Churchill saludó sombríamente el inicio de 1945, el año de la victoria. Escribió sobre «este nuevo y desagradable año».1 Telegrafió a Roosevelt el 8 de enero y, de un modo más considerado, le habló de su temor de que «el final de esta guerra resulte más decepcionante que la última».2 Era la escena política europea lo que más le preocupaba, pero tampoco había mucha comodidad militar a corto plazo. Los V2 seguían acosando Londres. Las fuerzas norteamericanas, a costa de ochenta mil bajas, habían logrado detener la ofensiva de las Ardenas. Pero el paso del Rin y el final de la resistencia alemana en Occidente aún parecían estar muy lejos. Alexander quedó atascado en las llanuras inundadas del Po. El tiempo en general era espantoso. Cuando el 3 de enero Churchill fue a visitar a Eisenhower a su cuartel general de Versalles y, después, a ver a Montgomery a Gante, tuvo un tedioso viaje en tren nocturno por las llanuras cubiertas de nieve del norte de Francia. Influyó poco en Montgomery, quien tres días más tarde dio una sensacional rueda de prensa que fue inmensamente condescendiente con los norteamericanos, que acababan de soportar lo más duro de la última ofensiva alemana de la guerra. Esto causó tanta ofensa que Eisenhower dudó de si podía ordenar a alguno de sus generales que sirviera bajo Montgomery. El único frente que iba muy bien era el oriental. Los rusos barrían el sur de Polonia y avanzaban hacia el Oder. Pero eso ya no producía en Churchill nada que se pareciera al más mínimo placer.
La melancolía de Churchill no era mortal. Raras veces lo era para él. El 1 de enero, cuando creía que había conseguido que Roosevelt aceptara una conferencia bilateral preliminar en Malta antes de que ambos acudieran a la cita de Yalta impuesta por Stalin, telegrafió una cancioncilla al presidente: «¡No nos deje vacilar más! ¡De Malta a Yalta! Que nadie se altere». Sin embargo, incluso el plan de Malta quedó en gran parte en agua de borrajas. Churchill llegó allí con una de sus habituales fiebres y se pasó la mayor parte de los dos días siguientes en cama a bordo del crucero Orion. Roosevelt solo estuvo allí un día, y aunque Churchill logró arrastrarse para almorzar y cenar en el crucero del presidente, Roosevelt estaba poco dispuesto a dedicarse a ninguna planificación seria previa a Yalta.
Estas vicisitudes y frustraciones no eran muy distintas de las que, con demasiada regularidad, se asociaron con las cumbres en la segunda mitad de la guerra, aparte, quizá, de la nueva poca predisposición del presidente a dedicarse a asuntos serios. Lo que debía de ser más desconcertante para Churchill eran las crecientes señales de que estaba perdiendo el control de su propio Gobierno. Esto no se debía a la política de partidos, como podría temerse al haber unas elecciones que empezaban a cernirse en el aire. Tampoco era por problemas específicos de política. Básicamente derivaba del descontento por la forma en que dirigía el Gobierno. Siempre habían existido críticas por sus reuniones más largas que decisivas, en las que divagaba en exceso por el amplio horizonte de sus conocimientos. Alan Brooke y Alexander Cadogan, ambos buenos escritores de diarios, se especializaron en quejarse de estas divagaciones. Pero ellos, y otros que formaban parte del círculo íntimo, siempre habían dejado claro que su respeto por Churchill como líder indispensable compensaba con mucho estos defectos, por muy enloquecedores que estos pudieran resultar.
Ahora Churchill estaba perdiendo el apoyo de sus colegas ministeriales más antiguos, no solo por sus divagaciones sino porque raras veces leía documento alguno aparte de los suyos ante los Gabinetes, y porque, en asuntos sobre los que se había hecho un serio trabajo de comité, prefería los prejuicios mal informados de sus amigotes que merecían poca más confianza. Beaverbrook, Bracken y Lindemann se hallaban en esta categoría, y fue en realidad su médico favorito, convertido en lord Cherwell, quien metafóricamente produjo la primera explosión nuclear. El incidente, junto con algunos comentarios pertinentes al problema más amplio, lo relató con nitidez Colville en su diario el 9 de enero:
Después de medianoche, mientras lord Beaverbrook y Brendan [Bracken] se hallaban encerrados en el dormitorio del p.m., al que habían ido sin duda por alguna infame intriga (contra Bevin, al que el p. m. aprecia por encima de todos los ministros laboristas, sospecho), Anthony Eden llamó encolerizado. Se trataba de una nota de lord Cherwell, remitida por el p. m. al F[oreign] O[ffice], en la que se negaban categóricamente las afirmaciones de Eden sobre la hambruna a la que se enfrenta Europa. Eden me dijo que dimitiría si se pedían opiniones académicas e inexpertas referentes a temas sobre los que él ha pensado tanto. Le pasé al p. m., al que vociferó de un modo que ni el p. m. ni yo (que estaba escuchando) le había oído nunca. El p. m. manejó la tormenta de un modo muy hábil y paternal.3
Puede que Churchill se mostrara paternalmente hábil, y Eden era conocido por poseer un temperamento explosivo, aunque prácticamente nunca con Churchill. Pero, no obstante, fue un asunto grave el que el primer ministro provocara semejante reacción en su colega más importante del Gobierno, sobre el que, al cabo de dos semanas, le decía a Harry Hopkins que ellos dos «eran el Gobierno de Su Majestad, [y] que si por alguna razón entráramos en un auténtico conflicto, el Gobierno se rompería».4
Sin embargo, aún más grave fue la démarche de Attlee del 19 de enero. Attlee nunca estuvo próximo a Churchill, quien no le hizo entrar en el Other Club, siempre una buena prueba. Pero como líder del Partido Laborista y viceprimer ministro, que, como muchos declararían, realizaba milagros de capacidad presidencial y administrativa cuando Churchill se hallaba (frecuentemente) fuera, era vital para el funcionamiento del Gobierno de coalición. Además, si se permitía que el futuro proyectara su sombra, Attlee iba a ser juzgado como uno de los primeros ministros más efectivos del siglo XX, al igual que iba a haber pocos competidores de Eden para el último puesto de esta competición.
Las dos características personales más notables de Attlee eran, en primer lugar, una economía en el uso de las palabras que hacía que su prosa y su conversación convergieran en el aburrimiento, y, en segundo lugar, una lealtad a las instituciones tan fuerte que a veces parecía poco imaginativo. Sin duda entre estas instituciones se encontraba la coalición de Churchill. Por lo tanto, fue un acontecimiento asombroso el que se sentara y escribiera a Churchill una carta de protesta de más de dos mil palabras. Mecanógrafo aficionado entregado pero no preciso, martilleó su máquina portátil particular para escribirla. Quienes recibieron cartas suyas en los últimos años de su vida pueden imaginar fácilmente la distribución de asteriscos y puntos de exclamación inadvertidos que animaron el texto. Esto debió de dar a la carta más fuerza, no menos. Indicaba las molestias que Attlee se había tomado para evitar incluso que su personal particular tuviera conocimiento de la exasperación con que la había escrito. Quería que el mensaje llegara a su objetivo, pero no que fuera gritado desde el tejado.
Para ser de Attlee, el mensaje no era particularmente sucinto, pero esto no diluyó su impacto. El primer ministro había creado un número de comités del Gabinete (varios de los cuales los presidió Attlee), formados con cuidado para que representaran un equilibrio justo de la opinión política. Los comités trabajaban duro, y en general lograban llegar a un acuerdo que «subordinaba las opiniones de partido al interés general». Las conclusiones se presentaban entonces al Gabinete de Guerra en informes que se procuraba que fueran lo más cortos posible.
¿Qué ocurre entonces? Con frecuencia, un largo retraso hasta que se pueden considerar. Cuando llegan ante el Gabinete, es muy excepcional que uno los haya leído. Cada vez más a menudo no has leído ni la nota preparada para guiarte. A menudo se pierde media hora o más explicando lo que se podría haber comprendido en dos o tres minutos leyendo el documento. No es infrecuente que una frase llame la atención y dé pie a una disquisición sobre un punto que solo está ligeramente relacionado con el asunto en cuestión. El resultado consiste en largos retrasos y Gabinetes innecesariamente largos [...].
Daré dos ejemplos recientes. En lugar de suponer que, si se ha llegado a un acuerdo, es que se trata de un caso prima facie para la propuesta, se supone que es debido a malévolas intrigas de los ministros socialistas, que han engatusado a sus débiles colegas conservadores. Esta sugerencia es injusta e insultante para los ministros de ambos partidos.
