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A orillas del río Kamp, septiembre de 1904

 

Cenaron junto al fuego, con la puerta y las ventanas abiertas para dejar correr el aire mentolado del bosque. Pan ácimo, truchas asadas y moras y grosellas silvestres. Después de la cena, Hugo colocó una hamaca entre dos árboles y abrió una botella de vino. Bebieron en tazas de metal esmaltado, bajo las estrellas, donde la brisa húmeda les refrescaba las mejillas arreboladas.

—Parece que sólo quedáramos nosotros en el mundo... —observó Inés—. Y los grillos —añadió jocosamente al percatarse de su canto salido de la noche.

—Ojalá fuera así... En cuanto salga de este lugar volveré a perder la cordura.

La jovialidad desapareció del semblante de Hugo, una tensión repentina había endurecido su rostro.

—Ahí fuera todo es una locura... Pero no tenemos por qué pensar en eso —se resistió Inés.

Hugo bebió una taza entera de vino. La botella se agotaba justo ahora que él empezaba a necesitarla: no contenía suficiente consuelo una sola botella de vino. Se recostó en la hamaca y suspiró.

Inés admitió finalmente que la magia se había desvanecido.

—¿Qué te sucede?

—Voy a casarme... —anunció con hastío—. Pobre muchacha... Le va a salir muy caro convertirse en princesa. Ninguna mujer se casaría conmigo por propia voluntad. Soy un neurótico despreciable. Ese príncipe convertido en rana por ser desagradable con los demás. ¿Recuerdas? No era sólo un cuento...

En un primer momento Inés sonrió. Pero Hugo no pretendía ser gracioso. Lo supo por la forma en que contraía el gesto, como si el vino estuviera envenenado.

Inés bebió y le besó. El sabor del vino se intensificó al juntar sus labios.

—Pero la rana volvía a ser príncipe después de un beso...

—No era así el cuento —objetó él taciturno.

—Acabo de cambiar el final. Después de todo, el cuento es mío... Y yo sé que este príncipe ha cambiado —afirmó acariciándole las mejillas.

—No... —Fruncía el ceño—. No sé si he cambiado... Tú me haces cambiar... Pero estoy enfermo, Inés, y cuando salga de aquí, sin ti, seré el hombre más infeliz del mundo y me volveré loco de nuevo...

De repente Inés abandonó la hamaca y se alejó unos cuantos pasos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hugo desconcertado.

—No me hagas esto... —murmuró ella.

Hugo también se puso en pie y se le acercó. La obligó a volverse.

—¿Qué? ¿Amarte?

—Hacerme responsable de tu cordura y de tu felicidad... ¡Yo no puedo hacer nada!

—¡Dime lo que sientes! ¡Es todo lo que pido!

—¿Para qué? ¡Tú vas a casarte y yo estoy con otro hombre! ¿Qué deseas, Hugo? ¿Convertirme en tu querida? Todos los hombres de tu posición lo hacen: se casan con las buenas mujeres y se acuestan con las perdidas. Justo lo que soy yo: una mujer perdida que no es esposa de nadie. ¿Eso es lo que quieres de mí, Hugo, que acceda a ser tu amante? Tal vez ya no esté dispuesta a vender mi cuerpo a nadie más, a ser siempre la única que pierde algo por el camino.

—No quiero nada, Inés... —murmuró el joven, manso como un niño—. Sólo saber si me amas...

Inés movió la cabeza, desalentada.

—Eso no es cierto... Nadie ama ni reclama amor a cambio de nada. ¿Qué harás cuando mañana te diga que debo regresar junto a Aldous?

La mansedumbre se desvaneció rápidamente del rostro de Hugo. Buscó la botella con la vista: estaba vacía. Volvió sobre sus pasos y se dejó caer en la hamaca, visiblemente contrariado. Inés le siguió y se sentó junto a él.

