PARA Santiago el sexo siempre había sido algo sencillo, fácil. Un alivio rápido, un breve placer rápidamente olvidado.
Pero el sexo con Belle era diferente. Era un incendio, una conflagración, una droga de la que nunca tenía suficiente. Pero, como ocurría con cualquier droga, pronto empezó a sufrir efectos secundarios indeseados y sorprendentes.
No podía negarle nada. La celebración que había propuesto la organizadora de bodas hubiera sido el evento del año, pero Belle quería una ceremonia íntima, sin pompa ni prensa, que no aumentaría el prestigio de su apellido.
Y dejaría que se saliera con la suya.
Y su influencia no terminaba ahí. Santiago se encontraba pensando en ella durante el día, cuando debería estar concentrado en dirigir su empresa. Estaba distraído y eso afectaba a su negocio. Se sentía impaciente, incluso aburrido, en las reuniones.
Llevaba casi veinte años concentrado en convertir Velázquez Internacional en un conglomerado multimillonario, pero se encontraba firmando documentos sin pensar. Le daban igual los beneficios. Solo quería volver a casa para estar con Belle. En sus brazos, en su cama.
Y la situación empeoraba. Por la noche, entre sus brazos, perdido en sus grandes y expresivos ojos castaños, besando sus sensuales labios, empezaba a sentir algo que había jurado no sentir nunca más. Algo más que deseo.
Le importaba su opinión. Le importaba todo en ella.
El matrimonio era algo que podía justificar, un mero pedazo de papel para darle el apellido a su hija.
Pero que Belle le importase tanto…
Necesitar que fuera feliz. Necesitarla a ella…
Eso era otra cosa.
Él nunca se arriesgaría a la devastación de amar a alguien otra vez. No podía ser tan estúpido.
Cada noche sentía la intimidad creciendo entre ellos y la boda en la que una vez había insistido empezaba a parecerle una bomba de relojería. A punto de explotar. De destruir todo lo que había levantado.
Hacía que desease salir corriendo.
«He hecho una promesa», se recordó a sí mismo. «A Belle, a nuestra hija. No voy a ir a ningún sitio».
Pero el miedo se intensificaba cada día. Daba igual que intentase esconder sus sentimientos, daba igual que intentase negarlos.
«Tengo que casarme con ella por mi hija. Solo es un papel, no voy a vender mi alma».
Pero, por mucho que se lo dijera, no podía escapar de sus miedos.
Belle despertó al amanecer el día de su boda y, cuando abrió los ojos y miró el otro lado de la cama, esbozó una sonrisa más brillante que el sol.
Santiago dormía a su lado.
Era un buen augurio y sonrió, feliz, escuchando su tranquila respiración en la penumbra del dormitorio.
Iba a casarse con él esa noche. Y justo a tiempo, además. Tres semanas antes de salir de cuentas estaba tan hinchada que apenas cabía en el vestido. Esa noche, en la terraza, en una ceremonia a la luz de las velas, se convertiría oficialmente en la esposa de Santiago Velázquez.
Aquel mes en Nueva York había sido maravilloso y Belle había decidido redecorar la casa. Las siete plantas, el ascensor, la terraza con piscina, el sótano, todo se había convertido en un hogar de verdad, un hogar cómodo y acogedor. Había flores, alegres cojines y mullidos sofás en los que podía relajarse.
Después del incómodo principio se había hecho amiga de las empleadas, Dinah Green, la cocinera y Anna Phelps, la criada, y a menudo las ayudaba con sus tareas. A veces por tener compañía, otras porque le gustaba cuidar de la casa.
Entre las tres se habían encargado de que todo estuviese preparado para el día de la boda.
Sería muy sencilla ya que solo acudirían familiares y amigos íntimos. Un juez amigo de Santiago oficiaría la ceremonia y después cenarían en la terraza, con música de un trío de jazz, tarta y champán. Y todo terminaría a medianoche.
