10

EL ÚLTIMO AÑO DE PAZ

Visto en retrospectiva, el problema posterior al Acuerdo de Munich que tuvo Churchill con la asociación conservadora de su distrito electoral resulta casi increíble. Al cabo de un año iba a ocupar de nuevo un cargo. Al cabo de dieciocho meses iba a ser primer ministro. Al cabo de dos años iba a ser elegido, sin oposición, líder del Partido Conservador, y desde este puesto iba a dominar la política británica durante otros catorce años y medio. Y treinta años después del final de ese período, iba a ser designado por Margaret Thatcher como el único tory auténtico entre sus predecesores posteriores a 1945.

Sin embargo, es innegable que durante unas seis semanas del otoño de 1938 y, después, cada vez menos, durante otros cuatro meses, existieron dudas sobre si sería capaz de seguir como parlamentario conservador. No había razón alguna para pensar que los miembros de la Asociación Conservadora de Epping (o los de West Essex) fueran particularmente reaccionarios o estuvieran cansados. En 1924 habían aceptado a Churchill como el superviviente de un naufragio. Lo habían apoyado como bullicioso ministro de Hacienda. Habían respaldado su dimisión del Gabinete en la sombra en 1930 y su larga batalla por el proyecto de ley de la India. No le habían exigido ni mucho tiempo ni dinero. En conjunto, habían sido comprensivos con su campaña para el rearme de mediados de los años treinta. Pero cuando atacó al «príncipe de la paz», lo que temporalmente pareció Chamberlain a la mayoría de los conservadores locales, en los términos que Churchill había empleado en el debate sobre Munich, ello suscitó descontento y cierta hostilidad.

Experiencias similares acosaron a la duquesa de Atholl en Kinross y West Perthshire, a Robert Boothby en East Aberdeenshire y a Richard Law en Hull, que, junto con Epping, constituían una amplia extensión geográfica. Algunos otros que estaban contra la política contemporizadora—Duncan Sandys en Streatham o Brendan Bracken en Paddington—parecían inmunes, pero Duff Cooper no estaba libre de problemas en Westminster, St. George’s, ni Cranborne en South Dorset y Wolmer en Aldershot. Siempre existe algo de irracionalidad en donde cae el látigo de la desaprobación del distrito electoral. Los militantes de este constituyen de forma casi inevitable una fuerza contra la sensatez y el arte de gobernar. La política, en cualquier caso un entusiasmo en declive, apenas podía funcionar sin militantes. Pero la dificultad de mantener el entusiasmo sin dar a éstos un poder excesivo ha sido uno de los problemas perennes de los Gobiernos democráticos. En 1909, Arthur Balfour pronunció el gran aforismo de haut en bas: «Siento el mayor respeto por el congreso del Partido Conservador, pero en cuestiones de alta política no le consultaría más que a mi ayuda de cámara». Quizá no fue un accidente el que, al cabo de tres años de realizar este comentario, Balfour fuera uno de los pocos líderes conservadores que se vio obligado a dejar el cargo.

Aunque nunca ha habido constancia de que Churchill fuera tan provocativo como Balfour, creía firmemente que la política debía ser determinada por los líderes y no por los activistas locales. En cualquier caso, consideraba que los puntos en discusión entre Chamberlain y él trascendían la lealtad de partido. A pesar de estas opiniones, o quizá debido a ellas, se tomó en serio el revuelo de Epping pero no débilmente. Su declaración más explícita acerca del mismo estaba en una respuesta del 18 de octubre de 1938 a una carta espontánea de apoyo y de llamamiento a la acción decidida que le envió Ramsay Muir, un prolífico historiador y devoto funcionario del Partido Liberal, de aproximadamente la misma edad que Churchill, que por un breve período en 1923-1924 había sido parlamentario en la Cámara de los Comunes. Churchill escribió: «Tengo problemas en mi distrito electoral, y he comunicado que si no se me otorga una renovada expresión de esta confianza apelaré a los electores. En ese caso se producirían unas elecciones parciales que, por el carácter del distrito electoral, ayudarían en gran medida a los cambios que usted tiene en mente». Lo que significaba la segunda frase, ligeramente ambigua, era que, en semejante caso, Churchill aceptaría de muy buen grado el apoyo de los liberales, quienes en las últimas elecciones habían constituido su principal amenaza, si bien no formidable, en una pugna contra un conservador oficial partidario de Chamberlain. Esto quedaba más explícito en su punto final. «Estoy en estrecho contacto con Archie [Sinclair] [...]. Me pregunto si podría convencerlo de que viniera a almorzar conmigo [a Chartwell] un día de la próxima semana».1 Esta carta muestra lo muy en serio que Churchill se tomaba la amenaza y también que cierta intención de regresar a su fase liberal formaba parte de su estrategia para combatirla.

Otra parte esencial de esta estrategia era encarar de frente la amenaza de los «partidarios del régimen». En realidad, el 4 de octubre había escrito con un poco de impaciencia a un agitado Boothby: «No creo que tenga serias dificultades con su distrito electoral si les comunica que digan lo que digan o hagan lo que hagan, usted luchará por el escaño».2 Churchill había seguido su precepto de ir «de frente» escribiendo, muy formalmente, a Hawkey, el presidente de la Asociación Conservadora de Epping, el 13 de octubre:

Mi estimado sir James Hawkey,

Deseo consultar con la Asociación los graves sucesos que se han producido. Con respecto a la India y la Defensa Nacional siempre hemos actuado en común. La guerra solo se ha desviado por sumisión a la maldad. Estoy convencido de que hay que realizar un esfuerzo nacional supremo para situar a nuestro país en una posición de seguridad [...]. Serán precisos sacrificios y esfuerzos muy grandes por parte de todos si no queremos que el nombre de Inglaterra se pierda.

Le ruego, por tanto, que pida a nuestros amigos que se reúnan y den los pasos necesarios de acuerdo con las reglas de la Asociación.

