La vida de Churchill raramente careció de drama, pero la primavera de 1908 lo proporcionó en una escala inusualmente generosa. A mediados de marzo, se sentó junto a Clementine Hozier en una cena celebrada en Londres y quedó absorto por ella. (La había conocido con anterioridad, cuatro años antes, en un baile. Según el relato que hizo Miss Hozier mucho después de convertirse en Mrs. Churchill, «él [a la sazón] no pronunció una sola palabra y estuvo muy torpe [...] no me pidió para bailar, no me pidió que cenara con él; solo se quedó mirándome». La cena de 1908 la daba lady St. Helier, antes lady Jeune, quien diez años atrás había sido tan útil al conseguir que Churchill participara en la campaña sudanesa y la Batalla de Omdurman. Entre los invitados se hallaban su gran nuevo amigo F. E. Smith con su esposa; el tío de Churchill lord Tweedmouth, Primer Lord del Almirantazgo y ex Chief Whip, que le había facilitado su paso al Partido Liberal; sir Henry Lucy, principal bocetista parlamentario, cuyas valoraciones contribuían en gran medida a crear o romper reputaciones de la Cámara de los Comunes; Ruth Moore, una dama norteamericana que pronto iba a casarse con el futuro lord Lee of Fareham y a proporcionar gran parte del dinero que permitiría a su esposo recuperar Chequers y entregarlo a la nación como casa de campo para los primeros ministros; y sir Frederick Lugard, el gran administrador colonial de África Occidental, y su esposa, quien era una experta colonial independiente llamada Flora Shaw. Miss Shaw era el miembro del grupo que menos estaba a favor de Churchill y la velada no contribuyó en nada a mejorar la opinión que tenía de él. Era su otra vecina de mesa; él llegó tarde, en mitad del plato principal, y no volvió la cabeza en su dirección desviándola de Miss Hozier ni una sola vez. La ocasión en su conjunto fue como si, con perfecta previsión, casi todos los participantes hubieran sido elegidos para intervenir en un cuadro vivo de una escena de la vida de Churchill.)
El 8 de abril le ofrecieron formalmente la presidencia de la Cámara de Comercio, lo cual lo convirtió, a los treinta y tres años de edad, en el miembro más joven de un Gabinete desde Hartington en 1866, y uno entre un grupo selecto que durante toda la historia del gobierno del Gabinete británico había conseguido este ascenso a los treinta y tantos: Pitt, Palmerston, Peel, Gladstone, Harold Wilson y William Hague. Para el fin de semana del 11-12 de abril, convenció a su madre para que invitara a Clementine Hozier y a su madre (como lady Randolph, una experta corredora en las pistas del adulterio) a Salisbury Hall, la casa de Hertfordshire que tenía alquilada. Aquellos dos días convirtieron su encaprichamiento con Miss Hozier del día de la cena en un interés serio y, en realidad, inmensamente duradero.
Inmediatamente después de esto tuvo que partir hacia Manchester. De acuerdo con una norma arcaica que había comenzado en 1705 y prosiguió hasta 1919, y luego en forma modificada hasta 1926, un ministro del Gabinete recién nombrado tenía que buscar la reelección por su distrito electoral. A menudo esto se permitía sin problemas por parte del partido de la oposición, pero no fue así en el caso de Churchill. El 23 de abril, contra las confiadas esperanzas que había expresado una semana antes en una carta enviada a Miss Hozier, fue derrotado por 429 votos y la oposición de Joynson-Hicks. Esto constituyó un revés, pero por fortuna no resultó fatal. Churchill era una figura famosa cuya bulliciosa política atraía a los activistas liberales de los distritos electorales. Cuatro días después de la derrota declaró que había recibido sondeos de ocho o nueve escaños seguros en lugares donde estaban pendientes las elecciones parciales o podían conseguirse. Dundee, puerto del estuario de Tay, ciudad de yute, lino, astilleros, mermelada y pasteles, estaba disponible, y los liberales locales estaban bien dispuestos. Hacia allí se dirigió Churchill, con un buen sentido de la unidad política del Reino Unido. Regresó con una satisfactoria mayoría (pero sin la mayoría absoluta de votos) el 9 de mayo. Hasta entonces, después de su primavera como una «montaña rusa», no pudo concentrarse en su nuevo departamento, aunque sin perder contacto con Miss Hozier ni interés por ella.
