El 4º regimiento de Húsares desembarcó en Bombay a principios de octubre de 1896. Churchill llegó, pues, a la India en el punto culminante del Imperio, ocho meses antes de las bodas de diamante de la reina Victoria. Pero jamás fue, ni en la forma de pasar el tiempo ni en los supuestos de su pensamiento, un joven oficial de caballería típico. Tenía una visión romántica de la Monarquía y del Imperio, pero por lo demás era casi la antítesis de su especie. No le gustaba la vida ordenada y ociosa. Era consciente de los defectos de su educación y de sus conocimientos intelectuales, y estaba impaciente por subsanarlos. Por instinto ponía en duda el saber convencional del ejército y, a menudo, las capacidades militares de famosos generales. Lejos de desear ser aceptado como miembro típico de la mesa, recibiendo aplausos por su educada conformidad, su mayor deseo era atraer el máximo de atención posible hacia sí mismo, tanto en el ámbito local como en el internacional.
Su extravagante impaciencia iba acompañada al menos por la suficiente sensatez como para ver que su futuro no residía en aguardar diligentemente el ascenso a capitán, a comandante, a coronel y, luego, quizá, al rango de general. La virtud militar que poseía en abundancia era la valentía personal. Su amor al peligro le proporcionaba una temeridad que personalmente era admirable pero que, en esa etapa de su vida, no le convertiría en un jefe de confianza de más de un puñado de hombres. Su adicción al polo (el único juego de pelota que durante toda su vida despertó su interés) era casi el único vínculo con sus compañeros. Pero lo que lo empujaba a jugar un número de chukkas obsesivamente elevado era un intenso esfuerzo de la voluntad competitiva y no el deseo de obtener un placer recreativo.
Dada esta última tendencia, la India fue un feliz destino en ultramar para Churchill. Desde el momento en que su regimiento llegó a Bombay, él se acercó a todo con una mezcla de celo y ampulosidad. Su impaciencia por llegar a tierra tras una travesía de veintitrés días hizo que se dislocara el hombro derecho al saltar con demasiada fuerza desde una lancha muy baja hasta unos escalones del puerto algo resbaladizos. Se le pudo recolocar fácilmente, pero durante el resto de su vida se le salió en momentos inesperados e inconvenientes. Churchill sostenía que en una ocasión estuvo a punto de ocurrirle cuando hizo un gesto demasiado enérgico en la Cámara de los Comunes.
La tercera noche que pasó en el subcontinente, él, otro alférez y otros tres oficiales de mayor graduación del recién llegado regimiento fueron convocados a cenar con el gobernador de la presidencia de Bombay, lord Sandhurst. Como escribió Churchill más de treinta años después, sin duda con un deliberado grado de exageración autoburlona:
Su Excelencia, después de brindar por la salud de la reina emperatriz y cuando la cena había terminado, estaba lo bastante animado como para preguntarme mi opinión sobre varios asuntos, y considerando el magnífico carácter de su hospitalidad, pensé que no estaría bien que no le respondiera plenamente. He olvidado los puntos concretos de los asuntos británicos e indios sobre los que me pidió mi opinión; lo único que recuerdo es que respondí generosamente. Hubo en verdad momentos en que parecía dispuesto a darme sus propios puntos de vista, pero pensé que sería descortés molestarlo pidiéndoselos y en seguida dejó el asunto. Amablemente envió a su edecán con nosotros para asegurarse de que regresábamos al campamento en perfecto estado.1
Churchill y el 4º regimiento de Húsares fueron en tren a Bangalore, al Aldershot o principal depósito militar del sur de la India, que se encuentra a novecientos metros de altura y se creía que proporcionaba un clima muy favorable y otras condiciones adecuadas para la vida regimental. Churchill se instaló en un gran bungaló con otros dos alféreces, con una serie de criados indios para satisfacer todas sus necesidades. También cumplió una serie de obligaciones que no le ocupaban más de tres horas al día y estaban terminadas por completo a las diez y media de la mañana. Aparte de esas primeras horas de la mañana y los partidos de polo que jugaba a última hora de la tarde, el resto del día lo tenía libre.
El 4º regimiento de Húsares permaneció en la India ocho años y medio en este régimen, pero Winston Churchill en realidad estuvo allí solo diecinueve meses, y este período incluyó dos permisos a Londres de varios meses cada uno, tres visitas invernales a Calcuta que supusieron cuatro días de viaje de ida y otros tantos de vuelta, una expedición a Hyderabad como miembro de un equipo victorioso en un torneo de polo y la participación, sin su regimiento, en una expedición a la frontera noroccidental, azarosa pero productiva desde el punto de vista periodístico.
Sin embargo, más notable incluso que este movido historial fue el modo en que pasó el tiempo durante los meses de tranquilidad en Bangalore. Al tiempo que se comportaba con la mayor seguridad en sí mismo ante el virrey, ante el gobernador de Bombay y, sin duda, ante su comandante, asumiendo un derecho casi divino de estar presente en toda escena de acción militar en el mundo y tirando de todos los hilos, propios y de su madre, para llegar a ellos, también decidió que adolecía de una grave falta de cultura y que debía hacer algo al respecto. Éste fue, tal vez, el momento en que las cualidades únicas y paradójicas de Winston Churchill, que sumadas eran suficientes para hacer de él un gran hombre, se mostraron claramente por primera vez. Estas cualidades eran su seguridad en sí mismo y su egocentrismo. Convencido de que era (o al menos debía serlo) un hombre destinado a ser alguien, no deseaba pasar los días compartiendo la indolencia intelectual de sus compañeros del ejército. También poseía la perspicacia suficiente para darse cuenta de lo que no sabía. Tenía asimismo fuerza de voluntad, en circunstancias desfavorables y con métodos ingenuos, para tratar de corregir sus deficiencias.
Fugazmente le atrajo la idea de renunciar al ejército e ir a Oxford, donde para entonces llevaría cinco años de retraso. Al menos habría sido un gasto menor para las finanzas de la familia que la vida en el 4º regimiento de Húsares. Como expresó en una carta que escribió en enero de 1897 a su madre (correspondencia conservada totalmente y más sustanciosa en esta etapa que durante sus días de estudiante): «Envidio a Jack la educación liberal de una universidad. Mis gustos literarios crecen de día en día; si supiera latín y griego, creo que dejaría el ejército e intentaría licenciarme en Historia, Filosofía y Economía. Pero no puedo hacer frente a los análisis gramaticales y la prosa latina otra vez. Qué extraña inversión de la fortuna, que yo sea soldado y Jack esté en la universidad».2 (En aquella época se propuso que el hermano menor de Churchill, que cursaba el último año en Harrow, fuera a Oxford, propuesta que no llegó a nada.)
Sin embargo, su madre no le animó a vencer a los autores clásicos que se interponían en su camino, y lo que hizo fue iniciar un curso universitario a distancia. En esta ocasión sí que lady Randolph ayudó, no como tutora postal sino enviándole con eficiencia los libros solicitados. Al principio, la dieta de Churchill, así como sus peticiones, se limitaban casi exclusivamente a Gibbon y Macaulay. Ella le envió los ocho volúmenes de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, seguidos por doce de Macaulay, ocho de historia y cinco de ensayos. Él los leyó todos, a un ritmo regular y sin prisas: «Cincuenta páginas de Macaulay y veinticinco de Gibbon cada día», escribió en febrero. En conjunto, le impresionó más Gibbon; Macaulay «no es ni la mitad de sólido».3 Pero encontraba virtudes en ambos: «Macaulay es conciso y enérgico; Gibbon, majestuoso e impresionante. Los dos son fascinantes y demuestran lo magnífico que es el idioma inglés, ya que puede ser agradable en estilos tan diferentes».4 Aunque «agradable» puede parecer una palabra sorprendentemente débil para ser utilizada por Churchill en este contexto, poca duda cabe de la influencia permanente que ambos, por diferentes que él encontrara sus estilos, causaron en su escritura y su oratoria.