La queja de Attlee cobraba impulso:
Pero hay algo peor que esto. Las conclusiones aprobadas por un comité en el que había cinco o seis miembros del Gabinete y otros ministros expertos se someten entonces con gran deferencia al Lord del Sello Real [Beaverbrook] y al ministro de Información [Bracken], dos ministros sin responsabilidad en el Gabinete y que no han prestado una seria atención al tema. Cuando expresan sus opiniones es evidente que no saben nada de ello. No obstante, se consume una hora escuchándolas. El tiempo pasa y, de nuevo, asuntos importantes se retrasan o aprueban de acuerdo con la decisión del Lord del Sello Real [...]. Aquí existe un grave problema constitucional. A los ojos del país y bajo nuestra Constitución, los ocho miembros del Gabinete de Guerra asumen la responsabilidad de las decisiones. Yo mismo aseguré a miembros de ambos partidos que han sido perturbados por la influencia del Lord del Sello Real que era así. Pero si la presente práctica continúa, no podré hacerlo en el futuro. Está mal que entre los ministros y funcionarios exista la sensación de que es más importante tener el apoyo del Lord del Sello Real y del ministro de Información que el de los ministros del Gabinete, pero no me cabe duda de que ésta es una creciente impresión.5
La carta llegó el sábado 20 de enero, cuando Attlee, que sin duda esperaba la reacción con cierta agitación, asistía a mi boda. Huelga decir que en el discurso típicamente lacónico que pronunció en la recepción no hizo referencia a la bomba de acción retardada que había enviado. Tampoco parecía más tenso de lo usual. Churchill, como estaba resfriado, pasaba de forma excepcional un fin de semana cubierto de nieve no en Chequers, sino en los lóbregos alrededores del Anexo de Downing Street. Colville escribió que la reacción de Churchill primero fue explosiva: «redactó una respuesta sarcástica, dijo que era una conspiración socialista, machacó la inadecuada representación de los tories en el Gabinete», y cuando dio la bienvenida a «las mecanógrafas, los conductores, criados, etc.» para ver una película después de cenar en una sala contigua, hizo la broma, mala y seguramente incomprensible en su mayor parte, de invitarlos a no «preocuparse por Attler o Hitlee».6 Peor aún, en opinión de Colville y de su superior John Martin, los secretarios más devotos que jamás se hayan encontrado en el ambiente habitualmente leal de las oficinas particulares de Whitehall, fue que telefoneó a Beaverbrook y le leyó la carta entera, confirmando con ello una parte de la queja de Attlee y volviendo ocioso el cuidado que Attlee había tenido escribiéndola en secreto.
El problema de Churchill era que casi todos los más próximos a él estaban de acuerdo con Attlee. Clementine lo estaba. Colville lo estaba y escribió: «Aunque admiro y quiero mucho al p. m., me temo que Attlee tiene mucha razón en lo que dice, y admiro su valor por decirlo. Muchos conservadores, y otros como Cadogan y Bridges, sienten lo mismo». (Sin duda, entre ellos se incluían los otros miembros conservadores o nominalmente «independientes» del Gabinete de Guerra, Eden, Anderson, Lyttelton y Woolton.) Incluso Beaverbrook, aparentemente, consideraba que era «una carta muy buena».7 Al final, el lunes, Churchill se vio obligado a enviar a Attlee una simple carta de acuse de recibo:
Mi estimado Lord Presidente,
Tengo que agradecerle su carta particular y personal del 19 de enero. Puede estar seguro de que siempre procuraré aprovechar sus consejos.
Atentamente,
W.S.C.8
En caso de preguntarse si algo cambió como consecuencia del atrevimiento de Attlee y del silencioso apoyo que suscitó, la respuesta es un poco, pero no mucho.
En medio de esta agitación por la conducta del Gobierno, la decisión más controvertida de Churchill, tomada a finales de enero y basada en la creencia de que acortaría decisivamente la guerra, fue intensificar el bombardeo de zonas y dar al mariscal del Aire Harris mano generosamente libre para desatar el terror en Berlín y las ciudades alemanas orientales, lo que condujo a la destrucción de Dresde por unos mil doscientos aviones británicos y estadounidenses el 13-14 de febrero. Sin embargo, sería un error echarle la culpa exclusivamente a Harris. La responsabilidad venía de arriba. Pero también fue así en la decisión de finales de marzo de restringir el bombardeo de zonas. «De lo contrario—escribió Churchill en una nota a los jefes del Estado Mayor el 28 de marzo—, tomaremos el control de una tierra completamente en ruinas [...]. La destrucción de Dresde constituye un grave interrogante con respecto a la política de bombardeos aliados».9
¿Lamentó Churchill la destrucción, y fue ésta un poco demasiado lejos? Tras una noche de sombría reflexión el 23 de febrero, Colville escribió que había dicho que, cuando Harris hubiera puesto fin a su devastación de Alemania, «¿Qué quedará entre las blancas nieves de Rusia y los blancos acantilados de Dover?».10 El sentimiento de mal presagio era más pronunciado que el de pesar. Pero es fácil criticar con la perspectiva de la victoria. Esta política no era más censurable que el empleo de la segunda bomba atómica por parte de Truman seis meses más tarde.
El siguiente acontecimiento importante fue la Conferencia de Yalta, que tuvo lugar entre el 5 y el 11 de febrero y que implicó otra ausencia de Churchill de tres semanas. Fue la menos efectiva de las cumbres durante la guerra por la razón básica de que el único cemento que mantenía unidos a los Tres Grandes, la necesidad de derrotar a la enorme maquinaria militar alemana, estaba perdiendo rápidamente su poder cohesionador. Se hallaban presentes muchas características previas, junto con otras que eran nuevas, de las que la más obvia era el manifiesto declive de la salud y el poder mental de Roosevelt, y es innecesario repasar los seis días de discusiones y banquetes con el mismo detalle aplicado a Teherán y a las diversas reuniones bilaterales de Churchill occidentales y orientales.
Dos temas dominaron Yalta. El primero incluía los puntos que quedaban por discutir de la conferencia preliminar en Dumbarton Oaks (Washington) sobre la creación de la Organización de las Naciones Unidas. En esto se realizó un progreso considerable, aunque se eludió el tema central, el de si el Consejo de Seguridad iba a tener poder efectivo para tratar una disputa en la que estaba implicado uno de sus miembros permanentes (los Tres Grandes más China y posiblemente Francia). Para la Asamblea, los rusos aceptaron tener solo dos o tres sátrapas de sus repúblicas subsidiarias, en oposición a la representación de los dieciséis que habían estado exigiendo. Esto se vio como una legítima respuesta a la participación como miembros de los cuatro dominions británicos. Estados Unidos tuvo que conformarse solo con un voto nominal, pero con lo que durante una década más o menos fue un lote bastante digno de confianza de Estados satélite latinoamericanos. Los acuerdos, como ocurre a menudo con los acuerdos de las cumbres, quedaron invalidados al cabo de un mes y produjeron una crisis previa a la Conferencia de San Francisco. En la época, el asunto, más que exacerbar los acontecimientos de Yalta, los facilitó.
El segundo asunto, y más espinoso, fue la larga y sumamente insatisfactoria saga de Polonia. Churchill—y, en menor medida, Roosevelt—la consideraba, con razón, una prueba para la futura Europa oriental. Desde Teherán, pasando por la visita de Churchill a Moscú en octubre de 1944, hasta Yalta, el tema se hallaba opresivamente en el centro del escenario. Pero con cada conferencia la posición de Occidente y de los polacos, salvo por aquellos a los que gustaba el Gobierno títere de Lublin, ahora trasladado a Varsovia, se debilitaba. Lo que se había regateado en Moscú, un «Gobierno de Lublin-Londres» al 50 por 100 por ejemplo, se habría aceptado con alivio en Yalta. Churchill era completamente consciente de que, fuera cual fuese el acuerdo que lograra obtener de Stalin, sería criticado duramente. Esto ocurrió en seguida en el debate del 29 de febrero al 1 de marzo en la Cámara de los Comunes, al final del cual veintisiete tories votaron contra él y muchos más estaban intranquilos.
Tampoco lo criticaron simplemente a corto plazo. John Charmley, por ejemplo, en su hostil biografía «revisionista» publicada en 1993, argumentó con fuerza que el trato que dio Churchill a los polacos en 1944-1945 fue peor que el de Neville Chamberlain a los checos antes y durante el Pacto de Munich, que Churchill había atacado tan implacablemente en la época. Así, argumentaba Charmley, Churchill no solo es declarado culpable de debilidad, sino también de hipocresía. El argumento pasa por alto un hecho destacado. En 1938, Churchill estaba dispuesto a luchar contra Alemania por Checoslovaquia, y en realidad propuso la opinión, con dudosa validez pero plena convicción, de que habría sido una coyuntura más favorable para ir a la guerra que un año más tarde. Declarar la guerra a Rusia, por Polonia, en la primavera de 1945, era simplemente una política no factible. En Gran Bretaña no la defendían personas serias, y era un curso que sin duda se habría tenido que seguir sin el apoyo norteamericano, y probablemente con la hostilidad norteamericana al menos tan activa como en la época de Suez once años más tarde, y con un efecto aún más devastador.
