Capítulo 6

 

DOS SEMANAS después, Santiago volvía a casa con el gesto torcido.

Su empresa, Velázquez Internacional, llevaba dos semanas negociando la adquisición de una cadena hotelera canadiense, pero las negociaciones habían sido un fracaso. Había ofrecido un precio excelente, pero los McVoy seguían negándose, no porque quisieran más dinero sino porque exigían la promesa de mantener a todos los empleados.

Santiago hizo una mueca. ¿Qué tonto prometería tal cosa? Por eso estaba tenso, se decía a sí mismo. No tenía nada que ver con el acuerdo de separación de bienes que llevaba en el maletín.

Por supuesto, Belle debía firmar el acuerdo. Él era multimillonario, ella no tenía nada. Sin un acuerdo de separación de bienes se arriesgaría a perder la mitad de su fortuna desde el momento que dijese: «sí, quiero».

Pero se sentía inquieto cuando entró en la mansión, llena de flores y empleados que iban de un lado a otro. Pronto llegarían los primeros invitados a la fiesta de compromiso, donde Belle sería presentada a la alta sociedad de Nueva York. Santiago tomó el ascensor para ir a su habitación y se detuvo al ver a Belle frente al espejo, con un elegante vestido negro, su pelo sujeto en un sofisticado moño. Estaba poniéndose los pendientes de diamantes que le había regalado el día anterior, tan brillantes como el anillo de diez quilates que llevaba en el dedo. Pero cuando se dio la vuelta notó que estaba pálida.

–¿Qué ocurre?

Ella esbozó una temblorosa sonrisa.

–Estaba empezando a pensar que iba a tener que bajar sola a la fiesta.

–No, claro que no –Santiago dejó el maletín en el suelo y se inclinó para besarla en la mejilla–. Estás preciosa.

–Ah, me alegro. Entonces el dolor merece la pena.

–¿El dolor? ¿Te han hecho daño?

Ella levantó un pie para mostrarle el zapato de tacón.

–Son una tortura, pero al menos la niña está cómoda porque todos mis vestidos son anchos –Belle miró el maletín–. Bueno, ¿cuándo vas a dármelo?

–¿A qué te refieres?

–Al acuerdo de separación de bienes.

Santiago parpadeó, sorprendido. ¿Cómo lo sabía?

Por supuesto que lo sabía, se dijo a sí mismo. Belle era intuitiva e inteligente.

–Tú sabes que es necesario.

–Sí, lo sé.

No discutió, no se quejó. Santiago se sintió como un canalla y eso lo irritó aún más. Incómodo, entró en el vestidor para ponerse el esmoquin.

–Santiago, ¿soy una esposa trofeo? –le preguntó Belle unos minutos después.

–¿De qué estás hablando?

–Ayer, durante la reunión con la organizadora de bodas, conocí a otras mujeres. Todas iban vestidas del mismo modo, como si llevasen un uniforme –Belle miró el vestidor–. Elegantes vestidos de color negro o beige.

Santiago se dejó caer sobre la cama para ponerse los zapatos italianos.

–Yo no te he dicho cómo tienes que vestir.

–No, pero me lo dijo la estilista. E insistió en que siempre debía llevar zapatos de tacón para parecer más alta –Belle miró sus pies y dejó escapar un suspiro–. Lo siento, estoy intentándolo, de verdad. Es que temo no ser lo que tú necesitas y no poder encontrar mi sitio en tu mundo…

–¿Mi mundo? Yo tampoco nací rico, Belle. En Madrid no tenía nada y he descubierto que solo hay una forma de encajar en un mundo que no te quiere: a la fuerza. Tendrás que hacer que sea imposible ignorarte.

–¿A la fuerza? Ni siquiera puedo hacer que la organizadora de la boda tome en consideración mis ideas. Nuestra boda va a ser horrible.

–¿Horrible por qué?

Belle puso los ojos en blanco.

–Ella la llama «posmoderna». Mi ramo de novia será un cactus y en lugar de una tarta nupcial servirán una espuma dorada.

–No me digas.