Planear el evento no había sido difícil. Ella no era exigente y, además, había descubierto que vivir en el Upper East Side de Manhattan, tener un conductor a su disposición y una tarjeta de crédito sin límite de gasto era una experiencia de Nueva York completamente diferente.
En realidad, todo allí era diferente. Un ginecólogo iba a verla a casa, tenía tiempo libre y Santiago parecía encantado con los cambios. Su corazón se aceleraba cuando volvía a casa cada noche y cenaban juntos. Siempre estaba muy ocupado y a menudo trabajaba hasta muy tarde, pero los fines de semana solían cenar en los mejores restaurantes de Manhattan.
Había conseguido entradas para un famoso musical de Broadway y, sentada a su lado esa noche, Belle se dio cuenta de que no querría cambiarse por la actriz protagonista. Le gustaba quién era, con Santiago a su lado. Lo miró de soslayo y, sonriendo, él apretó su mano.
Luego, un segundo después, la apartó abruptamente.
Era algo extraño. A veces se sentía tan cerca de él… pero al minuto siguiente se mostraba distante o incluso salía de la habitación. No sabía qué era peor.
Tal vez tenía algún problema en el trabajo. O tal vez estaba nervioso por la llegada del bebé.
Belle estaba deseando tener a su hija en brazos. La niña dormiría en una cuna, al lado de la cama, durante los primeros meses, pero ya había decorado una habitación para ella, con las paredes de un rosa pálido, una lámpara de araña, una cuna blanca y una mecedora. Y un gigantesco oso de peluche. Santiago lo había llevado el día anterior y había necesitado la ayuda de Kip para meterlo en la habitación.
Belle había soltado una carcajada.
–¿No tenían uno más grande en la tienda?
–Me alegro de que no fuera así porque habría tenido que traerlo con una grúa. Apenas cabía en el ascensor.
–Eres un genio –había dicho ella, besándolo–. Lo único que yo he hecho hoy por la niña es buscar nombres.
–¿Has encontrado alguno?
–Tal vez –respondió ella–. ¿Qué te parece Emma Valeria, por tu madre y la mía?
La expresión de Santiago se volvió helada.
–Llámala como tu madre si quieres. Deja a la mía fuera de esto.
Y después de eso salió abruptamente de la habitación.
Belle dejó escapar un suspiro. Siempre pasaba de caliente a frío. Incluso en los momentos más felices. Era asombroso. Aparte de la noche del compromiso, cuando le contó su historia con la mujer que le había roto el corazón, Santiago no había vuelto a compartir con ella nada de su vida.
Belle sacudió la cabeza. No tenía sentido preocuparse. Aquel era el día de su boda y debería estar alegre. Además, por una vez había despertado con Santiago a su lado.
Con cuidado, se levantó de la cama para abrir las cortinas. Las calles de Nueva York ya empezaban a cobrar vida, llenas de taxis y gente corriendo de un lado a otro.
Esa noche, Santiago y ella unirían sus vidas para siempre, rodeados de su familia y amigos. Letty y Darius habían ido desde Grecia con el niño y su amiga había prometido ayudarla a peinarse y maquillarse. Y eso no era todo.
Dos días antes, Santiago había enviado su jet a Atlanta, donde Ray era el propietario de un próspero negocio de fontanería, y a Denver, donde Joe se estaba entrenando para ser bombero.
Belle había gritado de alegría al verlos. Era la primera vez que se veían en dos años y se abrazaron, contentos. Sus hermanos estaban emocionados ante la idea de ser tíos y bromearon sobre el tamaño de su abdomen y el lujo de la mansión.
–Este es un mundo nuevo, Belle –había dicho Ray, antes de confesarle que le daba miedo usar las toallas porque parecían carísimas.
–Eres feliz aquí, ¿verdad, Belle? Sé que Santiago tiene aviones privados y mansiones, ¿pero te quiere? ¿Tú le quieres a él?
Belle había hecho lo que haría cualquier hermana mayor: mentir.
–Pues claro que me quiere –respondió. Y entonces se dio cuenta de algo horrible, que no era mentira–. Y yo le quiero a él.