En estas circunstancias, Churchill hizo lo que pudo en Yalta. En la cuarta sesión plenaria, frente a un Stalin aún más enérgico en la victoria de lo que había estado en la semiderrota, y ayudado solo de forma intermitente por un Roosevelt medio comatoso, Churchill pronunció lo que Martin Gilbert describe con justificación como «uno de los discursos y defensas más difíciles de su carrera».11 El asunto de las fronteras, salvo por el de hasta dónde se permitiría penetrar a los polacos en territorio anteriormente alemán, se había enfriado. Lo que ahora se discutía era el significado, según las palabras del discurso, de «elecciones libres y sin trabas lo antes posible basadas en el sufragio universal y el voto secreto». Nadie quería que quedara constancia de que había votado en contra de esto, pero la falta de comprensión mutua respecto a su significado quedó claramente ilustrado por un comentario que realizó Stalin y un argumento desarrollado por Molotov y aprobado por su jefe. En la tercera cena, menos formal, Churchill estuvo hablando largo y tendido sobre las elecciones que pronto tendría que afrontar. «En Inglaterra tenemos dos partidos», dijo con cierta intrascendencia. «Un partido es mucho mejor», fue la respuesta de Stalin,12 más amable en apariencia de lo que daba a entender. Y cuando, en discusiones sobre la posibilidad de que se permitiera que observadores occidentales supervisaran las «elecciones libres y sin trabas» en Polonia, Churchill afirmó que recibiría con agrado observadores recíprocos en Grecia y el norte de Italia, Molotov ofreció (como había hecho antes) el argumento espléndidamente impresionante de que estos acuerdos serían insultantes para la soberanía y dignidad de los pueblos recién liberados de Polonia, y de hecho de otros países relativamente pequeños.
Hubo otro comentario hecho en Yalta que mereció igual resonancia, y sin duda la alcanzó en la mente de Churchill. Se trata de la declaración casi fortuita de Roosevelt en la primera sesión plenaria según la cual «Estados Unidos daría todos los pasos razonables para preservar la paz, pero no a costa de mantener un gran ejército indefinidamente en Europa, a cuatro mil quinientos kilómetros del hogar. Por eso la ocupación norteamericana se limitó a dos años».13 La reacción inmediata de Churchill fue redoblar sus esfuerzos (con éxito) para conseguir que a Francia se le diera no solo una zona de ocupación en Alemania, sino que también se la convirtiera en miembro pleno de la Comisión de Control Aliado para administrar el país enemigo derrotado. Sus dudas acerca de De Gaulle, quien por fortuna para Churchill no se encontraba en Yalta, no eran nada comparadas con su temor a que una Gran Bretaña exhausta fuera abandonada por los norteamericanos y quedara como la única potencia occidental que tratara de constituir un contrapeso a Rusia en una Alemania devastada. El Ejército francés volvió a ser necesario. El intento de vivir con o, preferiblemente, dar la vuelta a aquella lacónica afirmación de Roosevelt del 5 de febrero de 1945 por la tarde, era un factor dominante en la política exterior británica, ya fuera bajo Churchill y Eden o bajo Attlee y Bevin hasta que se firmara el Tratado del Atlántico Norte cinco meses más tarde.
En conjunto, Churchill estuvo en buena forma durante toda la Conferencia de Yalta. La fiebre que había sufrido en Malta no se repitió y su principal problema era que le dolían los ojos. «El p. m. parece estar bien—escribió Cadogan, con frecuencia deprimido, en su diario el 9 de febrero—, aunque bebe cantidades ingentes de champán caucásico que acabarían con la salud de cualquier hombre corriente».14 Si Churchill disfrutó en Crimea no está claro. De antemano estaba dispuesto a estar de acuerdo con la opinión de Harry Hopkins de que «no podríamos haber encontrado un lugar peor para una reunión si hubiéramos pasado diez años buscándolo».15 El trayecto de seis horas dando bandazos y saltos desde el aeropuerto le resultó detestable; en una ocasión contempló la vista del mar, el sol y la montaña desde su villa y dijo: «La Riviera del Hades»;16 y cuando al final subió a bordo del transatlántico británico en el puerto de Sebastopol, dejó pasmado al capitán porque «quiso que le desparasitaran su ropa».17
El alojamiento en Yalta era superficialmente lujoso: palacios en desuso, amueblados de forma apresurada con muebles traídos de Moscú. Sin embargo, las horas con el director del club nocturno le iban bien a Churchill, mucho mejor que a Roosevelt. La sesiones de la conferencia habitualmente empezaban entre las cuatro y las cinco de la tarde. Proseguían durante cuatro o incluso cinco horas, con un breve descanso, durante el cual Churchill se mantenía con whisky y sopa de pollo. Había una cena hacia las nueve y media, tres de las cuales fueron banquetes formales tripartitos ofrecidos por cada uno de los líderes, que, con la pauta usual de abundantes brindis, duraron hasta pasada la medianoche. En el curso de los discursos se hicieron algunos cumplidos bastante embarazosos, sobre todo por parte de Churchill, que era el que hablaba mejor. «Camino por este mundo con mayor valor y esperanza—dijo de Stalin en la cena soviética—cuando me encuentro en una relación de amistad e intimidad con este gran hombre, cuya fama no solo se ha extendido por toda Rusia, sino por el mundo».18 Asimismo, en la comida que ofrecieron los británicos rindió tributo a la creciente amabilidad de Stalin y dijo: «Sentimos que tenemos un amigo en el que podemos confiar».19 Hay que hacer concesiones, evidentemente, a la excitación de las circunstancias, y también puede alegarse como descargo que Churchill era sincero en su adulación (que en gran medida fue recíproca), publicando los textos de los ramos de flores en su último volumen de 1954 de las memorias de guerra.
Las cuatro noches en que no hubo una cena oficial, Churchill cenó en petit comité en su villa de Vorontzov, lo que significaba con su hija Sarah, que fue una compañera muy efectiva en Yalta al haber estado en Teherán (además de proporcionar una gran fuente de detalles sobre la «pauta de vida» en las cartas que escribía a su madre), Anthony Eden y un complemento variable de generales, almirantes y secretarios particulares. Estas reuniones tranquilas no terminaban temprano. La valija diplomática diaria llegaba por correo hacia la medianoche y, después de devorar los periódicos londinenses de la mañana, Churchill trabajaba varias horas en el otro contenido. Como consecuencia de ello, se levantaba más tarde de lo usual y había el problema de hacer encajar el trabajo matinal en la cama, su copioso almuerzo y su sueño obligatorio de primera hora de la tarde antes de las cuatro. Sarah Oliver informó de que se solucionó abandonando el desayuno y el almuerzo, instituyendo un opíparo brunch en el dormitorio a las 11:30, y Churchill se quedaba en la cama hasta primera hora de la tarde. Este régimen parecía irle bien y se dijo que lo «tolera muy bien [...]. Físicamente [...] esta conferencia no parece tan dura como la del año pasado».20
No obstante, en cuanto hubo terminado, se apoderó de él un deseo urgente de marcharse. Fue como una de aquellas escenas de un musical norteamericano en que el héroe (o la heroína) dice: «¿Por qué no nos vamos todos a Nueva York?». Sarah lo describió de un modo brillante:
¿Por qué nos quedamos? ¿Por qué no nos marchamos esta noche? [...]. ¡Me marcho dentro de 50 minutos! [...]. Naturalmente, 50 minutos bastaban para cambiar de opinión seis veces más. Pasaremos la noche aquí, después de todo, y partiremos mañana a la hora del almuerzo. Iremos en avión. Nos iremos esta noche y por mar. Iremos a Atenas, Alejandría, El Cairo, Constantinopla. No iremos a ninguna de ellas. Nos quedaremos a bordo [el RMS Franconia, el transatlántico que les esperaba en Sebastopol] y leeremos los periódicos [...]. Papá, cordial y enérgico como un niño al salir de la escuela, con los deberes hechos, iba de habitación en habitación diciendo: «¡Vamos, vamos!».
¡Créase o no, 1 hora y 20 minutos más tarde, hacia las 5:30 de la tarde, se veía una cabalgata de coches repletos de apretadas maletas dirigiéndose hacia Sebastopol! Y aunque habíamos ido deprisa, fuimos los últimos. El presidente se marchó una hora antes que nosotros; pero siguiendo un plan ordenado trazado días atrás. Stalin, como un genio, simplemente desapareció.21
En realidad, pasaron los siguientes dos días descansando en el Franconia y luego volaron a Atenas para ver cómo le iba al arzobispo Damaskinos. La respuesta no fue mala; la ciudad estaba considerablemente más calmada que siete semanas antes. Churchill pudo recorrer la ciudad en coche descubierto, a diferencia del coche blindado de la Navidad, y fue muy aclamado. Luego, fue a Alejandría, y se despidió de Roosevelt después de almorzar en el crucero estadounidense Quincy el 15 de febrero. Jamás volvieron a verse.
Después de pasar unos días en El Cairo celebrando conferencias con un emperador, dos reyes y un presidente, Churchill regresó a Inglaterra el 19 de febrero, tras un único vuelo de casi catorce horas. El viaje por aire estaba adoptando parte de la comodidad de la segunda mitad del siglo. Pero esto no impidió que su C-54 Skymaster fuera desviado por la niebla de Northolt, donde esperaba el grupo de recepción, que incluía a Clementine Churchill, a Lyneham, en Wiltshire. Al final se concertó una sorprendente cita en el hotel frente a la estación de Reading. Allí lo encontró Clementine, cuando llegó, bebiendo felizmente whisky con soda. Lo encontró «maravillosamente bien, mucho, mucho mejor que cuando partió para esta conferencia, la más fatigosa y difícil de todas».22 Entonces fueron a cenar con el rey y la reina. A Churchill los viajes, casi con independencia del destino, y las conferencias al más alto nivel, casi con independencia del contenido o las consecuencias, le resultaban más reconstituyentes que agotadores.