Muy atentamente,

Winston S. Churchill3

Hawkey fue un gran apoyo para Churchill y un hombre al que, sabiamente, trató con cálida consideración. Hawkey era un panadero culto y hecho a sí mismo que ostentaba casi todos los posibles cargos municipales del distrito electoral y que fue nombrado sir, cosa perfectamente respetable, en la época en que Churchill fue ministro de Hacienda, y ascendido a barón en 1945. Él y la señora Hawkey, que también era muy activa en la localidad (lady Hawkey parecía más reservada), eran invitados de vez en cuando a pasar la noche en Chartwell. El único inconveniente de Hawkey desde el punto de vista de Churchill era que no podía soportar la Sociedad de Naciones. Hay algunas referencias semi jocosas a esto en su correspondencia, un poco como si se tratara de una aversión a los plátanos o a las fresas. Estaba, por tanto, mucho más a favor de la parte de las Armas de la política de Churchill que de la del Pacto; pero, por encima de todo, era devota pero inteligentemente leal al gran hombre en cuyos ojos y oídos locales se había convertido.

El 4 de noviembre de 1938 reunió con arreglo a las normas a los conservadores de Epping en Winchester House, en la City (donde Churchill se había reunido con ellos o sus predecesores por primera vez en 1924), tras preparar el terreno de antemano lo más cuidadosamente que pudo. Él y Churchill acertaron al no dar nada por supuesto, porque había muchos murmullos y cosas peores en la localidad. Varias de las ramas aprobaron resoluciones hostiles y el ambiente envenenado fue bien captado en una carta (del 20 de octubre) que sir Harry Goschen, un anciano financiero de la City residente en una parte norteña del distrito electoral, escribió a Hawkey el 20 de octubre:

No puedo por menos de pensar que fue una lástima que [Churchill] rompiera la armonía de la Cámara con el discurso que dio. Por supuesto, no fue como un pequeño parlamentario vociferante, y sus palabras fueron telegrafiadas a todo el continente y a Estados Unidos, y creo que habría sido mucho mejor si se hubiera quedado callado y no hubiera pronunciado ningún discurso [...]. Muchos electores de algunas de las divisiones remotas como Harlow están en pie de guerra contra él [...]. Muchas personas han escrito a Douglas Pennant [yerno de Goschen] y a otros para hablar de él. Me he enterado de que va a celebrarse una reunión contra él en Epping, y en conjunto parece ser un bonito lío.4

Todo era un poco ambiguo, pero el intento de hacer daño no se ponía en duda. Lord Randolph Churchill había olvidado a un Goschen, lo cual fue famoso, y, aunque sir Harry no era descendiente directo de George Joachim Goschen, era de la misma índole, y Winston Churchill había decidido pasar el asunto por el cuchillo, o dentro del Partido Conservador de Epping o, si eso fracasaba, en una justa ante todo el electorado local. No fracasó, pues en la reunión del 4 de noviembre Churchill se aseguró 100 votos contra 44 a su favor, estando Goschen, entre otros, de su lado. La mayoría era evidente, pero, no obstante, la minoría era incómodamente considerable, de un tamaño que podía alentar a sus miembros a vivir para seguir peleando. Además, la resolución por la que fueron dados los cien votos era una obra maestra de redacción propiciatoria:

Expresamos nuestra gratitud al primer ministro [Chamberlain] por sus continuos y valientes esfuerzos en la causa de la paz, pero lamentamos que los avisos dados durante los últimos cinco años por el parlamentario de la división, el honorable Winston Churchill, respaldados como han estado por esta asociación así como por la Unión Nacional de Asociaciones Conservadoras, sobre el adecuado y oportuno rearme de nuestro país, no han sido escuchados; porque tenemos la sensación de que, si se hubiera hecho caso de sus consejos, el primer ministro se habría encontrado en una posición mucho mejor para negociar con los jefes de los Estados dictatoriales. Por lo tanto, instamos a Mr. Churchill a proseguir su trabajo en favor de la unidad nacional y la defensa nacional, creyendo que esto será la mejor base para la paz duradera, que es nuestro más profundo deseo.5

¿Quién podía haberlo redactado? No es churchilliano, ni por su estilo ni por su contenido, pues sin duda Churchill habría evitado la nota imparcial entre él y Chamberlain. En realidad, dada esta ambigüedad en la resolución, era probable que sus críticos auténticos votaran en contra; de lo contrario, habría sido descartada por carecer de sentido. Fueron liderados por Colin Thornton-Kemsley (posteriormente coronel sir), a la sazón agente inmobiliario de Essex de treinta y cinco años, que se había casado y había establecido vínculos de parentesco con propietarios escoceses y en 1939 fue parlamentario por Kincardine y West Aberdeenshire, por cuyo distrito electoral escocés de la costa este, permitiendo un cambio de nombre y límites en 1950, fue parlamentario hasta 1964. Lo recuerdo como un diputado conservador sin responsabilidades en el Gobierno, de baja estatura, moreno, con bigote, tratando sin mucho éxito de causar impacto en la Cámara de los Comunes. Sin embargo, en 1938 tuvo el descaro y/o el valor de intentar dirigir el repudio de la valoración que hizo Churchill de la situación diplomática y militar. No fue quizá sorprendente que su carrera parlamentaria no prosperara mucho durante el liderazgo de Churchill ni que, incluso de Macmillan, solo obtuviera un título de sir de «cuota» tras diecinueve años de servicio.

