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A orillas del río Kamp, septiembre de 1904

 

Se despertó con un cosquilleo en la cara. Era una mosca, que alzó el vuelo tras recibir un manotazo lento y desganado. Entonces sintió el frío del relente en la piel. Cuando recordó dónde se hallaba se incorporó. Inés no estaba allí. Ya no estaba a su lado. Miró a su alrededor, inquieto: no la vio. Se vistió precipitadamente, apenas la camisa y el pantalón, y se fue hacia la casa.

Nada más asomarse por la puerta abierta la encontró. La sangre volvió a circularle por las venas y le hormiguearon las extremidades a causa del alivio.

Estaba trasteando en la cocina. Sólo se cubría con las enaguas, un fino algodón blanco rematado de encaje que transparentaba las formas de su cuerpo al contraluz. Intentando aparentar una calma que aún no había recobrado del todo, se acercó a ella y la abrazó por la espalda. La besó en la nuca.

—Creí que te habías ido.

Ella sonrió.

—¿Irme? No hubiera podido aunque quisiera. Me lo has puesto muy difícil trayéndome a este lugar perdido. Además... ¿por qué iba a querer irme?

Hugo le retiró la melena hacia un lado del hombro y volvió a besarla. Se dio cuenta de que tenía las manos dentro de una masa pegajosa.

—¿Qué haces?

—Pan —respondió como si fuera normal que hiciera pan—. He rebuscado en tus armarios. No hay mucho pero he encontrado lo justo para prepararlo. Aunque tendrá que ser ácimo, porque no tengo levadura.

Él se rió.

—¿Sabes hacer pan?

—Claro que sí —afirmó mientras trabajaba con un mimo casi sensual los ingredientes en el cuenco—. Nací entre agua y harina, entre aromas de masa recién cocida a las seis de la mañana... Mi padre era panadero.

—Ahora entiendo por qué razón siento deseos de morderte a todas horas —bromeó Hugo, hundiendo la boca en el cuello de la joven.

Indefensa, con las manos atrapadas en la masa, Inés se retorció al notar las cosquillas.

—Háblame más de ti —le pidió otra vez sin dejar de mordisquearla.

—No... No quiero estropear este momento.

Hugo hundió las manos en la masa para agarrar las de Inés. Notó el tacto suave y templado de la harina y el agua.

—No tienes escapatoria —le susurró entre mordiscos al oído.

Ella se volvió rápidamente y colocó las manos pringosas totalmente abiertas sobre su pecho.

—¿Estás seguro? —observó con picardía mientras le embadurnaba de masa el torso desnudo.

Hugo también sacó las manos de la masa y la agarró por las nalgas para atraerla hacia él.

—Te torturaré hasta que me lo cuentes todo. Te haré el amor hasta dejarte sin aliento, hasta que me pidas piedad... —la amenazó entre dientes.

Sin arredrarse, Inés le bajó el pantalón y descubrió su pene erecto. Comenzó a masajearlo con la masa untuosa. Hugo puso los ojos en blanco de placer.

—No olvides, alteza, que soy una profesional... —Su voz era sensual—. No me doblegarás fácilmente...

—¿Dónde aprendiste a hacer esto? —consiguió preguntar Hugo con la voz entrecortada.

—En París... Los franceses son unos maestros en cuestiones de amor...

—Señor... —jadeó—. Esto no es amor...

Inés le empujó contra la mesa y le obligó a tumbarse encima del tablero. Le besó en los labios, abriéndose camino con la lengua hasta el fondo de su boca. Se separó cuando más excitado estaba él para mirarle con lujuria.

—De momento... he descubierto que eres francesa... —logró articular Hugo.

—Casi... Una puta francesa... Pero la hija del panadero es española... Una muchacha cristiana, casta e ingenua, de Madrid —reveló mientras se movía como una serpiente sobre el cuerpo de Hugo, frotando contra él sus pechos entre restos de masa, clavándole la pelvis debajo del ombligo.

—Déjame entrar ya... o explotaré...

—Pero si no te he contado casi nada de mí... ¿Ya tienes suficiente?

Volvió a sujetarle el pene y se lo metió en la boca.

Hugo exhaló un suspiro ronco. Apretó los labios. El sudor le resbalaba por la frente. Cada caricia de los labios de Inés le producía un espasmo. El roce de su lengua le volvía loco. No quería vaciarse... no todavía. Miles de preguntas sobre ella se amontonaban desordenadas en su cabeza. No quería preguntar nada, no quería que ella tuviera que liberarle para responder. Pero si no lo hacía, eyacularía sin remedio en su boca.

—¿Qué ocurrió entre la muchacha española y la puta francesa...? —Apenas se reconocía la voz.

Ella alzó la cabeza. Ya no sonreía cuando le miró. Se sentó a horcajadas encima de él, pelvis sobre pelvis. La inacción aumentaba la tensión de Hugo hasta hacerse insoportable. Inés tardaba demasiado tiempo en contestar.

—Un hombre. ¿Qué si no?

Con un brusco movimiento Inés se dejó penetrar. Y Hugo gritó.

 

 

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