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ÚLTIMOS MESES EN EL ALMIRANTAZGO

La inquietud estratégica de Churchill encontró expresión plena en una carta que envió a Asquith después de Navidad. Durante los siete años que había sido ministro del Gabinete liberal, en tiempos de paz o de guerra, Churchill pocas veces había dejado que el primer ministro afrontara el Año Nuevo sin una importante carta con consejos. La de 1915 la envió con cuatro días de antelación, el 27 de diciembre de 1914.

En esta ocasión, Churchill no fue el único que proporcionó consejos a Asquith. El 28 de diciembre, el coronel Maurice Hankey, el oficial del Estado Mayor que creó el secretariado del Gabinete y lo presidió durante más de veinte años, escribió un importante memorándum. El día 31, Lloyd George, que no solía plasmar sus opiniones por escrito, intervino con un tercer tour d’horizon. Es el que mejor se lee de todos ellos, y en verdad sorprendió a Asquith, quien escribió que el día de Año Nuevo había recibido «dos largos memorandos: uno de Winston y otro de Lloyd George (este último bastante bueno)»;1 pero puede que con esto solo expresara su sorpresa por que Lloyd George, que era un hombre con mayor facilidad para la palabra, hubiera sido al menos tan bueno sobre el papel como lo era habitualmente Churchill con la palabra escrita. Lo notable fue que, de estos tres documentos estratégicos, el de Churchill era en aquel momento el menos inclinado a poner toda la carne en el asador en el tema de una estrategia para el frente oriental.

La premisa de Churchill, que no difería mucho de las de los otros dos, era que, por diversas razones, la inacción se había abatido sobre todos los frentes principales. En Francia, los ejércitos de ambos bandos estaban tan completamente atrincherados que no había flancos que romper, y la única perspectiva era la de ataques tan pródigos en víctimas como exiguos probablemente serían en resultados. En el Este, los rusos fueron rechazados en cuanto tomaron «contacto con el sistema ferroviario alemán» (un toque típicamente gráfico de Churchill), pero cuando se retiraron a las grandes extensiones de su propio país, a los alemanes les fue tan difícil obtener una victoria decisiva como le había resultado a Napoleón un siglo antes. La Marina británica había establecido una superioridad segura, pero no era probable que tuviera la oportunidad de comprometer a la Flota alemana. Si se quería salir de este impasse había que idear alguna atrevida estrategia nueva. «¿No hay otras alternativas que enviar nuestros ejércitos a masticar alambre de púas en Flandes?». No era probable que allí se consiguiera ningún resultado decisivo, aunque, como añadió en una afirmación ligeramente dura, «no cabe duda de que varios cientos de miles de hombres morirán para satisfacer la opinión militar sobre el tema».2

Había dos posibles rutas para salir del atolladero, argumentó Churchill. La primera era la más atrevida y la más peligrosa: «La invasión de Schleswig-Holstein desde los mares amenazaría el canal de Kiel y al mismo tiempo permitiría que Dinamarca se uniera a nosotros. Acceder a Dinamarca abriría el Báltico. El mando naval británico del Báltico permitiría a los ejércitos rusos llegar a tierra a ciento cincuenta kilómetros de Berlín».3 Una cosa de la que jamás podría acusarse a Churchill era la de no pensar a lo grande. Sin embargo, las grandes ideas a veces tienen que concentrarse en pequeños objetivos iniciales, y uno de ellos consistió en la captura de la isla de Borkum, de un tamaño de veinticuatro kilómetros cuadrados, junto a la desembocadura del río Ems, y a unos kilómetros al norte de la frontera holandesa. Borkum era un buen premio tanto para Arthur Balfour, que en esta etapa, en gran medida alentado por Churchill, se cernía sobre el Almirantazgo como una especie de sombra del Primer Lord, como para Fisher, lo cual era más importante. También era la opción favorita presentada por Churchill en su carta de Año Nuevo a Asquith.

La alternativa consistía en forzar la apertura de una ruta por los Dardanelos y, con o sin una ocupación por parte del Ejército de la península de Gallípoli, introducir una flota en el Mar de Mármara que entonces podría avanzar hacia el Cuerno de Oro, intimidar a Constantinopla e inducir al Gobierno turco a pedir la paz, al tiempo que se hacía entrar a Grecia, Bulgaria y Rumania en la guerra en el bando aliado. Esta alternativa del Egeo en principio era una empresa de mayores dimensiones que la captura de Borkum, aunque las últimas esperanzas de la estrategia báltica plena—con las tropas rusas, con o sin nieve en sus botas, avanzando por un breve tramo de la llanura de Pomerania para capturar la capital alemana imperial—era un objetivo final aún más ambicioso. Sin embargo, en ambos casos se había confiado demasiado.

También hubo una lamentable ambigüedad entre las dos direcciones. Churchill fue el responsable de apartar inicialmente de la mente de Asquith el mar del Norte. Pero Asquith, al menos dado que estaba dispuesto a apoyar el posterior cambio de Churchill a los Dardanelos, no fue el problema. Tampoco lo fue Balfour. El problema fue el aún más formidable Fisher. El viejo Primer Lord del Mar, rehabilitado por Churchill, fascinado por él pero intensamente celoso, estaba en parte convencido de seguir adelante con la estrategia del Egeo, pero siempre volvía, cada vez que las cosas iban mal en el Mediterráneo oriental, lo cual ocurría a menudo, al tema relativo a cuánto mejor habría sido concentrarse en derrotar a los alemanes en el Mar del Norte. Esta zona de frías aguas grises, a pesar de las anteriores hazañas de Fisher en el Mediterráneo, se había convertido en el centro del mundo de éste tras la creación, a principios del siglo XX, de la Flota Alemana de Alta Mar.

Sin embargo, el verdadero problema entre Fisher y Churchill (y fue en verdad un problema muy real, pues significó que el viejo almirante acabó su gran carrera al servicio de la Marina con una nota de agria histeria y que el joven estadista experimentó el más aplastante freno de su larga carrera) no era la diferencia entre Borkum y los Dardanelos. Se trataba en mayor medida de que eran huesos muy duros de roer el uno para el otro. Eran como un matrimonio que no pueden vivir el uno sin el otro pero que tampoco pueden vivir juntos. En la primavera de 1915, este último aspecto fue aún más frecuente. Para variar la metáfora, era un claro ejemplo de lo que ocurre si se ponen dos escorpiones juntos en una botella, con la complicación añadida de que, en el caso de Fisher y Churchill, no solo tenían la capacidad añadida de infligir más veneno el uno al otro, sino que su relación también poseía una intensidad emocional, en particular por parte de Fisher, más propia de una relación amorosa que de una asociación profesional a la cabeza del «servicio silencioso» bajo la tensión de una gran guerra.