¿Qué habría ocurrido si treinta personas (algunas de las cuales sin duda se hallaban entre los que murmuraron) hubieran cambiado de bando y el voto hubiera sido el contrario? Churchill claramente habría forzado unas elecciones parciales, pero el calendario no habría estado en sus manos sino en las de sus enemigos entre los whips conservadores, que podían elegir, dentro de los límites, cuándo presentar en la Cámara de los Comunes el mandato sin el que estas elecciones no podían celebrarse. ¿Habría ganado? Antes de Navidad, cuando el alivio porque no había guerra y el prestigio de Chamberlain permanecía alto, habría sido muy dudoso. A principios de 1939, y en particular después de que Hitler pusiera en ridículo el acuerdo de Munich al invadir Checoslovaquia, las perspectivas habrían sido mejores. El único rebelde contrario al Pacto de Munich que hizo frente a unas elecciones parciales fue la duquesa de Atholl, y, a pesar de un mensaje de apoyo de Churchill, fue derrotada el 21 de diciembre por un insignificante partidario de Chamberlain por un margen de 11.808 votos contra 10.495. No había candidatos liberales o laboristas, lo que era en gran medida lo que a Churchill, si se hubiera presentado a unas elecciones, le habría gustado conseguir en Epping. La duquesa no era Churchill, por supuesto, pero los resultados que obtuvo sugieren que la empresa de éste habría sido peligrosa. Si se hubiera presentado y hubiera sido derrotado, habrían sido las elecciones parciales con repercusiones más desastrosas de la historia.

¿Suscitaron los problemas en su distrito electoral alguna cautela temporal en su actitud pública? No en la Cámara de los Comunes, donde, por ejemplo, el 17 de noviembre votó con el Partido Laborista una moción liberal para crear un Ministerio de Suministros. Era la primera vez desde el proyecto de ley de la India que votaba contra el Gobierno en vez de limitarse a abstenerse. En el lobby de la oposición solo se le unieron Harold Macmillan y Brendan Bracken. Pero fuera de la Cámara estuvo lejos de cumplir la amenaza algo sensiblera que había anunciado a Harold Nicolson en un momento de especial exasperación con Chamberlain: «En las próximas elecciones, hablaré en todas las tribunas socialistas del país».6

En cambio, declinó, a diferencia de dos de sus sucesores, como líder conservador, Harold Macmillan y Edward Heath, apoyar a A. D. Lindsay, el Master de Balliol, cuando se presentó (sin éxito) como candidato independiente contrario al Pacto de Munich en las famosas elecciones parciales de Oxford a finales de octubre. Tampoco apoyó a Vernon Barlett, el periodista del News Chronicle, cuando se presentó (con éxito) por aproximadamente la misma lista en Bridgewater a mediados de diciembre. Churchill elaboró una teoría sofisticada (algunos dirían sofista) que expresó en un telegrama del 26 de octubre a lord Cecil de Chelwood: «Mientras acepte al whip conservador no me es posible ponerme contra ellos en unas elecciones parciales excepto cuando se presenten dos candidatos conservadores».7

Se quejaba levemente de la cautela de Anthony Eden en aquella época. «Dudo que Mr. Eden venga. De hecho está muy tímido»,8 escribió al organizador del Grupo Focus el 12 de noviembre; pero hasta cierto punto imitó a Eden. Sin embargo, nadie que haya vivido alguna vez la experiencia de tratar de permanecer en un partido desaprobando al mismo tiempo a su líder sobre el tema central del día se inclinaría por criticarle por esto. Los votos menores contra la convicción de uno, los intentos de crear una línea artificial y de limitar la rebelión a los grandes temas, todo esto es una característica demasiado conocida de la política interna de los partidos, incomprensible para quienes están fuera del juego pero necesaria, incluso para quienes se consideran valientes, si pretenden, aunque con mucha flexibilidad, actuar en su seno.

A pesar de estas exhibiciones de relativa contención por parte de Churchill, las relaciones entre él y Chamberlain fueron peores durante ese otoño posterior a Munich que en ningún otro momento durante los dos decenios en los que, sin que hubiera entre ellos ni mucha intimidad ni mucha animosidad, sus vidas políticas habían chocado entre sí. Cosa curiosa, lo que al parecer suscitó la animosidad por ambas partes fue un asunto relativamente menor que siguió casi de inmediato, el 6 de octubre, al debate sobre el Pacto de Munich. El Gobierno quería que la Cámara suspendiera de nuevo sus sesiones hasta el 1 de noviembre. A esto se oponían los partidos laborista y liberal, así como Churchill, Macmillan y algunos otros conservadores. En el curso de este debate semiprocesal, Churchill y Chamberlain discutieron con dureza. El primer ministro dijo que los argumentos de Churchill eran «indignos» y aquella misma noche le escribió una carta claramente irritada:

Lamento que crea que mis comentarios han sido ofensivos, pero debo decir que creo que es usted singularmente sensible para ser un hombre que constantemente ataca a los demás.

Considero sus comentarios sumamente ofensivos para mí y para aquellos con los que he estado trabajando.

No me parecía que estos comentarios, aunque son hirientes, exigieran una ruptura de las relaciones personales, pero no puede esperar que permita que siempre me ataque y yo no devuelva nunca los golpes.9

Si bien las relaciones personales nominalmente se mantuvieron, Chamberlain no hizo nada para contener los intentos de sus entusiastas «leales» en la división de Epping para socavar la posición de Churchill en el distrito electoral. Y en el debate del 17 de noviembre sobre el Ministerio de Suministros, Chamberlain se apartó de su camino, con una sombra de adulación, para atacar las cualidades personales de Churchill y no sus argumentos:

Siento la mayor admiración por las muchas cualidades de mi honorable amigo. Brilla en todas direcciones. Recuerdo que una vez pregunté a un estadista de los dominions, que ocupó un alto cargo durante muchos años, cuál era en su opinión la cualidad más valiosa que un estadista podía poseer. Su respuesta fue: juicio. Si me preguntaran si el juicio es la primera de las muchas cualidades admirables de mi honorable amigo, tendría que pedir a la Cámara de los Comunes que no me presionara demasiado.10

Este comentario malicioso sin duda provocó el estallido de risas burlonas entre la cohorte aún leal a Chamberlain. Tampoco hubo señal alguna de que las relaciones hubieran mejorado durante el invierno, aunque, paradójicamente, la frialdad resultó ser el preludio no de un continuo deterioro, sino que, en cuanto hubo estallado la guerra y Churchill hubo entrado a formar parte del Gobierno, sus relaciones fueron mejores que nunca.