¿Qué había ocurrido en Manchester para socavar su confianza del 16 de abril en que los «judíos, irlandeses, librecambistas unionistas—los tres elementos dudosos—supuestamente apartados, hayan venido o regresen a la línea, y temo un poco que no me voten sólidamente el viernes»?1 Quizá los judíos y los librecambistas lo hicieron, aunque estos últimos no estaban tan separados de su partido habitual como lo habían estado cuando Joseph Chamberlain se hallaba en la cima de su ascendente campaña. Los irlandeses al parecer no lo hicieron, aunque Churchill intentó animarles asegurándose el permiso de Asquith para decir que el Autogobierno sería un asunto que tratar en el segundo mandato del Gobierno liberal. Contra esto había que situar la poca popularidad del proyecto de ley de Educación inspirado en el no conformismo de la sesión de 1907 entre los católicos romanos (al igual que entre los anglicanos) y la posición sin duda no quedó redimida por el aún menos popular proyecto de ley reguladora de la venta y consumo de alcohol. El diocesano católico de Manchester era el obispo de Salford y se pronunció contrariamente a Churchill el domingo anterior a las elecciones.
El grado de obediencia a semejantes fatwas desde el púlpito fue, sin embargo, dudoso, aun cuando la religión tenía un papel mucho mayor en la política que en la actualidad, al igual que las opiniones sobre el modo en que vota cualquier grupo particular tiende a basarse más en el chismorreo que en la estadística. Factores al menos igual de importantes fueron la intervención de un candidato socialista independiente, que se llevó 276 votos, y una marea general de entusiasmo radical dos años y tres meses después del «nuevo amanecer» de 1906. Joynson-Hicks, que tenía un estilo político claramente partidista, denunció al Gobierno en frases que, mutatis mutandis, siempre son cansadamente familiares. Habían «en el espacio de dos breves años [...] alienado nuestras colonias, desperdiciado los frutos de la Guerra del Transvaal, intentado falsificar la votación de nuestra Constitución, incrementado los impuestos, hecho burla de nuestras convicciones religiosas, causado el caos y el derramamiento de sangre en Irlanda y ahora se disponen a atacar todo comercio e institución no dispuesta a obedecer el redoble del tambor radical».2 No hay nada que sugiera que Churchill fuera un candidato malo o, en esta corriente, particularmente hábil. Sufrió un retroceso electoral del 6,6 por 100, un poco, pero no mucho, por encima de la proporción de las elecciones parciales de aquel invierno y primavera. Se tomó muy bien su derrota. En una carta escrita trece días más tarde, y solo con un comentario de refilón a «esos hoscos católicos irlandeses» que, según afirmaba, habían cambiado de bando en el último momento, escribió: «El Partido Liberal, debo decir, es un buen partido con el que luchar. Jamás he visto semejante lealtad y bondad en la desgracia. Por la forma en que me trataron, se diría que había conseguido una gran victoria para ellos».3
En Dundee, donde su porcentaje de votos fue en realidad de casi tres puntos por debajo del de Manchester, el escaño se consideraba «seguro de por vida» y se juzgó que la contienda había sido satisfactoria. (El sistema electoral británico no carece de extravagancias.) El 56 por 100 que votó contra Churchill estaba feliz y casi regularmente dividido entre los candidatos conservadores y laboristas, con un cuarto candidato independiente, un tal Edwin Scrymgeour, que aparecía como «prohibicionista» (del alcohol) y que se llevó el 2,5 por 100 de los votos. Esta «nube no mayor que la mano de un hombre» era lo que más había que vigilar, pues fue Scrymgeour, sin cambiar de opiniones, y anatema para Churchill, que entretanto se había convertido en un blanco aún mejor para los prohibicionistas, quien tras catorce años y medio y otras cuatro elecciones demostró que «seguro de por vida» era un término relativo y no absoluto y en 1922 derrotó a Churchill.