–Cuando le dije que quería un sencillo ramo de flores y una tarta normal la mujer se rio de mí. De verdad, se rio de mí y me dio una palmadita en la mano, como si fuera una niña pequeña.

Santiago soltó una carcajada.

–Sé que organiza bodas poco convencionales, pero es la mejor y le he pedido que organice la más espectacular de la temporada.

–¿Espectacular significa malgastar millones de dólares en cosas estúpidas que yo no quiero para impresionar a gente a la que ni siquiera conozco?

–Dijiste que querías encajar en mi mundo, ¿no? Una gran boda es una demostración de poder.

–Pero no me deja invitar a mis hermanos. Dice que un fontanero y un bombero no se sentirían cómodos en un evento tan importante, pero yo creo que teme que no peguen con la decoración.

¿No quería invitar a los hermanos de Belle? Santiago estaba dispuesto a consentir el cactus y la espuma dorada, pero excluir a miembros de la familia era inaceptable.

–Hablaré con ella –dijo mientras terminaba de ajustarse la pajarita–. ¿Bajamos?

A Belle le temblaban las manos mientras lo tomaba del brazo.

–Habrá tantos invitados esta noche…

–Todo saldrá bien –dijo él, aunque entendía su nerviosismo. En agosto la ciudad solía estar desierta, pero todos los que habían recibido invitación habían respondido que acudirían. Aunque tuviesen que viajar desde Connecticut o los Hampton.

Al parecer, todo el mundo sentía curiosidad por conocer a la embarazada prometida de Santiago Velázquez, el famoso playboy.

–Imagino que habrá cotilleos sobre mí –dijo Belle.

–No hagas caso.

–El mayordomo tiene razón, no soy nadie.

–Tampoco lo era yo cuando llegué aquí –señaló Santiago.

–Pero ahora eres multimillonario. Seguro que nunca has fracasado en nada.

Eso no era cierto. Cinco años antes, Santiago había fracasado de la forma más espectacular. Pero no iba a hablarle de Nadia, ni en ese momento ni nunca.

Pulsó el botón del ascensor y se volvió hacia ella con el ceño fruncido.

–Espera un momento. ¿Qué has querido decir con eso del mayordomo? ¿Jones te ha dicho algo?

–Le oí hablando con la criada y la cocinera hace un par de semanas. Se burlaban de mí… Jones dijo que solo tendrían que obedecer mis órdenes hasta que naciese nuestra hija porque luego tú te librarías de mí.

–¿Qué? ¿Por qué no me lo habías contado?

La expresión de Santiago se volvió colérica. Era intolerable que los empleados se atreviesen a burlarse de la mujer con la que iba a contraer matrimonio. Cuando salieron del ascensor se dirigió a un joven que estaba colocando copas sobre una bandeja.

–Dile a Kip que se encargue de abrir la puerta.

–Muy bien.

Luego se dirigió hacia la cocina, donde Jones, Dinah Green, la cocinera, y Anna, la criada, estaban ocupados preparándolo todo.

–¿Qué ocurre, señor Velázquez? –preguntó el mayordomo.

Santiago miró de uno a otro con expresión helada.

–Estáis despedidos. Los tres. Haced las maletas, os quiero fuera de aquí en quince minutos.

–Pero la comida para la fiesta… –empezó a decir la señora Green.

–¿Qué hemos hecho? –preguntó Anna.

–Ha sido usted –dijo Jones, fulminando a Belle con la mirada–. Usted le ha pedido que nos despida.

–Yo no quería que esto pasara. Por favor, Santiago, no tienes que…

Pero él estaba furioso y no atendía a razones.

–Esta fiesta ya no es asunto vuestro.

El mayordomo irguió los hombros en un gesto desdeñoso.

–Muy bien. De todas formas, trabajar para ella habría destruido mi reputación profesional. Este no es su sitio.

–¿Crees que eso destruiría tu reputación profesional? –repitió Santiago, con un tono tan gélido que Belle se asustó–. Si vuelves a hacer un comentario sobre mi prometida yo me encargaré de que nadie vuelva a contratarte.