Churchill no respondió al ataque de Chamberlain en la Cámara de los Comunes. Pocas veces sabía improvisar allí—aunque su conversación espontánea en la mesa, almorzando o cenando, a menudo era brillante y memorable—, sino que lo hizo de la forma más fuerte en un mitin celebrado en su distrito electoral, casi un mes más tarde. Celebrar este mitin en Chingford el 9 de diciembre fue una jugada atrevida por parte de Churchill, pues se trataba de un acto multilateral organizado por la Unión de la Sociedad de Naciones, con una fuerte presencia de liberales en la tribuna. En este discurso Churchill echó por tierra el ataque que le había dirigido Chamberlain al decir que carecía de juicio:

De buena gana sometería mis opiniones sobre los asuntos exteriores y la defensa nacional durante los últimos cinco años a una comparación con las suyas. En febrero dijo que la tensión en Europa se había relajado sumamente; unas semanas más tarde, la Alemania nazi se apoderó de Austria. Vaticiné que él repetiría esta afirmación en cuanto la consternación por la violación de Austria hubiera desaparecido. Lo hizo con las mismas palabras a finales de julio; a mediados de agosto, Alemania se estaba movilizando para aquellas falsas maniobras que, tras llevarnos a todos al borde de una guerra mundial, acabaron en la completa destrucción y absorción de la República de Checoslovaquia. En el banquete que dio el alcalde en noviembre en el Guildhall nos dijo que Europa se estaba volviendo un lugar más pacífico. Las palabras apenas acababan de salir de su boca cuando las atrocidades nazis con la población judía [la Kristallnacht tuvo lugar el 9-10 de noviembre] resonaban en todo el mundo civilizado.11

La violencia de la nueva oleada de antisemitismo que barrió Alemania, en gran medida instigada por su Gobierno, a finales de octubre y principios de noviembre, reforzó un poco la posición de Churchill y debilitó la de Chamberlain. El 28 de octubre se promulgó un edicto para la expulsión de los veinte mil judíos polacos residentes en Alemania. En respuesta a esto, un joven diplomático alemán fue asesinado por un judío polaco de diecisiete años. El terror de las primeras horas del 10 de noviembre fue una respuesta nazi artificial. Las tiendas judías vieron destrozados sus escaparates y saqueado su contenido, las sinagogas fueron incendiadas y muchos judíos, violentamente atacados. El 13 de noviembre, el régimen, lejos de corregir esta venganza ilegal, la sancionó legalmente promulgando un decreto en virtud del cual todos los judíos tenían que abandonar cualquier actividad comercial al finalizar el año.

Evidentemente, esta sucesión de acontecimientos hizo más difícil que Chamberlain presentara al Führer como compañero en la paz. Hitler había dedicado de forma obsesiva dos discursos sucesivos, uno el 6 de noviembre y otro dos días más tarde, a lanzar fuertes ataques personales contra Churchill que empujaron al principal periódico nazi a acusar a Churchill de ser el instigador del asesinato de París. La histeria del líder alemán y esta ridícula afirmación produjeron una reacción natural británica en favor de Churchill. Incluso el Times, firmemente atrincherado en la senda de la contemporización, denunció los ataques como «completamente intolerables» y exigió una «nota oficial», significara lo que significara.

Sin embargo, aquella época de finales de otoño en modo alguno fue una época de ascenso regular para Churchill. Si Chamberlain estaba irritable, él también lo estaba. Después del debate sobre el Ministerio de Suministros, incluso logró discutir con Duff Cooper, notoriamente colérico pero también uno de sus pocos aliados de la época y en gran medida la parte inocente. La concesión de una medalla de oro por Marlborough en la feria del libro del Sunday Times el mismo día animó un poco a Churchill, pero el 5 de diciembre, en el acto final de la larga saga del asunto Sandy, experimentó un fracaso de proporciones medias en la Cámara de los Comunes. Sorprendentemente, fue derrotado por Hore-Belisha. El diario de Nicolson, con un asombroso comentario final, señala:

Winston empieza de forma brillante y todos esperamos un gran discurso. Acusa a Hore-Belisha de ser demasiado pagado de sí mismo. Este último se levanta y dice: «¿Cuándo y dónde?». Winston responde: «No he venido sin prepararme», y se pone a revolver entre sus notas, en las que hay algunos recortes de prensa. Se toma su tiempo. Los encuentra. Pero no son los mejores recortes, y los que lee excusan más que implican a Hore-Belisha. Winston se queda confundido. Intenta reanudar su discurso, pero el viento ha desaparecido de sus velas que caen, flácidas. «Se está volviendo viejo» [dice mi vecino]. Sin duda es un tigre que, si pierde su impulso, está perdido.12