En 1908, Dundee proporcionaba numeroso público y Churchill resonantes discursos, los más notables dados en una dirección antisocialista, lo que representaba un cambio de énfasis para él. En el Caird Hall, en el centro de la ciudad, empezó con un pasaje de burlas que en parte prefiguraron algunas de sus extravagancias de 1945-1950, aunque sin la referencia a la Gestapo, de la que ni él ni nadie había oído hablar. «Traducida a términos concretos, la sociedad socialista es un conjunto de individuos desagradables que obtuvieron la mayoría para su camarilla en algunas recientes elecciones y cuyos oficiales ahora contemplan la humanidad a través de innumerables rejas y casillas y sobre innumerables mostradores y les dicen “billetes por favor”».4 Luego, en un párrafo más famoso, intentó dar su propia definición de lo que separaba el liberalismo progresista del socialismo y lo hizo con una impresionante oratoria de contrapunto, que sin embargo era debida más a la cuidadosa preparación que a la inspiración espontánea:
El socialismo intenta derribar la riqueza; el liberalismo intenta elevar la pobreza. El socialismo destruiría los intereses privados; el liberalismo preservaría los intereses privados de la única manera en que pueden preservarse con seguridad y justicia, es decir, reconciliándolos con el derecho público. El socialismo mataría la empresa; el liberalismo rescataría la empresa de las trabas de los privilegios y las preferencias.5
El 10 de mayo, el tren de Churchill dobló la curva al salir de la estación de Dundee y entró en el largo y recto puente del Tay antes de cobrar velocidad sobre el Kingdom of Fife y cruzar el otro estuario antes de Edimburgo y hasta Londres. En aquella época era un viaje de diez horas y media, pero es dudoso que ni siquiera la impaciencia de Churchill se resintiera de ese tiempo. Churchill dejó atrás los problemas del distrito electoral durante algunos años y, en el intervalo entre entonces y las primeras elecciones generales de 1910, no regresó salvo unos días cada otoño. Dundee era un buen lugar pero no arrancaba las fibras del corazón inglés. Recuerdo a uno de sus sucesores como diputado por esa ciudad (John Strachey) que me dijo que algunos de los momentos más agradables de su vida fueron cuando se instaló en su escaño junto al estuario del Tay, yendo hacia el sur. Aquella mañana de mayo, Churchill tenía todas las razones para contemplar su logro con satisfacción y sus perspectivas con júbilo. Pero, aunque nunca tuvo la costumbre de poner límites a su ambición, no se le ocurrió que tardaría exactamente treinta y dos años en ser primer ministro, ni en qué circunstancias desesperadas alcanzaría esa meta.
Entretanto, Miss Hozier había pasado un mes de primavera con su madre en parte en la Selva Negra para recoger a su hermana Nellie (posteriormente Romilly) en una clínica de tuberculosos y en parte en Milán para comprar ropa. La anciana lady St. Helier, su tía abuela y entusiasta mecenas de Churchill, creía que su madre debía de estar loca por hacerla ir al extranjero en una época tan prometedora. Desde ambos destinos Clementine escribió a Churchill cartas de pesar por estar lejos y de fascinado interés por las contiendas de Manchester y Dundee. Quizá su madre tenía más nervio y un criterio matrimonial más seguro que su tía abuela.
La madre, lady Blanche Hozier, de soltera Ogilvy, era la hija mayor del décimo conde de Airlie. Se había casado tarde con Henry Hozier en 1878, matrimonio en modo alguno satisfactorio. El motivo es que él tenía más de cuarenta años, se acababa de divorciar y no era ni de cuna equivalente ni de riqueza segura. Sin embargo, había sido un buen oficial de la Brigada de la Guardia, poseía un considerable talento empresarial y, en general, era un hombre interesante y con encanto. Clementine, aunque un poco asustada por Hozier, también se interesó en extremo por él antes de que muriera en 1907. El problema no era su cuna o su personalidad, sino que fundamentalmente no estaba enamorado de su mujer, aunque poco menos de lo que su esposa lo estaba de él. El matrimonio se rompió en 1891 y lady Blanche posteriormente vivió en apuros, y a veces en Seaford, Sussex, a veces al otro lado del Canal, en Dieppe, y a veces en Abingdon Villas, en el lejano Kensington, que en aquella época no era un lugar elegante. Cualquier impresión de opulencia dada por el viaje a Milán para comprar ropa era falso: probablemente lo hicieron porque en aquella época la ciudad era barata.