Yalta fue su última excursión larga en el extranjero durante la guerra. Del 23 al 26 de marzo estuvo con Montgomery para la peligrosa batalla final en el oeste, el cruce crítico del Rin, pero esto solo implicó estar a dos horas de vuelo de Londres. La cuestión sorprendente que surge de modo inevitable es por qué, con lo gran viajero que era, Churchill no asistió al funeral de Roosevelt tras la muerte repentina pero no inesperada del presidente el 12 de abril. Las exequias tuvieron lugar en parte en la Casa Blanca el sábado 14 y, en parte, en Hyde Park el domingo 15, ambos lugares sagrados naturales para Churchill en su relación con Roosevelt. Tenía mucho tiempo para ir a uno de los dos o a ambos, y el que fuera en fin de semana restaba fuerza a la afirmación de que tenía otras cosas que hacer. Su primer instinto fue ir en avión el viernes por la noche, lo que siguió siendo una opción hasta las 8:30, la hora de partida prevista.
¿Por qué se echó atrás, de forma tan poco característica en él? Durante el día recibió un mensaje de Halifax según el cual Harry Hopkins y Edward Stettinius (el bastante reciente secretario de Estado) «estaban muy conmovidos por mi idea de ir posiblemente, y ambos estuvieron de acuerdo con mi opinión del inmenso efecto para siempre que ello produciría»; y, más adelante, que Truman, el nuevo presidente, le había pedido que dijera «cuánto valoraría él personalmente la oportunidad de reunirse conmigo lo antes posible [...]. La idea de Mr. Truman era que tras el funeral podría haber pasado uno o dos días de conversaciones con él».23 Esto sin duda reforzó el deseo de Churchill. Sin embargo, cambió de opinión, decidió que Eden, que iba camino de la Conferencia de San Francisco, fuera en su lugar, y escribió una de sus cartas menos convincentes al rey explicando por qué no iba:
Durante el día estuve tentado de acudir al funeral e iniciar relaciones con el nuevo hombre. Sin embargo, hay tantos ministros de Su Majestad fuera del país, y el ministro del Foreign Office había dispuesto ir de todos modos, y me pareció que el trabajo de la próxima semana en el Parlamento y también las ceremonias [básicamente un servicio en la Catedral de San Pablo] relacionadas con la muerte de Mr. Roosevelt son tan importantes que fallaría en mi deber si dejara la Cámara de los Comunes sin mi atención personal. Tuve que considerar el homenaje que habría que rendir al difunto presidente, que claramente es mi deber rendirlo [esto tuvo lugar en la Cámara de los Comunes el martes 17 de abril por la tarde]. La presión del trabajo también es muy fuerte. Por lo tanto, me ha parecido mejor permanecer al frente en estos momentos.24
Nada se sostenía. En diciembre de 1941, en un momento de la guerra incomparablemente más peligroso, Churchill no había vacilado en ir a Estados Unidos cuando Eden se hallaba medio incomunicado en Rusia. Pero eso sucedió en una época en que, como posteriormente describió a Colville: «Ningún amante jamás ha estudiado cada capricho de su amante como yo lo hice con los del presidente Roosevelt». En lo que se refiere al hecho de que hubiera otros ministros fuera del país, Churchill apenas reconocía la existencia de la mayoría de ellos. En cuanto al homenaje de la Cámara de los Comunes e incluso el servicio en San Pablo, fácilmente habría podido estar de vuelta para asistir a ellos, aunque ello significara acortar sus conversaciones con Truman. Y su homenaje en los Comunes, cuando se realizó, aunque muy adecuado, no fue uno de sus más memorables éloges. Colville comentó que en modo alguno fue «comparable a su epitafio por Neville Chamberlain en 1940».25
Así que es un misterio. Ni los escritos del propio Churchill ni ninguna fuente contemporánea proporciona clave alguna del motivo real de su decepcionante decisión. Ninguno de los diarios, que a menudo están llenos de indicios sobre los estados de ánimo de Churchill y sobre sus reacciones instintivas, son de ayuda: ni Cadogan, ni Brooke, ni Ismay, ni Eden, ni siquiera Colville. Lo único que sabemos es que durante todo el 13 de abril vaciló, pero las consideraciones en conflicto que influyeron en su mente solo podemos suponerlas. La opinión ex post de Churchill era que deseaba haber hecho lo contrario, pero lo relacionaba totalmente con haber perdido la oportunidad de ponerse en seguida en contacto personal con Truman y no al hecho de no haber sido el que más había llorado en las exequias de su gran compañero en la defensa de Occidente.26
Surge, por tanto, la cuestión de si Churchill se había enfriado respecto a Roosevelt hasta el punto de que su muerte no le produjera un impacto emocional. Por supuesto, Roosevelt no había sido muy útil a Churchill en Yalta. Había declinado mantener conversaciones serias con él en Malta al partir, y se mantuvo recostado durante la mayor parte de las sesiones de la conferencia, en parte debido a su creciente inercia y, en parte, por su deseo de mostrarse equidistante de los otros dos. Asimismo, se había producido una gran cantidad de discusiones por correspondencia entre Churchill y Roosevelt durante las ocho semanas transcurridas entre su despedida en Alejandría y el 12 de abril. Los dos puntos principales en discusión fueron, en primer lugar, la creencia de Churchill de que la estrategia norteamericana en las últimas etapas de la guerra contra Alemania subestimaba gravemente la importancia de que los aliados occidentales llegaran a Berlín antes o, al menos, al mismo tiempo que los rusos, y, en segundo lugar, con cuánta fuerza era necesaria una reacción occidental a las violaciones soviéticas de las garantías acordadas en Yalta sobre Polonia. La esperanza de que hubiera observadores occidentales en Varsovia se vino abajo efectivamente con un mensaje de Stalin el 7 de abril. Churchill instó a Roosevelt a tener una firme reacción conjunta. Sin embargo, Roosevelt respondió en un mensaje transmitido el día de su muerte, la penúltima de más de mil setecientos comunicaciones que se transmitieron entre el presidente y el primer ministro, de una manera claramente decepcionante: «Yo minimizaría todo lo posible el problema soviético general, porque estos problemas, de una forma u otra, parecen surgir cada día y la mayor parte de ellos se solucionan».27
Esto creó una gran distancia de diferencia entre ellos. Pero es difícil creer que Churchill, cuando a la mañana siguiente temprano se enteró de la noticia de la muerte repentina que sacudió el mundo, hubiera permitido, incluso en la máxima de las irritaciones producidas por Yalta, que esto borrara casi cinco años de una relación a la que había dado tanto valor. Es más probable que el vínculo emocional entre Churchill y Roosevelt jamás fuera tan próximo como se creía comúnmente. Fue más una asociación de circunstancias y conveniencia que una amistad personal, cada uno de los cuales, como se ha citado anteriormente, era una estrella de un fulgor que necesitaba su propia órbita sin estorbos.
Churchill pagó cierto precio por su decisión. No perjudicó gravemente su reputación pública, en Gran Bretaña o en Estados Unidos. Pero tampoco la reforzó. Su ausencia pareció algo extraño, y sin duda pagó un precio por no tener relaciones con Truman desde el principio. En aquella etapa Truman era un presidente muy novato y sumamente impresionable. Además, profesaba una adoración instintiva hacia Churchill como héroe. Cuando fui a ver a Truman (que entonces no ostentaba el poder) en Kansas City, ocho años más tarde, y esperaba hacerle hablar de Attlee, de quien algunos creían que era un homólogo norteamericano, no conseguí que dijera nada de interés. Lo único que quería hacer era hablar de Churchill, y de forma laudatoria. De modo que al menos es posible que, si hubieran tenido «dos o tres días de conversaciones» juntos, algunas de las primeras decisiones de Truman no útiles para los británicos, sobre todo el brusco fin del empréstito, se hubieran podido evitar, y que Truman hubiera podido convertirse en el más firme defensor de la seguridad occidental antes de 1947. Churchill también recibió el castigo, si es posible recibir uno terrenal después de la muerte, de que, cuando llegó su propio funeral casi veinte años más tarde, el presidente Johnson no asistió.