Clementine volvía a estar fuera. Había partido a finales de noviembre para realizar otro largo crucero (que, desde su punto de vista, no fue un completo éxito) en el yate de lord Moynes, y no regresó hasta febrero. Churchill se sentía solo—ella también, pero eso no servía de mucho—, y él y Mary (que entonces tenía dieciséis años) le enviaron un conmovedor telegrama el 17 de diciembre: «Por favor, envíanos mensajes. Tristes si no tenemos noticias».13 El 24, escribió para dar las gracias a un amigo (lord Craigavon) por un regalo: «Esta época de dificultad y malentendidos en la que me siento muy solo, aunque el constante...».14 Aquella misma tarde llevó a Mary y Randolph a pasar tres días en Blenheim. Luego, al final de la primera semana de enero de 1939, partió hacia París para pasar un fin de semana político (reuniones con Reynaud, Blum y el ex primer ministro Yvon Delbos) antes de iniciar otra estancia de dos semanas de mucho trabajo (en la obra English Speaking-Peoples) en el Château de l’Horizon de Maxine Elliott. Le gustaban mucho la luz y el sol (aunque en enero, en la Riviera, no estaba garantizada ninguna de las dos cosas) y no apreció la abundante nieve que aquellas Navidades cubrió Chartwell, Blenheim y gran parte de Inglaterra. Asimismo, aunque tenía el fuerte temor de que todo se hiciera por última vez, al menos en esa fase, estaba decidido a seguir, mientras pudiera, la rutina de unas vacaciones de invierno de la clase alta inglesa antes de la guerra: Blenheim, el Ritz de París, el Train Bleu, una villa en Golfe Juan, cenas con los Windsor, sesiones de juego «muy largas» pero no «alocadas» en el Casino. Las únicas cosas que rompían la pauta de «buena vida» eran su gusto por los políticos de la Tercera República y el trabajo duro e implacable vertido de palabras escritas que llenaban todos los intersticios entre estas diversas satisfacciones.

Mil novecientos treinta y nueve, tras las confrontaciones de 1938, fue para Churchill un año en que remó de nuevo hacia la orilla del Gobierno, aunque con cierta justificación él lo consideraba un pe - ríodo en el que la orilla del Gobierno avanzó hacia él. El acontecimiento clave del primer trimestre fue la desdeñosa absorción de una parte de Checoslovaquia el 15 de marzo. Eso destruyó la idea de que la contemporización era una política discutible racionalmente, aunque su espíritu perduró varios meses. Este suceso inclinó en gran medida la balanza de la influencia en favor de Churchill y lo alejó de Chamberlain. Pero las nuevas circunstancias aún dejaban el poder firmemente en manos del primer ministro, quien, por débil que pudiera ser frente a los dictadores, era un valiente león que resistía los avances de Attlee, Sinclair y, en aquella etapa, de Churchill.

El resultado fue un período extrañamente anómalo, en el que Churchill al menos pretendió creer que había ganado, mientras Chamberlain no aceptaba semejante derrota. Así, el 22 de marzo, Churchill escribió a Margot Oxford (la irreprimible viuda de Asquith, pero una dama de opiniones mucho menos sólidas que su hijastra, Violet Bonham Carter): «El Gobierno ahora ha adoptado la política exterior por la que yo y la mayoría de los liberales hemos estado ejerciendo presión durante mucho tiempo, y por lo tanto mantengo muy buenas relaciones con ellos».15 Esta feliz opinión de la gran realista de los años treinta se basaba más en la esperanza que en los hechos y chocaba con una carta de ruidosa intransigencia que Chamberlain escribió a su hermana Hilda tres semanas más tarde. Ésta expresa lo lejos que estaba de ser capaz de dirigir un Gobierno de unidad nacional. En referencia a un debate del 13 de abril, escribió: «Attlee se comportó como el cobarde canalla que es», y proseguía: «Ya me he dado por vencido con Archie Sinclair & no me sorprendió su discurso, que fue una exhibición realmente lamentable en semejante ocasión, pero esperaba un discurso mejor de Winston [...] [que había] declarado su intención de pronunciar un discurso “no poco útil”. Pero había un matiz ácido que produjo muchos vítores en los bancos laboristas & de nuevo me sentí deprimido cuando se sentó».16

Churchill creía que el Gobierno había cambiado de opinión con respecto a su política y ello condujo a un recrudecimiento de su correspondencia ministerial. Escribió al primer ministro el 21 y el 27 de marzo y el 9 de abril de1939 sin haberse comunicado con él previamente desde el agrio intercambio tras el debate del 17 de noviembre de 1938. Las cartas de marzo y abril tenían por objeto decirle a Chamberlain lo que debería hacer, pero estaban redactadas en términos amigables. Churchill también volvió a bombardear a otros ministros con consejos; a Kingsley Wood (Aire) y a Hore-Belisha (Guerra) sobre cuestiones semi técnicas y a Halifax sobre temas de política más amplios. Su energía y fluidez eran, como tan a menudo, formidables. Todos estos ministros lo trataban con respetuosa cortesía. Pero también daban muestras de desear que se calmara un poco. Esto era así en particular en el caso del primer ministro, pero también en el de Chatfield, un almirante de la Flota que a finales De enero había sido nombrado sucesor de Inskip como coordinador de defensa. Chatfield, al responder a Halifax, quien le había enviado un memorándum de Churchill sobre el despliegue naval, captó casi a la perfección la mezcla de cautela, respeto y lamentación con que los ministros saludaban otra misiva de la fluida pluma de Churchill: «Gracias por su carta sobre Winston. Por supuesto, hay mucho en todo lo que dice, aunque uno desearía que no fuera tan inquieto, porque ello implica una falta de confianza en el Almirantazgo y pasa por alto ciertas consideraciones importantes».17

Aquel año, el día de Pascua fue el 9 de abril. El Viernes Santo, Churchill había invitado a Harold Macmillan a almorzar en Chartwell, y Mussolini emprendió la invasión de Albania. (Se dice que Halifax, cuando recibió esta noticia, subrayó su condición de caballero cristiano exclamando: «¡Y en Viernes Santo!».) Más tarde, Macmillan escribió un memorable retrato del intento de Churchill de aliviar sus frustraciones por no ser ministro cuando se producía otro ataque del Eje tratando de comportarse como si lo fuera:

Fue una escena que me dio mi primera imagen de Churchill trabajando. Se sacaron mapas; se presentaron secretarias; empezaron a sonar teléfonos. «¿Dónde estaba la flota británica?» [...]. Se puso en marcha aquel numeroso personal que, incluso como particular, Churchill siempre mantenía para reforzar su tremendo esfuerzo literario y político [...]. Siempre tendré una imagen de aquel día de primavera y la sensación de poder y energía, el gran caudal de acción, que procedía de Churchill, aunque entonces no ostentaba ningún cargo público. Solo él parecía estar al mando, cuando todos los demás estaban desconcertados y vacilantes.18