Aunque no cabe duda de que lady Blanche era la madre de Clementine, es improbable que Henry Hozier fuera su padre. No es preciso realizar una lasciva investigación de viejos escándalos para tener esta opinión. Mary Soames, la hija superviviente de Clementine Churchill, lo expresó claramente en su introducción (1998) al volumen de cartas, muy bien editadas, que sus padres se intercambiaron durante más de cincuenta y seis años: «En la última época de su vida, Clementine se convenció de que no era hija de Henry Hozier».6 ¿Quién era, pues, su padre? No está claro, pues también aquí lady Soames es tajante: «No cabe duda de que Blanche Hozier era promiscua; y en la época en que su esposo amenazaba con divorciarse de ella, corría el rumor de que tenía al menos nueve amantes».7 Los candidatos más probables para el papel paterno parecen haber sido Bertram Mitford (1837-1916), que fue el primer lord Redesdale en 1902, y el capitán William Middleton (1846-1892). De joven, Mitford fue miembro del servicio diplomático y sirvió en Rusia, China y Japón. Le ofrecieron la embajada en San Petersburgo en 1871, pero prefirió el encanto de la vida londinense y fue nombrado secretario del Ministerio de Obras Públicas por Disraeli en 1874, año en el que se casó con la hermana menor de Blanche, una anterior Clementine, y conservó ese puesto hasta 1886, año en que nació su supuesta hija. En los años noventa fue por un breve tiempo miembro conservador del Parlamento por Stratford-upon-Avon, pero sus intereses eran cada vez más literarios. Había escrito varios buenos libros de viajes con sus experiencias como attaché y dedicó muchos años a una autobiografía, de la que Edmund Gosse dijo, con un elemento de hipérbole, «se leerá durante mucho tiempo y siempre se aludirá a ella».
De esta manera, como Redesdale, también tradujo importantes textos extranjeros y efectúa una aparición sorprendente de esta habilidad en las cartas de Asquith a Venetia Stanley. (El 10 de julio de 1914, tres semanas después del asesinato de Sarajevo y con la crisis irlandesa en su punto álgido, Asquith escribió: «Antes de acostarme, empecé el primer volumen de Kant (el alemán) de Chamberlain, traducido por el viejo Redesdale, quien me lo regaló el otro día».) Durante los últimos diez años de su vida fue sordo, pero conservó algo del entusiasmo callejero. El artículo de Gosse sobre él en el Dictionary of National Biography concluye con el siguiente párrafo:
Como ser humano, lord Redesdale era una especie de príncipe encantado; con sus finos rasgos, ojos vivos, figura erguida y elástica y, en los últimos años, sus rizos plateados, era un favorito universal, la figura galante de un caballero, sólidamente inglés en realidad, pero pulido y aguzado por la sociedad extranjera. Verle pasear por el Pall Mall, exquisitamente vestido, con el sombrero un poco ladeado, con una sonrisa y una inclinación de cabeza para todo el mundo, era contemplar la supervivencia de un tipo jamás frecuente y ahora extinto.8
Su segundo hijo, que lo sucedió en el título, fue caricaturizado como el tío Matthew o Farve en las novelas de su nieta, Nancy Mitford.
Middleton, conocido como Bay porque su coloración recordaba la de los caballos bayos, tuvo una vida mucho más breve y proporciona detalles menos interesantes. Fue oficial del 12º regimiento de Lanceros y murió en una carrera de obstáculos a los cuarenta y seis años. Había sido amigo íntimo de lady Randolph en Irlanda en los primeros tiempos de su matrimonio, al igual que lady Blanche, pero las dos mujeres se habían separado hasta que el amor de sus hijos volvió a unirlas. Es curioso destacar que el matrimonio de los retoños de estas dos viejas libertinas fuera uno de los más duraderos y fieles de la historia.
