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Viena, unos meses después

 

Una mañana especialmente fría y húmeda, una mañana especialmente gris en el cielo y en mi ánimo, me encontré en mi despacho de la Polizeidirektion un mensaje de Sophia. Sophia, la del rostro triste y los ojos como zafiros delineados en negro... Su recuerdo me arrancó una sonrisa intempestiva en aquel cubículo polvoriento de chupatintas. Acerqué instintivamente el sobre a la nariz buscando su rastro en el papel; pero el papel sólo huele a papel... Y yo ya había olvidado el perfume de Sophia aquella vez en el salón de La Maison des Mannequins.

«He recordado algo que quizá pueda serle de ayuda en su investigación. Si no recibo aviso de lo contrario, me gustaría que nos encontrásemos en el café Frauenhuber a las seis.»

Unas pocas líneas tan frías como la mañana, tan sobrias como el rostro de Sofía. Y, sin embargo, vi pasar cada minuto en el reloj de la pared, cada pequeño recorrido de la aguja larga, una y otra vez, hasta el momento de la cita.

Llegué pronto. El local estaba atestado de gente, en su mayoría hombres, que, entre humo de tabaco y estruendo de conversaciones, pasaban la tarde bebiendo, comentando la prensa y jugando al billar. Me senté a una mesa pequeña de un rincón apartado, la única que quedaba libre, y pedí un café corto y solo. Cogí un periódico, pero no lo leí; ya había leído la prensa del día y las noticias, por lo general malas, me recordaban al trabajo. Clavé la vista en la puerta y, entre trago y trago amargo, esperé. Sophia se retrasó el tiempo suficiente como para que llegase a pensar que no se presentaría y la decepción cundiese poco a poco en mi ánimo.

Entonces la vi pasar a través del ventanal. Llevaba un sombrerito de fieltro, un abrigo de lana y un manguito de piel. Empujó la puerta y muchas miradas se volvieron hacia ella; las ignoró mientras oteaba la sala hasta que me localizó y vino a mi encuentro. Nos saludamos como los dos perfectos desconocidos que éramos e iniciamos una conversación trivial probablemente sobre el tiempo. No quise ser yo quien le preguntara qué información tenía para mí porque eso significaría que la cita habría terminado. Aunque aquél era un intento absurdo de retrasar lo inevitable: ella había venido sólo para eso.

—Puede que le parezca una tontería pero... —dijo en un momento dado mientras jugueteaba con su taza de café; parecía dudar de lo oportuno de todo aquello—. A su manera, Inés es una mujer excéntrica. Le gusta pasear por el Stadtpark; eso no tiene nada de raro, claro... Pero allí conoce a un hombre, un mendigo. Suele detenerse a hablar con él, durante largo tiempo. Lo sé porque los he visto... No me malinterprete, no es que ella quiera mantenerlo en secreto, pero tampoco lo comenta. Es así siempre... —meditó en voz alta—. Toda su vida transcurre tras un escaparate. Parece visible, sí, pero está protegida por un grueso cristal que impide participar de ella.

—Es sorprendente que dedique su tiempo a hablar con un mendigo. —Reconduje la conversación.

Sophia asintió.

—Y con cierta frecuencia. Por lo general a la hora del almuerzo. Anuncia: «Me voy a dar un paseo por el parque», y no es raro verla sentada en un banco con ese hombre; forman una curiosa pareja... Sin embargo, ella parece sentirse a gusto cuando está con él. La primera vez que los vi me sentí como si la hubiera descubierto haciendo algo censurable. Pero Inés se limitó a saludarme con un gesto y me sonrió con orgullo como si estuviera con el mismísimo emperador. En cambio, yo la había juzgado y me había sentido avergonzada por ella... Qué tonta fui...

—Todos tenemos prejuicios... Y más si las personas nos obligan a contemplarlas a través de un escaparate. —Hice aquella observación para disculparla y, sin embargo, creo que ella la tomó de otro modo, pues me miró con recelo. Volví al interrogatorio aséptico—: ¿Conoce el nombre de ese mendigo o cómo podría localizarlo?

—No, no sé cómo se llama, pero no le será difícil dar con él. Merodea por el Stadtpark, especialmente en los alrededores del estanque; es un hombre mayor, grande y fuerte, con una barba canosa muy poblada, que arrastra un carrito lleno de bártulos y lleva puesto en todo momento un mandil de cuero.

—Desde luego, no parece un personaje que pase desapercibido.

Sophia metió la cucharilla en la taza de café y removió lo poco que quedaba al fondo.

—Ojalá lo encuentre y le dé alguna pista del paradero de Inés... Empiezo a estar preocupada.

Me hubiera gustado ofrecerle cualquier argumento de peso que ahuyentase su preocupación, pero no lo tenía. Cuanto más tiempo pasaba más se diluía en la nada el rastro de Inés.

—Usted me dijo que creía que Inés había huido... ¿Adónde van las personas que huyen? —Hice aquella pregunta mirando sin pretenderlo a su dedo anular con dos alianzas gemelas.

Al darse cuenta, ella ocultó la mano bajo la mesa.