Cuando se produjo la muerte de Roosevelt, la guerra contra Alemania casi había terminado. La resistencia alemana no había menguado después de que los Aliados cruzaran el Rin. Montgomery informó el 17 de abril de que había perdido a 5.180 hombres en los dos meses anteriores; y en Italia el Ejército de Alexander aún resistía fuera de Bolonia. Pero a mediados de abril el colapso cobró impulso y el final estaba claramente cerca. El triunfo se hallaba al alcance de la mano, pero las disposiciones de los Ejércitos aliados que lo estaban haciendo posible estaban lejos de lo que Churchill habría deseado. Concedía mucho valor político a quién llegaba primero a las ciudades capitales. Hacía tiempo que quería cruzar el desfiladero de Liubliana hasta Viena, pero cuando los rusos ocuparon la capital austríaca el 13 de abril, las fuerzas angloamericanas aún se hallaban a ochocientos kilómetros. Últimamente Praga estaba más en su punto de mira, pero sus esperanzas de que los norteamericanos llegaran allí primero habían desaparecido el 24 de abril. Lo más importante de todo era Berlín. Churchill esperaba que las tropas aliadas pudieran al menos estrechar las manos de los rusos al otro lado de los escombros del imperio de Hitler. Pero no podía convencer a los norteamericanos de su significado simbólico y político. Cuando las tropas soviéticas llegaron a los suburbios de Berlín el 21 de abril, Eisenhower parecía más preocupado por Nuremberg y Leipzig. Cuando el 25 de abril los Ejércitos oriental y occidental se reunieron, fue en Torgau, en el Elba, cerca de Wittenberg, localidad que de otro modo sería insignificante. Solo en el caso de Copenhague, en cuya ocupación los rusos parecían tener el ojo puesto, los aliados occidentales llegaron primero, y fue por un estrecho margen.
A medida que todo esto se iba produciendo, el placer de Churchill por la victoria, que cinco años antes había estado en el límite de sus sueños y en el centro de su determinación, estaba fuertemente empañado por la creciente opresión que le producía la idea de una Europa dominada por los soviéticos. Como telegrafió a Clementine, que estaba realizando una gira de siete semanas por Rusia con la Cruz Roja: «Entretanto, no es necesario que te diga que bajo estos triunfos subyacen políticas venenosas y rivalidades mortalmente internacionales».28 (Respecto a la ausencia de Clementine, es casi increíble que, a pesar de su sabiduría como esposa y el persistente cálido afecto de su matrimonio, lograra estar ausente en casi todos los momentos más importantes de la vida de Churchill.) A veces Churchill creía que podría hacer que el nuevo presidente norteamericano viera la amenaza y estuviera dispuesto a unirse a él para crear un fuerte frente contra ello, pero con más frecuencia creía que no. Fueron inútiles sus intentos de conseguir que los norteamericanos retuvieran temporalmente el territorio que habían conquistado en Alemania cuando éste se encontraba en partes de lo que se había acordado que sería la zona soviética de ocupación. Esto abarcaba unos noventa y tres mil kilómetros cuadrados de territorio, de Rostock a Leipzig. La idea de Churchill era que los norteamericanos no volvieran a la línea acordada previamente hasta que se hubieran firmado acuerdos satisfactorios para Austria (tres zonas occidentales más control cuatripartito de Viena) y para los cuatro sectores de Berlín.
Truman no se dejó convencer. Le dijeron (con razón) que Roosevelt había acordado los límites de la zona con Churchill en Quebec y con Stalin en Yalta, y él creía que los norteamericanos debían regresar a ellos. La actitud de Churchill con Stalin siguió siendo ambigua durante este período. Básicamente, creía que los rusos estaban renegando de Yalta, en particular respecto a Polonia, y su profundo anticomunismo volvía a brotar, como bulbos de primavera surgiendo en la nieve invernal que desaparece. Empleó por primera vez la expresión «Telón de acero» en un mensaje a Truman el 12 de mayo, y dijo que se había «bajado en su frente [el soviético]».
Sin embargo, aún medio creía que mantenía una relación personal con el líder ruso. Su reacción instintiva a las relaciones cada vez peores entre los Aliados fue intentar celebrar otra reunión de los Tres Grandes, y ello a pesar de las decepciones de después de Teherán y de después de Yalta. El atractivo de las cumbres aún era superior a la experiencia. Intentó con fuerza convencer a Truman de que presionara para mantener una reunión a finales de mayo o principios de junio, lo que no habría sido muy conveniente para lo que se convirtió en su calendario de elecciones en Gran Bretaña.
También se produjo un extraño incidente el 26 de abril que Colville describe en su diario.
El p.m. volvió de cenar con Massigli, el embajador francés, y encontró un bonito telegrama de Stalin, en verdad el más amistoso que T. P. jamás ha enviado. Éste le fascinó (para empezar, no estaba completamente sobrio)29 y me senté a su lado en su habitación del Anexo mientras él no hablaba de otra cosa, primero a Brendan [Bracken] durante una hora y media y después conmigo durante otra hora y media. Su vanidad era asombrosa y me alegro de que T. P. no sepa el efecto que unas cuantas palabras amables, después de tantas ásperas, pueden tener en nuestra política con respecto a Rusia [...]. Un generoso mensaje de De Gaulle causó más alegría. Pero no se trabajó y me sentí irritado y un poco disgustado por esta exhibición de susceptibilidad a la adulación. Eran casi las cinco de la madrugada cuando me acosté.30
La sorprendente dureza del párrafo puede explicarse no solo por la hora en que Colville se acostó, sino también porque Churchill en esta fase permaneciera levantado chismorreando cada vez hasta más tarde, mientras que se dedicaba cada vez menos a su papeleo, actividad que anteriormente había hecho muy bien. Tres días antes Colville había escrito: «La caja del p. m. se halla en un estado espantoso. Trabaja poco y habla demasiado, como hizo el pasado diciembre antes de que sus aventuras griegas lo refrescaran».31 La referencia a que la escapada de Churchill a Atenas había mejorado la diligencia de su papeleo era una interesante percepción de su metabolismo. La referencia a que los chismes con Bracken habían consumido la primera hora y media es sintomática de la leve desaprobación de los secretarios particulares en conjunto, así como de personas de mayor rango como Bridges y Cadogan, de la excesiva influencia de Bracken (y de Beaverbrook) en aquella época.
La moral de Churchill no era buena en la hora de la victoria. Tampoco se quedaba levantado hasta altas horas de la noche, sino que se inclinaba más por pasar con frecuencia días «trabajando en la cama» hasta media tarde, tomando un solitario almuerzo, lo que en su caso era muy mala señal. (Y si no avanzaba en su trabajo, ¿qué significaba «trabajando en la cama»?) Su estado físico también era notablemente malo para un hombre que, cualesquiera que fueran los problemas de salud y tensión que hubiera sufrido, solo tenía setenta años. «En esta época—según su propio relato—estaba muy cansado y físicamente tan débil que al salir de las reuniones del Gabinete, bajo el Anexo, unos marinos tenían que subirme por la escalera en una silla».32 Esta debilidad contrastaba con explosiones de decidido deber público, como en el día de la Victoria en Europa, cuando almorzó con el rey, pronunció su emisión de la Victoria a las 3:00, repitió la declaración en la Cámara de los Comunes a las 3:30, condujo a los miembros a St. Margaret’s para un servicio de acción de gracias, regresó para pasar una feliz hora en la sala de fumadores, después llevó a los integrantes del Gabinete de Guerra y a los jefes del Estado Mayor al palacio de Buckingham para ser felicitados por el rey, luego habló a una enorme multitud desde el balcón de lo que entonces era el Ministerio de Salud, en la parte baja de Whitehall, después cenó con sus hijas Sarah y Diana (más el esposo de la última, Duncan Sandys, y lord Camrose), luego pronunció otro discurso a la multitud de Whitehall, regresó al Anexo para leer los periódicos de la mañana siguiente, de los que, por fortuna para Camrose, que aún se encontraba allí, el Daily Telegraph le complació, aunque no el Daily Mail. Su lasitud también contrastaba con la ocasional relajación social nostálgica. El 2 de mayo cenó con Noël Coward y dos antiguas amigas, Venetia Montagu y Juliet Duff, y no regresó al Anexo de Downing Street hasta la 1:30 de la madrugada.
En el terreno de la política nacional, la presencia dominante en el horizonte era la ruptura del Gobierno de coalición seguida por un arraigado conflicto de partido. La perspectiva de esto produjo unos sentimientos más ambiguos en Churchill. En conjunto estaba orgulloso del Gobierno de coalición de los pasados cinco años, cuyo liderazgo iba a convertirlo, en el contexto de la historia, en el mayor primer ministro del siglo XX. Su picardía le hacía realizar en ocasiones comentarios cáusticos al respecto. El 24 de septiembre de 1943, cuando la muerte del ministro de Hacienda, Kingsley Wood, hizo necesaria una reorganización del Gabinete, Cadogan escribió en su diario que había dicho a Anthony Eden: «Salvo por ti y por mí, es el peor Gobierno que Inglaterra jamás ha tenido».33 En el otro extremo, escribió en su volumen de 1954 de memorias de guerra, cuando se había presentado a tres duras elecciones contra el Partido Laborista, y había perdido dos de ellas: «Ningún primer ministro habría podido desear colegas más leales y firmes que los que yo había encontrado en el Partido Laborista».34 Sin embargo, quizá su valoración más auténtica la dio en una carta a Smuts el 3 de diciembre de 1944. A Smuts, con quien raras veces disimulaba y sobre el que solo seis semanas después describiría su relación como la de «dos viejos periquitos posados juntos mudando la pluma pero aún capaces de picotear»,35 escribió: «Entretanto, se acerca la sombra de las elecciones generales, que antes de que transcurran muchos meses sin duda disolverán el Gobierno más capaz que Inglaterra ha tenido o es probable que tenga».36
El partidismo empezó a cobrar impulso a principios de la primavera. El propio Churchill lo activó de forma considerable con su discurso a una asamblea del Partido Conservador el 15 de marzo. Este discurso anunció varios de los argumentos que equiparaban el programa laborista con el incipiente totalitarismo, que iba a desfigurar su importante emisión radiofónica sobre la Gestapo, durante las elecciones, del 4 de junio. Menos públicamente, también provocó a Ernest Bevin, su ministro laborista favorito, enviando al Congreso de los Sindicatos, el 9 de marzo, una negativa absoluta a enmendar la Trades Disputes Act de 1927. Esta ley, que fue considerada incluso por la opinión laborista moderada una venganza por la huelga general de 1926, se había convertido en una obsesión irracional. Era más una cuestión de simbolismo que de esencia, pero la hostilidad total de Churchill incluso a una enmienda cosmética contribuyó a provocar el discurso de Bevin en Leeds el 7 de abril, que Churchill describió como «muy hostil» (contra el Partido Conservador). Así que se acumularon indicios de la déchirure que se avecinaba, que Churchill saludó con sentimientos contrapuestos. Era, y siempre lo había sido, una parte compleja de su naturaleza el que, aunque en su mayor parte era consensual, cuando era partidista era muy, muy partidista.