Dos días antes de la boda se veía forzada a enfrentarse con la realidad: estaba enamorada de Santiago.
Cuando aceptó su proposición de matrimonio pensó que no debería importarle que él no la quisiera. Santiago era un magnate, un hombre implacable que no podía querer a nadie. El amor no era para él y se había dicho a sí misma que podía vivir con eso.
Pero estaba equivocada.
«Gané mil millones de dólares. Para ella».
Aún recordaba el anhelo en la voz de Santiago cuando le contó la historia de la mujer a la que había amado. De modo que estaba equivocada, Santiago sí sabía amar. Una vez había amado tanto a una mujer que había pasado años trabajando solo para ella, como en los cuentos de hadas que solía leer a sus hermanos cuando eran pequeños. Un campesino demostraba su valor matando un dragón, conquistando un ejército o navegando por los siete mares para ganarse el corazón de la hermosa princesa.
Pero Santiago no había logrado el corazón de su amada. La princesa era un privilegio más que le había sido negado porque era el hijo de una criada. Y todo lo que había hecho para demostrar que el rechazo de su padre no le importaba, desde comprar el histórico rancho en Texas a la colección de arte o amasar una fortuna mayor que la de los Zoya, solo demostraba lo contrario: que le importaba mucho.
Daba igual, se dijo a sí misma, desesperada. Todo eso había ocurrido mucho tiempo atrás. La mujer se había casado con su hermano y vivían en España, al otro lado del mundo.
Pero allí, en Nueva York, el cuento de hadas era diferente. Belle era la campesina y Santiago el guapo y distante rey. Ella haría cualquier cosa para ganarse su corazón: matar un dragón, capturar un ejército. ¿Pero cómo?
Estaba esperando una hija suya, ¿pero podría conquistar algún día su corazón?
Belle miró a Santiago, aún dormido. Anhelaba que fuera suyo, suyo de verdad. A partir de esa noche sería su mujer, su compañera. Su amante.
Pero nunca su amor.
Entró en el baño y se dio una larga ducha, intentando controlar la ansiedad y el miedo de casarse con un hombre al que amaba, pero que no podía corresponderla.
Un hombre que tal vez seguía enamorado de la mujer a la que perdió tiempo atrás.
«Tal vez la niña nos unirá», se dijo, pero sabía que estaba engañándose a sí misma. Santiago sería un padre atento y cariñoso, pero nunca mataría dragones ni sacrificaría su vida por ella como había hecho por la hermosa española.
Belle salió de la ducha y se miró al espejo. Aquel debería ser el día más feliz de su vida, pero en sus ojos había un brillo de tristeza. Luego miró el enorme diamante en su dedo. Aunque poco práctico, era hermoso y especial. Santiago lo había elegido para ella y eso tenía que significar algo.
Cuando volvió al dormitorio, él había desaparecido. Le había dicho que tenía que pasar por la oficina antes de la ceremonia, pero había esperado que cambiase de opinión. Y necesitaba alguna certeza porque, de repente, temía estar a punto de cometer el mayor error de su vida; un error por el que no sufriría ella sola.
Pero la decisión ya estaba tomada. Iba a casarse con Santiago.
El día transcurrió con agónica lentitud. Sus hermanos fueron a visitar la estatua de La Libertad y el Empire State mientras ella recibía la visita de su ginecólogo y luego se encargó de los últimos detalles para la ceremonia. Por la tarde, por fin llegó la hora. Belle entró en el vestidor y acarició el vestido de corte imperio que había encontrado en una tienda vintage de Chinatown. Era de seda color crema y le encantaba.
Sonriendo, se puso un precioso conjunto de braguitas, sujetador y medias con liguero. En cualquier momento llegaría Letty para ayudarla a peinarse y maquillarse. Tendría que fingir que era feliz, pensó, aunque sentía que estaba a punto de cometer un error al entregar su vida y su corazón de forma permanente a un hombre que no podía amarla.
«Vas a casarte por tu hija», se dijo a sí misma. ¿Pero crecería su hija pensando que era normal que sus padres no se quisieran? ¿Que era normal vivir sin amor?
Estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad cuando oyó un golpecito en la puerta. Pensando que era Letty, gritó:
–¡Un momento!
Pero la puerta se abrió y Belle se volvió para protestar, intentando esconder su desnudez.
–¡Santiago! ¿Qué haces aquí? ¿No sabes que da mala suerte ver a la novia antes de la ceremonia? –Belle torció el gesto al ver su expresión–. ¿Qué ocurre?
–Mi hermano… ha muerto.
–¿Qué?
Su expresión era seria, angustiada.
–Murió hace dos días.
–Lo siento –susurró Belle, dejando caer el vestido de novia para abrazarlo–. ¿Qué ha pasado?
–Hugo sufrió un infarto y su coche se estrelló. El funeral es mañana, en Madrid.
Belle contuvo el aliento.
–Vas a perdértelo. Lo siento…
Entonces sus ojos se encontraron y supo la verdad.
–No vas a perdértelo –murmuró–. Vas a Madrid.
–Me marcho inmediatamente.
–Pero nuestra boda…
–Tendremos que cancelarla temporalmente. Mi ayudante se encargará de todo.
–Pero si no lo conocías…
–Mi padre me necesita.
–¿Te ha llamado?
Santiago apretó los labios.
–No, me llamó la viuda de mi hermano. Me ha pedido que vaya a Madrid, por mi padre.
–La viuda… –Belle tardó un momento en entender.
La viuda de su hermano, la única mujer a la que Santiago había amado en toda su vida. ¿Sería hermosa, moderna, ingeniosa, poderosa, sexy? ¿Todo lo anterior?
¿Y cómo podría ella compararse con tal mujer?
No podía hacerlo y se sentía enferma.
–¿Belle?
–Ha debido ser… extraño hablar con ella después de tanto tiempo.
–Sí, así es –asintió él–. Dijo que mi padre quería verme. Ahora no tiene a nadie porque su mujer murió hace años. Hugo y Nadia no tienen hijos, de modo que yo soy el último de los Zoya.
–¿Estás diciendo…?
–Que después de treinta y cinco años, el duque de Sangovia está dispuesto a reconocerme como su hijo legítimo.
Y Belle supo en ese momento que su vida estaba a punto de cambiar porque un hombre al que no conocía había sufrido un infarto en España.
–Siento mucho tener que posponer la boda –siguió Santiago.
Algo en su tono hizo que se preguntase si de verdad lo lamentaba. Aunque enseguida se reprochó tal pensamiento. ¿Cómo podía pensar en su decepción cuando el hermano de Santiago acababa de morir y su padre había decidido reconocerlo como hijo legítimo?
–Iré contigo a Madrid.
–No, no puedes viajar en avión en tus circunstancias.
–¿Por qué no? El ginecólogo ha venido esta mañana y dice que estoy bien.
–¿Estás dispuesta a soportar el viaje para ir al funeral de un hombre al que no conociste?
–Claro que sí –respondió ella, con un nudo en la garganta–. Voy a ser tu mujer.
Santiago apretó los labios.
–Muy bien, de acuerdo.
Pero Belle tuvo la impresión de que no estaba contento.
–A menos que tú no quieras que vaya.
–No, no es eso. Es que no quiero que te sientas incómoda.
–No quiero que vayas solo.
–Es muy comprensivo por tu parte –dijo Santiago con gesto serio–. Pero no esperaba menos de un corazón tan generoso.
Sus palabras deberían haberla animado, pero no le pareció un cumplido sino una acusación.
–Cámbiate de ropa. Nos iremos en diez minutos.
Belle lo vio salir de la habitación con el corazón pesado.
Cuando despertó esa mañana había tenido miedo de casarse con Santiago y pasar el resto de su vida amándolo cuando sabía que él no podía corresponderla, pero acababa de descubrir que podía haber algo mucho peor que eso: ver a Santiago enamorado de la bella aristócrata que una vez había sido la dueña de su corazón.