Cuando terminó con este dúo declamatorio, su búsqueda de conocimientos siguió siendo voraz pero menos discriminatoria. Se divirtió mucho y le entusiasmó considerablemente The Martyrdom of Man, de Winwood Reade, una obra casi filosófica (y antirreligiosa) de muy dudoso interés o valor alguno. El programa autodidacta de Churchill recuerda curiosamente el de un especimen humano muy diferente que, no obstante, llegó a ocupar al igual que él un alto cargo político y por el que, casi cincuenta años más tarde, Churchill llegó a sentir un considerable respeto: Harry S. Truman. Truman, de joven, leyó muchísimo. Conocía particularmente bien no solo la historia de los presidentes norteamericanos sino también la de los emperadores romanos y de los grandes jefes militares de todas las épocas. Pero todo lo había conseguido mediante lecturas solitarias y sin profesores. Como consecuencia de ello, estaba familiarizado con la ortografía de muchos nombres propios, pero no con la pronunciación, y podía soltar las versiones más sorprendentes. Éste no era exactamente el problema de Churchill. Los oficiales del 4º regimiento de Húsares quizá no tenían un conocimiento histórico o clásico muy profundo, pero conocían la pronunciación aceptada de los nombres de los personajes que habían oído. Sin embargo, existía una analogía en otro aspecto: ni Churchill ni Truman tuvieron en sus primeros años a nadie con quien compartir los conocimientos que solitaria, y un poco laboriosamente, estaban acumulando. El equivalente de las malas pronunciaciones de Truman en Churchill fue considerar The Martyrdom of Man (que era un gran favorito de su coronel) un libro importante aunque equivocado.
En su mayor parte, sus excursiones fuera de la sólida base de Gibbon y Macaulay fueron mejor juzgadas y comprendían clásicos como La riqueza de las naciones, de Adam Smith, El origen de las especies, de Charles Darwin, la traducción que hizo Jowett de La república de Platón y The Constitutional History of England de Henry Hallam (el padre del jeune homme fatal que tanto excitó los celos mutuos de Gladstone y Tennyson). Además de este formidable curso de conocimientos básicos, Churchill también se dedicó a bombear en sus venas datos políticos sin diluir (y sin digerir). Hizo que su madre le enviara veintisiete volúmenes del Annual Register, con los que, empezando por el segundo Gobierno de Disraeli de 1874-1880, estudió los detalles de todos los debates parlamentarios importantes y progresos legislativos de su primera infancia. Luego, resumió los informes y dio su propia opinión, moderadamente progresista, sobre cómo habría hablado y votado él en cada caso. Fue un impresionante trabajo de exégesis política que indicaba una gran aplicación, la convicción de que se preparaba para un gran papel y una visión sencilla de la mejor manera de hacerlo.
La correspondencia india con su madre también fue notable en otros tres aspectos. En primer lugar, su posición como principiante intelectual no le inhibió en lo más mínimo de los comentarios más radicales sobre personas y asuntos. Así, el 1 de enero de 1897, durante un largo viaje en tren de regreso a Calcuta después de la Navidad, rechazó al virrey nombrado por los liberales: «Los Elgin son muy impopulares aquí y desempeñan un papel muy pobre después de los Lansdowne. Lo malo es que haya un Gobierno radical detrás de ello. Todos los grandes puestos de Estado deben ser ocupados por los escasos restos de los Pares Liberales. Y así se tiene al virrey Elgin. Me han dicho que son demasiado rígidos y pomposos para las palabras, y la “sociedad de Calcuta” no logra encontrar un epíteto con el que describirlos».5
Una ironía fue que, solo ocho años más tarde, cuando Churchill era subsecretario en el Gobierno de Campbell-Bannerman, lord Elgin iba a ser su secretario de Estado en el Colonial Office. Quizá Elgin no había reparado lo bastante en él en Calcuta. Pero el partidismo tory de Churchill en 1897 no condujo a admiración alguna por las estrellas en alza de ese partido. Ocho semanas más tarde escribió:
Entre los líderes del partido tory hay dos a los que desprecio y detesto como políticos por encima de todos los demás: Mr. Balfour y George Curzon. Uno—un cínico lánguido, perezoso y ensimismado—, la nada monumental figura decorativa del Partido Conservador; el otro, el niño mimado de la política, henchido de presunción, insolente por el éxito inmerecido, la personificación del pedante de Oxford. A este par habría que atribuirles todos los líos criminales de los últimos quince meses.
A su jefe lo trató un poco mejor, pero no mucho. «Lord Salisbury, un hombre capaz y obstinado, que une el cerebro de un estadista con las delicadas susceptibilidades de una mula, ha sido alentado a hacer patochadas de modo poco diplomático hasta que casi todas las secciones del Partido de la Unión y casi todos los gabinetes de Europa se han irritado u ofendido».6
Tras estas opiniones, quizá no sorprende que escribiera el 6 de abril: «No hay extremo al que no llegara en mi oposición [a nuestro maquiavélico Gobierno] si estuviera en la Cámara de los Comunes. Soy liberal en todo salvo en el nombre. Mis opiniones despiertan el piadoso horror de la mesa. De no ser por el Autogobierno—que jamás consentiré—entraría en el Parlamento como liberal. En realidad, la democracia tory tendrá que ser la línea bajo la que me alinee».7 Tres meses más tarde, cuando estaba en casa durante un permiso obtenido notablemente pronto tras llegar a la India, fue bajo esta línea que fue invitado a pronunciar el primer discurso de su vida en la tribuna, en una fiesta de la Primrose League, una organización marginal conservadora, en las afueras de Bath. Fue un buen discurso político, bien pronunciado, bastante divertido y lleno de indicaciones para los aplausos. El Bath Daily Chronicle habló considerablemente de él, así como el Morning Post de Londres. Pero no daba muchas señales de ser un «liberal en todo salvo en el nombre». «El obrero británico tiene más que esperar de la creciente marea de democracia tory que de la cañería desecada del radicalismo»8 fue quizá la frase más importante.
El segundo tema que dominaba la correspondencia con su madre era el dinero. Aquí, a diferencia de lo que sucedía con las opiniones políticas, era lady Randolph quien llevaba la delantera. Su carta más reprobadora estaba fechada el 26 de febrero (1897), un día después de que Churchill hubiera denunciado suavemente a Balfour y Curzon. «Con sentimientos muy inusuales me siento a escribirte mi carta semanal» era el siniestro comienzo.
Generalmente es un placer, pero esta vez es lo contrario [...]. Esta mañana he ido a Cox y he descubierto que no solo habías cogido por anticipado toda tu asignación trimestral que debía llegar este mes sino otras cuarenta y cinco libras; y ahora este cheque de cincuenta libras, y sabías que no tenías nada en el banco. El director me ha dicho que te habían advertido de que no te dejarían tener un saldo deudor y que el próximo correo traía este cheque. Debo decir que creo que has hecho muy mal; en verdad, no es muy honrado, sabiendo como sabes que dependes de mí y que te doy la máxima asignación que puedo darte, más de lo que me puedo permitir [...]. Si no puedes vivir con la asignación que recibes de mí y tu paga, tendrás que dejar el 4º regimiento de Húsares. No puedo aumentarte la asignación.9
El 5 de marzo volvió al tema con franca precisión: «De 2.700 libras al año [aproximadamente 135.000 actuales], 800 van a vosotros dos, y 410 al alquiler de la casa y los establos, lo que me deja 1.500 libras para todo: impuestos, criados, establos, comida, vestido, viajes; y ahora tengo que pagar intereses por el dinero que he pedido prestado. Realmente temo por el futuro».10 Y posteriormente escribió, una vez más, el 25 de marzo, sin duda solo por coincidencia, desde el Hôtel Metropole de Montecarlo, para decir que su última carta había llegado en «mal momento y me ha encontrado más apurada de dinero de lo usual».11 Churchill, probablemente con sensatez, no prestó mucha atención a estas diversas lamentaciones. El hecho de que el correo angloindio no fuera entregado hasta tres semanas después de ser enviado le restaba fuerza. Cuando llegaba, podía ser que el humor hubiera cambiado. Debido a estas presiones, Churchill desarrolló dos firmes reglas que siguió fielmente el resto de su vida. La primera era que el gasto debía estar determinado por las necesidades (interpretadas con generosidad) y no por los recursos. Hacía lo contrario de la famosa máxima del Mr. Micawber de Dickens. En segundo lugar, decidió que cuando la diferencia entre los ingresos y los gastos fuera incómodamente grande, la solución siempre debía consistir en aumentar los ingresos y no reducir los gastos.