—A un lugar donde puedan olvidar... —murmuró al cabo sin mirarme—. Aunque los recuerdos no entienden de fronteras... Y empezar a vivir desde cero no es fácil, sobre todo para una mujer. La sociedad nos admite esposas, monjas o prostitutas, no existe otro camino para nosotras. No se nos ofrecen la formación ni las oportunidades para guiar nuestro destino con dignidad fuera del amparo y la tutela de los hombres. De modo que huir se convierte en un largo viaje a ninguna parte, cargando con el peso de la deshonra...

Busqué sus ojos, hundidos en el poso del café:

—¿Todavía hablamos de Inés? —me atreví a insinuar. Y creo que mi insinuación la espantó como una palmada espanta una bandada de palomas.

—Tengo que marcharme, es tarde —anunció poniéndose en pie.

Sin pensarlo dos veces, me ofrecí a acompañarla. Sophia dudó.

—No es necesario... Vivo cerca.

Pero su duda no hizo sino alentar mi esperanza.

—Entonces daremos un paseo. Hace una buena noche para caminar.

Sophia miró por la ventana a la calle oscura, fría y cubierta de nieve. No hizo falta que objetara nada a mi absurda observación.

—Al menos ahora no nieva —insistí encogiéndome de hombros.

Y por fin le arranqué una sonrisa a su rostro triste.

 

 

Caminamos lentamente y con cuidado para no resbalar sobre las aceras heladas. Sin rozarnos. Sin hablar. En el silencio de las calles solitarias, se podía oír el crujido de la nieve bajo nuestros zapatos. Clavábamos la vista en el suelo como si de ello dependiera nuestro equilibrio.

Me preguntaba qué hacía yo paseando junto a una mujer que, no siendo esposa ni monja, en cierto modo, acababa de confesarse prostituta; una mujer que cobraba por exponer públicamente su cuerpo desnudo. Hugo tenía razón: yo era entonces un hombre de moral estrecha... y, probablemente, de corazón de piedra. Sólo recuerdo haberme enamorado una vez y tampoco estoy seguro de que fuera amor lo que sentí en aquel momento. Tenía catorce años y se llamaba Ángela. Junto a la fuente del patio de la escuela, le confesé mis sentimientos y le robé un beso en la mejilla. Ella me abofeteó primero y se rió de mí después. Supongo que aquel primer enamoramiento dejó en mí una huella de dolor y humillación que aún no había desaparecido. Quizá por eso me preguntaba si realmente existiría ese sentimiento que sublima el espíritu y otorga plenitud. Si el amor existiría o no sería más que un convencionalismo que sostiene el orden social, alimenta al individuo de falsas ilusiones y favorece la necesaria procreación de la especie. No dejaba de preguntarme si habría amor más allá del impulso sexual; ese que, por otro lado, se nos enseña a reprimir desde la infancia.

En absoluto era yo un experto en cuestiones sexuales, al contrario, había de reconocer que mi experiencia en ese campo siempre ha sido muy reducida. No obstante, si del amor dudaba, del impulso sexual tenía una total certeza: lo experimentaba en numerosas ocasiones y lo acallaba como podía. Al menos no me engañaba a mí mismo y me reconocía torpe, inexperto y pacato en la materia. La primera vez que mantuve relaciones sexuales —o más bien la primera vez que las mantuvieron conmigo— fue relativamente tarde: acababa de graduarme en el Institut der KK Polizeiagenten y mis compañeros decidieron celebrarlo contratando a una prostituta. Me emborracharon lo justo y me encerraron con ella en una habitación: me dejé hacer hasta que me desvanecí entre sus piernas cubiertas de vello. Desde entonces sólo acudía a los prostíbulos por motivos estrictamente profesionales: para cerrarlos, multarlos o detener a alguien. Pero no me gustaba pagar por el sexo, conocía demasiado bien la sórdida realidad del negocio y las prostitutas me daban lástima cuando no aprensión. Lo más perverso que hacía era repasar con los muchachos el archivo del material pornográfico incautado, fotos de chicas desnudas en actitudes procaces que nos soltaban la lengua y nos ponían a tono; era la carpeta más sobada de todo el departamento... Pero con las mujeres de verdad, las damas de carne y hueso, ejercía el autocontrol y me mostraba frío e indiferente. Puede que fuera una forma de protección... o, sencillamente, miedo.

Por eso me sentí incómodo y desconcertado, avergonzado como un pecador, la primera vez que me excité con la sola mirada de Inés. Incluso meses después, el recuerdo de su rostro ahumado por el opio me hacía hervir la sangre y no podía tocar a Chopin sin que me temblara el pulso...

—Hemos llegado...

Casi no me di cuenta de que Sophia se había detenido ante un portal; tanto había descendido al pozo de mis pensamientos. La miré ausente, lejos de allí, y antes de que pudiera terminar de preguntarme otra vez qué hacía paseando con una mujer que se había confesado prostituta, me acerqué a ella y sujeté su rostro entre mis manos enguantadas: lo contemplé a la luz anaranjada de las farolas, rabioso de no poder sentir el tacto de su piel a través de los guantes. Era tan bella.