Neville Chamberlain quedó menos impresionado por la perturbación adicional de su paz el día de Pascua que por la excitación que Churchill produjo. El sábado escribió a una hermana suya: «Las cosas no son más fáciles por ser convocado para una reunión del pmto [Parlamento] por los dos de la oposición y Winston, que es el peor de todos, telefoneando a cada hora del día. Supongo que ha preparado un discurso terrible que quiere soltar».19

Churchill, quien por supuesto no conocía el tono en que Chamberlain hablaba de él en su siempre diligente correspondencia familiar, dejó que sus esperanzas de ser incluido en el Gobierno aumentaran por primera vez desde principios de 1936. Se había convertido en algo inevitable, como se demostró cinco meses más tarde, que sus esperanzas de obtener un cargo dependieran directamente del deterioro de las perspectivas de Gran Bretaña y la paz. Sin embargo, el 13 de abril pensó que merecía la pena llevar a David Margesson, el formidable chief whip de Chamberlain (y posteriormente suyo), a cenar después de un debate e insistir en su petición. El informe que hizo Margesson acerca de este encuentro fue transmitido por Chamberlain (de nuevo a una hermana) el 15 de abril y, a pesar de que se trataba de dobles rumores, en conjunto suena a cierto, aunque puede que en la transmisión el intercambio sufriera algún «giro» anti Churchill. Chamberlain escribió que, en la cena, Churchill,

tras decir que no era el momento de tener pelos en la lengua le comunicó directamente [a David Margesson] su fuerte deseo de entrar en el Gobierno. Como respuesta a las preguntas, aseguró a David su confianza en que podría trabajar amigablemente bajo el p. m., que poseía muchas cualidades admirables, algunas de las cuales él mismo no poseía. Por otra parte, también él poseía grandes cualidades y podía hacer mucho para ayudar al p. m. a soportar su intolerable carga, pues era probable que con el tiempo empeorara. Le gustaría el Almirantazgo, pero se contentaría con suceder a Runciman como Lord President. Creía que Eden también debía ser admitido, pero observó que él podía ser de mucha mayor ayuda que Eden.20

Las esperanzas de Churchill no se vieron cumplidas y, por lo tanto, volvió a la mezcla de English-Speaking Peoples, periodismo, el Grupo Focus y hacer frente a los últimos coletazos de la tormenta de Epping. En el terreno periodístico inició una nueva y bastante breve aventura amorosa con el grupo Mirror. El 23 de abril, Hugh Cudlipp, de veintiséis años, dedicó las dos primeras páginas del periódico que pertenecía al mismo grupo que el Daily Mirror, el Sunday Pictorial, a un elogio de Churchill y la petición de que se le incluyera en el Gabinete. Dos días más tarde, Cudlipp escribió para informar a Churchill de que había recibido «una respuesta rotunda» como jamás había visto hasta entonces: 2.400 cartas, de las que solo 73 no eran favorables.21 La buena voluntad así engendrada quizá facilitó el paso de Churchill al Daily Mirror como el principal lugar donde publicar sus artículos cuando su contrato con el Daily Telegraph llegó a su fin, amigablemente, en mayo.

En aquella época, el Daily Mirror no poseía el prestigio, sin precedentes hasta entonces y sin igual a partir de entonces para un tabloide, que iba a alcanzar con Cudlipp de 1959 a 1973. No estaba a la altura del Telegraph como vehículo para transmitir las opiniones de Churchill a las clases influyentes. Pero al menos significaba que, pasando del Daily Mail al Evening Standard, al Daily Telegraph y al Daily Mirror, con el News of the World siempre en reserva, no estaba sin nada. Sin embargo, por lo que se refería a la publicación secundaria, a Imre Revesz le resultaba cada vez más difícil conseguir periódicos polacos, rumanos, griegos e incluso suecos que aceptaran los artículos de Churchill. Se consideraban más peligrosos que aburridos. Esto era una viva ilustración de lo que Churchill describió en su discurso sobre el Pacto de Munich como la nueva actitud en Europa de sauve qui peut: «Hay que aceptar que todos los países de la Europa central y oriental conseguirán las mejores condiciones que puedan con el triunfante poder nazi».22 Sin embargo, Revesz tenía recursos y compensó la situación negociando un contrato de radiodifusión en Estados Unidos para Churchill, por el que iban a pagarle cien libras por cada una de una serie de charlas de diez minutos para Estados Unidos.

Durante 1939, las actividades del Grupo Focus parecieron desenfocarse un poco. Churchill, empleando la excusa de la presión que le suponía English-Speaking Peoples y un poco desilusionado con los resultados previos (buenas reuniones pero poca influencia en los acontecimientos), había renunciado a la campaña provincial. Existía el peligro de que las reuniones de Focus se convirtieran no en una punta de lanza de la acción sino simplemente en un grupo de discusión mientras almorzaban, abierto a todas las opiniones. El 9 de febrero el grupo había invitado a lord Halifax. El 25 de abril hubo una celebración con mucha asistencia en honor de Joseph P. Kennedy, el derrotista embajador norteamericano. Kennedy llegó acompañado de su segundo hijo, el futuro presidente de Estados Unidos. Harold Nicolson escribió, sorprendentemente (pues fue Joseph P. y no John F. quien lo hizo), lo siguiente: «Kennedy ha pronunciado un discurso excelente».23

El problema de Epping prosiguió durante la primavera. Hasta el momento de sus últimas elecciones parciales escocesas de finales de marzo, el infatigable Thornton-Kemsley realizó una vigorosa campaña para reclutar nuevos miembros contrarios a Churchill para las pequeñas ramas periféricas con la esperanza de, al estar muy representadas esas pequeñas ramas, asegurarse una mayoría en la reunión general anual de la Asociación Central (de Epping). El 18 de marzo, Churchill escribió una furiosa carta a sir Douglas Hacking, el presidente del partido, acusando a la Oficina Central Conservadora de participar en esas maniobras. Sin embargo, quizá sensatamente, fue a parar a la abultada carpeta de su correspondencia no enviada. Hubo unas últimas ráfagas de la tormenta a finales de abril cuando sir James Hawkey, como presidente de la Asociación, se convirtió en el blanco, y Churchill tuvo que defenderlo en lugar de lo contrario.