Esta optimista visión de los problemas económicos efectuó una importante aportación al tercer tema de su correspondencia con su madre. Se trataba del deseo de que ella utilizara toda la influencia posible para permitirle llegar a toda escena de acción militar que hubiera en el mundo. Esto en parte era debido a un temerario espíritu aventurero y en parte a una astuta apreciación de que podría ganar quince o veinte libras por «carta» (como en su mayoría se describían los artículos desde el frente) enviada desde primera línea al Morning Post o al Daily Telegraph. No existe la menor prueba de que lady Randolph ofreciera jamás sus encantos a sir Bindon Blood o al entonces sir Herbert Kitchener o a lord Roberts, lo que habría sido recibido con agrado al menos por dos de ellos, o de su voluntad de incluirlos dentro de los exagerados «doscientos» de George Moore, pero todo parece indicar que Winston Churchill quería que ella empleara toda su maña para conseguirle los destinos más expuestos en las fronteras del Imperio.
Sin embargo, su primera experiencia la vivió en las menguantes fronteras del Imperio español y no en las británicas, aún en expansión. En otoño de 1895, muy poco después de ponerse al servicio de los Húsares, partió para Cuba y la guerra de guerrillas contra los «rebeldes» locales que los españoles estaban librando con intermitencia. El colega de su padre en el Fourth Party, sir Henry Drummond Wolf, que era embajador en Madrid, fue movilizado para conseguir acceso a los campos de batalla para Churchill y su compañero alférez Reggie Barnes (posteriormente general de división) para observar las actividades de las fuerzas españolas. Winston Churchill celebró su vigesimoprimer cumpleaños bajo fuego moderado. Él lo consideraba una concatenación muy satisfactoria. Y su madre desempeñó un papel en ello, pues él y Barnes se habían reunido en el muelle de Nueva York con Bourke Cockran, que sin duda había sido uno de los admiradores de su madre con más éxito y era, también sin duda alguna, un político de interés a finales de siglo. Había sido elegido para la Cámara de Representantes en 1890 y había tratado de asegurarse de que el nombramiento como candidato demócrata a la presidencia era para él y no para Grover Cleveland en 1892. En 1895 estaba en vías de cambiar de lado y en 1896 apoyó a McKinley, el candidato republicano. Era rico, huelga decirlo. Era mitad un caballero de la costa Este y mitad un político de Tammany Hall. Era un gran orador y un consumado político del que Churchill aprendió mucho y con el que siguió manteniendo correspondencia mucho después de su encuentro en los muelles.
Cockran causó un profundo impacto en Churchill. En 1932, cuando reunió una colección de artículos titulados Thoughts and Adventures, Churchill escribió:
Debo dejar constancia de la fuerte impresión que este notable hombre causó en mi mente desprovista de profesores. Jamás había visto a nadie igual. Con su enorme cabeza, sus ojos fulgurantes y su semblante flexible, semejaba los retratos de Charles James Fox. No tuve la fortuna de oír ninguno de sus discursos, pero su conversación, en tema, esencia, rotundidad, antítesis y comprensión, excedía todo lo que hasta entonces había oído.12
Se llevó a Churchill a su residencia de la Quinta Avenida, junto a la esquina sureste de Central Park, un emplazamiento sorprendentemente en las afueras para los años 1890, en un lugar en el que surgió primero el viejo Savoy Plaza Hotel hacia 1900 y, luego, el complejo de la General Motors en 1968. Cockran ofreció una estimulante fiesta con cena para Churchill la primera noche que se encontraba allí, y en general lo entretuvo de forma tan interesante y generosa que le imbuyó un sentimiento duradero de la agitación de Nueva York. «Éste es un gran país, mi querido Jack», escribió a su hermano.13 Y a su madre: «Realmente nos han recibido con gran alboroto y nos ofrecen la más generosa hospitalidad. Somos miembros de todos los clubes y parece que cada persona compite con las demás tratando de hacernos agradable la estancia...».14 La electricidad de Nueva York en aquella semana de mediados de otoño, poco antes de su vigesimoprimer cumpleaños, probablemente tuvo una importancia aún mayor para su vida futura que su bautismo de fuego en Cuba. El mérito de este impacto tan fuerte en este futuro ciudadano honorífico de Estados Unidos reside en gran medida en Bourke Cockran.
La segunda aventura militar de Churchill fue con la Malakand Field Force contra las tribus patanes en el valle de Swat, cerca de la frontera afgana de la India. Oyó la noticia del alzamiento y del consiguiente envío de una expedición británica de castigo compuesta por tres brigadas «en el césped de Goodwood, un día apacible», a finales de julio de 1897.15 La expedición iba a ser comandada por sir Bindon Blood, de apellido flamante, a la sazón general de división, quien, a pesar de participar en todas las campañas desde la guerra de los zulúes de 1879 hasta su retiro en 1907, consiguió vivir hasta la edad de noventa y siete años, muriendo cinco días después de que Churchill fuera nombrado primer ministro en 1940. Igualó al propio Churchill en su capacidad de combinar la temeridad y una longevidad extrema. De más importancia inmediata, sin embargo, fue el hecho de que, aproximadamente un año antes, Churchill había sacado de Blood, en una fiesta celebrada en una casa de campo, una vaga promesa de que, si alguna vez comandaba otra expedición, permitiría que el joven corneta de los Húsares lo acompañara.
La vaguedad de la promesa no detuvo a Churchill. Al cabo de cuarenta y ocho horas de oír la noticia en Goodwood, tras telegrafiar a sir Bindon sin obtener respuesta, acortó dos semanas su permiso y partió de la estación de Charing Cross en el tren correo indio hacia Brindisi. «Solo cogí el tren, pero lo cogí con el mejor de los espíritus».16 Pasó más de un mes viajando de la manera más agitada. Se desanimó un poco al no obtener respuesta telegráfica de Blood ni en Brindisi ni en Adén, cuando el Mar Rojo era «sofocante» y el barco no proporcionaba ni comida tolerable ni ventilación adecuada. Pero volvió a animarse cuando, en Bombay, recibió un telegrama de Blood ambiguamente alentador: «Muy difícil; no hay plazas; venga como corresponsal; trataré de incluirlo. B. B.».17 Esto fue suficiente, complementado solo por una posterior carta del mismo tenor, con vistas a sustentarlo durante el viaje de treinta y seis horas hasta Bangalore, para convencer a su indulgente coronel de que le dejara ir (presumiblemente, el espíritu y la experiencia marciales en los jóvenes oficiales eran bien recibidos) y para hacerle emprender un viaje aún más formidable al norte, acompañado solo por lo que él describió como «mi ayudante y mi equipo de campaña».
Fue a la estación de ferrocarril de Bangalore y pidió un billete para Nowshera, que era la estación terminal de la expedición de Malakand, pero que sonaba a poco más que una imitación pasable de «ningún sitio». Entonces, según sus propias palabras:
Tuve la curiosidad de preguntar a qué distancia estaba. El educado indio [el taquillero] consultó un horario de trenes y respondió impasible: 3.263 kilómetros [...]. Esto significaba un viaje de cinco días en el peor de los calores. Iba solo, pero llevaba conmigo muchos libros y el viaje no se me hizo desagradable. Aquellos grandes vagones indios forrados de piel, con persianas y cortinas para proteger a los pasajeros del ardiente sol y mantenidos bastante frescos gracias a una rueda circular de paja mojada que uno conectaba de vez en cuando, estaban bien adaptados a las condiciones del lugar. Pasé cinco días en una oscura y acolchada celda móvil, leyendo casi todo el tiempo a la luz de una lámpara o algún rayo de luz celosamente admitido.18
Su enorme deseo de ver acción era indudable.
¿Cuáles eran los motivos? Algunos los compartía con la mayoría de sus congéneres. Los alféreces de caballería en el año de las bodas de diamante de la reina-emperatriz y en la cúspide del Imperio eran, sobre todo, valientes, y estaban ansiosos por adquirir experiencia en la batalla y ganar medallas y «broches». Pero pocos de ellos habrían hecho el esfuerzo que hizo Churchill de viajar de forma prácticamente constante durante casi cinco semanas y cargando con los gastos para llegar a un frente de batalla. Les habría faltado energía y descaro para hacerlo. La fama era lo que lo animaba sin cesar, y la mejor ruta que a la sazón veía para llegar a ella era a través de la escritura. Estaba contento, incluso feliz, de correr riesgos considerables para obtener buenos textos. La campaña en la que participó era al tiempo peligrosa y brutal. Desde el punto de vista de su carrera como periodista fue un éxito moderado. Estaba acreditado por el Pioneer (indio) y el Daily Telegraph. Pero este último solo le pagaba cinco libras (doscientas cincuenta de la actualidad) la columna, no las quince o veinte que había esperado unos meses atrás.