La riña que Fisher había provocado en 1912 ya se ha citado. Pero eso se produjo cuando Fisher no tenía responsabilidades directas, y en cualquier caso no fue nada comparado con las tensiones emocionales que existieron tres años más tarde. Sir Frederick Sturdee era un oficial general de la Marina de quien Fisher tenía una pobre opinión (y desde luego no era el único). En aquella época era vicealmirante y había tenido la suerte de estar al mando en el Atlántico Sur en noviembre de 1914, cuando un escuadrón de cruceros de batalla (una formación que en gran medida era creación de Fisher) había ganado la Batalla de las Malvinas. Esto no impidió que Fisher siguiera considerándolo un «asno pedante». Lo que fue más importante es la manera en que Fisher escribió sobre él a Churchill el 25 de abril, solo tres semanas antes del choque que les haría caer a los dos: «Realmente, ayer, de no haber sido porque los Dardanelos me obligaban a quedarme junto a usted pasara lo que pasara, me habría ido del Almirantazgo para no regresar jamás, y le habría enviado una postal para que Sturdee ocupara de inmediato mi lugar. ¡¡¡Entonces usted estaría muy satisfecho!!!».4 Pero más o menos en la misma época, Fisher también escribió: «Sinceramente creo que Winston me ama».5

Incluso sin el elemento de celos que este par de frases dan a entender, la asociación Churchill-Fisher habría estado condenada. Fisher era un jefe autoritario. Había gozado de un notable éxito ocultando con encanto una inusual mezcla de excentricidad, insolencia y sólido empuje administrativo. De joven había causado un considerable impacto en Gladstone y en Garibaldi. Había sido favorito de la reina Victoria y del rey Eduardo VII, un infrecuente doblete, aunque fracasó por completo con el rey Jorge V. Su éxito o fracaso con las esposas reales iba parejo con el de sus esposos. A pesar de su relativamente baja estatura (un metro sesenta y nueve), sabía coger por la cintura a la reina Alejandra y hacerla girar al bailar alguno de sus famosos valses. Con la reina María se sentía demasiado intimidado para hacerlo, o, si lo hizo, no salió bien.

En términos generales, su encanto tuvo aún más éxito entre las mujeres que entre los hombres. Pero no siempre era así. Violet Asquith, a pesar o quizá debido a sus sesiones de baile antes del desayuno en Malta en 1912, escribió en su diario de 1915: «Considero que se ha comportado de un modo más bajo, más cobarde y más vil con este asunto [la dimisión del Almirantazgo] que ningún inglés desde [que empezó] la guerra».6 Sin embargo, eso fue después de que hubiera contribuido en gran medida a las dificultades que sufría su amado padre en unos momentos particularmente difíciles, y había muchas parejas de baile y otras mujeres que tenían una opinión muy diferente. En particular, estaban la gran duquesa Olga, hermana del zar, que según consta dijo en una ocasión que iría a pie a Inglaterra (¿desde dónde?) para bailar otro vals con Fisher,7 y sobre todo Nina, duquesa de Hamilton, treinta y ocho años menor que él, que fue su puntal en su vejez, en la que se apoyó tras la dégringolade de 1915, que dio por resultado el que sus papeles fueran depositados en Lennoxlove, la casa de los Hamilton en East Lothian.

No cabe duda de que poseía un toque de genio malcriado. Él se creía el mayor navegante desde Nelson, pero también lo creían—y lo creen—otras muchas personas. Veía a Kitchener ejercer el poder supremo en el Ministerio de Guerra. Creía, justificadamente, que él era al menos tan buen almirante como Kitchener era buen general. Sus horizontes eran ilimitados. En una carta a Asquith notablemente imprudente (el 19 de mayo de 1915), cuando había entrado en un estado de locura, expuso condiciones megalómanas para volver al puesto del que había dimitido:

Si se me conceden las siguientes condiciones, puedo garantizar el fin de la guerra con éxito [...].

Que Mr. Winston Churchill no esté en el Gabinete siempre evitándome [...].

Que haya una Junta del Almirantazgo completamente nueva, en lo que se refiere a los lores del Mar y al secretario de Finanzas (que es completamente inútil). Nuevas medidas exigen nuevos hombres.

Que tenga la completa responsabilidad profesional de la guerra en el mar y que disponga de manera absoluta y única de la Flota y pueda nombrar a todos los oficiales de cualquier rango, y posea de forma absolutamente ilimitada y única el mando de todas las fuerzas navales.

Que el Primer Lord del Almirantazgo se limite absolutamente al procedimiento parlamentario y de política [...].

Que yo tenga la única y absoluta autoridad de todo el trabajo de nuevas construcciones y muelles de toda clase y el control completo de los Establecimientos Civiles de la Marina.

Estas [...] condiciones deben ser publicadas palabra por palabra para que la Flota conozca mi postura.8

Junto con el deseo de gobernar de modo absoluto se encontraba el hecho de que, cuando Fisher volvió al cargo, a finales de octubre de 1914, debió su regreso al Primer Lord que más interfirió operacionalmente en la historia del Almirantazgo y más le hizo frente. Durante los anteriores períodos de servicio de Fisher en Whitehall, primero como segundo lord Naval en 1902-1903 y, después, en 1904-1910 como Primer Lord del Mar (el propio Fisher era responsable de la sustitución de «Naval» por «Mar»), había servido nominalmente bajo, pero en realidad en pie de igualdad o incluso por encima de, cuatro primeros lores: Selborne, Cawdor, Tweedmouth y McKenna. Ninguno de los integrantes de este cuarteto lo había preparado para tratar con Churchill, con el que estaba en deuda y por el que sentía fascinación. Era el equivalente de dar un paseo bajo una brisa primaveral por la costa de Torquay como preparación para hacer frente a un huracán en La Habana.

Cuando el príncipe Louis era Primer Lord del Mar, Churchill había adquirido la costumbre de redactar detalladas instrucciones para los comandantes de la Flota e incluso para los barcos individuales. «Siempre de acuerdo» Battenberg fingía que lo hacía junto con el jefe profesional del servicio. Pero esto era poco más que una ficción. Battenberg no podía imponerse a Churchill en una discusión, y en modo alguno estaba solo entre los oficiales navales superiores en esta deficiencia. Además, se convirtió en costumbre, contrariamente a la práctica gubernamental normal, que el propio ministro político redactara las notas o instrucciones resultantes de cualquier reunión. La inversión de la práctica normal que hizo Churchill hace que acudan a la mente dos adagios: que «en el detalle está el diablo» y que quien redacta el comunicado (o, mejor aún, llega con uno ya redactado) a menudo controla el resultado de una reunión. En la raíz del asunto se encontraba la fenomenal energía y elocuencia de Churchill, y también en esta época su total inmersión en el detalle operacional naval y su comprensión, casi siempre, de la alta estrategia. Trabajaba muchas horas con gran concentración. «Su capacidad de trabajo es absolutamente asombrosa», escribió Fisher a Jellicoe el 20 de diciembre.9 Churchill no resumía brevemente, al estilo ministerial habitual, una discusión ni pedía que se preparara un borrador. Él mismo redactaba el borrador y a menudo, queriendo creer que había logrado el acuerdo, lo enviaba antes de que hubiera tiempo para volver a pensárselo.