Clementine Hozier en 1908 y a la edad de veintidós años no era en absoluto como estos antecedentes algo libertinos podrían hacer parecer. Hubo muchas referencias contemporáneas a su gran belleza, que sin embargo las fotografías no muestran por entero. Pero no hay razón para dudar de que tenía un aspecto firme, sensible y más bien nervioso, casi como un cervato (pero sin duda no como un duende, pues era alta), totalmente distinta a la exquisitez autoindulgente de su futura suegra. En contraste con lady Randolph en cualquier época de su vida, transmitía una impresión virginal. Pero si bien técnicamente era probable que fuera cierto, no era una ingenua recién salida de clase. Había estado comprometida (para casarse) tres veces, dos de ellas con el mismo hombre y casi en secreto. Él era Sidney Peel, nieto del formidable sir Robert y devoto pretendiente suyo. Tenía casi quince años más que ella y resultaba más un amistoso consuelo que una chispa eléctrica. El otro era Lionel Earle, funcionario de buena familia y considerable riqueza que, aunque mayor que Peel, probablemente la excitaba. Este compromiso se hizo público y, en realidad, habían llegado ya algunos regalos de boda cuando ella empezó a dudar. Un buen amigo cometió el error de invitarlos a los dos, acompañados por lady Blanche, a pasar quince días en su propiedad de Holanda. Esto resultó demasiado y Clementine, con una fuerte voluntad, regresó a su vida algo aburrida en Dieppe o Londres y, en esta ciudad, a dar clases de francés a media corona la hora.
Según las reglas del mercado matrimonial eduardiano, ya iba siendo hora de que se aposentara. Pero también lo era para Winston Churchill, quien, aunque casi de su misma estatura, tenía once años y medio más. A diferencia de «Miss Beale y Miss Buss», él no había sido completamente inmune a las flechas de Cupido. Pero estas flechas tampoco habían tenido un papel dominante en su vida. No era precisamente un mujeriego. No bailaba y no se le daba bien la conversación rutinaria en las fiestas y cenas. A menos que sus vecinas le dieran conversación, preferiblemente para hablar sobre sí mismo, aunque el futuro del mundo era el segundo tema importante, en general les hacía caso omiso. El curso de su cálida pero apenas obsesiva relación con Pamela Lytton ya se ha comentado. Luego, hubo una dama llamada Muriel Wilson, hija de la adinerada familia Hull, navieros, en cuya casa Tranby Croft, situada en el East Riding, en 1891 había tenido lugar el gran «escándalo del baccarat» en el que estuvieron implicados el rey Eduardo VII y el coronel Gordon-Cumming. Ella y Churchill tenían una amistad medio burlona, medio sexual. A principios de otoño de 1906 ya habían realizado (con carabina, naturalmente) una amplia gira motorizada por Italia central—Bolonia, Rávena, Rímini, Urbino, Perugia, Siena—durante la cual él escribió a su madre hablándole de «la tranquila banalité» de su relación con ella. La joven sabía mantener una guasa coqueta y cuando, en la primavera de 1907, corrieron rumores de que él estaba a punto de casarse con Miss Botha, la bien parecida hija del capturador de Churchill en Natal, que había acompañado a su padre a Londres para asistir a una Conferencia Imperial, Muriel Wilson escribió desde el sur de Francia, donde, prefiriéndolo a los bosques de Yorkshire, parecía pasar la mayor parte del tiempo, con un buen equilibrio entre leves celos y burla: «He oído decir que estás comprometido con Miss Botha, ¿es cierto? [...]. Tengo ganas de pasar una tranquila vejez aquí, al sol y rodeada por el mar azul, y espero que tú y Miss Botha y todos los pequeños Bothas vengáis a verme y a visitar mi jardin (seré como Alice Rothschild) y celebraré una fiesta para recibiros, viejos como nosotros, y el primer ministro escribirá su nombre en nuestro libro de visitas [...]».9
Miss Botha fue objeto de la fantasía de los columnistas de chismes, que ya existían en la década de 1900, aunque no se entrometían tanto como en la actualidad. Hubo otro asunto amoroso más misterioso. Ethel Barrymore era una distinguida actriz norteamericana de la época, cinco años más joven que Churchill, que entre 1896 y 1898 estuvo en Londres, aunque posteriormente solo en ocasiones para efectuar alguna aparición «estelar». Casi todas las biografías de Churchill señalan firmemente que él se declaró a Miss Barrymore, pero ninguna dice cuándo ni da ningún otro detalle que lo respalde. En la biografía oficial, Randolph Churchill, que normalmente es rico en fuentes, en este caso no proporciona ninguna. Se limita a decir que Miss Barrymore le confirmó verbalmente, mucho después, que «Churchill le había atraído mucho» y que él le había enviado un telegrama el día en que cumplía ochenta años. Ese aniversario fue, por supuesto, muchas décadas después, y uno se pregunta si, sin dudar de la verdad formal de esta reiterada declaración, se trató de un encaprichamiento de finales de los años noventa, cuando Churchill sin duda no se hallaba en posición de tomarse en serio la idea del matrimonio, o si fue tan solo una declaración extravagante por su parte, sin esperar, o incluso ni siquiera desear, que la joven aceptara.