Sin embargo, mucho más importante que estos artículos fue el hecho de que sus experiencias en el valle de Swat y alrededores dieron por resultado su primer libro, titulado, con más exactitud que imaginación, The Story of the Malakand Field Force. Estuvo con Blood y sus fuerzas unas seis semanas. Regresó a Bangalore poco después de mediados de octubre (1897). Casi todo el mundo excepto Winston Churchill habría estado satisfecho, en estas circunstancias, de relajarse durante unos meses, aburrir a sus compañeros con sus aventuras y reanudar la rutina del regimiento. Él, por el contrario, a finales de año había terminado y enviado a su madre un libro de ochenta y cinco mil palabras (la extensión de una novela corta) sobre la campaña. La hazaña fue más que notable porque durante ese otoño trabajó también de forma intermitente en su única obra de ficción, Savrola, que tenía aproximadamente la misma extensión.
Lady Randolph se ocupó de que Longman publicara el libro (muy pronto), cuyas pruebas leyó (con bastante inexactitud) Moreton Frewen, un caballero angloirlandés que estaba casado con la hermana de lady Randolph, Clara, y fue por breve tiempo y mucho más tarde miembro del Parlamento por County Cork. El libro llamó bastante la atención y las críticas fueron casi todas favorables, excepto las quejas por las erratas y la puntuación excéntrica, lo que también era responsabilidad de Frewen. Una reseña en el Athenaeum decía que «el estilo sugiere páginas escritas por Napier y puntuadas por un corrector de pruebas loco». El trabajo del «corrector de pruebas loco» al principio casi hizo desaparecer en Churchill su placer por el éxito que había obtenido el libro. «Grito de decepción y vergüenza cuando contemplo las espantosas meteduras de pata que lo desfiguran», escribió a su madre en mayo de 1898.19 Sin embargo, las aproximadamente seiscientas libras (treinta mil al cambio actual) que ganó constituyeron un excelente bálsamo. El delgado volumen (en contraste con la considerable, aunque elocuente, extensión de casi todas las obras posteriores de Churchill) era una obra de reportaje atractiva y escrita con viveza, que mostraba un fuerte sentido narrativo; asimismo, había al final un capítulo de reflexiones en absoluto inmaduro. El conjunto estaba dedicado a sir Bindon Blood. Claro que la atención que atrajo y parte de las alabanzas derivaban de la resonancia del apellido Churchill. Incluso recibió una carta de admiración del príncipe de Gales, normalmente no el más delicado de los bibliófilos: «Lo he leído con el mayor interés posible y creo que las descripciones y el lenguaje en general son excelentes. Todo el mundo lo está leyendo y solo oigo hablar de él con alabanzas».20 Sin embargo, la carta concluía aconsejándole que se quedara en el ejército y no se precipitara a añadir «miembro del Parlamento» a su nombre.
La redacción de su novela estuvo a cargo de la de Malakand. La empezó en el sofocante viaje de regreso a la India para su excursión a la frontera noroccidental. Éste constituye otro ejemplo de su incansable energía incluso en las circunstancias más desfavorables. Le dijo a su madre que había terminado cinco capítulos antes de abandonar Bangalore para ir a Nowshera. Luego, la arrinconó. Pero volvió a ella en cuanto Malakand estuvo terminada e informó a su hermano, en una carta del 26 de mayo (1898), de que la había concluido. También era corta, más aún que Malakand. En un principio tenía que titularse Affairs of State, un título muy diferente de Savrola, y conservó este nombre cuando Churchill se refería a ella durante al menos los primeros dieciocho meses desde que la concibió. Savrola era básicamente una roman-à-clef británico (aunque no se precisaba mucha inteligencia para desentrañar la clave) situada, inverosímilmente, en una Ruritania balcánica. Se dice que la heroína Lucile, casada con el gobernador-dictador Morala, no totalmente perverso pero inalcanzable, estaba inspirada en lady Randolph. La descripción que hace de su brillantez recordaba, mutatis mutandis, la inolvidable descripción que hizo John Henry Newman de la posición, a la vez modesta y dominante, de san Felipe Neri en la Roma del siglo XVI.21 «Príncipes extranjeros le habían rendido homenaje —escribía Churchill en Savrola—no solo como la mujer más encantadora de Europa sino también como una gran figura política. Su salón se llenaba con los hombres más famosos de todo el país. Estadistas, soldados, poetas y hombres de letras le rendían culto en su santuario».22
Sin embargo, el símil no es perfecto. Lucile es retratada como más etérea y, sin duda, más casta que lady Randolph. Además, como el interés amoroso de la novela, a la vez forzado y como de cartón piedra, implicaba su abandono de Morala por el atractivo más temerario de Savrola, que indudablemente era el propio Winston, el guión, en caso de ser auténtico, habría sido un poco incestuoso. Este sentimiento aumenta, y se vuelve prácticamente hamletiano, si Morala, como muchos pretendieron hacer, se identifica como lord Randolph. Se ha dicho que una descripción de él apoya esta opinión: «Su esposo era cariñoso y, cuando podía dejar los asuntos públicos, estaba al servicio de ella. En estas últimas cosas había sido menos brillante [...]. Se le habían formado en el rostro gruesas líneas a causa del trabajo y la ansiedad, y a veces ella captaba una expresión de espantoso cansancio, como de alguien que trabaja y, sin embargo, prevé que su trabajo será en vano».23
Hay una «enfermera», una presencia crucial y constante y de gran influencia en la vida de Savrola, que es la reencarnación de la señora Everest. El propio Savrola es un personaje inmensamente revelador. Es un patricio que está del lado del pueblo. Su temperamento era «vehemente, elevado y osado». «La vida que llevaba era la única que podía vivir; debía seguir hasta el final. El final a menudo les llega pronto a estos hombres, cuyo espíritu está forjado de tal modo que solo conocen el descanso en la acción, la satisfacción en el peligro, y en la confusión hallan la paz».24
Había asimismo una vena de pesimismo cósmico en el libro, recordando tanto la religión de Gladstone, esencialmente temerosa, inspirada por la aprensión que sentía por las espantosas perspectivas de la humanidad, como el famoso y depresivo párrafo de Balfour que dice: «Las energías de nuestro sistema decaerán, la gloria del sol disminuirá y la Tierra, sin mareas e inerte, ya no tolerará la raza que por un momento ha perturbado su soledad. El hombre descenderá al pozo y todos sus pensamientos perecerán».25 Churchill escribió (a la edad de veintitrés años): «El proceso de enfriamiento continuará: el perfecto desarrollo de la vida acabará en la muerte: todo el sistema solar, el universo entero, un día estará frío y sin vida como un petardo que ya ha estallado».26 Sin embargo, aunque se hiciera eco del pesimismo escatológico de dos de sus ilustres predecesores en el cargo de primer ministro, Churchill no tenía intención de ser inerte antes de que el planeta lo fuera. «La ambición era su fuerza motriz—escribió Churchill de Savrola—y era incapaz de resistirse a ella».27
No escribió Savrola en secreto, como muchos novelistas escriben su primera obra. Pero él no era un novelista primerizo típico. Las cartas que escribía a casa estaban llenas de noticias de su avance. Y sus compañeros oficiales estaban al corriente de sus actividades. En realidad, según My Early Life, le hicieron varias sugerencias «para aumentar el interés amoroso». Quizá, prudentemente, no aceptó la mayoría de las sugerencias de aumentar la excitación sexual, pero tampoco le sabía mal que lo hicieran y el libro está dedicado a «Los oficiales del 4º regimiento de Húsares (de la reina) en cuya compañía el autor vivió cuatro felices años». Los cuatro años tuvieron muchos intervalos, pero no obstante no hay razón para dudar de la autenticidad del afecto.