Una semana después de que Churchill hubiera entrado en el Gobierno al estallar la guerra, Thornton-Kemsley escribió una carta de disculpa: «Quiero decir solamente esto. Usted advirtió en repetidas ocasiones sobre el peligro alemán & tenía usted razón: un saltamontes bajo un helecho no está orgulloso ahora de haber hecho sonar el campo con su importuno sonido».24 Fue un intento de mostrarse cortés, pero no fue atractivo. El apoyo, cuando no es necesario, siempre es fácil de dar. Churchill le respondió con sorprendente generosidad: «En lo que a mí respecta, el pasado, pasado es».25

Durante finales de la primavera y el verano de 1939, Churchill se debatió entre deseos y pensamientos contradictorios. En primer lugar, creía que el Gobierno al final había aceptado la política por la que él había estado abogando durante varios años. Bracken, su siempre fiel portavoz, informó a Bernard Baruch el 18 de abril: «Winston ha ganado su larga batalla. Nuestro Gobierno ahora adopta la política que él aconsejó hace tres años»,26 y el propio Churchill definió esta política (a lord Lytton) como «una gran alianza basada en el Pacto de la Sociedad de Naciones.27 No podía oponer ninguna voluntad británica de resistir. Sin embargo, creía que luchar por Polonia (y quizá por Rumania), tras el excesivo número de garantías ofrecidas por Chamberlain tras la ocupación de Praga por parte de Hitler, tenía mucho menos sentido estratégico que el que habría tenido luchar por Checoslovaquia; «el primer ministro ofreció garantías y pactó alianzas en todas las direcciones aún abiertas, con independencia de si podíamos ofrecer alguna ayuda efectiva a los países implicados». A la garantía dada a Polonia se añadió una garantía a Grecia y a Rumania, y a éstas una alianza con Turquía. Sin embargo, Churchill estaba convencido de que ninguna de estas «serie[s] de garantías tenía valor militar alguno excepto dentro del marco de un acuerdo general con Rusia».28

El obstáculo a semejante acuerdo no era solo la tardanza de Chamberlain y Halifax sino también la poca predisposición de los polacos y los rumanos a contemplar ningún acuerdo que implicara la entrada de tropas rusas en su territorio. Estaban muy inseguros sobre a quién temían más, si a Hitler o a Stalin. Los deseos discrepantes de Churchill habrían sido un círculo difícil de cuadrar en cualquier caso, y se complicó más por el hecho de que él estaba pasando por una de las fases en que deseaba reducir al mínimo sus diferencias con el liderazgo conservador. Esto no tenía nada que ver con Epping. Había superado ese problema y no se había debilitado durante los meses en que la amenaza fue mayor. Pero su deseo de volver a ocupar un cargo importante desde el que pudiera actuar y no simplemente pontificar era fuerte y en absoluto innoble.

Existía aún otra complicación. Al menos retrospectivamente, Churchill creía que la posibilidad realista de una alianza de interés mutuo con la Unión Soviética desapareció aquella primavera. En un debate del 19 de mayo, él, Lloyd George, Eden, Attlee y Sinclair hablaron firmemente a favor de perseguir con vigor este resultado. En términos que hicieron que su aceptación en junio de 1941 de la Unión Soviética como aliado («Si Hitler invadiera el Infierno, [yo] al menos haría una referencia favorable al Diablo»)29 fuera mucho menos un cambio súbito de opinión de lo que comúnmente se supone, dijo: «Si están dispuestos a ser aliados de Rusia en tiempos de guerra [...] ¿por qué evitarían ser aliados ahora?».30 Pero, de nuevo retrospectivamente, aunque quizá con una fea sospecha en la época, creía que la sustitución de Litvinov por Molotov como ministro de Asuntos Exteriores soviético, el 3 de mayo, probablemente señaló el momento en que el liderazgo ruso perdió la esperanza de Occidente y empezó a avanzar hacia el pacto nazi-soviético de tres meses y medio más tarde. No obstante, por muy desalentadoramente que contemplara la perspectiva estratégica, creía que el objetivo central era conseguir que el Gobierno británico se alzara y luchara, aunque al menos de momento todo estuviera en contra.

Aquel verano Churchill tuvo dos satisfacciones. El 27 de junio, Thornton Butterworth publicó Step by Step, una recopilación de sus artículos publicados en el Evening Standard y el Daily Telegraph en los últimos tres años. Se vendió bien, 7.500 ejemplares en la primera edición, con reimpresiones de 1.500 y 1.800 en los siguientes ocho meses, así como una edición en Nueva York y seis traducciones. Distribuyó los ejemplares de cortesía acostumbrados, pero más a viejos amigos y posibles aliados que a su anterior lista de conservadores. Ni Chamberlain ni Baldwin, y mucho menos Hoare o Simon, recibieron uno. Pero sí Attlee, quien contestó con una cálida carta que empezaba así: «Mi estimado Winston». Churchill también cultivaba a sir Stafford Cripps, que había sido expulsado del Partido Laborista debido a su implacable búsqueda de alguna nueva combinación en política. Esto contrastaba con su actitud despectiva hacia Cripps unos dos años antes, cuando Cripps solicitó en vano la ayuda de Churchill después de que los administradores del Albert Hall hubieran denegado su solicitud para celebrar allí un mitin del Frente Unido (laboristas, comunistas y el PLI). Churchill vio a Cripps durante una hora el 22 de junio y hubo correspondencia posterior en la que este último instó a Churchill a ser líder de una alianza progresista.