–Santiago… –Belle tiró de la manga de su chaqueta–. No quiero que pierdan su trabajo. Solo quería contarte…

–Debería haber imaginado que se lo contaría –la interrumpió Jones con gesto venenoso–. Para eso estuvo espiando.

El acento británico de Jones había desaparecido y, de repente, Santiago supo por qué el mayordomo había odiado a Belle desde el primer día.

–No eres británico –lo acusó.

–No, nací en Nueva Jersey y estoy harto de ser mayordomo –respondió Jones, mirando a Belle–. Usted puede quedarse aquí hasta que la eche, pero yo tengo mejores cosas que hacer.

Después de eso salió de la cocina con gesto altanero.

–¿Queréis decir algo más? –preguntó Santiago.

La joven criada, Anna, se volvió hacia Belle con gesto avergonzado.

–Lo siento, señorita Langtry. Lamento mucho haber dicho lo que dije.

La cocinera dio un paso adelante.

–Y yo bromeé sobre la barra de stripper porque… bueno –la mujer se puso colorada– yo fui stripper de joven durante unos meses. No es algo de lo que esté orgullosa, pero el padre de mi hijo nos había abandonado y estaba desesperada.

–Por favor, no me despida –le suplicó Anna–. Necesito este trabajo. Estoy pagando mis estudios de Derecho y necesito el dinero.

–Lo siento, pero ya no está en mi mano. Belle lo decidirá.

Anna la miraba con ojos suplicantes y la cocinera estaba a punto de llorar.

–Por favor, quedaos –dijo Belle con voz temblorosa–. Si no os avergüenza trabajar para mí…

–No, claro que no –declaró Anna fervientemente–. ¿Cómo iba a avergonzarme? Me avergüenzo de mí misma por haber dicho lo que dije.

–Yo también –confesó la cocinera–. Gracias, señorita Langtry.

Belle esbozó una sonrisa.

–Yo sé lo que es estar embarazada y sola. Nadie te va a juzgar por lo que hiciste.

–No me deis razones para lamentar la generosidad de mi prometida –les advirtió Santiago–. No habrá una segunda oportunidad.

–No, señor Velázquez.

Cuando salieron de la zona de servicio Santiago la miró intentando disimular una sonrisa.

–Tendremos que contratar otro mayordomo.

–Yo creo que no hace falta. Podemos arreglarnos sin mayordomo.

–¿Quieres ahorrar gastos? –bromeó Santiago.

Belle sonrió, señalando el enorme anillo de diamantes.

–No me puedo ni imaginar lo que habrá costado.

Nada, pensó él, aclarándose la garganta.

–Y los pendientes –le recordó. Esos, al menos, habían sido comprados especialmente para ella.

–Podrían ser falsos y nadie se daría cuenta de la diferencia. Yo menos que nadie, así que es tirar el dinero.

–Como buscavidas eres terrible – ironizó Santiago.

–Lo sé –asintió ella, mirando el anillo–. Es precioso, pero me siento un poco culpable. Con este anillo seguramente se podría comprar un coche.

Cuando lo compró, cinco años antes, pagó lo que hubiera pagado por una casa. Pero lo había comprado para otra mujer, de modo que Belle no debería sentirse culpable.

El timbre sonó de nuevo y Kip, que medía dos metros, abrió la puerta. El invitado, un embajador, puso cara de sorpresa y su enjoyada esposa parecía espantada.

–Oh, no –susurró Belle.

–No sé si Kip es el más adecuado para hacer de mayordomo –dijo Santiago.

–Sería mejor que lo hiciéramos nosotros.

–¿Abrir la puerta nosotros mismos?

–¿No sabes abrir una puerta? –bromeó Belle–. Venga, vamos a darles una gran bienvenida texana.

–Pensé que te daban miedo los ricos y famosos.

–Y así es, pero mi madre solía decir que solo hay una forma de superar el miedo: lanzarse de cabeza.