El otro nombre que hay que insertar en este marco es el de Violet Asquith, hija del primer ministro. Ella al menos estaba casi enamorada de Churchill, aunque él no lo estaba de ella. Esto no impidió que su amistad perdurara, a pesar del profundo desencanto de Churchill después de 1915 con su padre, hasta la vejez. Una vez más, sin embargo, como en el caso de Ethel Barrymore, hay elementos misteriosos, que aquí no derivan de ninguna falta de documentación. Ésta es abundante, en particular por parte de Miss Asquith, pero contradictoria.
Lady Violet Bonham Carter, nombre que ostentaba en virtud de una combinación de su matrimonio, en 1916, con Maurice Bonham Carter y del título de conde de su padre, recibido en 1925, publicó en 1965, unos seis meses después de la muerte de Churchill, y con el título de Winston Churchill as I Knew Him, uno de los mejores y más perceptivos libros de los muchos escritos sobre Churchill. Era muy personal y dramático. Empieza con una memorable descripción de la primera vez que se vieron, en el verano de 1906, cuando él tenía treinta y un años y ella diecinueve. Da detalles precisos sobre quién daba la cena, dónde tuvo lugar ésta y quiénes eran los otros invitados.
Me encontré sentada al lado de este hombre joven, que me pareció bastante diferente de todos los jóvenes que había conocido hasta entonces. Durante largo rato permaneció abstraído. Luego, de pronto, pareció darse cuenta de mi existencia [...]. Se lanzó a una elocuente diatriba sobre la brevedad de la vida humana, la inmensidad de la posible realización humana, tema tan bien explotado por los poetas, profetas y filósofos de todas las épocas que podría parecer difícil darle algún significado nuevo. Sin embargo, él lo hizo para mí, en un torrente de lenguaje magnífico que parecía expresar sin esfuerzo y de forma inagotable y terminó con unas palabras que siempre recordaré: «Todos somos gusanos. Pero creo que yo soy una luciérnaga». En aquella época estaba convencida de ello, y mi convicción ha permanecido inalterable durante todos los años que han seguido.10
Cuando llegó a casa, dijo a su padre que «por primera vez en mi vida he visto a un genio». Asquith se mostró tolerantemente divertido y dijo (al menos es lo que ella recordaba sesenta años más tarde): «Bueno, Winston sin duda estaría de acuerdo contigo en eso; pero no estoy seguro de que encontraras a otros muchos que opinaran igual. Pero sé exactamente a qué te refieres. No solo es un hombre notable, sino único».11
La primera contradicción es que en una colección editada con suma meticulosidad de sus diarios y cartas que apareció en 1996 no hay ninguna referencia a la ocasión. Es imposible creer que no tuviera lugar. El detalle y verosimilitud general son demasiado grandes para ello. Pero, no obstante, es extraño que un acontecimiento tan sensacional en su vida no encontrara lugar en su voluminosa escritura de la época y, por tanto, es posible pensar que hubo un elemento de romanticismo retrospectivo en este relato que hizo posteriormente.