A principios de julio hubo una importante oleada de editoriales de periódicos, entre otros de publicaciones conservadoras clave como el Daily Telegraph y el Daily Mail, que pedían la inclusión de Churchill en el Gobierno. Hubo asimismo una campaña anónima de carteles que se extendió a seiscientos escenarios metropolitanos. «Y Churchill ¿qué?», proclamaba uno que dominaba Piccadilly Circus. Chamberlain, aunque no estaba entusiasmado, empezaba a reconocer que semejante inclusión acaso era inevitable. Ya a mediados de abril había dicho a sus hermanas, al describir la petición directa que había hecho Churchill a Margesson: «Me gustaría dejar cocer esto un poco. Me pilló en un momento en que sin duda sentía la necesidad de ayuda, pero no quería hacer nada demasiado deprisa. La cuestión es si Winston, que sin duda podría ayudar en el banco del Tesoro en los Comunes, ayudaría o estorbaría en el Gabinete o en el Consejo».31 El 3 de julio, inmediatamente después de la más apremiante petición del Telegraph de la inclusión de Churchill, Chamberlain vio a lord Camrose extensamente. Aunque aseguró al propietario del Telegraph que sus relaciones con Churchill habían mejorado mucho respecto a las del otoño anterior, aún dudaba. «Su responsabilidad [de Chamberlain] en el momento presente era tan onerosa que no tenía la sensación de que ganaría lo suficiente con las ideas y los consejos de Winston como para contrarrestar la irritación y los trastornos que inevitablemente causaría».32

Así que las cosas siguieron su curso hasta el 4 de agosto, cuando el Parlamento se dispersó para su último receso en el breve período de veintiún años de paz. Por casualidad, era el veinticinco aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Churchill permaneció en Chartwell, bregando aún con el final de English-Speaking Peoples, hasta el 14 de agosto, cuando fue a Francia a pasar ocho días. Se trató principalmente de una visita militar, invitado por el general Georges, una figura muy importante del Ejército francés. En realidad, todos los comentarios que hizo Churchill (a Clementine) sobre el viaje combinaban notas de excitación infantil, un gran optimismo sobre la fuerza militar de los franceses y un sentido elegíaco de hacerlo todo con gran comodidad, pero por última vez en paz.

[Georges] fue a recogerme al avión & me llevó en coche al restaurante del Bois donde almorzamos bajo un sol divino; & hablamos «de trabajo» durante largo rato [...]. El general vendrá aquí [al Ritz] dentro de unos minutos para llevarme a la Gare de l’Est. Vamos a viajar en un tren Michelin especial de gran velocidad hacia Estrasburgo, y cenaremos durante el camino. Vamos a tener 2 días m. largos [...]. Esta noche dormimos en Estrasburgo; mañana, en Colmar; y el miércoles, en Belfort.33

Después, tras unas breves vacaciones en Normandía, escribió:

Camino de París almorcé con el general Georges. Me presentó todas las figuras de los Ejércitos francés y alemán y clasificó las divisiones por calidad. El resultado me impresionó tanto que por primera vez dije: «Pero son ustedes los amos». Él respondió: «Los alemanes tienen un ejército muy fuerte, y nunca se nos permitirá golpear primero. Si ellos atacan, nuestros dos países se unirán para cumplir con su deber».34

Cuando Churchill invitó al general Ironside, a punto de ser nombrado jefe del Estado Mayor Imperial, a almorzar en Chartwell a la semana siguiente, Ironside escribió: «Winston no paraba de hablar de Georges [...]. Encontré que se había vuelto muy francés en su punto de vista y tenía una opinión maravillosa de todo lo que vio [...]. Le dije que los franceses le habían dicho mucho más que a nuestro Estado Mayor.35

Las vacaciones de cinco días en Normandía las pasó en el St. Georges-Motel, el château de Consuelo Balsan, ex duquesa de Marlborough, a quien siempre le había gustado visitar, aunque sus opiniones—estaba a favor del Pacto de Munich, estaba agradecida a Chamberlain y era bastante antisemita36— eran tan malas como las de su ex esposo, el primo de Churchill, Sunny Marlborough, a quien también apreciaba. Con personas a las que hacía tiempo que conocía, que políticamente no eran importantes, que le resultaban socialmente agradables y que podían distraerle con gran comodidad, no le preocupaban mucho las opiniones. Por ello se alegró de disfrutar de lo que era muy consciente que serían sus últimos días de placer en Francia a «la luz de este adorable valle en la confluencia del Eure y el Vesgre». Escribió que podía «sentir el profundo temor que se cernía sobre todos» y que pintar le resultaba «un trabajo difícil en la incertidumbre». No obstante, impresionó a otro pintor, el artista anglofrancés Paul Maze, con la intensidad de su concentración antes de volverse a Maze y decir: «Es el último cuadro que pintaré en paz durante mucho tiempo».37

Al regresar de Francia se quedó en Chartwell para pasar otra semana, en parte trabajando en las pruebas de English-Speaking Peoples (escribió cartas detalladas sobre ellas a Deakin y G. M. Young el 29 y el 31 de agosto), pero también absorto en la política militar. Fue a Londres para una sesión especial del Parlamento el 25 de agosto. Por entonces, el pacto nazi-soviético había sido anunciado y el carácter inevitable de la guerra se hizo aún mayor. Vio a Kingsley Wood y al general Ironside (por separado) y pudo informar a este último, a las diez de la mañana del 1 de septiembre, de que la invasión alemana de Polonia había empezado al amanecer, antes de que Ironside ni nadie del Ministerio de Guerra al parecer se hubieran enterado. Más tarde ese día abandonó Chartwell para instalarse en el puesto más avanzado de Morpeth Mansions. Fue el final, durante seis años, de su vida literaria y en tiempos de paz.