Viendo la determinación en su precioso rostro, Santiago sintió la tentación de hacer una contraoferta: echar a los invitados, cerrar la puerta y hacerle el amor allí mismo, entre los jarrones de flores y las bandejas de canapés.

Pero el timbre sonó de nuevo y Belle tiró de él hacia la puerta.

–Acabo de despedir a Jones, Kip –dijo Santiago–. Asegúrate de que no se lleve la plata.

–Sí, señor –murmuró el guardaespaldas, claramente aliviado.

Santiago, con Belle a su lado, abrió la puerta para dar la bienvenida a sus ilustres invitados. Todos eran extraños para Belle, pero los recibió con una amable sonrisa, como si de verdad se alegrase de verlos. Algunos parecían encantados, otros más bien sorprendidos.

Santiago estaba eufórico y, mientras observaba a Belle charlar con todo el mundo, sintió una mezcla de orgullo y deseo. No podía apartar los ojos de ella. Era bellísima.

Con ese vestido, los zapatos de tacón, el maquillaje y el elegante moño parecía una chica de la alta sociedad. Llamaba la atención más que nadie. Era la mujer más bella de la fiesta.

Solo él sabía de sus miedos e inseguridades, pero eso hacía que se sintiese aún más orgulloso de ella. Esa noche admiraba su valor y su gracia más que su belleza.

La fiesta fue un éxito por Belle. Ella era la estrella.

En ese momento estaba charlando con los propietarios de la cadena hotelera canadiense, que parecían encantados con ella.

Se le daba tan bien ser anfitriona como a Nadia, pensó, asombrado. Quizá incluso mejor.

Había conocido a Nadia en el orfanato de Madrid, cuando tenía catorce años. Era rubia, preciosa, un año mayor que él, con unos ojos de color violeta y una risa ronca y sensual. Se había enamorado de inmediato. Cuando le contó que pensaba escaparse para buscar a su padre, el duque de Sangovia, Nadia decidió ir con él.

Se había quedado entre unos arbustos mientras los guardias del palacio llamaban a su padre por teléfono, pero la respuesta del duque había sido soltarle a los perros. Santiago había salido huyendo, perseguido por dos enormes mastines, tropezando hasta la verja para caer a los pies de Nadia.

–No has tenido suerte, ¿eh? –había dicho ella, mirando los amplios ventanales del palacio–. Algún día yo viviré en un sitio como este.

–Yo no –había replicado Santiago, mirando hacia atrás con odio–. Mi casa estará a miles de kilómetros de aquí y será mucho mejor que este palacio. Y tú serás mi mujer.

–¿Casarme contigo? No, yo voy a ser una estrella de cine. No pienso casarme ni contigo ni con nadie a menos que… –Nadia miró el palacio con gesto soñador–. Si pudieras hacerme duquesa me lo pensaría.

Eso era algo que Santiago nunca podría hacer. Él no era el legítimo heredero, solo un bastardo cuyo padre no se había molestado en darle un hogar, un apellido o un minuto de su tiempo. Y, de repente, se sintió abrumado por una oleada de cólera.

Él sería mejor que su padre, mejor que su hermanastro. Mejor que todos ellos.

–Algún día seré multimillonario. Entonces te pediré que te cases conmigo y tú dirás que sí.

Nadia había reído, incrédula.

–¿Multimillonario? Sí, claro. Pídemelo entonces.

Había ganado sus primeros mil millones de dólares cuando tenía treinta años, pero era demasiado tarde. El día que su empresa salió a Bolsa subió a su jet privado para ir a Barcelona, donde Nadia estaba rodando una película. Cuando llegó a su lado clavó una rodilla en el suelo y le ofreció el anillo, como había imaginado durante toda su vida. Y luego esperó.

Uno nunca sabía cómo iba a reaccionar Nadia, que sabía cómo encandilar con una sonrisa y romper el corazón de un hombre con una sola mirada. Preciosa como una reina, ella había pestañeado coquetamente.

