiendo que se le helaba la sangre en las piernas. El estómago le dio vuelta. Volvió a sentir la desesperación y el miedo de la noche anterior.
–Entiendo que no había electricidad en tu casa, ¿cómo la encontraste?
–Escuché su voz. Me di cuenta que estaba inmovilizada en el baño.
De pronto, la mujer movió el micrófono hacia la izquierda de Trino.
–¿Ella es tu mamá, Trino? Señora, ¿qué siente por el heroísmo de su hijo? ¿Está orgullosa de él, de que puso en riesgo su propia seguridad para salvarla a usted?
La mamá de Trino estaba detrás de él. Dio un paso al frente y se echó el cabello de la cara para atrás. Trataba de arreglárselo un poco mientras hablaba.
–Mi hijo Trino es un muchacho fuerte. Yo sabía que él podía ayudarme.
–Pero, ¿está orgullosa de él?
–¡Por supuesto que estoy orgullosa de él! –exclamó. Su voz se mostraba molesta por la pregunta–. Pude haber quedado atorada bajo el árbol toda la noche.
La mujer bajó el micrófono y dijo: –Muy bien, Joe. Ya tenemos suficiente del refugio por ahora.
–¡Qué padre! Ahora todos vamos a salir en la tele –sonrió Félix–. Yo nunca me he visto en la tele.
–Te vas a ver tan estúpido en la tele como te ves en la vida real –respondió Trino. Su hermano menor le dio un empujón en el hombro. Y antes de que Trino pudiera regresárselo, la reportera se dirigió a ellos.
–Trino, ¿podrías dar una vuelta con nosotros en nuestra van? ¿Nos podrías llevar al lugar donde vivían? –preguntó–. Me gustaría filmar el remolque y mostrar imágenes del árbol encima de él.
Cuando el señor Cummins vio la van blanca con letras rojas “KVUE Canal 7” pintadas, salió de su remolque a hablar con la mujer, que le había dicho a Trino que la llamara Liz, y Joe, al camarógrafo. Antes de que pudieran desempacar el equipo les dijo que él podía mostrarles daños peores que había dejado la tormenta en otra parte del parque. Joe agarró su cámara y los dos siguieron ansiosos al señor Cummins,
–Espéranos aquí –le dijo Liz a Trino.
Trino frunció el ceño y se recargó en la camioneta. ¿Qué podría ser peor que un árbol aplastara tu casa? Se preguntó él mientras veía al señor Cummins guiar a los reporteros. El hombre habló sin parar y Trino se alegró de quedar a un lado.
Una vez más vio con sorpresa el remolque. Alguien había pegado una X muy grande con una cinta amarilla, que tenía la palabra PELIGRO impresa en letras negras. Se preguntaba cómo estaría el remolque por dentro mientras veía fijamente la puerta. Todo lo que tenían, por muy poco que fuera, se había quedado en el remolque. Le molestaba el sentimiento de impotencia que se había apoderado de él desde la noche anterior. Vio el árbol caído y se descubrió pensando en una manera de cortarlo, como si toda esa pesadilla no hubiera sido otra cosa que un trabajo de árboles que tenía que hacer con Nick.
Entonces las palabras de Nick regresaron a su cabeza: Algunas veces un hombre se tiene que ayudar a sí mismo antes de ayudar a los demás.
Un plan empezó a tomar forma en la mente de Trino. Se fijó alrededor de él que nadie lo viera. Ya no veía al señor Cummins, ni a la gente de la tele. Pero sabía que el parque de los remolques no era muy grande, y que si iba a hacer algo tenía que hacerlo rápidamente. Volvió a ver alrededor de él una vez más, luego corrió hacia la puerta de enfrente y quitó la cinta adhesiva amarilla fácilmente.
La puerta estaba atorada, pero Trino la empujó con el hombro para que se abriera. Una vez adentro vio unas toallas empapadas que el lodo, el agua, las hojas y los palos amontaron contra la puerta. El piso era un desorden. Los zapatos se hundían y chapaleaban cada vez que daba un paso. El agua fría y sucia se metía por los hoyos de sus tenis. A los cuatro pasos ya tenía los pies empapados.
El remolque estaba oscuro, pero algo de luz entraba a través de las pequeñas ventanas. Caminó hacia la cocina esperanzado en encontrar una bolsa de la basura en el gabinete que estaba a un lado del refrigerador. Encontró dos en el estante de en medio y exclamó un rápido “sí”. Luego se encaminó hacia la recámara.
Los ruidos metálicos crujían arriba de él. Trino vio hacia arriba y se preguntó si en algún momento el árbol se caería completamente sobre el remolque. Esperaba que no fuera a ocurrir en los siguientes dos minutos.
Los zapatos de Beto y Gus flotaban cerca del sofá. Estaban empapados y sucios de lodo, pero una vez limpios se podrían usar. Chapaleó hasta el pasillo y trató de no pensar en el desorden de la recámara que compartía con sus hermanos. El olor era muy desagradable, como a charco de agua estancada. Las camas estaban enlodadas, y en el clóset el agua subía varias pulgadas. La ropa que con descuido ellos habían tirado en el piso estaba mojada y sucia, así que no la tocó. En cambio abrió los cajones y agarró la ropa que encontró.