Savrola, aunque escrita casi igual de deprisa, tardó más que Malakand en ser publicada (y con menos erratas). Salió primero, al estilo de una novela de Dickens o de Trollope (que no son malos precedentes), por entregas entre mayo y diciembre de 1899 en el Macmillan’s Magazine. En forma de libro apareció por primera vez en Estados Unidos en noviembre de aquel año, y luego en Inglaterra en febrero de 1900. Era un buen ritmo de publicación para un autor semiconsagrado, lo que sin duda era en aquella época, pues en noviembre de 1899 se había publicado un libro intermedio, The River War, que renunciaba a la economía de Malakand y Savrola, pues tenía doscientas cincuenta mil palabras y constaba de dos volúmenes. Savrola aún se lee de vez en cuando; en 1990 apareció una nueva edición. Pero su moderada fama continua deriva del hecho de que fue escrita por Winston Churchill, no al revés. Es una obra de juventud respetable, legible y fascinante (debido a lo que posteriormente fue su autor).
The River War nos lleva a la siguiente fase de la carrera de Churchill, intermedia, como soldado y publicista en las fronteras del Imperio. Llevaba por subtítulo «Una explicación histórica de la reconquista de Sudán» y estaba escrita a una escala completamente diferente de los otros dos libros. Se trataba asimismo de un intento de hablar de historia de forma objetiva en lugar de limitarse a relatar las hazañas en las que el autor había participado. El propio Churchill no aparecía en escena hasta el segundo volumen. El nivel de la dedicatoria también aumentó. Estaba dedicado a «El marqués de Salisbury, K. G., bajo cuya dirección el Partido Conservador ha disfrutado largo tiempo de poder y la nación de prosperidad, durante cuyas administraciones se ha llevado a cabo principalmente la reorganización de Egipto y según cuyo consejo Su Majestad decidió ordenar la recuperación de Sudán». Estas mesuradas palabras no evidenciaban mucho el incipiente liberalismo de Churchill. Sin embargo, parecen haber sido inspiradas más por la gratitud que por la adulación. Sin Salisbury, Churchill probablemente no habría participado en la campaña. El sirdar (‘comandante’) del Ejército egipcio, a la sazón sir Herbert Kitchener, que encabezaba la expedición de reconquista contra el heredero del Mahdi, cuyas fuerzas habían asesinado al general Gordon en Jartum trece años antes, se negó en redondo a incluir a Churchill en sus fuerzas. Lo consideraba abiertamente un mequetrefe que buscaba «publicidad y medallas», dos descripciones de las que Churchill dejó constancia escrita como aplicadas a él poco amistosamente. Churchill a su vez escribió del futuro «gran cartel»: «Puede que sea general, pero jamás será un caballero».28 (Muchos habrían opinado lo mismo de Kitchener a lo largo de toda su carrera, pero lo desmintió su conducta, diecisiete años después, hacia el propio Churchill. Cuando, en el nadir de su fortuna, este último se vio obligado a salir del Almirantazgo por el veto de los tories que entraron en la coalición de Asquith en mayo de 1915, Kitchener, a la sazón secretario de Estado para la Guerra, fue el único ministro que lo visitó para acompañarlo en el sentimiento.)
Durante la primera mitad de 1898, Churchill insistió en su deseo de participar en la campaña de Sudán con implacable determinación. Pasó la mayor parte del tiempo en Bangalore, aunque a principios de enero volvió a efectuar la larga expedición a Calcuta y fue mucho mejor recibido que el año anterior. Incluso mejoró su opinión con respecto a los Elgin, a quienes anteriormente había vilipendiado (con los que en esta ocasión se quedó, lo cual pudo ser la principal razón de su cambio de opinión). Luego, a finales de febrero, viajó a Meerut, cerca de Delhi, para asistir a otro torneo de polo, y desde allí recorrió los 640 kilómetros hasta Peshawar con la esperanza de ser aceptado por el general sir William Lockhart, quien estaba a punto de emprender la campaña de Tirah contra otras tribus rebeldes de la zona de la frontera noroccidental. Esto constituía un riesgo tanto disciplinario como físico, pues implicaba que, si el general Lockhart no cooperaba, llegaría con retraso a Bangalore después de su permiso en el norte de la India para jugar al polo. Lockhart, sin embargo, lo ayudó y se llevó a Churchill con su propio personal como oficial asistente e incluso le permitió llevar las insignias rojas de un miembro del Estado Mayor. Pero el general era menos belicoso y, por tanto, estaba menos predispuesto que Blood a proporcionar a Churchill acción y peligro. Incluso firmó una paz duradera con los hombres de las tribus, por lo que Churchill se encontró de nuevo en Bangalore a mediados de abril, donde permaneció dos meses, siguiendo con Savrola y enviando mensajes frenéticos a todo el que creía que podía ayudarlo en su deseo de participar en la campaña de Sudán. La Batalla de Atbara ya la había ganado Kitchener, pero Churchill, con bastante razón, según salieron las cosas, lo consideraba solo un útil preludio al compromiso con el peso de la fuerza derviche en Omdurman.
Esperaba llegar a tiempo. Una ventaja de la incruenta expedición a Tirah fue lo que le permitió disfrutar de otro largo permiso en casa, y zarpó de Bombay el 18 de junio. Churchill fue extraordinariamente afortunado en la obtención de permisos para ir a casa. Incluso los virreyes normalmente tenían que esperar de dos años y medio a tres. Ésta era la segunda vez que regresaba tras haber pasado solo veinte meses en la India. Al principio creyó que podría desembarcar en Egipto y subir por el Nilo. Pero a principios de junio tuvo que aceptar que esto no era posible. Había conseguido una especie de promesa de sir Evelyn Wood, el general responsable del aparato administrativo en Londres, pero aún le faltaba el beneplácito de Kitchener, el comandante de la expedición.
También se vio embargado por la nostalgia inglesa. «No puedo renunciar a mis quince días en Londres—escribió a su madre desde Bangalore—. Vale sus minutos en soberanos». Y luego, con una gran capacidad para pinchar el globo de su propio entusiasmo: «Probablemente creerás que no disfruto mucho. Schopenhauer [quizá la desventaja de un exceso de lecturas sin digerir] dice que si anticipas lo que quieres hacer agotas parte del placer del momento de antemano. Y que, por tanto, las cosas que se esperan con muchas ganas suelen decepcionar [...]. Aun así, iré y espero que vayas a esperarme a la estación [Victoria]».29 Por lo tanto, emprendió una visita a Inglaterra y preguntó si se podría organizar una reunión política en Bradford (uno de los lugares predilectos de su padre). Pero también tenía un pie firmemente en el otro objetivo y dijo que iba a abandonar a su «criado nativo y el equipo de campaña en Egipto: la tienda, las sillas de montar, etcétera». (¿Adónde fueron a parar? Aunque la oficina de equipaje perdido en Port Said se hubiera quedado con el equipo, ¿qué le ocurrió al pobre criado indio, abandonado a casi cinco mil kilómetros de su casa en un país que nunca había visto?)
Se organizó la reunión tory en Bradford y tuvo lugar con considerable éxito el 14 de julio; una vez más, se habló de ella en el Morning Post. Sin embargo, no hay pruebas, y existen bastantes evidencias en sentido contrario de que lady Randolph lo fuera a esperar a la estación Victoria. Aunque en general era buena corresponsal, solo recibía con vacilante agrado las visitas de Winston a Inglaterra, en parte por el gasto que suponían (el pasaje de regreso costaba unas ochenta libras, el equivalente aproximado a cuatro mil de la actualidad) y, en parte, por su temor a que él fuera como una mariposa, posándose brevemente en demasiadas plantas atractivas en lugar de quedarse en alguna lo suficiente como para lograr algo sólido.