Churchill no estaba entusiasmado con la idea de celebrar elecciones generales en el verano de 1945. Habría preferido que los ministros laboristas permanecieran en el Gobierno hasta que se hubiera ganado la guerra contra Japón. Ellos querían quedarse hasta octubre, cuando habría un registro electoral nuevo, pero los ministros conservadores y los estrategas electorales de la Oficina central estaban en contra. No era tanto que los conservadores quisieran un registro rancio, aunque como el voto laborista en general era más errático había pruebas de que esto favorecía a los tories, sino que querían hacer efectivo pronto el cheque de la popularidad que la victoria brindaba a Churchill. Por lo tanto, lo convencieron de que ofreciera a los ministros laboristas solo las opciones de quedarse hasta el fin de la guerra contra Japón o de la inmediata ruptura de la coalición.
Esto resultó un callejón sin salida. Los deseos de ambos lados se habrían podido cumplir con unas elecciones en octubre, con la guerra contra Japón a dos meses de su fin, y Churchill, casi solo debido a su conocimiento pleno del progreso nuclear, conocimiento que Attlee no compartía, debía de apreciar que esto era al menos una posibilidad real. Pero el callejón sin salida condujo a cierta acritud al final del matrimonio político. Attlee, en un encuentro el 18 de mayo, inmediatamente después de su regreso de la Conferencia de San Francisco, pidió a Churchill que insertara una frase en su carta proponiendo continuar la coalición hasta la rendición japonesa, prometiendo que en el interín el Gobierno unido se dedicaría a poner en práctica las propuestas de Seguridad Social y pleno empleo. Churchill interpretó esto como que Attlee apoyaría entonces el que el Partido Laborista siguiera en el Gobierno. Pero cuando dos días más tarde Attlee llegó a Blackpool, donde se reunía la asamblea del partido, descubrió que el ambiente estaba fuertemente en contra. Morrison siempre había estado contra la continuación, y Bevin y Dalton, que anteriormente habían estado a favor, también giraron en esa dirección. Attlee, por lo tanto, rechazó la propuesta de Churchill y el primer ministro tuvo la sensación de que lo habían engañado. Básicamente se trataba de una diferencia en sus conceptos de liderazgo. Churchill creía que un líder debía ser dominante. Attlee creía que debía ser representativo.
La separación en modo alguno fue todo acritud. Como quizá no es desconocido en rupturas más personales, hubo alternancia de riñas por quién tenía la culpa y el emotivo recuerdo de tiempos más felices. El 21 de abril, tras las salvas de apertura, Churchill, como rector de la universidad de allí, se había llevado a Ernest Bevin y a A. V. Alexander a Bristol y les concedió el título de doctor honoris causa. El 28 de mayo, cinco días después de haber dimitido como presidente de la coalición y haber recibido el encargo del rey de formar un Gobierno conservador «de transición», Churchill dio una fiesta de despedida en Downing Street a los ministros laboristas y subsecretarios que se marchaban. Hugh Dalton describió que, «con lágrimas resbalándole visiblemente por las mejillas», Churchill se dirigió a ellos. «La luz de la historia brillará sobre vuestros cascos», dijo.37
Sin embargo, exactamente una semana más tarde Churchill pronunció el más partidista y, en opinión de la mayoría, el más imprudente de todos sus famosos discursos por radio. Las elecciones de 1945 fueron en gran medida una batalla de las emisiones por radio. Por supuesto, no existía la televisión como medio de comunicación de masas, pero la posesión de aparatos de radio era casi universal, y en los años de la guerra la gente se había acostumbrado a agruparse alrededor de ellos para obtener información autorizada y de confianza sobre lo que, bueno o malo, estaba sucediendo. La BBC suspendió todos los programas de debate, como el muy popular Brains Trust, mientras duraran las elecciones, pero noche tras noche durante el mes de junio ofreció una serie cuidadosamente equilibrada de mensajes electorales de los partidos. A los conservadores se les concedieron diez, al igual que al Partido Laborista, a los liberales cuatro, y a otros dos grupos, los comunistas y el Partido de la Commonwealth, que duró muy poco tiempo y había ganado algunas elecciones parciales durante la guerra, uno cada uno. El propio Churchill decidió pronunciar cuatro de los diez de los conservadores, incluidos el primero y el último. Otros seis ministros, entre los que se encontraban sir John Anderson, que nominalmente no era del partido, y lord Woolton, pronunciaron uno cada uno. Bracken, pero no Beaverbrook, fue incluido en la lista. Los laboristas repartieron más sus alocuciones. Attlee pronunció solo una, pero fue quizá su actuación más efectiva hasta el momento. Morrison pronunció la última.
Durante el fin de semana del 1-3 de junio, Churchill preparó en Chequers su primera emisión, que pronunció desde allí el lunes. Ni Beaverbrook ni Bracken se hallaban presentes ni tuvieron nada que ver directamente con el texto. No obstante, el efecto acumulativo de las muchas horas que recientemente había pasado en compañía de uno de ellos o ambos quizá dejó su depósito en su forma de llevar la campaña electoral. Pero las palabras eran todas suyas. Cuando el manuscrito estuvo listo, se lo enseñó a Clementine, a quien, según la biografía de su hija, no le gustó y «[le] rogó que eliminara la odiosa e injusta referencia a la Gestapo. Pero él no le hizo caso».38
La emisión de media hora, que Churchill consideró demasiado corta, contenía varias referencias inobjetables a cuánto lamentaba que la coalición se hubiera roto, pero «los socialistas en conjunto hacía tiempo que estaban impacientes por ponerse en pie de guerra, y cuando un gran número de gente se siente así no es bueno para su salud negarles la pelea que quieren. Por lo tanto, se la daremos lo mejor que podamos».
El problema era que su idea de «dársela» iba directamente en contra de su posición, ganada con tanto esfuerzo, como líder de toda la nación, lo que debería haber sido su mayor capital electoral. El sonido de la voz familiar, que tan a menudo había unido y elevado al país, entregándose al exagerado abuso de la política de partidos, aumentó el impacto. El párrafo que recibió más quejas—aunque hubo otros varios que casi lo igualaron—decía:
Ningún Gobierno socialista que dirigiera la vida entera y la industria del país podría permitirse el dejar que se produzcan muestras de descontento público libres, mordaces o expresadas con violencia. Tendrían que retroceder a algún tipo de Gestapo, sin duda dirigido muy humanamente en el primer caso. Y esto cortaría la opinión de raíz; pondría fin a la crítica cuando levantara la cabeza y reuniría todo el poder en los líderes supremos del partido, elevándose como imponentes pináculos por encima de sus amplias burocracias de funcionarios [...].
Amigos míos, debo decirles que la política socialista aborrece las ideas británicas de libertad [...]. Un Parlamento libre—fíjense en esto—un Parlamento libre es odioso para el doctrinario socialista.39
Las palabras, aunque las ideas no hubieran sido tan desmesuradas, eran poco felices para lo que era normal en Churchill. Vita SackvilleWest lo captó muy bien cuando escribió a Harold Nicolson (su esposo) mucho más adelante en la campaña:
Sabes que siento por Winston una admiración que raya en la idolatría, por lo que estoy terriblemente disgustada por la maldad de sus discursos radiofónicos para las elecciones. ¿Qué le ha ocurrido? Son confusos, imprecisos, poco constructivos y tan extensos que es imposible sacar de ellos ninguna impresión concreta. Si yo estuviera vacilante, me inclinaría hacia el otro lado. Archie Sinclair y Stafford Cripps estuvieron infinitamente mejor.40
Por entonces Churchill estaba de acuerdo en privado con estas censuras. «Está muy abatido, pobrecito—escribió Clementine a su hija Mary el 20 de junio—. Cree que ha perdido su “toque” y le sabe mal».41
El efecto inmediato que produjo su primera emisión radiofónica fue quedar expuesto a una respuesta calladamente devastadora de Attlee.