La hamaca se balanceaba con suavidad. La brisa era fresca y ponía la piel de gallina. Parecía que estaban solos en el mundo..., pero todo era un espejismo. Muchos fantasmas los acompañaban.

—Tú dices que el amor es una locura inexplicable. —La voz serena de Inés se acomodó al resto de los sonidos de la noche—. Déjame que ahora sea yo la que te hable de amor... El amor es egoísta. Da porque siempre espera algo a cambio. El amor generoso, el auténtico amor, la entrega incondicional en cuerpo y alma, no existe entre un hombre y una mujer, Hugo. Por eso el amor nos hace sufrir.

Él sabía que ella tenía razón. Eso le enojaba. Agarró la botella vacía y la lanzó por los aires. Ceñudo, siguió su trayectoria con la vista: se perdió en la negrura de la noche y cayó con un golpe seco en un lugar mullido; no se rompió.

—Entonces ¿volverás con él? —gruñó.

—Tengo que hacerlo.

—¿Tienes que hacerlo o quieres hacerlo? Dime al menos que es porque a él le amas y a mí no, así, podré entenderlo.

—Sí, le quiero. Pero no es lo que tú crees.

Inés no pudo soportar la mirada desconcertada y a la vez reprobatoria de Hugo. Bajó la vista.

—Aldous es el único hombre que me ha respetado y me ha tratado bien. Y, sin embargo... Es difícil de explicar... Le quiero porque me protege, me guía... Es como un padre para mí... Me necesita... Yo también a él, de algún modo...

Cesó de divagar de repente y chasqueó la lengua, rendida ante la evidencia de que no había atajo para sortear la verdad. Suspiró y confesó:

—Aldous tiene sífilis. Ya estaba enfermo cuando nos conocimos. Nunca hemos mantenido relaciones sexuales porque él teme contagiarme.

Hugo se quedó atónito. ¿Cómo era eso posible? ¡Los amantes perfectos!

—Yo llegué a Viena con un hombre, con mi amante —comenzó a relatar Inés—. Ambos huíamos de París... Nos mezclamos con movimientos anarquistas y la policía nos vigilaba... Era mejor salir de allí. Aunque todavía me pregunto si aquélla fue una decisión acertada. Sobre todo para André... Yo estaba enamorada de él. André me salvó cuando estaba al borde del abismo... Me devolvió la dignidad. Me enseñó a posar. Me presentó a los más grandes artistas de París y me enseñó a enamorarlos con mi cuerpo, con la expresión de mi rostro... Más adelante me enseñó a manejar una cámara, a mirar con otros ojos a través del objetivo, a revelar las fotografías... Fuimos muy felices en París... Pero cuando llegamos a Viena, todo cambió... nosotros cambiamos. La miseria es un ácido que todo lo corrompe... Yo sé, porque lo he sufrido, lo hostil que puede llegar a ser esta ciudad. Conozco los Wärmestube y las pensiones de mala muerte, los gélidos días de invierno sin estufa y con apenas un poco de caldo por toda comida... Sé de lo que hablo porque yo he vivido así. Las cosas parecieron mejorar cuando encontré trabajo. Una modelo puede llegar a estar muy bien pagada... Pero rechazado y menospreciado, André ya no volvió a ser el de antes. La frustración, los celos y la amargura le consumían. Empezó a beber, más de lo que ya bebía, a rodearse de gente pendenciera que le metía en toda clase de follones... Empezó a gritarme, a insultarme, a pegarme... A arrinconarme todas las noches contra la pared para descargar contra mí sus fracasos... No se daba cuenta de que estaba matando la gallina de los huevos de oro: nadie quiere una modelo con los ojos amoratados, los labios hinchados y el cuerpo lleno de magulladuras... Recuerdo una vez que tenía que posar para Josef Engelhart... Me gustaba posar para él porque por su taller siempre aparecían muchos artistas y era una buena manera de conseguir más trabajo... Aquel día conocí a Aldous... La noche antes había recibido una paliza de André, tenía moratones en las piernas y en los brazos, pero no en la cara, así que decidí presentarme a la sesión; no quería perder el trabajo... Pensé que quizá no tuviera que posar para un desnudo sino, con suerte, para un retrato... Pero no fue así. Cuando Engelhart me vio en aquel estado, se enfadó muchísimo. Me dijo que una modelo tenía que ser profesional hasta el punto de impedir que nadie estropeara su herramienta de trabajo. Me pidió que me vistiera y me marchara. Aldous presenció toda la escena sin intervenir, pero al día siguiente me llamó para un trabajo; le contesté que no podía acudir, que, como él mismo había comprobado, mi cuerpo no estaba presentable... Me aseguró que no le importaba en absoluto. Y así fue: me pidió que me desnudara y me pintó sin hacer la menor alusión a mis heridas. Me pagó generosamente al terminar. Volvió a llamarme al día siguiente, y al otro, y al otro... Empezábamos trabajando y terminábamos charlando hasta altas horas de la madrugada. Los días que más tarde regresaba a casa, André me recibía enfermo de celos y con la mano en alto, siempre dispuesto a cobrarse mi ausencia alternando besos con bofetadas... Un día recibí tal paliza que supe que no podía seguir así... Y sólo se me ocurrió una salida: delaté a André a la policía... Sabía que estaba tramando un altercado en un restaurante frecuentado por políticos y aristócratas... Un acto de reivindicación, como él los llamaba... Le arrestaron y le metieron en prisión. Fue por aquellas fechas cuando Aldous me confesó que se había enamorado de mí. Me pidió que me fuera a vivir con él y me habló de su enfermedad. «Sólo puedo ofrecerte mi amor y mi protección... mi lealtad sin condiciones», me dijo. Y yo le seguí... Más por desesperación que por amor... Pero con el tiempo he aprendido a quererle... Aldous es un hombre muy especial...