Esto tiene importancia al comparar su reacción de 1965 a la aparición de Clementine Hozier en la escena con lo que escribió en la época. En Winston Churchill as I Knew Him, Violet Bonham Carter escribió del matrimonio de Churchill: «Su esposa ya era amiga mía [...]. Ella había aparecido unos años antes que yo y, cuando contemplé su belleza acabada e intachable y reflexioné sobre su amplia experiencia del mundo en el que yo empezaba a introducirme, sentí una sobrecogedora admiración. Desaparecido el sobrecogimiento, la admiración permaneció, y con ella empezó una amistad que ninguna vicisitud ha sacudido jamás [...]. Pronto descubrí que en realidad ella era una liberal natural mejor que Winston, y este descubrimiento me proporcionó mucho alivio por ella».12
Sin embargo, lo que Violet Asquith escribió en la época fue mucho menos blandamente entusiasta. Al enterarse del compromiso, tuvo un intercambio de cartas con su amiga Venetia Stanley, que era prima carnal de Clementine, aunque era la hermana de Venetia, Sylvia Henley, con la que Clementine tuvo una amistad más fuerte y duradera. Violet Asquith escribió:
La noticia del compromiso de Winston con la Hozier acaba de llegarme por él. Debo decir que me alegro más por ella de lo que lo lamento por él. Su esposa jamás podría ser para él algo más que un mueble auxiliar como he dicho a menudo, y ella es lo bastante poco exigente como para que no le importe no ser más. Si al final le importará ser tan estúpida como una lechuza no lo sé—es un peligro, no cabe duda—, pero de momento tendrá un descanso al menos al tener que confeccionarse la ropa y creo que él debe de estar un poquito enamorado. Padre piensa que les espera el desastre a los dos [...]. No sé si pasará. Él no deseaba—aunque lo necesita muchísimo—una esposa reformatoria y crítica que contrarrestara las lagunas en su gusto, etc. y le impidiera cometer patochadas [...]. He telegrafiado rogándoles a los dos que vengan aquí [a Slains Castle, Aberdeenshire] el 17; ¿no será divertido si vienen? Padre se muestra un poco frío al respecto, y W. en general y Margot [la segunda Mrs. Asquith] tienen la extraña teoría de que Clementine está loca, a lo que se aferra con tenacidad a pesar de que le aseguro que está cuerda hasta el aburrimiento.13
Venetia Stanley escribió dos días más tarde, probablemente (al ser domingo) sin haber recibido la carta de Violet: «¿No estás emocionada con lo de Winston? Me pregunto si Clementine será tan pesada con el Gabinete como Pamela [McKenna]; no lo creo, porque es demasiado humilde. La pobre Pamela teme que se aburrirá tremendamente porque ya no será la única joven matrona liberal. Recibí una carta muy apasionada de Clemmie diciendo todas las cosas adecuadas. Me pregunto hasta qué punto Winston la considera estúpida».14
Éste no fue el intercambio más generoso o caritativo, pero tampoco hay que verlo como muy asombroso o prueba de la hipocresía de la futura amistad. Si los comentarios privados sobre terceras personas siempre tuvieran que revelarse, en especial cuando se hacen bajo la presión de un estado de ánimo determinado o al recibir de pronto una noticia, muchos caeríamos en el camino. Es tentador verlas como dos hermanas feas alteradas por el éxito de Cenicienta. Y no cabe duda de que a Violet la movían los celos. Pero ella no era fea, tenía muchas amitiés amoureuses y a la sazón disfrutaba mucho siendo la hija del primer ministro. Y Venetia, aunque lejos de ser convencionalmente bella, poseía una habilidad magnética para animar cualquier conversación u ocasión y tenía muchos admiradores, incluido, al cabo de unos años, el propio primer ministro. Además, no tenía ninguna relación particular con Churchill, excepto como estimulante medio miembro de su «equipo».
Su persecución de Clementine, aunque es probable que la decidiera firmemente en primavera, y en modo alguno recibió resistencia, no se llevó a la práctica hasta después de finalizar la sesión parlamentaria. Esto fue simbólico. Durante todo su largo matrimonio, ella no iba a experimentar más que las más leves e infrecuentes ráfagas de rivalidad femenina. No obstante, se hallaba ante un competidor imponente por la atención de él, y se trataba de su apego a lo que siempre fue para él el gran juego de la política. Incluso cuando tenía la mente puesta en lo que sería un matrimonio de lo más feliz, tuvo que completar antes el equivalente de los bolos de Francis Drake en Plymouth Hoe en forma de su primera sesión como ministro del Gabinete.