Cuando anoche escuché el discurso del primer ministro, en el que hacía una parodia de la política del Partido Laborista, me di cuenta en seguida de cuál era su objetivo. Quería que los electores comprendieran lo grande que era la diferencia entre Winston Churchill, el gran líder en la guerra de una nación unida, y Mr. Churchill, el líder del partido de los conservadores. Temía que los que habían aceptado su liderazgo en la guerra estuvieran tentados, por gratitud, de seguirle. Le doy las gracias por haberles desilusionado. La voz que oímos anoche era la de Mr. Churchill, pero la mentalidad era la de lord Beaverbrook.42
Esta emisión hizo de Attlee un líder de campaña. En el Congreso de Blackpool, solo dos semanas antes, había quedado eclipsado por la retórica de Morrison, Bevin y Dalton. Nunca había sido muy bueno ante las masas, y en el Partido Laborista había muchos que albergaban dudas respecto a la calidad de su liderazgo. El 5 de junio aún tuvo una mayor audiencia—la autoridad que concentraba la BBC era tal que entre el 45 y el 50 por 100 de la población adulta escuchaba estas emisiones—, pero la sustitución de las familias sentadas en sus salas de estar por el fervor colectivo de una gran sala dio una gran ventaja al tono de «maestro de escuela tolerante» de Attlee, según la frase de los historiadores de la campaña.43 Después, llevó la campaña con renovada autoridad. Churchill había hecho lo único que debería haber estado ansioso por evitar. Había realzado a Attlee en lugar de empequeñecerlo.
Esto también era aplicable a otro truco de campaña de Churchill, que consistía en entregarse a un intercambio de cartas aparentemente interminable con Attlee sobre si un primer ministro laborista estaría o no bajo el control efectivo del profesor Harold Laski y su Comité Ejecutivo Nacional, supuestamente de estilo de politburó. Laski era aquel año el presidente del Partido Laborista y los tories lo consideraban un buen coco. En esta etapa fue un agente irritante considerable, tratando de sugerir que si Attlee acompañaba a Churchill a la conferencia de las tres potencias en Potsdam, en julio, podía hacerlo sólo como «observador», y en general se dedicaba a socavar su liderazgo. Attlee se ocupó enérgicamente del pretencioso profesor. Cuando hubo recibido una carta de Laski del 24 de mayo, en la que le instaba a dimitir, le respondió: «Gracias por su carta, de cuyo contenido he tomado nota». Y en otra ocasión le ofreció la censura inmortal: «Un período de silencio por su parte sería muy bien recibido ahora».44
Este aspecto de la campaña de Churchill fue notablemente estéril. La amplia mayoría del público no comprendía qué pretendía y daba la impresión de estar siempre machacando con un problema irreal. No obstante, había cierta validez constitucional básica en lo que decía. La relación de la maquinaria del Partido Laborista con el liderazgo del partido era confusa y constituía un peligro constitucional en potencia. Causó considerables dificultades a Hugh Gaitskell cuando era líder de la oposición y a Harold Wilson cuando era líder en el Gobierno.
A pesar de los errores y fracasos de su campaña, Churchill no estaba seriamente preocupado por sus resultados. Le costaba creer que el país estuviera a punto de confiar su destino en lo que él veía como el inmensamente peligroso mundo de después de la guerra a Attlee y no a él. Los expertos de su partido le aseguraban que obtendría una mayoría de al menos sesenta parlamentarios. Él creía que si Roosevelt había podido ganar cuatro elecciones, él al menos podía ganar una. Y la prueba de sus actividades sobre el terreno era superficialmente alentadora. Pasaba las noches, precedidas por largas horas de trabajo de Gobierno, en su tren especial, aunque tenía tiempo para realizar desfiles en un coche descubierto seguidos por masivas concentraciones a última hora de la tarde. Las multitudes se agolpaban a ambos lados de las calles para aclamarlo cuando pasaba, y su llegada al centro de las ciudades constituía un gran acontecimiento local. Por el contrario, Attlee se arrastraba en un coche familiar con su esposa al volante de una reunión de tamaño moderado a otra, sin espectadores de sus viajes.
Churchill peleaba con agresividad sobre el terreno y en las ondas. Así era como le habían enseñado a hacer campaña cuando era joven, y no veía razón alguna para cambiar su estilo. Los Partidos Liberal y Laborista no se oponían a él en su distrito electoral (Epping había sido dividido en dos, y él eligió el más residencial y conservador, rebautizado con el nombre de Woodford), pero esto no le impidió, en sus peregrinaciones al aire libre en Londres, pronunciar combativos discursos en los distritos electorales de Ernest Bevin y Herbert Morrison. En Limehouse, el distrito electoral de Attlee, apenas había suficientes habitantes o edificios intactos para que mereciera la pena visitarlo.
Durante toda la campaña, la prensa oficialista se decantó por Churchill. Eden estaba enfermo (con úlcera duodenal) y cumplió un solo compromiso electoral, una emisión radiofónica notablemente moderada el 27 de junio. Esto significó que Churchill añadió temporalmente las cargas del Foreign Office a las de primer ministro y a las de líder del partido durante unas elecciones. Como lo expresó en sus memorias:
Los días transcurrían entre el clamor de las multitudes, y cuando por la noche, agotado, regresaba al tren que me servía de cuartel general, donde me esperaban un personal considerable y todos los telegramas que habían llegado, tenía que trabajar durante muchas horas. La incongruencia de la excitación del partido y el choque con el sombrío fondo que llenaba mi mente era en sí misma una afrenta a la realidad y la proporción. En verdad me alegré cuando por fin llegó el día de las elecciones.45
El principal asunto del Gobierno era la preparación para la reunión de los Tres Grandes en Potsdam, que iba a comenzar el 15 de julio, y la esperanza de Churchill era que allí podría conseguir que Truman se uniera a él en una posición que detendría el avance de la marea comunista por Europa. El día de las elecciones fue el 5 de julio, pero, algo sin precedentes desde 1918, hubo un intervalo de tres semanas hasta que se escrutaron los votos, para dejar que llegaran los de los militares. Durante este período las urnas ocultaban su contenido con un secreto que actualmente sería la envidia y el asombro de Whitehall, y en cierto modo fue así incluso en el clima mucho más disciplinado de 1945. El intervalo permitió a Churchill tomarse unas vacaciones dedicadas a pintar y bañarse en Hendaya, en el País Vasco, justo en el lado francés de la frontera con España.
Voló a Berlín para ir a Potsdam el 15 de julio y allí se reunió con él no solo Eden, sino también Attlee, quien, a pesar de rechazar a Laski en esta etapa era, inevitablemente, más un «observador» que un participante pleno. La Conferencia de Potsdam, llamada en clave «Terminal», de forma apropiada desde el punto de vista de Churchill, fue con mucho la más larga de toda la serie de cumbres. Churchill, incluso antes de la interrupción necesaria por su regreso (y el de Attlee) a Londres para el recuento de votos, pudo asistir a nueve sesiones plenarias, repartidas en el mismo número de días; y cuando Attlee, acompañado esta vez por Ernest Bevin, el nuevo ministro del Foreign Office, volvió a Potsdam el 28 de julio como jefe de la delegación británica, hubo otros cinco días de conferencia.
Para Eden la apertura de Churchill fue espantosa:
W. estuvo muy mal. No había leído ningún resumen y fue confuso e impreciso y extenso. Lanzó una diatriba contra China. Los norteamericanos no un poco exasperados [...]. Alec [Cadogan] y yo y Bob [Pierson Dixon] nunca hemos visto peor a W. [...] vuelve a estar bajo el hechizo de Stalin. No paró de repetir: «Me gusta ese hombre» y estoy lleno de admiración por la forma en que Stalin lo maneja.46
Si esto importaba mucho es dudoso. En Potsdam se había establecido una terrible similitud en la pauta de estas reuniones cumbre. Era como ver una película no muy buena varias veces seguidas. Churchill trató de mantener una reunión preliminar para desarrollar una postura común con los norteamericanos, y, ya fuera Roosevelt o Truman, le sería negada con amabilidad, aduciendo, como Truman lo expresó más claramente que Roosevelt, que no quería que pareciera que estaban «uniéndose contra los rusos». Churchill llegaba entonces lleno de quejas contra los rusos y levemente descontento con los norteamericanos. Pero sus actuaciones poderosas y (a pesar de su mal comienzo en Potsdam) a menudo brillantes en la sala de conferencias, rápidamente mejoraban su moral. Esto se veía reforzado aún más por un largo tête-à-tête con Stalin—en Potsdam celebró una cena de cinco horas a solas con él salvo por los intérpretes—y creía que se había restablecido una relación especial. Luego se discutían los antiguos temas, sobre todo Polonia, y, con la ayuda de los norteamericanos, que querían un resultado positivo, se acordaba un comunicado que dejaba constancia de que se había realizado algún progreso. Esto se deshacía en el curso de los siguientes dos meses, lo que desanimaba a Churchill pero también le hacía abogar por una nueva cumbre. Cuando ésta estaba organizada, a veces rápidamente, a veces más despacio, volvía a comenzar el proceso, a menudo exactamente con los mismos puntos. En realidad, las cumbres no fueron las mejores horas de Churchill, ni de nadie, y aunque en aquella semana había tenido que hacer frente a muchas privaciones, dejar a Stalin y una cumbre por última vez no debió de ser una de ellas.