Estas costumbres, junto con su habitual confianza en sí mismo, le proporcionaban una completa ascendencia sobre el Almirantazgo de Battenberg. Debía de sentir la necesidad de que hubiera una tensión más fuerte en la cuerda, pues de lo contrario no habría incorporado a Fisher junto con el viejo Ard Art Wilson. Uno de los puntos fuertes de Churchill siempre fue que, aunque quería dominar a quienes lo rodeaban, quería hacerlo sobre personas de primera categoría, no de segunda. Pero, aunque sin duda tenía la sensación de que estaba induciendo a Fisher a una asociación entusiasta, no se proponía cambiar sus propios hábitos. En particular, insistió en creer que la oposición bombardeada verbalmente era lo mismo que una auténtica reunión de cerebros. Y siguió realizando sus propios borradores detallados de las instrucciones operacionales.

Un buen ejemplo de hasta dónde Churchill estaba preparado para ir con su propia pluma, y lo estaba para hacerlo hasta un punto considerable con su propia responsabilidad, es la nota que escribió el 14 de mayo de 1915, y que fue la gota que colmó el vaso de Fisher:

1. El quinto obús de 380 milímetros, con cincuenta descargas de munición, debería ir a los Dardanelos con el mínimo retraso posible, siendo enviado en un tren especial por Francia y reembarcado en Marsella. Que me enseñen un plan que indique en qué fecha puede llegar a los Dardanelos.

Los dos cañones de 270 milímetros irán a los Dardanelos, o bien en los dos monitores preparados para ellos o por separado, para ser montados en tierra. Esto se decidirá en cuanto tengamos noticias del vicealmirante De Robeck.

2. Los siguientes nueve monitores pesados deberían ir seguidos a los Dardanelos, en cuanto estén listos:

Almirante Faregut, general Grant, Stonewall Jackson, Robert E. Lee, Lord Clive, príncipe Rupert, sir John Moore, general Craufurd y mariscal Ney.10

Proseguía así con otras trescientas palabras aproximadamente de detalles seguros pero presuntuosos.

¿Cuál era el estado de ánimo de Fisher en el transcurso de estos tristes (para él y para Churchill) primeros meses de 1915? Principalmente, se sentía cada vez más impotente. También estaba tan acostumbrado a superar cualquier situación difícil, estaba tan acostumbrado a encantar al rey Eduardo VII, a hacer lo que quería con cuatro sucesivos primeros lores, dos de un partido y dos del otro, a derrotar a su enemigo de futuro prometedor, el almirante lord Charles Beresford, que creía que no había nada que no pudiera vencer. Al igual que Churchill, tenía la confianza de recibir con agrado el combate con los más valientes campeones. Churchill debió de ser con mucho el más divertido de los cinco lores a los que había sojuzgado, la mayor de sus conquistas.

Pero Churchill era demasiado para él. En parte esto se debía a que, con setenta y cuatro años, los poderes de Fisher empezaban a flaquear. Aún se levantaba a las cuatro de la madrugada y estaba ante su escritorio del Almirantazgo a una hora inusualmente temprana. Supervisó atentamente el pedido de seiscientos nuevos barcos durante los seis meses de veranillo de san Martín que pasó como Primer Lord del Mar. Dio una gran actividad al Almirantazgo y, como dijo Churchill en el buen período anterior a Navidad que pasaron juntos, «[lo] hizo temblar como uno de sus grandes barcos a la máxima velocidad».11 Pero su constante aplicación no era lo que había sido. Una vez fue humillado por Maurice Hankey, que pronto sería el primer secretario del Gabinete, al entrar en su habitación a media mañana y encontrarlo profundamente dormido.

Sin embargo, en Churchill al fin había encontrado a su pareja. «Siempre me está convenciendo», dijo Fisher casi con patetismo.12 Era como si uno de los más poderosos meteoritos del sistema solar hubiera encontrado por una singular casualidad a otro de frente. El resultado, como es natural, fue la destrucción mutua. Pero antes de que se produjera el choque, el meteorito Fisher, si es posible semejante comparación, reconocía que el meteorito Churchill era aún más potente. Y esto producía más angustia aún que aprensión. Fisher, que había aplastado a tanta oposición, no podía estar a la altura de una discusión cara a cara con Churchill. Por lo tanto, asentía cuando no estaba de acuerdo. Al acumularse, esto lo dejaba infeliz y resentido. Y estaba la relación emocional ya mencionada. El resultado era un caldero en ebullición de tensiones en el Almirantazgo. Lo sorprendente fue no que explotara a mediados de mayo de 1915, sino que no lo hubiera hecho varios meses antes.

Debido a este caldero sobrecalentado, mucho más que debido a cualquier diferencia estratégica temporal entre Borkum y los Dardanelos o entre una política cauta de reducir pérdidas y avanzar implacablemente para convertir la derrota en victoria, se produjo la sacudida de mayo de 1915. Si el protagonista y el antagonista hubieran sido hombres de la fría estampa de, por ejemplo, el almirante sir John Jellicoe y Arthur James Balfour, se habría podido producir perfectamente una fuerte discusión, pero el material fisible habría carecido de su calidad destructiva última.

¿Cuánta culpa tuvo Churchill de lo ocurrido en los Dardanelos? Si sobrevaloró el impacto que una victoria decisiva en Oriente Próximo tendría sobre los dos frentes principales es una cuestión imposible de responder dado el resultado real. La estrategia de los Dardanelos era atrevida e imaginativa, y su premisa central, resumida en la famosa frase de Churchill de buscar una alternativa a «masticar alambre de púas en Flandes» era sin duda legítima; medio millón de tumbas británicas en aquella llana y sombría extensión constituyen un elocuente testamento.

La debilidad crítica fue el no planear desde el principio una operación naval y militar integrada. Gran parte de la culpa de ello la tuvo Churchill. La planificación a finales de diciembre de 1914 y principios de enero de 1915 suponía que en realidad sería una operación conjunta. Churchill fue quien argumentó a favor de un ataque únicamente naval en los Consejos de Guerra del 13 y del 28 de enero, a pesar de los evidentes recelos de Fisher. Kitchener tuvo que contener a éste para impedir que saliera de un Comité de Defensa el 28 de enero, y lo hizo solo para mantener «un obstinado y ominoso silencio», como Asquith observó después.13 Hasta mediados de febrero, seis días antes de iniciarse el bombardeo naval, no se tomó la decisión de enviar tropas. El destacamento era demasiado pequeño y llegó demasiado tarde, y el resultado fue una de las catástrofes humanas de la Primera Guerra Mundial.