Además, aquel año habían tenido una relación epistolar muy áspera (por el dinero, huelga decirlo). Ella quería pedir prestadas catorce mil libras, sin duda para pagar deudas urgentes, y solo podía hacerlo si Winston firmaba ciertos documentos que él consideraba probable que significaran que sus ingresos tras el fallecimiento de su madre se reducirían de dos mil quinientas libras a mil ochocientas. «Firmo estos papeles», escribió el 30 de enero de 1898,
simple y únicamente por el afecto que siento por ti. Escribo claramente que ninguna otra consideración me habría inducido a firmarlos. En realidad, los firmo con dos condiciones, que la justicia y la prudencia exigen. Primero: que me concedas definitivamente durante tu vida la asignación de quinientas libras anuales de las que ahora disfruto a voluntad tuya. Segundo: que obtengas una promesa escrita de Jack de que al llegar a la mayoría de edad se identificará con la transacción, asegurará su vida y dividirá conmigo la carga.30
La primera condición al menos no se cumplió. No fue tanto esto como la miseria inherente de las disputas económicas en las familias lo que causó el daño. Dos días antes de la carta recién citada, había escrito con cierta tolerancia:
Hablando con franqueza del asunto, no cabe duda de que tanto tú como yo somos igual de irreflexivos, pródigos y derrochadores. Los dos sabemos lo que es bueno y a los dos nos gusta tenerlo. Los acuerdos para pagar quedan para el futuro [...]. Comprendo todo tu derroche, más aún que tú el mío; me parece igual de suicida que tú te gastes doscientas libras en un vestido de gala como a ti cuando me compro un nuevo potro para jugar al polo por cien libras. Y, sin embargo, tengo la sensación de que deberías tener ese vestido y yo el potro. Lo malo del asunto es que somos pobres.31
Lo que escribió dos meses más tarde fue mucho peor: «Me pides que no aluda al tema de los acuerdos económicos, y estoy de acuerdo contigo en que es mejor no prolongar el asunto. Me dejó mal sabor de boca, y sin embargo no puedo ser otro que el que soy ni hacer sino lo que hago. El dolor que siento por el asunto es que ha aportado un elemento desagradable en nuestra vida. Temo que los efectos puedan ser permanentes».32 No cabe duda de que la disputa dejó también un mal sabor de boca en Jennie Churchill, y durante aquella primavera apenas escribió a su hijo mayor. A mediados de abril él se lamentó, pero más quejumbroso que amargado, de su silencio durante cinco semanas y le rogó que reanudara la correspondencia.
Cuando regresó a Inglaterra el 2 de julio, ella se esmeró mucho, tanto si fue a recibirlo a la estación como si no, para ayudarlo en sus deseos políticos y militares. Como lo expresó Churchill más adelante: «Muchos fueron los almuerzos y las cenas a los que asistieron los poderes de aquella época, que ocuparon los dos meses de frenéticas negociaciones. Pero todo fue inútil». Se movilizó a una gran cantidad de aliados, que iban desde el primer ministro, pasando por lord Cromer, el antiguo y poderoso agente británico en Egipto, y sir Evelyn Wood, el general responsable del aparato administrativo, hasta la figura en apariencia menos importante de lady Jeune, la esposa del presidente de la División Testamentaria, de Divorcio y Almirantazgo del Tribunal Supremo, que no obstante parecía ser una mensajera clave. Pero la formidable y conocida figura de Kitchener siguió siendo un obstáculo durante un tiempo. Este ambiente fue recogido sucintamente en una carta con varias características sorprendentes que Wood (cuya hermana era Mrs. O’Shea de Parnell) escribió a lady Randolph el 10 de julio:
Querida Jennie [una forma muy familiar de dirigirse a alguien en aquella época].
El sirdar se niega a llevarse a Mr. Churchill [una forma muy formal de referirse a un hijo de veintitrés años] y te escribo para mostrarte la correspondencia con el fin de que podamos coordinarnos con vistas a medidas futuras. Te visitaré mañana a las nueve, cuando vuelva a casa después de dar mi paseo en bicicleta [muy bien para un general de edad en 1898], o hacia las diez, cuando vaya a la oficina.
Tuyo afectísimo,
Evelyn Wood.33
Las «medidas futuras» sin duda serían formidables, aunque podían ser como una fuerza irresistible chocando contra un objeto inamovible, este último en forma de sir H. Kitchener. La obstinación en su reticencia a aceptar a Churchill era notable. No solo se resistía al primer ministro y a su superior político en El Cairo, sino que también parecía preparado para afrontar una guerra en el terreno con el mando del Ejército en Londres. Como sirdar, su control sobre los nombramientos en las formaciones del Ejército egipcio no se cuestionaba. Pero ese ejército necesitaba ser reforzado para la campaña en Sudán con unidades británicas, responsables, administrativa, si no operativamente, no ante él, sino ante el general responsable del aparato administrativo de la Guardia Montada de Londres. Kitchener empeoró las cosas al querer llevarse a lord Fincastle, el hijo de un oscuro conde escocés y autor de un libro sobre Malakand que rivalizaba con el de Churchill. Wood echaba chispas porque no le aceptaba este nombramiento: «Se había dicho de Fincastle, tres veces, que estaba “por debajo de la media del rango”». (No obstante, poseía la Cruz de la Victoria.) Churchill, por supuesto, insistía y hacía que otros insistieran más aún en su favor, pero este revés, en conjunto, es un buen ejemplo de la animosidad que, durante al menos la primera mitad de su vida, despertaba la combinación de descarada valentía y decidida búsqueda de publicidad que poseía Churchill.
Al final, todo se solucionó con la muerte, por lo demás lamentable, de un joven alférez del 21er regimiento de Lanceros. Quizá incluso Kitchener había empezado a creer que estaba demasiado ocupado y necesitaba una salida. En cualquier caso, el 24 de julio se arregló todo y, unos días más tarde, Churchill partió en otro de sus viajes en ferrocarril y barco hacia Oriente. Esta vez lo hizo vía Marsella, pero el barco («Un sucio vapor manejado por aquellos detestables marineros franceses») logró borrar la reputación del que lo había llevado a Bombay un año antes. Sin embargo, en esta etapa de su vida siempre estuvo dispuesto a tolerar la falta de comodidades, «solo cinco noches y cuatro días»,34 con tal de llegar al lugar donde estaba la acción.
También sabía organizar sus salidas. Antes de partir de Londres, hizo que el Morning Post accediera a pagarle quince libras por columna. Esto no era del todo compatible con la garantía dada por lady Jeune en su último e ineficaz llamamiento telegráfico a Kitchener: «Espero que te lleves a Churchill. Te garantizo que no escribirá».35 No obstante, era muy comprensible dadas las condiciones bastante escalofriantes que el Ministerio de Guerra le impuso para su viaje a El Cairo y su ingreso en el 21er regimiento de Lanceros: «Queda entendido que correrá usted con sus gastos y que, en el caso de que muera o resulte herido en las inminentes operaciones o por cualquier otra razón, no recaerá cargo alguno en los fondos del Ejército británico».36
Casi en cuanto Churchill se presentó ante el coronel del 21er regimiento de Lanceros en el cuartel Abbasiya de El Cairo, el regimiento partió para la larga expedición de más de dos mil kilómetros hacia el sur. Se encontraba en Luxor el 5 de agosto, solo ocho días después de salir de Londres, y en Atabara, el escenario de la batalla de abril que había despertado su deseo de viajar al menos doce mil kilómetros con el fin de estar presente en los posteriores combates contra el heredero del Mahdi, el 15 de agosto. Desde allí inició Kitchener, el 24 de agosto, el avance final que dio como resultado la (semi)victoriosa Batalla de Omdurman del 2 de septiembre. Al principio Churchill no quedó impresionado por el regimiento al que se había unido. «El 21er de Lanceros—escribió a su madre a finales de agosto—no es en conjunto un buen regimiento, y preferiría haber sido destinado al Estado Mayor de la caballería egipcia».37
El oficial que estaba «destinado al Estado Mayor de la caballería egipcia» en esta campaña era el capitán Douglas Haig. En verdad, es notable cuántas de las grandes figuras de la Primera Guerra Mundial estaban implicadas en lo que, al fin y al cabo, era una expedición punitiva y pacificadora relativamente pequeña dieciséis años antes de que estallara la Gran Guerra. El capitán Rawlinson (posteriormente general lord Rawlinson y al mando del 4º Ejército británico en Francia, que llevó gran parte del peso de detener la ofensiva final y casi exitosa de Ludendorff en la primavera de 1918) también formaba parte del Estado Mayor de Kitchener. Y cuando, en la víspera de la Batalla de Omdurman Churchill fue a dar un paseo junto al Nilo, fue detenido desde una lancha cañonera «por un teniente naval llamado Beatty» (posteriormente, con Jellicoe, uno de los dos almirantes británicos más famosos de la guerra de 1914-1918), que arrojó hacia la orilla una botella grande de champán que cayó al agua; Churchill se metió de buena gana en el río con el agua hasta las rodillas para recogerla. La posición de Churchill después de 1914, cuando aún era un ministro senior muy joven (con cuarenta años de edad), dependió de su conocimiento muchísimo mayor de los comandantes navales y militares que el que poseía cualesquiera de sus colegas ministeriales, excepto Kitchener. Pero esto no era en modo alguno una clara ventaja, pues suscitó celos al menos en igual medida que amistad.