Luego entró a la recámara de su mamá. Sabía que su mamá necesitaba zapatos, y alguna ropa que pudiera usar en el trabajo. Vio el bolso de su mamá arriba del tocador, y también lo echó en la bolsa. Sus pasos chapaleaban sobre la alfombra cuando caminaba. Tomó pantalones del clóset, algunas blusas, y abrió los cajones, también.
Se sintió extraño cuando tomó la ropa interior de su mamá, pero sabía que ella la necesitaba, así que la guardó en la otra bolsa. Los sonidos metálicos arriba de él se oían con más fuerza en la recámara de su mamá, por lo cual pensó que debía darse prisa. Mientras trabajaba el sudor resbalaba por su espalda, y sentía la garganta como si hubiera caminado por el desierto.
Trino buscó a un lado de la cama y sintió un golpe de alegría. Encontró los zapatos negros, de cintas, que su mamá usaba generalmente cuando trabajaba, también un par de tenis gastados que usaba para andar en la casa. Estaban pegajosos por el lodo, pero Trino agarró una almohada, la sacó y guardó los zapatos en la funda antes de meterlos en la bolsa de la basura.
Se detuvo un momento y pudo ver los estragos en el baño con la luz del día. Porque las bolsas estaban muy cargadas, caminó pesadamente pensando que parecía un Santa Claus de barrio con las bolsas colgando del hombro.
Cuando regresó a la puerta de enfrente se dio cuenta que la había abierto apenas lo suficiente para que cupiera su cuerpo. Con una mano jaló la puerta, mientras que con la otra agarraba con fuerza las bolsas. No quería soltarlas y arriesgarse a que la ropa se llenara de agua y lodo.
Con los dientes apretados y un segundo y decisivo intento, se las arregló para abrir más la puerta, lo suficiente para sacar las bolsas y salir de ahí.
–¡Trino! ¿Qué estás haciendo?
La atronadora voz que oyó lo hizo tambalearse. Por poco se cae en el umbral de la puerta. Empujó las bolsas y amortiguó la posible caída en la pared del remolque, hasta que logró equilibrarse.
Salió del remolque para encontrarse con la cara enojada del señor Cummins, los ojos muy abiertos de la reportera, y la divertida sonrisa del camarógrafo.
–¿Estás loco, muchacho? ¡Es peligroso meterse ahí! ¿Qué te pasa? –el señor Cummins caminó con pasos fuertes hacia Trino y apuntó al remolque–. Esta mañana le dije a tu mamá que nadie podía entrar ahí. Es peligroso. Hasta la policía vino a clausurar la puerta. Te pueden arrestar por meterte ahí. ¿Sabías eso?
Trino soltó las bolsas. Sentía los brazos dormidos por el peso, pero al mismo tiempo se sentía muy fuerte. Se dio cuenta que la reportera lo miraba fijamente, entonces recordó lo que le había preguntado a su mamá en el refugio: ¿está orgulloso de él?
En este momento Trino se sentía orgulloso de sí mismo. Se paró firmemente y enfrentó el coraje del señor Cummins.
–Señor Cummins, mi familia ya no tiene nada –explicó Trino–. Pero mi mamá tiene un trabajo nuevo y necesita su ropa. Mis hermanos no tienen zapatos, y esta camiseta y estos jeans son todo lo que tengo. Si usted estuviera en mi situación, ¿no haría usted lo mismo por su familia?
Ante eso, el señor Cummins apretó los labios y se le formó una línea gruesa en la cara. Sus ojos negros aún estaban enojados, pero no dijo nada más.
Trino volteó a ver a todos lados y regresó al remolque. Con ambas manos cerró la puerta. Agarró la cinta y trató de pegarla de nuevo en su lugar.
–Está bien, déjala así. Yo la voy a arreglar –dijo el señor Cummins con una voz más calmada–. De cualquier manera iba a ir por la llave para cerrar la puerta.
–Muy bien, señor Cummins, no quiero que nadie robe nuestras cosas –asintió Trino.
A pesar de que era peligroso, Trino sabía que había vagos que se arriesgaban por unas cuantas cosas que pudieran robar, aunque Trino también sabía que nada de lo que había adentro valía la pena.
–Trino, ¿por qué no acomodas las bolsas en la van y te llevamos de regreso al refugio? –le dijo Liz. Trino se fijó que ella estaba parpadeando mucho, luego respiró hondo y se acercó al señor Cummins para hacerle una pregunta–. ¿Qué planes tiene para el remolque?
–De momento no sé. Tengo que conseguir a alguien que corte el árbol y lo saque del remolque para ver la dimensión del daño –respondió.
A pesar del peso que llevaba en las manos, Trino se regresó para hablar con el señor Cummins.
–Yo conozco a un hombre que corta árboles. Él y yo cortamos árboles los fines de semana. Él podría, nosotros podríamos, hacer el trabajo.
–No, voy a emplear a gente profesional. La compañía de seguros le pagará a alguien que haga el trabajo bien –respondió el señor Cummins con el ceño fruncido y negando con la cabeza–. Lo siento, muchacho.
La rápida negativa del señor Cummins enojó a Trino, pero la pérdida de ese dinero que su familia necesitaba tanto lo puso furioso.
Mientras Trino caminaba a la van de KVUE sintió que le dolían los brazos y las piernas. Llevaba los zapatos llenos de lodo y agua. Cargaba en dos bolsas la ropa que le había quedado a su familia.
Esto podía haber sido una escena deprimente en una película de televisión. Pero se trataba de la vida de Trino, con el lodo y todo lo demás.