Inés dejó de hablar y reinó el silencio. Hugo trataba de asimilar su historia. Eran tantas las cosas que querría haber dicho que no sabía por dónde empezar. Al final optó de forma inconsciente por lo más simple y lo más mundano:

—No entiendo cómo puede resistirse a tocarte, a hacerte el amor... Es de locos...

—A veces es duro para él. Las caricias y los besos no le sacian... Noto cómo se excita, cómo se desespera... Entonces convierte toda esa frustración, esa tensión contenida, en energía creativa, en arte...

Los cuadros de Lupu acudieron de pronto a la mente de Hugo. También su turbación frente a un lienzo al intentar pintarla. Su obra entera era toda una alegoría de ella, una muestra de devoción y de angustia. «No la poseo... pero la amo. Por ella mataría», parecía susurrar el artista en sus oídos. Hugo sacudió ligeramente la cabeza para ahuyentar el zumbido y preguntó:

—¿Y tú?

Inés acercó el rostro. Le contempló detenidamente, como si buscara algo entre los poros de su piel. Él aprovechó para regodearse en la belleza de sus ojos, en cada una de las motitas de colores del iris gris, en la curva de las pestañas, en el suave descenso del lagrimal...

—¿Yo? —Posó la mano sobre la mejilla de Hugo, notó la barba que empezaba a brotar. Sonrió con tristeza—. Él me lo ha dado todo... —intentó justificarse torpemente.

—No, Inés, no te lo ha dado todo.

—No... Pero porque me ama demasiado. Y tengo que volver con él: me necesita.

Hugo pensó que él también la necesitaba, pero no se lo dijo. Le tomó las manos y la acarició con la mirada.

—¿Y tú, Inés? ¿Qué necesitas tú?

En menos de un segundo, Hugo percibió la duda, la angustia y la desesperación en su rostro. Estaba a punto de arrepentirse de haberle hecho esa pregunta cuando ella se recompuso y, con la voz ronca de deseo, declaró:

—Hacer el amor contigo. Ahora mismo.

 

 

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