Hankey, en la anotación que hizo en su diario el 19 de marzo, especuló sobre la posibilidad de que Churchill planeara únicamente una operación naval con el fin de recuperar el prestigio que había perdido en Amberes.14 Sin embargo, Churchill era Primer Lord del Almirantazgo, no ministro de Guerra, y mucho menos primer ministro. Kitchener y Asquith deberían haber prestado una atención constante a las implicaciones militares más amplias. Asquith en particular no consiguió sonsacar ni el compromiso pleno de Kitchener ni la causa de los recelos de Fisher.

El resumen posterior que hizo Churchill fue que el concepto era totalmente correcto, que solo se trató de una lamentable acumulación de oportunidades perdidas por poco que impidieron que saliera bien, pero que no obstante era un «puente demasiado lejano» para intentarlo sin poder supremo. Si él hubiera sido primer ministro, dando a entender que habría llevado una línea de toma de decisiones mucho más rígida (como hizo en realidad un cuarto de siglo más tarde), habría logrado una gran victoria, acortado considerablemente la guerra y ahorrado muchos cientos de miles de vidas. Pero es difícil encontrar un historiador militar serio que esté de acuerdo.

Sin embargo, no era primer ministro, sino un Primer Lord del Almirantazgo excepcionalmente activo, aunque no siempre persuasivo, obligado a desempeñar su cargo a través de un Consejo de la Guerra de al menos diez personas, con un primer ministro bastante comprensivo aunque escéptico por naturaleza y un Ministerio de Guerra públicamente heroico frente al cual estaba Kitchener. Las relaciones de Churchill con Kitchener eran confusas, y los elementos malos de la mezcla a menudo eran culpa suya. En los días anteriores a la Navidad de 1914 se produjo una discusión particularmente inútil sobre hasta qué punto las fuerzas de tierra navales que servían en Francia (la Real División Naval y los escuadrones de Rolls-Royce blindados, que en realidad eran los filibusteros de Churchill) deberían estar bajo la disciplina del Almirantazgo o del Ministerio de Guerra. Se produjo otra, más peligrosa, a causa de la correspondencia semiprivada de Churchill con sir John French, el comandante en jefe de la Fuerza Expedicionaria Británica, complementada por sus frecuentes visitas a Francia, a veces a su propio Ejército privado de Dunkerque, pero a menudo completadas con una noche o más con French en su cuartel general de St. Omer. French presionaba constantemente a Churchill para que fuera allí a charlar a fondo sobre estrategia. Kitchener recelaba, naturalmente, en particular porque también tenía una vaga idea de la correspondencia. En una ocasión, mostrando más sentido del humor del que normalmente se le atribuye, Kitchener es citado (el 19 de diciembre) en una de las cartas de Asquith a Venetia Stanley, en la que dice que «para su diversión e ilustración de la posteridad [...] ha redactado un relato imaginario acerca de cómo indujo en secreto a Jellicoe a coger trescientos vapores del Ministerio de Guerra y esconderlos en la costa suroeste de Irlanda».15 Hacia esta época, Churchill tenía vetado con toda seguridad ir al cuartel general de French. «Estas reuniones—escribió el primer ministro a Churchill—en opinión de K ya han producido una profunda fricción entre French y él mismo, y entre el personal de French y el suyo, lo que es sumamente deseable evitar».16 Además, el flanco naval de Churchill estaba cada vez más expuesto a las andanadas verbales de Fisher, que siempre se hallaba presente en las reuniones del Consejo de la Guerra.

Churchill añadió a la exposición de su postura tres errores específicos, que pagó muy caros. En primer lugar, nunca debió hacer regresar a Fisher al Almirantazgo en 1914 a menos que tuviera la intención de compartir el poder con él mucho más de lo que lo hacía. No había posibilidades de que la asociación funcionara si tenía la intención de seguir como con Battenberg. Solo cierto grado de encaprichamiento, esta vez por su parte, habría podido empezar a hacerle pensar que lo haría.

En segundo lugar, hizo caso omiso de las señales de peligro de Fisher. Con una mezcla de sinceridad e ingenuidad, están casi todas registradas en la propia pièce justificative de Churchill, The World Crisis. En una de las primeras ocasiones en que reconoció el problema, escribió: «Hasta finales de enero [de 1915] [...] lord Fisher no empezó a manifestar un creciente desagrado y oposición al plan [de los Dardanelos]».17 Sin embargo, esto pasa por alto la escena en el crucial Consejo de la Guerra del 13 de enero, cuando, tras una apasionada defensa de la opción de los Dardanelos por parte de Churchill, de pronto Fisher se levantó e intentó salir precipitadamente de la sala. Kitchener se lo impidió y se lo llevó un momento junto a una ventana donde hablaron en voz baja, tras lo cual regresó de mala gana a la mesa. Luego, tras el ineficaz intento por parte de la Marina de forzar los estrechos para entrar en el mar de Mármara el 18 de marzo y el telegrama «apremiante» que Churchill posteriormente envió al almirante De Robeck, el primer lord anotó: «El Primer Lord del Mar fue inducido, con cierta dificultad, a acceder a este telegrama».18

En abril, las protestas de Fisher aumentaron de tono, en parte porque estaban escritas en su inimitable prosa con su énfasis victoriano. El 2 de ese mes escribió: «¡No podemos enviar otro cabo de cordelero ni siquiera a De Robeck! ¡HEMOS LLEGADO AL LÍMITE! [...]. Un fracaso o un contratiempo en los Dardanelos no sería nada; un fracaso en el Mar del Norte sería la RUINA».19 Y el 5 de abril escribió a Churchill: «¡Está usted consumido por los Dardanelos y no puede pensar en nada más! ¡Malditos Dardanelos! ¡Serán nuestra tumba!».20

Sin embargo, Churchill creía que una compensación a estas erupciones de descontento era que había hecho reconocer a Fisher en una nota muy equívoca del 7 de abril: «Pero, como señala usted, estos puntos críticos del plan de acción tiene que decidirlos el Gabinete; y, en este caso, las verdaderas ventajas que se podían conseguir me hicieron acceder finalmente a su opinión, siempre que se empleara una limitación estricta de las Fuerzas Navales para que nuestra posición en el teatro decisivo del Mar del Norte no fuera puesta en peligro».21 Esto lo utilizó Churchill como base para declarar: «La postura del Primer Lord del Mar queda así muy claramente definida. Es vista como formal y deliberadamente identificada con la empresa».22

A Churchill también debería haberle preocupado el hecho de que convirtió a Fisher—cuyo estilo natural durante más de treinta años de mando cada vez con más autoridad había sido el del «dales una bofetada» propio del general de brigada Ritchie-Hook de Evelyn Waugh—en un almirante extremadamente avariento. Casi se convirtió en el cauto alter ego de Jellicoe. El objetivo supremo de la política naval, argumentaba Fisher, debería consistir en mantener las probabilidades tan claramente favorables de Gran Bretaña que en caso de que la Flota Alemana de Alta Mar alguna vez saliera (lo que solo hizo una vez, y fue una atracción) fuera estadísticamente incapaz de obtener la victoria. Aunque Fisher hubiera sido el mayor servidor (o gobernante) de la Marina desde Nelson, esto no era exactamente nelsoniano. Fisher no había participado en una acción naval desde 1882, y quizá Churchill tenía razón al considerarlo esencialmente un constructor naval.