El Parlamento se suspendió aquel año bastante pronto—el 1 de agosto—y, como Miss Hozier se encontraba en la isla de Wight en la regata de Cowes durante la primera semana del mes, Churchill fue a una casa de Rutland que su primo Freddie Guest había alquilado y que quedó arrasada por las llamas mientras él se alojaba allí. Se retiró entonces a Nuneham Park, cerca de Oxford, con cierta confusión. Eddie Marsh, que había estado con él en Rutland, había perdido toda su ropa así como los papeles de trabajo de Churchill. En Nuneham estaba la casa de un colega del Gabinete, Lulu Harcourt, y era un lugar conveniente tanto para la boda en Oxford del hermano menor de Churchill, Jack, con lady Gwendeline Bertie, hija del conde de Abingdon (cuyo empleo puede que fuera un factor subsidiario que lo incitó al matrimonio), como para Blenheim, adonde se proponía trasladarse y tener una cita con Clementine el lunes 10 de agosto. Esto supuso un cambio del plan original, que era pasar unos días en Salisbury Hall con lady Randolph en abril. Churchill, sin embargo, tenía muchas ganas de que Clementine fuera a Blenheim y de utilizar ese magnífico escenario para su declaración matrimonial, que realizó y fue aceptada el martes 11.
Al principio ella se resistió al plan de Blenheim al pensar que supondría una gran fiesta, pero se tranquilizó un poco cuando le dijeron que solo estarían el duque, que recientemente había sido abandonado por su esposa Vanderbilt y que jamás gustó a Clementine, el cada vez más inevitable F. E. Smith (tampoco le gustaba mucho, aunque sí le caía bien su esposa, antes Margaret Furneaux) y uno de los secretarios particulares de la Cámara de Comercio de Churchill (no Marsh, que llegó a gustarle mucho pero que, presumiblemente, estaba exhausto por sus experiencias en el incendio). No hay constancia escrita de su actitud hacia este secretario más departamental, que más adelante fue sir William Clark y Alto Comisario en Ottawa y luego Pretoria, y es de suponer que, en cualquier caso, estaba demasiado ocupada con Churchill (y él con ella) y con los planes de su vida futura como para preocuparse mucho por los demás invitados. De nuevo hubo aquí cierto simbolismo del futuro al estar rodeada, durante estos dos días cruciales, por dos de los futuros mejores amigos de su esposo, por ninguno de los cuales sintió ella jamás el menor afecto. También fue interesante que Churchill, que tenía una opinión demasiado elevada de su propia calidad como para dejarse impresionar indebidamente por la riqueza o la grandeza (aunque le gustaba que ambas cosas le hicieran la vida cómoda), estuviera tan ansioso por disponer del telón de fondo de Blenheim, en particular dado que para entonces debía de ser consciente de que ella era una de las últimas personas que se dejaría arrastrar por el lugar. Probablemente, era más por su propio sentido de lo apropiado por lo que deseaba estar allí. Había nacido en Blenheim, había escrito allí gran parte de su libro de más éxito hasta entonces e iba a escribir otro (de cuatro volúmenes) sobre el fundador de aquella gran casa y sería enterrado en un cementerio en la linde del parque. Declararse en matrimonio allí encajaba con su sentido de la norma y la continuidad.
Una vez comprometidos, fueron primero a visitar a lady Blanche en la modesta casa Abingdon Villas y, luego, a pasar unos días en Salisbury Hall con lady Randolph. Desde allí se anunció el compromiso el 15 de agosto y la boda se fijó para el 12 de septiembre, en St. Margaret’s Westminster. Era una fecha muy «fuera de temporada», pero no obstante lograron reunir mil trescientos invitados. Salvo por Lloyd George, que fue el único que no pertenecía a la familia que firmó en el registro, la mayoría de los políticos importantes estaban fuera, de modo que en este aspecto no pudo rivalizar con la boda de Asquith con Margot Tennant catorce años antes, cuando Gladstone, Rosebery y Balfour firmaron. Sin embargo, había algo apropiado en Lloyd George, con quien Churchill tenía entonces una alianza muy próxima, que brilló con solitario esplendor. Se dijo que, hecho no atípico, Churchill mantuvo con él una animada charla política en la sacristía. El formidable obispo Edwards de St. Asaph ofició la ceremonia y el deán Welldon de Manchester (ex director de Churchill en Harrow y luego obispo en Calcuta) pronunció el discurso. Venetia Stanley se encontraba entre las damas de honor.
El Tailor and Cutter añadió alegría a la ocasión al describir la ropa de Churchill como «uno de los mayores fracasos como traje de boda que jamás hemos visto, que daba al novio un aspecto como de cochero glorificado». Sin embargo, Churchill parecía atípicamente elegante para el acontecimiento, y su padrino, lord Hugh Cecil, mucho más un cochero.