La besé. Aguardé inconscientemente el instante de la bofetada. Pero no llegó. Y me recreé en su beso cálido hasta que quise separarme para mirarla a los ojos, para asegurarme de que era real.

Ella me sonrió y su sonrisa me hizo cosquillas en el estómago.

—Hace una noche demasiado fría para pasarla solo... Suba a casa conmigo.

 

 

Aquel éxtasis fue un veneno altamente tóxico en alguien que, como yo, no estaba acostumbrado al placer carnal. Quedé exhausto y conmocionado sobre el colchón, enredado en la ropa de cama y los cabellos de Sophia, jadeante y sudoroso, sin apenas fuerzas para moverme; enfermo... de una dulce enfermedad de la que no me hubiera importado morir. Sólo deseaba abrazarla, con ansiedad, como si soltarla significara precipitarse a un abismo infinito. El mundo podría haberse acabado en ese preciso instante.

Sophia se acurrucó bajo mi brazo y suspiró. Su aliento refrescó mi pecho y cosquilleó mis pezones. Me mordí el labio inferior y contuve la respiración.

—Me pregunto qué hace un hombre respetable como tú en la cama de una mujer como yo.

—Y yo me pregunto por qué soy tan afortunado... Dios debe de amarme mucho...

Sophia alzó el rostro y me miró con sus ojos azules y tristes. La besé en la frente.

—¿Por qué te sientes tan desgraciada?

Con un roce de sábanas de lino, ella volvió a esconderse entre mi pecho y mi brazo.

—¿Aún crees en el Dios de tus padres?

Aquella pregunta me pilló por sorpresa. No pude evitar pensar en mi pene circuncidado; ella lo había tenido entre las manos.

—Sí... —respondí tibiamente.

—Yo también creo en Dios. El Dios de los cristianos es el mismo que el Dios de los judíos... Le rezaba por las mañanas y por las noches. Iba a la iglesia los domingos. Cumplía con los sacramentos y los mandamientos. Pero debí de ofenderle de una manera horrible porque me castigó... Y ahora le odio... Sería mejor dejar de creer en Él, pero no puedo: necesito alguien en quien descargar mi ira, a quien culpar de mi desgracia, a quien preguntarle ¿por qué?, todas las noches, y maldecir su Nombre... Creo que el diablo se ha apoderado de mí...

—¿El diablo? El diablo está en sitios mucho más horribles, créeme. Yo le he visto la cara varias veces...

Busqué su mano derecha, que descansaba en mi cintura, y dejé un beso entre sus dedos, allí donde estaban las dos alianzas.

—¿Qué ocurrió?

Sophia tardó unos segundos en responder. Pensé que no lo haría.

—Estábamos en el patio. Solíamos salir allí las tardes de sol. Yo bordaba... Antes me gustaba mucho bordar... Lo hacía bien. Bordaba ajuares para novias y para sacristías... Markus cuidaba las plantas. Teníamos unos pocos parterres junto al muro, con rosas trepadoras, camelias y gardenias. Nuestra casa era tan bonita... Pequeña pero acogedora... Estaba en un pueblecito a las afueras de Klagenfurt... —Sophia movió la cabeza con pesar—. Fue sólo un segundo, apenas un segundo, en el que no alcé la vista. Estaba jugando a mi lado con su caballito de cartón... Pero en ese instante en que no lo miraba, se escabulló por la verja entreabierta. Acto seguido lo vi en mitad de la carretera y, después, el coche de caballos a toda velocidad. Me quedé paralizada por el horror. Grité... Alerté a Markus, que salió corriendo. Intentó alcanzarle. El cochero intentó frenar pero ya era tarde y los caballos se desbocaron... Markus se abalanzó sobre el niño...

Noté que Sophia se ponía tensa, que se alteraba su respiración. Yo también estaba tenso.

—Los caballos les pasaron por encima... A los dos... Y allí estaba yo: en pie sin hacer nada, viendo cómo mi marido y mi hijo morían aplastados... Markus le abrazaba... le envolvía con su cuerpo... pero no pudo salvarle.

Instintivamente, estreché a Sophia entre mis brazos. Ella no movió ni un solo músculo. Cuando al cabo de unos segundos volvió a hablar, su voz ya no sonó quebrada.

—Ahora muestro mi cuerpo desnudo a los hombres... Gano un buen dinero con ello... Y ofendo a Dios... No me importa: es mi venganza... Una medicina amarga que ni siquiera alivia el dolor.

No supe decirle las palabras adecuadas. ¿Cuáles eran?... A mí no se me daban bien esas cosas. Sólo la acaricié, deslicé mis manos con ternura sobre sus cabellos y sus mejillas, sobre su espalda, una y otra vez, como si el lenguaje de las caricias pudiera suplir mi falta de elocuencia. La acaricié durante largo tiempo y en silencio, en la penumbra de su estancia azul y gris. La acaricié hasta que por su respiración noté que dormía. Y velé su sueño. El recuerdo de su cuerpo moviéndose sobre el mío aún me ardía en la piel y me impedía descansar. Como me lo impedía su trágica historia. Por ella le pregunté a mi Dios, al suyo... No obtuve respuesta.

 

 

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