–Lo siento, cariño, llegas demasiado tarde. Acabo de aceptar la proposición de matrimonio de tu hermano –le dijo, levantando la mano izquierda, donde brillaba un exquisito anillo antiguo–. Voy a vivir en el palacio de Las Palmas y algún día seré duquesa. Solo puedo hacer eso si me caso con el legítimo heredero del duque de Sangovia y ese no eres tú, lo siento.

Era amargo pensar que Nadia viviría con su padre y su hermano mientras él nunca los había conocido.

Nadia se había casado con su hermano cinco años antes y, mientras esperaba convertirse en la duquesa de Sangovia, se contentaba con el título de marquesa y el más frívolo título que le habían otorgado las revistas europeas: «la mujer más bella del mundo».

–Tienes una chica estupenda.

Santiago volvió al presente, sorprendido. Era Rob McVoy, el director de la cadena hotelera canadiense.

–Gracias.

–El hombre que haya conseguido el amor de Belle debe ser un hombre de confianza, así que he cambiado de opinión. Firmaremos el acuerdo.

–¿En serio?

El hombre le dio una palmadita en el hombro.

–Nuestros abogados se pondrán en contacto.

Santiago estaba asombrado. ¿Habían negociado durante semanas sin llegar a ningún sitio y estaban dispuestos a venderle la empresa después de charlar unos minutos con Belle?

Seguía asombrado horas después, cuando los aperitivos y el champán casi habían desaparecido, las flores empezaban a marchitarse y los últimos invitados estaban despidiéndose. Belle había subido a la habitación para descansar, dejando a todo el mundo con ganas de conocerla mejor. ¿Cómo se había hecho tan popular con tanta gente en tan poco tiempo?

No con todo el mundo, por supuesto. Algunas de las esposas y novias trofeo la miraban con recelo, susurrando a sus espaldas.

Todos los demás la adoraban.

Santiago subió a la habitación y la encontró sentada en la cama, frotándose los doloridos pies.

–Estos tacones son una tortura, de verdad.

Dejando caer la chaqueta del esmoquin al suelo, se sentó a su lado y se puso un pie en la rodilla para darle un masaje.

–Ah, qué maravilla –murmuró ella, cerrando los ojos.

–¿Lo has pasado bien en la fiesta?

–Sí, muy bien.

–¿De verdad?

Suspirando, Belle abrió los ojos.

–Sí, claro.

–Eres la peor actriz que he conocido nunca –observó Santiago, sin dejar de masajear sus pies.

–Muy bien, no ha sido fácil. Estos zapatos son un tormento y la gente hablaba de cosas que yo no entendía… tipos deudores, activos, acciones. Otros hablaban de artistas a los que no conozco y parecían impresionados con tus cuadros.

Santiago sonrió.

–Esta noche has sido asombrosa. Cada vez que te miraba, la persona con la que estabas hablando parecía embelesada.

–¿En serio? Ah, no, solo intentas ser amable.

–Perdona, ¿nos conocemos?

Belle soltó una carcajada.

–Bueno, he hecho lo que he podido.

–Has cerrado un acuerdo multimillonario.

–¿Qué?

–Los McVoy…

–Ah, los de Calgary. Eran muy simpáticos.

–He estado semanas negociando con ellos, intentando comprar su cadena hotelera… se habían negado a vender hasta esta noche. Acaban de aceptar por ti.

–¿Por mí?

–Dicen que el hombre al que tú quieras no puede ser malo.

–Pero yo no les he dicho que te quiero –murmuró Belle, apartando la mirada.

–Lo habrán supuesto ya que vamos a casarnos –bromeó él, levantando las manos para darle un masaje en el cuello mientras respiraba su aroma a vainilla y azahar.

–¿Puedo hacerte una pregunta?

–Vas a preguntarme de todos modos.

–Sí, es verdad. ¿Qué es lo que tienes contra el amor?

Santiago se quedó inmóvil.

–Ya te hablé de mis padres.

–¿Es por eso? No, tiene que haber algo más, alguien más –Belle tomó aire–. Tú conoces mi triste historia romántica, pero yo no sé nada sobre tu vida…

–No, es verdad –la interrumpió él–. Hubo una mujer.

No sabía por qué estaba dispuesto a contárselo ya que nunca se lo había contado a nadie.