El tercer error de Churchill en este período fue adoptar una postura en la que «todo el mundo estaba en desacuerdo excepto Winston». Todos estuvieron a su lado en algún momento, pero al final todos lo defraudaron. Ésta es siempre una posición en la que se exige cierta cantidad de dudas sobre uno mismo. Pero dudar de sí mismo jamás fue uno de los atributos de Churchill (gracias a Dios, tal vez se podría decir, si miramos hacia 1940). Sin embargo, es notable, en la detallada justificación retrospectiva que hizo de todo el asunto de Gallípoli, cuánta culpa atribuye a otros y qué poca a sí mismo. Esta justificación se desarrolla en una serie de capítulos del segundo volumen de The World Crisis, publicado en 1923 y, por lo tanto, escrito no bajo el azote inmediato de la frustración y el desaliento, sino tras tener la oportunidad de reflexionar con calma durante casi ocho años. Su tesis es que, de no haber sido por la mala suerte, la incompetencia, la falta de valor, una mala evaluación de la fuerza del enemigo o alguna combinación de estos factores, el avance por tierra o por mar, o por ambos, al Mar de Mármara habría estado a punto de conseguirse. Esto en sí mismo es sumamente discutible, pero aún resulta dudosa su constante confianza, contraria a su supuesto general de que en la guerra casi todo es una cuestión de riesgo, en que si este avance se hubiera alcanzado se habrían producido todas las consecuencias más beneficiosas con la misma certeza de que la noche sigue al día. Constantinopla habría sido cercada, el Gobierno turco habría pedido la paz, la Rusia imperial no se habría derrumbado y, quizá lo más problemático de todo, los Estados balcánicos de Serbia, Bulgaria, Rumania y Grecia se habrían unido en una armonía favorable a los aliados.

Entre aquellos a los que Churchill echa la culpa en diversos grados, a menudo acompañado por declaraciones dudosamente suavizadoras sobre su capacidad política, su autoridad militar, su valor en otras circunstancias y, en un caso, sus agradables modales de caballero hacendado, se encontraban los siguientes, que en mayor o menor grado habían defraudado a Churchill. En primer lugar estaba Asquith, quien, aunque en general apoyaba la estrategia de Churchill en el Este, no había sido lo bastante implacable como para que la aceptaran, pues estaba demasiado preocupado por el equilibrio de las fuerzas políticas primero en su Gabinete liberal y después en el de coalición; también fue responsable de unas fatales semanas perdidas en mayo y principios de junio debido a la sacudida política derivada de la formación del nuevo Gobierno. Luego, estaba el ministro del Foreign Office Edward Grey, cuya diplomacia no consiguió producir esa feliz banda de hermanos de los Balcanes que Churchill insistía en creer posible. A continuación, en la frontera entre un ministro y un comandante, se encontraba Kitchener. Aparte de la culpa general de ser un veleta, se le acusaba específicamente de haber retrasado la partida hacia el Mediterráneo oriental de la 29ª División durante tres semanas, que resultaron cruciales, y de haber permitido que se embarcara de una forma tan fortuita que no se podía suponer una orden de batalla para poco tiempo después de llegar. Fisher, ya castigado, también fue claramente una influencia funesta, pero también lo fue Jellicoe, el comandante en jefe de la Gran Flota, cuyo nerviosismo lo convertía en un avaro de los barcos; siempre fingía que su postura frente a los alemanes era más débil de lo que era en realidad, y así se resistía a cualquier destacamento de barcos para tareas más positivas que permanecer a la espera de la Flota Alemana de Alta Mar.

En el lugar de la acción (el Mediterráneo oriental), el primer «villano» fue el vicealmirante De Robeck. Era el segundo en el mando del almirante Carden de la considerable flota, principalmente británica, pero con algunos refuerzos franceses, que se encontraba en el extremo meridional de los Dardanelos. Ésta constaba de un elevado número de viejos buques de guerra, que algunos (incluido Churchill) consideraban reemplazables, pero también del Queen Elizabeth, que, con sus cañones de 380 milímetros y sus motores de petróleo, era el mejor barco del Almirantazgo y quizá en el mundo entero. Carden, que casaba bien con los planes de Londres, cayó enfermo de forma muy inoportuna dos días antes del intento del 18 de marzo de atravesar los estrechos solo con barcos. Nombraron a De Robeck en su lugar, aunque el almirante Rosslyn Wemyss, que también se encontraba allí, era mayor que él. Esto en gran medida fue una decisión de Churchill, que más tarde lamentó. La acción del 18 de marzo no tuvo éxito, pues la potencia de fuego de los barcos no logró superar la de las armas de los fuertes turcos en tierra. Se perdieron dos barcos importantes, el Inflexible y el Irrepressible (‘el incontenible’). No se culpó particularmente a De Robeck por ello. La objeción que le hizo Churchill se basó cada vez más en el hecho de que, tras haber sido rechazado una vez, fue reacio a intentarlo de nuevo. Cuando De Robeck, a su vez, fue sustituido debido a su mala salud por Wemyss, al que previamente se había pasado por alto, a finales de noviembre (1915), se introdujo un espíritu más agresivo. Wemyss estaba dispuesto a realizar un nuevo intento. Pero para entonces era demasiado tarde. Como tristemente lo expresó Churchill: «Cuando el Almirantazgo estaba dispuesto, el almirante no lo estaba. Ahora las condiciones se han invertido».23 El Almirantazgo, para entonces liderado por Balfour (que así fue incluido en la lista de quienes habían decepcionado a Churchill), no aprobaría un golpe atrevido. Pero fue Churchill el máximo responsable de que De Robeck tuviera el poder de pasar ocho meses cruciales sentado cautelosa y cómodamente lejos de la costa.