Posteriormente, Churchill mejoró mucho la opinión que tenía de su regimiento. «Jamás vi hombres mejores que el 21 de Lanceros—escribió el 16 de septiembre a su amigo del barco de la travesía desde la India, el a la sazón coronel Ian Hamilton, quien por su incapacidad para ganar (quizá contra toda probabilidad) en Gallipoli en 1915, iba a contribuir a una de las peores recesiones en la carrera periodística de Churchill—. No quiero decir que admirara su disciplina o su entrenamiento general, los cuales consideraba inferiores. Pero eran el tipo de soldado británico de seis años, y cada hombre era un ser humano inteligente que conocía su propia mente. Mi fe en nuestra raza y sangre quedó muy reforzada».38
Esto fue después del famoso, aunque también inútil, ataque de la caballería del 2 de septiembre. Se dieron muestras de un gran valor. Se concedieron tres Cruces de la Victoria en el regimiento. Pero, como escribió el séptimo marqués de Anglesey en el quinto volumen, el de 1982, de su definitiva History of the British Cavalry: «Al igual que con el ataque de la brigada ligera en Balaclava cuarenta y cuatro años antes, la parte más inútil e ineficaz de la batalla fue la más alabada».39 Fue ineficaz porque tuvo por resultado un número igualmente elevado de víctimas en el lado británico que en el derviche y, en circunstancias en las que estos últimos poseían una tropa inmensamente más numerosa pero los británicos tenían «el fusil automático Maxim», apenas podía considerarse un triunfo. El 21er regimiento de Lanceros perdió a un oficial y a veinte hombres que resultaron muertos, y cuarenta y seis hombres fueron heridos, de una fuerza total de poco más de trescientos. Además resultaron muertos ciento diecinueve caballos, lo que constituye una grave pérdida para un regimiento de caballería. Solo veintitrés de los soldados enemigos resultaron muertos, lo que hace un tanto improbable lo que afirma Churchill en el sentido de que, con la pistola que él utilizaba en lugar de la espada debido a su hombro dislocado, mató a «varios: tres seguros y dos dudosos». Sin embargo, no cabe duda de que se portó con honor e incluso distinción. Como de costumbre, llevaba una vida llena de encanto, «sin que se tocara un solo pelo de mi caballo o una puntada de mi ropa. Muy pocos pueden decir lo mismo».40 Y una victoria estaba asegurada, si no por la valentía del 21er regimiento de Lanceros, al menos por el menos temerario despliegue de tropas más flemáticas. Omdurman, la capital del califa Abdullahi, heredero del Mahdi fallecido doce años atrás, estuvo ocupada al cabo de aproximadamente un día, y esta fase de la campaña finalizó. El 21er regimiento de Lanceros, y Churchill con ellos, se retiró y emprendió el viaje de regreso. Pero, para citar de nuevo a lord Anglesey: «Es difícil de imaginar empresa más ineficaz».41 El califa no fue capturado hasta más de un año después. Churchill realizó la misma crítica en la época, pero más criticó aún a Kitchener por su crueldad hacia los derviches heridos en el campo de batalla y por su profanación de la tumba del Mahdi en Omdurman (Kitchener convirtió su cráneo en un tintero). No cabe duda de que en esta etapa Churchill era hostil a Kitchener, y con razón. Sin embargo, en The River War, que debido a su tamaño y alcance fue una hazaña aún más impresionante de redacción concentrada que sus anteriores libros, mantuvo peligrosamente estas críticas, aunque las suavizó con algún tributo a la dirección estratégica general de Kitchener.
«La derrota y destrucción del Ejército derviche fueron tan completas—escribió Churchill medio irónicamente en My Early Life— que el frugal Kitchener fue capaz de prescindir inmediatamente de los costosos servicios de un regimiento de caballería británico. Tres días después de la batalla, el 21er regimiento de Lanceros se encaminó hacia el norte de regreso a casa».42 Churchill progresó más rápidamente que la mayoría. Al fin y al cabo, solo había estado «unido», no «anclado», al 21er regimiento de Lanceros, y la emoción había terminado. A principios de octubre se hallaba de nuevo en Inglaterra y se quedó allí dos meses. Trabajó con ahínco en The River War y también en su propio futuro. Decidió abandonar el ejército, lo que resultaría un paso economizador ya que se ahorraría las quinientas libras al año de la pródiga vida de los Húsares. Pero era arriesgado en el sentido de que significaba renunciar a sus ingresos regulares y depender por entero de sus ganancias literarias, crecientes pero aún inciertas. Su principal objetivo era ocupar un escaño en el Parlamento, lo que también, a corto plazo, implicaba gastos y ningún ingreso, aunque a la larga cabía esperar que reforzaría su fama y, con ello, aumentaría su valor en lo referente a las conferencias y la escritura. Esto fue así de forma espectacular y empezó muy pronto, a finales de 1901, y prosiguió durante casi sesenta años. Pero a la sazón estaba lejos de estar garantizado y la decisión de «presentar la dimisión» debió de ser arriesgada. Además, decidió regresar a la India para pasar otros tres meses, sobre todo para jugar al polo, lo cual fue una última extravagancia propia de los Húsares.
En Inglaterra, aquel otoño, prosiguió sus contactos políticos y dirigió tres reuniones conservadoras, en Rotherhithe, Dover y Southsea. Frecuentó sabiamente a agentes del partido, sobre todo al capitán Middleton (el Skipper) de la Oficina Central Conservadora, así como a propietarios de periódicos y a sus editores, quedando sorprendentemente impresionado por el civismo y los modales de Alfred Harmsworth, que entonces no era lord Northcliffe. Y cortejó, con intermitencias, a Pamela Plowden, a la que había conocido un par de años antes en la India. Revoloteó, muy atraído pero un poco burlón en sus cartas, alrededor de su llama, pero era evidente que no se encontraba en situación financiera de pedirla en matrimonio. En 1902 ella se casó con el segundo conde de Lytton y sobrevivió seis años a Churchill. Mantuvieron una sólida amistad hasta el final de su vida.
El 2 de diciembre, Churchill emprendió su tercer (y último, nunca regresó tras su época en la caballería) viaje a la India. Siguiendo la conocida ruta Brindisi-Bombay, llegó a Bangalore una semana antes de Navidad y se quedó allí, en lo que fue su último período de vida de regimiento regular, hasta mediados de enero de 1899, cuando partió primero hacia Madrás y después hacia Jodhpur y Meerut durante seis semanas para jugar al polo. Esto culminó, muy satisfactoriamente, en la derrota por parte del 4º regimiento de Húsares del 2º de Dragones en la final, ganando el campeonato. Como sucede con el número de derviches al que él personalmente había disparado en Omdurman, existe cierta confusión en cuanto a qué cantidad de los goles de los Húsares vencedores fueron suyos. Lo que es seguro, sin embargo, es que era un buen miembro del equipo de cuatro. Fotografiado con los otros jugadores, destaca como el más joven y también como el que parece menos una versión teatral bigotuda de un oficial de caballería victoriano.
Siempre tenía que jugar con el brazo izquierdo atado al costado debido al antiguo problema del hombro. Pero en Meerut se le complicó el problema al caer por las escaleras en la residencia del gobernador, sir Bindon Blood. Sin duda le recordaron intensamente sus días de Malakand. Se torció los dos tobillos, sufrió considerables magulladuras en todo el cuerpo y, en general, se hallaba en un estado de «herido andante». Sin embargo, sus compañeros de equipo insistieron en que debía jugar. Su calidad debía de ser tal que es fácil comprender por qué un hombre al que solo le gustaba hacer cosas que hacía bien y al que en general no le interesaban las pelotas, en movimiento o quietas, y nunca fue seducido por el golf, siguió jugando al polo hasta la edad de cincuenta años, en la época en que fue ministro de Hacienda.