Churchill regresó a Londres el miércoles 25 de julio por la tarde, esperando aún con intranquilidad haber ganado las elecciones. Decir que se hallaba confiado y calmado no sería cierto. Para ser así había hecho demasiadas preguntas, inquieto, principalmente a Londres por teléfono, para tranquilizarse mientras se encontraba en Potsdam. Attlee, que estaba disponible sobre el terreno pero a quien no consultó, le habría podido dar la respuesta más falsamente tranquilizadora. El líder del Partido Laborista estaba mucho más seguro de que había perdido, aunque probablemente por un respetable pequeño margen—unos cuarenta o sesenta escaños—que de que Churchill había ganado. Los miembros menos perceptivos del séquito de Churchill también eran de la opinión de Attlee. Lord Moran estaba tan seguro de Churchill y de su regreso que dejó todo su equipaje en Potsdam.
Churchill cenó aquella noche, aún en el limitado Anexo de Downing Street, solo con un grupo familiar compuesto por Clementine, Randolph, Mary y su hermano Jack Churchill, aunque también aparecieron los inevitables Beaverbrook y Bracken, los dos arquitectos de su derrota como muchos pensaron, uno antes y el otro después de la cena. Se acostó a la 1:15, muy temprano para él. Posteriormente escribió que «justo antes del amanecer desperté de pronto con una aguda punzada casi de dolor físico. Una convicción hasta entonces subconsciente de que era derrotado se abrió paso y dominó mi mente».47 Sin embargo, este dominio no impidió que se diera la vuelta y se durmiera de nuevo. Despertó solo una vez, cuando las urnas empezaban a desvelar sus secretos, y permaneció en la cama o en la bañera hasta pasadas las diez, cuando empezaron a llegar los primeros resultados. A las 10:30 el resultado era claro. Un efecto del peso de las emisiones de radio fue que en todo el país prevaleció una pauta notablemente similar. Conocer unos cuantos resultados era conocerlos todos, aunque entonces esto no se comprendió del todo.
Churchill se puso su traje de sirena, encendió un puro y se hundió en su silla en la Sala de Mapas, donde permaneció mientras el oscuro panorama se iba haciendo cada vez más oscuro. Pronto fue evidente que había perdido, pero tardó un tiempo en concretarse la magnitud de la derrota. Era enorme, una de las únicas tres catástrofes conservadoras del siglo XX. El partido quedó reducido a 210 escaños, lo que, no obstante, era mejor que los 156 de 1906 o los 165 de 1997. En los tres casos sus oponentes de izquierdas, los liberales en la primera ocasión y el Partido Laborista en las otras dos, obtuvieron cerca de cuatrocientos escaños. La razón de que los conservadores obtuvieran cerca de cincuenta escaños más en la Cámara de los Comunes en 1945 que en las otras dos ocasiones fue que no había una presión efectiva de un tercer partido comparable con la del naciente Partido Laborista en 1906 o los demócratas liberales en 1997.
Asimismo, debería dejarse constancia de que, a pesar de las muchas críticas a las largas ausencias de Churchill y a su indiferencia a las políticas durante su liderazgo en la oposición, la recuperación de los conservadores de la derrota de 1945 fue más rápida, más templada y más constructiva en su forma de actuar que la actuación del partido después de las otras dos grandes derrotas. En 1950, después de cuatro años y medio, la mayor parte del terreno perdido se había recuperado, y veinte meses más tarde el Partido Conservador volvió al Gobierno con una mayoría parlamentaria suficiente, aunque asegurada con menos votos populares de los que había obtenido el Partido Laborista. Por el contrario, después de 1906 el Partido Conservador perdió otras dos elecciones generales, se deshizo de su líder y fue sustituido por una figura mucho menos distinguida, participó en la victoria en unas terceras elecciones pero solo bajo un primer ministro de coalición que era un hombre al que anteriormente había considerado su más encarnizado enemigo político, y tardó dieciséis años en volver al poder de forma independiente.
El 26 de julio de 1945, Churchill no tenía estos reconfortantes pensamientos para consolarse. Formalmente se comportó de un modo impecable en la derrota. El almuerzo de aquel día, básicamente familiar, fue descrito por Mary Churchill como un acontecimiento triste. Cuando Clementine intentó decirle que el resultado podía muy bien ser una bendición disfrazada, él conservó su ingenio mordaz y le respondió que «de momento, en verdad está muy disfrazada».48 Los invitados externos eran Beaverbrook y Bracken, así como, cosa más sorprendente, el ennoblecido David Margesson, el ex chief whip que tanto había hecho para proporcionar mayorías parlamentarias inquebrantables para Baldwin y Neville Chamberlain.
Después del almuerzo, Lascelles, el secretario particular del rey, llamó para discutir el cambio de Gobierno. Se decidió que Churchill iría a palacio y dimitiría aquella tarde a las siete. Esto significaba un cambio de planes, pues antes había pensado que, fuera cual fuese el resultado, se reuniría con el Parlamento como primer ministro. La mayoría laborista era tan decisiva que lo hacía inapropiado. Escribió entonces una cortés carta a Attlee para informarle del calendario. En la audiencia de dimisión con el rey, indudablemente consternado por el resultado—como también lo había estado cuando Churchill sustituyó a Chamberlain cinco años antes—, ofreció a Churchill la Orden de la Jarretera, que rechazó, sugiriendo que se la ofreciera, en cambio, a Anthony Eden.49
Churchill emitió entonces una breve y digna declaración de despedida, que fue leída en las noticias de las nueve:
La decisión del pueblo británico ha quedado patente en los votos, cuyo recuento se ha realizado hoy [...]. Inmensas responsabilidades en el extranjero y en la nación recaen sobre el nuevo Gobierno, y todos debemos esperar que sepan cargar con ellas. Solo me queda expresar al pueblo británico, por el que he actuado en estos años llenos de peligros, mi profunda gratitud por el firme e inquebrantable apoyo que me han dado durante mi tarea, y por las muchas expresiones de bondad que han mostrado hacia su siervo.50
La cena de aquella noche (de nuevo en el poco atractivo Anexo) fue un poco menos triste: básicamente siguió siendo un grupo familiar más el inevitable Bracken, pero el más responsable Eden sustituyó a Beaverbrook. Al día siguiente Churchill celebró un Gabinete de despedida en la sala tradicional al mediodía. Debió de ser una ocasión embarazosa y sensiblera al mismo tiempo. Al salir, Churchill dijo a Eden que en aquella sala habían transcurrido treinta años de su vida y que nunca volvería a sentarse en ella. El aparente heredero tuvo la honradez de no expresar ningún deseo de que esta visión del futuro resultara falsa, pero aseguró a Churchill que ninguna vuelta podría añadir esplendor al lugar que él había ocupado en la historia.
La tarde fue una sucesión de despedidas. La más interesante fue la de los jefes del Estado Mayor. «Fue una pequeña reunión muy triste y muy conmovedora en la que me sentí incapaz de decir gran cosa por miedo a derrumbarme», escribió Alanbrooke.51 La relación de Churchill con sus generales—como con sus ministros—siempre había sido tensa y a menudo difícil. «¡Dios sabe dónde estaríamos sin él, pero Dios sabe adónde iremos sin él!» fue la reacción de Alanbrooke en su diario poco después de ser nombrado jefe del Estado Mayor en diciembre de 1941,52 y éste fue el tono de sus observaciones durante toda la guerra. Su comentario final tras la dimisión de Churchill fue sumamente generoso: «Doy gracias a Dios por haberme dado la oportunidad de trabajar al lado de semejante hombre y de tener mis ojos abiertos al hecho de que, en ocasiones, semejantes superhombres existen en este mundo».53 Sin embargo, quizá el mejor epítome del muy discutido asunto de las relaciones de Churchill y Alanbrooke lo proporcionaron sus respectivas reacciones al ataque japonés contra Pearl Harbor tres años y medio antes. Alanbrooke se quejó de que había anulado cuarenta y ocho horas de trabajo del Estado Mayor, mientras que la respuesta de Churchill, como hemos visto, fue: «¡Así que después de todo hemos ganado!».54 Ésta era la diferencia entre un buen oficial del Estado Mayor y un estadista mundial.
Churchill no se retiró entonces a ninguna madriguera particular, en parte quizá porque no tenía preparada ninguna madriguera a la que ir, sino que se fue a pasar un último fin de semana en Chequers, que Attlee con mucho gusto había puesto a su disposición. Hubo algún intento de celebración, sentándose a la mesa para cenar el domingo por la noche un grupo bastante numeroso de quince personas, en el que Winant, el embajador norteamericano, era el miembro más interesante y donde hubo abundante champán. Pero el estado de ánimo quizá quedó reflejado con más verdad en la firma que Churchill estampó al final del libro de visitas, añadiendo debajo: «Finis».