Con los mandos del Ejército, Churchill era al menos igual de crítico. Ian Hamilton era su más íntimo amigo entre los generales y estuvo encantado con su nombramiento. Su entusiasmo no se extendió ni al subordinado principal de Hamilton, el teniente general Stopford (el de modales caballerosos), cuya complaciente indolencia el día siguiente al desembarco aliado en agosto en la bahía de Suvla, en la península de Gallípoli, Churchill consideró casi criminal, ni al sustituto de Hamilton en octubre, el general Charles Monro. De Monro, un occidental de la línea dura, que creía que la guerra se podía ganar solo matando alemanes en Flandes (incluso aunque también murieran otros tantos o más británicos y franceses), Churchill escribió con mordacidad: «Llegó, vio y capituló», y de la única visita de Monro a las playas de la invasión: «Se familiarizó en el espacio de seis horas con las condiciones que prevalecían en el frente de veinticuatro kilómetros de Anzac, Suvla y Helles, y pronunció unas cuantas palabras desalentadoras ante los principales oficiales en cada punto».24

Incluso sobre el mando de Hamilton escribió Churchill con frialdad, si no hostilmente, hacia el final. Es un indicio asombroso de cómo Gallípoli indispuso a Churchill consigo mismo el que un hombre normalmente generoso como él escribiera con tanta dureza acerca de casi todos los que participaron en ello, excepto él mismo y unos pocos oficiales de rango inferior y medio que realizaron hazañas individuales de destacada valentía. Esta queja casi universal no inspira confianza en sus opiniones sobre el tema.

Durante los primeros meses de 1915 también se produjo una creciente irritación con Churchill entre sus colegas del Gabinete, y, más importante aún, por parte del primer ministro. La nueva exasperación de Asquith con Churchill queda expresada de la forma más auténtica en las cartas que durante este período escribió a Venetia Stanley. La nota dominante es de tolerancia ligeramente cansada, aunque esto podía deberse a que sabía que Churchill estaba bastante próximo a Venetia («No he sabido hasta que he recibido hoy tu carta que te gustaba tanto Winston», escribió el 4 de febrero).25 Pero también procedía del afecto auténtico (a veces exasperado) que sentía por él. «Estoy bastante contrariado con Winston»26 (18 de febrero) y «Winston hoy ha estado bastante pesado y me he sentido obligado a hablar un poco con él después por el bien de su alma» (26 de febrero)27 son ejemplos típicos. Sin embargo, podían existir algunos comentarios menos benévolos, como en (también el 26 de febrero, pero en una carta anterior): «Winston en algunos aspectos ha estado peor que nunca, teniendo un caso presentable. Ha estado ruidoso, retórico, carente de tacto y sin carácter... o con mucho».28 En los diarios de Margot Asquith se encuentra una mayor acritud procedente del número 10 de Downing Street; el 29 de enero, anota que ha dicho a Lloyd George (que en general no era un favorito suyo): «Winston, como todas las personas realmente egocéntricas, acaba aburriendo a la gente. Es, como usted dice, un niño».29 El 19 de febrero anotó: «Henry [su esposo] me ha dicho en el automóvil: Winston ahora es absolutamente exasperante, ¡ojalá Oc [Arthur Asquith] no se hubiera alistado en su bestial Brigada Naval! [...]. Acaba de salir de una terrible disputa con K[itchener] por los pelos y ahora se mete en otra [...]. Por supuesto, Winston es intolerable. Es todo vanidad; lo devora la vanidad».30

Churchill a su vez empezó a exhibir impaciencia ante lo que consideraba tardanza del primer ministro. Dicho sea en su favor que lo hizo más en forma de cartas directas que mediante quejas epistolares a otros. Así, el 7 de febrero escribió:

Distinguido primer ministro,

Hace más de tres semanas me habló de la vital importancia de Serbia. Desde entonces no se ha hecho nada, & nada de la más mínima realidad se está haciendo. El tiempo pasa. Puede que no sienta usted el impacto de los proyectiles. Pero ya ha salido del cañón & está recorriendo su camino hacia usted. Dentro de tres semanas usted, Kitchener, Grey, todos se encontrarán frente a una situación desastrosa en los Balcanes: & como en Amberes remediarla estará fuera de su poder.

Seguramente, en su posición no puede contentarse con permanecer sentado como un juez pronunciándose sobre los acontecimientos después de que éstos hayan tenido lugar.31

Antes de enviar esta carta, Churchill borró la última frase, pero no obstante era una carta dura para que la enviara un joven ministro a un primer ministro que tenía veintidós años más que él.

Churchill también mantenía relaciones bastante tensas con otros varios colegas que eran importantes para él. Con su antiguo aliado y habitual inquilino (en Eccleston Square) Edward Grey, las relaciones se deterioraron considerablemente durante estos meses. El 20 de febrero, Grey se declaró «horrorizado» ante la propuesta de Churchill de nombrar «un gobernador» de la isla egea de Lemnos, que los griegos simplemente, y de modo vacilante, permitían utilizar a la Marina británica como fondeadero. El 4 de marzo, Grey y Churchill volvían a discutir sobre la posible violación naval de las aguas territoriales chilenas, y el día 6 Churchill estuvo a punto de empeorar las cosas al escribir a Grey una carta intolerablemente paternalista e intimidante: «Le suplico que en esta crisis [las relaciones con Grecia] no cometa el error de dejarse llevar por los acontecimientos. Las medidas débiles lo arruinarán todo & un millón morirá debido a la prolongación de la guerra. Debe ser atrevido y violento...».32 Sin embargo, ésta fue otra pieza de su prosa inmortal (o al menos intrépida) que decidió no enviar; el borrador sobrevive solo en sus archivos. Luego, en abril, mantuvo una fuerte discusión con Grey por las actividades de un traficante de armas llamado extrañamente capitán De la Force, al que Churchill estaba utilizando en un infructuoso intento de comprar rifles brasileños. Grey dijo que estas actividades estaban molestando a Washington y poniendo en peligro suministros mayores de armas de Estados Unidos. Todo esto hay que verlo en el contexto de que, a finales de marzo, Edwin Montagu33 dijo a Asquith (y sin duda también a otros) que Churchill estaba intrigando para que Grey fuera sustituido por Balfour en el Foreign Office. Asquith al principio se inclinó a creerlo, pero un poco más adelante quedó impresionado por el fervor con que Churchill lo negó y las expresiones de lealtad a Asquith y de respeto por su autoridad plena sobre las disposiciones del Gabinete.