Después de Meerut realizó su tercera visita invernal a Calcuta, y esta vez se quedó una semana con el recién instalado virrey, George Nathaniel Curzon, el hombre al que, dos años antes, había llamado «el niño mimado de la política [...], la personificación del [...] presuntuoso de Oxford». Bajo la influencia de la hospitalidad del virrey (o quizá aún más de la atención que implicaba), cambió por completo su opinión sobre esta «persona muy superior». «Tuve varias conversaciones, largas y deliciosas, con lord Curzon», escribió el 26 de marzo de 1899 en la última carta que envió a su abuela Marlborough. (Ésta murió el 16 de abril. Los otros tres abuelos ya habían fallecido. No había nada en la herencia de Churchill que presagiara su larga vida, lo que en aquellos primeros años él consideraba improbable.) «Entiendo el éxito que ha obtenido. Es un hombre notable y, para mi sorpresa, he descubierto que posee una actitud encantadora. No lo esperaba tras leer sus discursos. Creo que este virreinato será un éxito señalado. Ambos ya son muy populares».43 Esta visita a Calcuta fue realzada por la presencia del antiguo director de su colegio, el doctor Welldon, que ejercía de obispo allí.
Habló de los Curzon en términos muy similares a su madre, quien en esta etapa tenía la idea de fundar una revista literaria. Churchill en general estaba tan entusiasmado por la idea como ella, pero quería que fuera «de cierta excelencia dilettante» que la hiciera apropiada para ser leída «por la gente culta tanto de París como de Petersburgo, de Londres o Nueva York»,44 y, además, podría suponer para la familia la cantidad muy necesaria de mil libras al año. Casi huelga decir que no fue así. Con un título inadecuado (en opinión de Churchill), la Anglo-Saxon Review dejó de publicarse después de diez números trimestrales.
O sea que no proporcionó aportación alguna a las arcas de la guerra para una incursión política que él, de forma casi obsesiva, deseaba crear. Sus deseos de dedicarse a la política y su sentimiento de vocación política aumentaban con creciente fuerza. Tras algunos comentarios favorables a Salisbury («Es un hombre maravilloso») y contrarios a Joseph Chamberlain (que estaba «perdiendo mucho terreno»), justificó sus criterios añadiendo, en una carta del 11 de enero: «Lo siento de un modo instintivo. Sé que tengo razón. Tengo instinto para estas cosas. Probablemente, heredado. Esta vida es muy agradable y el tiempo pasa deprisa y de forma que merece la pena, pero no tengo derecho a entretenerme ociosamente en los agradables valles de la diversión. Qué terrible será si no tengo éxito. Me romperá el corazón, pues no tengo más que ambición a lo que agarrarme».45
Después de Calcuta regresó a Bangalore y a su regimiento solo cuatro días para ajustar cuentas, lo que por fortuna pudo hacer con un leve beneficio. Zarpó de Bombay el 20 de marzo, casi treinta meses después de haber llegado allí por primera vez. Aunque durante varios años a principios de los treinta la India iba a dominar su actividad política y a perjudicar considerablemente sus perspectivas políticas, nunca creyó necesario refrescar su conocimiento directo del subcontinente, al que consideraba una expresión geográfica y «no más un país que el ecuador».
Interrumpió su viaje de regreso para quedarse en Egipto y pasó casi dos semanas en El Cairo, donde se instaló en el Hotel Savoy («muy cómodo aunque temo que bastante caro»)46 y se dedicó a hacer todas las comprobaciones y acumulación de conocimientos posibles para The River War, que para entonces estaba a punto de terminar. Su fuente más valiosa fue lord Cromer, el jefe efectivo del Gobierno del país, con quien sus relaciones se hicieron al menos tan buenas como malas eran las que tenía con Kitchener; puede que los dos no estuvieran desconectados. Cromer expresó la admiración general por el texto que le había pedido que leyera, aunque no sin creer necesario puntualizar algunas cosas con Churchill. «Mis comentarios fueron, lo sé, severos, y es muy sensato por su parte tomárselos con el espíritu en el que fueron hechos»,47 escribió el 2 de abril. Una de las cosas que le corrigió se refería al general Charles Gordon, la víctima de la revolución del Mahdi de 1884-1885, quien para la mayor parte del público británico era el prototipo de un héroe de Boys’ Own Paper, aunque para Gladstone era poco más que un joven general desequilibrado e insubordinado. Catorce años más tarde, Cromer, habiendo fallecido ya Gladstone y Gordon, se inclinó mucho hacia la opinión de Gladstone y casi convirtió a Churchill a ella. Después de que el joven autor recibiera el primer almuerzo por parte de Cromer y, luego, una crítica de dos horas y media de su libro, escribió, un poco alicaído:
Lo que aprendí entonces hace necesario modificar considerablemente el anterior capítulo, que trata del episodio de Gordon. Creo que será imposible para mí sacrificar todas las frases bonitas y agradables párrafos que he escrito sobre Gordon, pero Cromer fue muy duro con él y me rogó que no cayera en la creencia popular sobre el tema. Por supuesto, no cabe duda de que Gordon, como figura política, no tenía esperanza alguna. Era errático, caprichoso, completamente informal, su humor cambiaba a menudo, su genio era abominable, con frecuencia estaba bebido y, sin embargo, con todo, poseía un tremendo sentido del honor y una gran capacidad, y una obstinación aún mayor.48
No cabe duda de que Cromer fue una de las pocas personas que logró establecer una mezcla de ascendencia moral e intelectual sobre el casi irrefrenable Churchill de este período. Esto se desprende de forma casi inconsciente de su relato sobre la ocasión en que Cromer lo llevó a ver al jedive. «Me divertía observar las relaciones entre el representante británico y el gobernador de jure de Egipto. La actitud del jedive me recordaba a un escolar que es llevado a ver a otro escolar en presencia del director del colegio».49
Churchill regresó a Inglaterra vía Marsella a mediados de abril y casi de inmediato se sumergió en la política. Primero hizo pleno uso de sus orígenes aristocráticos para cenar con la flor y nata de la sociedad. El 2 de mayo se sentó a la mesa de Rothschild con Balfour y Asquith, y al parecer se sintió menos intimidado por estos dos futuros primeros ministros que por Cromer: «A. J. B. estuvo marcadamente civilizado conmigo, o eso me pareció; estaba de acuerdo conmigo y prestó mucha atención a todo lo que yo decía. Hablé bien y no demasiado, en mi opinión».50
Pronunció discursos en mítines conservadores en Paddington (el viejo escaño de su padre) y Cardiff a mediados de mayo. Sin embargo, su atención política se estaba concentrando en Oldham, el distrito de Lancashire fuertemente dominado por el algodón, al norte de Manchester. Era una circunscripción parlamentaria de dos miembros, una de las treinta más o menos de esta categoría que quedaron tras la redistribución, en su mayor parte de un solo miembro, realizada en 1885, de lo que anteriormente había sido el modelo de distritos electorales. En 1895 se habían recuperado dos conservadores no muy distinguidos. En 1899, uno de ellos no estaba bien y quiso dimitir. El otro (Robert Ascroft) creía que Churchill sería un candidato adecuado en unas elecciones parciales y un compañero joven en unas futuras elecciones generales. Llamó a Churchill para que fuera a verlo en la Cámara de los Comunes y se ocupó de que, tras probar las aguas, Churchill fuera a Oldham en junio y pronunciara un discurso en un mitin. Churchill accedió con prontitud, como cualquier posible candidato impaciente habría hecho, pero se opuso a que su primo, el casi igualmente joven duque de Marlborough, compartiera la tribuna con él.
Entonces, Ascroft confundió la situación al morir repentinamente antes del mitin mientras su achacoso colega seguía vivo, aunque impaciente por irse. La maquinaria del partido del Gobierno creyó que sería fácil que perdieran los dos escaños y decidió que prefería concentrar la desdicha. Se decidió, por tanto, que se celebrara el inusual acontecimiento de unas dobles elecciones parciales en un solo distrito electoral y se fijó la fecha para el 6 de julio. Churchill fue proclamado, casi sin discusión, uno de los candidatos conservadores. Tenía veinticuatro años y medio y su carrera política de sesenta y cinco años de duración había comenzado.