–Cuando era un adolescente conocí a una chica en el orfanato. Era rubia, preciosa, con los ojos de color violeta… –Santiago se puso tenso al recordar lo que había sentido por Nadia entonces–. Era mayor que yo, muy lista y valiente. Los dos teníamos grandes sueños para el futuro, los dos queríamos conquistar el mundo –añadió, esbozando una sonrisa amarga–. A los catorce años le pedí que se casara conmigo y ella me dijo que volviera a pedírselo cuando fuese millonario. Y lo hice.

–¿Qué?

–Gané mil millones de dólares para ella –Santiago apretó los labios–. Tardé dieciséis años, pero cuando mi compañía salió a Bolsa cinco años atrás, fui a España con un anillo de diamantes.

Sin darse cuenta miró la mano de Belle, pero, por suerte, ella no se dio cuenta.

–¿Y qué pasó? –le preguntó, con los ojos de par en par.

–Que era demasiado tarde. Ella quería algo que yo no podía darle y acababa de comprometerse con mi hermano.

–¿Tu hermano?

–Me dijo que se había sentido atraída por Hugo en parte porque le recordaba a mí. Una versión mejor de mí –le contó, sin emoción. Tenía mucha práctica en no mostrar emociones, en no sentir nada–. Y ni siquiera podía criticarla por ello. Casarse con el hijo del duque de Sangovia significa no solo ser rica sino famosa y poderosa en toda Europa. Y algún día, cuando mi padre muera, será duquesa.

–De todos los hombres de la tierra va a elegir a tu hermano –Belle sacudió la cabeza–. Qué mujer tan horrible. Ahora entiendo que no quieras saber nada del amor o del matrimonio. ¿Qué hiciste al saber que iba a casarse con tu hermano?

Santiago se encogió de hombros.

–Volví a Nueva York y trabajé más que nunca. Mi fortuna es ahora más grande que la de ellos. La familia Zoya tiene una hacienda en Argentina, así que compré un rancho más grande en Texas. Ellos tienen una colección de arte, pero la mía es mejor. No los necesito, no son nada para mí.

–Pero son tu familia –dijo Belle, entristecida.

–Ellos decidieron no serlo.

Belle lo abrazó y, por un momento, Santiago aceptó el abrazo, respirando profundamente. Ni siquiera se había dado cuenta de lo tenso que estaba hasta ese momento, pero la tensión desapareció entre los brazos de Belle.

Ella le ofrecería consuelo esa noche. Y lealtad. Gracias a su encanto había logrado que firmase un acuerdo importante. Se lo había dado todo sin pedir nada a cambio y quería mostrarle su agradecimiento, pero a Belle no le gustaban las joyas, los vestidos o las obras de arte. ¿Entonces qué?

Enseguida se le ocurrió una idea.

–Tendremos la boda que tú quieras.

Los ojos de Belle se iluminaron y solo por eso merecía la pena.

–¿De verdad?

–Y tus hermanos estarán invitados. No tenemos que organizar una gran boda… de hecho, mientras seamos marido y mujer antes de que nuestra hija venga al mundo me dan igual los detalles.

Ella inclinó a un lado la cabeza.

–¿Qué tal si nos casamos aquí?

–¿Aquí?

–Sí, aquí. Y quiero llevar un ramo de flores, nada de cactus. Y una tarta de verdad.

–Ah, Belle –riendo, Santiago tomó su cara entre las manos–. Olvida lo que dije sobre encajar en mi mundo. Nunca encajarás.

–¿Qué?

–No tienes que encajar porque tú has nacido para llamar la atención, querida. Eras la mujer más bella de la fiesta. Nadie podía compararse contigo y yo no podía apartar los ojos de ti.

–¿De verdad?

–Solo hay un problema: el vestido –Santiago pasó las manos por la prenda–. Me está volviendo loco.

–¿Qué le pasa al vestido?

Él la envolvió en sus brazos.

–Qué aún sigues llevándolo puesto –susurró, inclinando la cabeza para buscar sus labios.