Churchill también mantuvo una serie de disputas con Kitchener, en febrero sobre los escuadrones de coches blindados no deseados y luego una particularmente mala, a mediados de abril, por fugas de fuerza del Ejército, que hizo que Kitchener amenazara con dimitir, aunque Lloyd George y McKenna probablemente tenían más culpa. Asquith, como de costumbre, criticó pero medio perdonó a Churchill: «La gente que debería haberlo sabido se comportó de la peor manera. Winston estuvo mal, pero es impulsivo y se deja llevar por el torrente de su lengua demasiado prolija, y al final lamentó francamente el asunto y lo enmendó».34 Entretanto, Churchill había mantenido una fuerte pero breve disputa sobre el plan Promesa del Rey de Lloyd George para renunciar al alcohol durante las hostilidades.35 La discusión no fue sobre los méritos del explosivo desdén con que Churchill trataba lo que él llamaba «resuello» de Lloyd George, pero fue provocada por éste. Se jactaba de que no veía el sentido. En los diarios de Frances Stevenson (a la sazón una ayudante muy próxima al primer ministro y que mucho más adelante se convertiría en la condesa Lloyd-George) se lee: «¡Verá el sentido, espetó [Lloyd George], cuando empiece a comprender que la conversación no es un monólogo! Churchill enrojeció».36 Esta última no fue una discusión seria (ambos se escribieron cartas de disculpa aquella misma noche), pero fue una señal de que, a medida que las cosas empeoraban en los Dardanelos y Churchill se acercaba a su caída en el Almirantazgo, éste desataba su lengua y su genio discutiendo con todos los colegas del Gabinete que eran de suma importancia para él.

Su posición en la cumbre del Almirantazgo también se estaba desmoronando. El volcán Fisher, del que, como hemos visto, habían estado saliendo peligrosas bocanadas de humo durante varios meses, por fin entró en erupción el sábado 15 de mayo. Como era típico con Fisher, empezó muy temprano por la mañana. Había habido una reunión difícil del Consejo de la Guerra el día anterior. Churchill la describió como «sulfurosa», y casi todo el sulfuro fue dirigido contra él. «El Ejército de Hamilton—prosiguió—había llegado definitivamente a un punto muerto en la península de Gallípoli, quedó allí suspendido en circunstancias de peligro, era difícil de reforzar y aún más difícil de retirar. La Flota había vuelto a caer en la pasividad».37 El Queen Elizabeth, siguiendo instrucciones de Fisher, había recibido la orden de regresar, lo que era un símbolo tan evidente del fracaso en los Dardanelos que De Robeck recibió órdenes de fingir que simplemente iba a Malta para un mantenimiento de unos días.

En Flandes, sir John French acababa de perder a veinte mil hombres en un ataque previsiblemente ineficaz sobre posiciones alemanas atrincheradas. Durante esta batalla, los franceses afirmaban haber llegado a la conclusión de que la razón de no poder alcanzar su objetivo inherentemente inalcanzable era la falta de proyectiles, y se sintió justificado por esta supuesta deficiencia al organizar una campaña de prensa contra el Gobierno. El agente que agitó al Morning Post, al Observer y, sobre todo, al Times fue su edecán, el capitán y parlamentario Freddie Guest, que también era primo de Churchill y una bête noire de Clementine. Los esfuerzos de Guest tuvieron suficiente éxito y, sumándose a la alegría de aquel Consejo de la Guerra del 14 de mayo, aquella mañana el Times había estado lleno de noticias sobre un gran escándalo en el tema de los proyectiles. French y Northcliffe (el propietario del Times) creyeron que eso fue lo que hizo caer al último Gobierno puramente liberal (salvo por el no político Kitchener) que jamás iba a gobernar Gran Bretaña. Pero una visión menos parcial es que, si bien éste fue un factor que contribuyó a ello, la causa más decisiva fue la ruptura en el Almirantazgo. Ésta había sido provocada por Fisher en el Consejo de la Guerra al anunciar de pronto que había estado contra la expedición de los Dardanelos desde el principio y que Asquith y Kitchener (y presumiblemente Churchill) lo sabían bien. De nuevo según Churchill: «Esta notable intervención fue acogida en silencio».38

Más tarde, aquel mismo día, Churchill se dedicó a su ocupación habitual, tras medio acordarlo con el Primer Lord del Mar, de ordenar los preparativos para la Flota. Era necesario reforzar la Flota de los Dardanelos, como en la nota ya citada, para compensar el destacamento, no solo del Queen Elizabeth, sino también de cuatro cruceros ligeros destinados a unirse a la Flota italiana en Taranto como parte de una estratagema (que resultó un éxito el 23 de mayo) para que Italia entrara en la guerra en el bando aliado. Churchill fue a ver a Fisher a media tarde (en la jerarquía de Whitehall siempre es un gesto conciliador el que un superior visite a un inferior nominal, y a veces, pero no siempre, funciona), y creyó conseguir su conformidad general. Una vez más, a Churchill se le escapó una señal de alarma. Se quejó de que la intervención de Fisher aquella mañana no había sido justa y luego anotó: «[Fisher] me ha mirado de un modo extraño y ha dicho: “Creo que tiene razón, no es justo”».39 El error de Churchill consistió en creer que esto era un intento de disculpa. En realidad, era una declaración, quizá triste, de incompatibilidad. Apenas era necesaria la exacerbación adicional de que Churchill se quedara trabajando hasta tarde aquella noche y enviara instrucciones detalladas, con el desafortunado codicilo de «Ver al primer lord del Mar tras la acción».40

Al día siguiente, a la hora del desayuno, Churchill observó que no le había llegado la habitual carta resumen de Fisher de primera hora de la mañana. Acudió a una reunión en el Foreign Office a las nueve y, al regresar por Horse Guards Parade, fue interceptado por un agitado secretario particular (Masterton-Smith) que le dijo que Fisher había dimitido y añadió, significativamente: «Creo que esta vez va en serio».41 El comentario era significativo, además de correcto, pues era la octava dimisión de Fisher en seis meses y medio. Los términos en que lo hizo, pues las consecuencias fueron muy importantes, merecen ser citados:

Primer lord,

Tras una inquieta reflexión, he llegado a la lamentable conclusión de que soy incapaz de seguir como Colega suyo. Es deseable por el interés público entrar en detalles—Jowett42 dijo: «Jamás des explicaciones»—, pero me resulta cada vez más difícil adaptarme a los cada vez mayores requerimientos diarios de los Dardanelos para estar de acuerdo con sus opiniones. Como bien dijo usted ayer, estoy en la posición de vetar continuamente sus propuestas.

Esto no es justo para usted además de ser extremadamente desagradable para mí.

Parto hacia Escocia en seguida para evitar todo interrogatorio.

Atentamente,

Fisher.43

Fisher, de acuerdo con su ambivalencia, en realidad no partió hacia Escocia. Se quedó en Londres, abandonando su residencia oficial en Queen Anne’s Gate para ir al Hotel Charing Cross (en cuyo establecimiento, céntrico pero no magnífico, según dice Jan Morris, casi con toda seguridad pidió una habitación trasera debido a su conocida avaricia).44 Sin embargo, una habitación trasera en ese hotel de estación de ferrocarril le iba a la perfección en aquella época. Permanecía discretamente escondido, pero se hallaba a tan solo trescientos metros del Almirantazgo y a ochocientos de Downing Street. Aunque esta octava dimisión fue la más seria de todas, esperaba que se le llamara, lo que por supuesto ocurrió.

