Viena, unos meses después
El cianuro hubiera sido una buena pista. Pero, como otras, acabó en un callejón sin salida...
A menudo, cuando la investigación se quedaba atascada, cuando creía que ya no me quedaban asideros a los que agarrarme para trepar el muro que se alzaba ante mí, repasaba obsesivamente todos los informes, las pruebas y la documentación que había ido engrosando la carpeta del caso. Buscaba algún detalle que se me hubiera pasado por alto, alguna conexión imposible, alguna idea disparatada para, al menos, tener algo sobre lo que seguir trabajando.
Aquella tarde, después de regresar a la comisaría tras la búsqueda de nuevo infructuosa del mendigo en el Stadtpark, volví a hacerlo. Era una forma extraña de aplacar mi ansiedad: el tacto de los papeles manoseados y de los bordes desgastados de las carpetas tranquilizaba mi conciencia.
Repasé uno por uno los informes del forense. Tras el asesinato de Therese, el resto de las modelos fueron asesinadas siguiendo el mismo patrón: envenenamiento previo con cianuro y degollamiento como causa de la muerte. Un curioso patrón que únicamente podía responder a un motivo, como había apuntado el forense: el asesino no sólo quería matar —algo que hubiera logrado fácilmente con la dosis de veneno suministrada—, quería ensañarse con sus víctimas.
El ensañamiento, el placer de causar daño, parecía su objetivo principal. El ensañamiento puro y simple como único objetivo y meta final, pues el doctor Haberda confirmó, caso tras caso, que no había habido agresión sexual. Aunque sí que se mostraba un encono obsesivo con los órganos propiamente femeninos: matriz, pecho, vagina... el rostro mismo. Todos ellos aparecían mutilados y desfigurados.
¿Qué perfil de criminal se corresponde con el de alguien que para poder ensañarse con su víctima se asegura previamente de que ésta no opone resistencia? Alguien que no tiene la suficiente fuerza para reducirla. Sólo dos tipos de perfiles encajan con esa teoría: un hombre débil... o una mujer.
Y los busqué entre los clientes de droguerías y boticas de toda la ciudad, pero no hallé nada sospechoso.
Seguía pensando en aquella fatalidad maldita que me abocaba a estar perdido tomase el camino que tomase, cuando el agente Haider asomó su cara de colegial por la puerta entreabierta.
—He estudiado a fondo los informes sobre André Maret, como me pidió —anunció para después interrumpirse.
Aquella pausa dramática que no venía a cuento y un destello de triunfo en sus pupilas lo delataron: quería sorprenderme con grandes noticias. Pero yo no estaba de humor para seguirle el juego.
—Suéltelo de una vez, Haider. No espere al redoble de tambor.
—¿Recuerda que el señor Maret fue detenido gracias a un soplo sobre sus actividades subversivas?
Asentí brevemente.
Haider se acercó a mi mesa y dejó sobre la tabla de madera un formulario de denuncia ya cumplimentado.
—Adivine quién delató a André Maret...
De forma automática, mis ojos se dirigieron al espacio reservado al nombre del denunciante. Allí estaba, claramente escrito con letra picuda: Inés.