Downing Street fue más tenaz que el Almirantazgo en sus esfuerzos por encontrarlo. En parte esto se debió a que al principio Churchill no se tomó la dimisión de Fisher más en serio que las siete anteriores, y, arropado en sus propias empresas, no percibía sus consecuencias políticas. Asquith fue más cauto. Él se daba perfecta cuenta de lo precario que esto podría volver al Gobierno, en particular combinado con la supuesta falta de proyectiles. Sin embargo, Churchill cruzó la Horse Guards Parade por tercera vez aquella mañana con el fin de dar a Asquith la noticia de que Fisher se había escondido. El primer ministro escribió de inmediato a mano una nota en la que ordenaba a Fisher, en nombre del rey, que regresara a su deber, y dio instrucciones a Maurice Bonham Carter, uno de sus secretarios particulares, para que la entregara. Esto fue más fácil de decir que de hacer. Recordó un poco lo ocurrido a finales de los años cuarenta con el diletante parlamentario tory Michael Astor (el tercer hijo de Waldorf y Nancy Astor), que envió un telegrama (desde el Hotel Ritz de Madrid) a su whip party, en el que le decía: «Debe cogerme cuando me encuentre; es decir, si puede encontrarme». Se pusieron en contacto con la esposa de Fisher, bastante triste en su casa solariega de Norfolk, en Kilvertone, se comprobaron los trenes que enlazaban con barcos, se registró Londres. Al cabo de un par de horas se encontró la pista de Fisher (Downing Street hacía tiempo que era bueno en eso) y accedió a presentarse al primer ministro, aunque no a poner los pies en el Almirantazgo. Asquith, entretanto, y de forma bastante característica, había acudido a una boda, aunque hasta cierto punto era un deber; se trataba de la boda del parlamentario Geoffrey Howard, su ex secretario parlamentario particular, a cuyas manos firmemente liberales la formidable Rosalind, condesa de Carlisle, había desviado la gran mansión de Castle Howard.

A media tarde, según palabras de Violet Asquith, gráficas aunque imaginativas, Fisher «fue capturado, trasladado en la boca de uno de los perdigueros & dejado sanguinolento & jadeante a la puerta de la sala del Gabinete».45 Asquith lo encontró «suave y amistoso» pero inflexible en que no podía trabajar con Churchill. Éste, no obstante, recibió instrucciones de que intentara que volviera y aquella tarde efectuó un intento muy bueno en una emoliente carta a Fisher, que envió debidamente. No funcionó. Fisher le respondió al día siguiente en términos que una vez más eran amistosos, pero emotivos o histéricos según el gusto. Churchill realizó otro intento la misma mañana (domingo) y recibió una respuesta aún más firme («Le ruego que no desee verme. No podría decir nada pues estoy decidido a no hacerlo»),46 lo que incluso Churchill aceptó como algo definitivo.

Empezó a preparar su nueva Junta del Almirantazgo, convenciendo a otro septuagenario (sir Arthur Wilson) de que se hiciera cargo del puesto de Primer Lord del Mar y a los de rango inferior de que permanecieran en sus puestos. Armado con esto partió a las 17:30 de la tarde, dudosamente invitado, pero acompañado por Clementine, para ser conducido al muelle de Sutton Courtenay, a ochenta kilómetros de distancia, a cuya casa a orillas del Támesis Asquith se había retirado la tarde anterior. La flema de Asquith fue notable. No permitió que el enfado de Fisher y la perceptible amenaza a su Gobierno no hicieran sino retrasar su fin de semana unas horas. Y el domingo por la mañana se había desplazado a Oxford para ver al menor de sus hijos, que aún estaba en la escuela preparatoria en la ciudad. Sin embargo, a media tarde se puso a prueba incluso el poder asquithiano de permanecer calmado en el centro de un vórtice. Y también hubo elementos de farsa francesa. Según el diario de Violet Asquith, los McKenna llegaron a tomar el té mientras el «príncipe Pablo de Serbia estaba en el jardín» y con dificultad «subieron a su automóvil y partieron a toda velocidad» antes de que llegaran los Churchill. Cuando Violet regresó de un paseo en barco de media hora vio a «Winston [...] de pie junto al césped en la orilla del río como Napoleón en Santa Elena [...]. Estaba muy abatido [...]. La pobre Clemmie sin duda estaba muy preocupada».47

Churchill ofreció su dimisión a Asquith y comprendió que la rechazaba, aunque lo que relató fue que Asquith dijo que no la deseaba, pero que la situación era lo bastante grave como para que el líder conservador tuviera que ser consultado, lo cual era bastante distinto y podría haberse interpretado que era tanto una advertencia como una forma de tranquilizarlo. Con su acostumbrada benevolencia hacia los Churchill, «Mr. Asquith [nos] pidió que nos quedáramos a cenar, y disfrutamos de una agradable velada entre todos nuestros problemas».48 Los Churchill regresaron aquella noche. Asquith no se marchó hasta la mañana siguiente, para mantener una reunión crucial pero desagradable para él con Bonar Law antes del almuerzo.

Fue crucial porque en los intersticios de todos sus compromisos y viajes del fin de semana, Asquith había llegado a la conclusión, típica de su costumbre de tomar decisiones de forma rápida pero reticente, de que era inevitable un Gobierno de coalición con los conservadores. Y era desagradable porque Asquith nunca había apreciado a Law y porque contemplaba con desagrado el concepto de coalición. Aunque siempre había sido moderado en política, odiaba, de un modo que habría sido incomprensible para Churchill o Lloyd George, la idea de introducir tories en su Gabinete. No eran tanto las ideas como el estilo político y los modales de la oposición lo que le desagradaba. Era su espíritu de viejo mandarín liberal. «Dar la impresión de que recibía con agrado en la intimidad de la familia política, figuras extrañas, ajenas, hasta ahora hostiles—escribió—[era] una tarea intolerable».49 Probablemente en el otro lado se sentía lo mismo, y este acercamiento con antipatía y desgana es lo que acosó desde el principio los diecinueve meses del Gobierno de coalición de Asquith. Un matrimonio debería empezar al menos con cierto grado de entusiasmo mutuo, como sin duda se encontraría en la coalición de Churchill de veinticinco años más tarde, y hasta cierto punto estuvo presente, en cualquier caso en el pequeño Gabinete de Guerra, en el Gobierno de Lloyd George de 1916.

La decisión de Asquith pilló a Churchill en una posición espantosamente expuesta. Al menos desde 1910 le había atraído la idea de la coalición («suspiraba por las coaliciones y extraños agrupamientos», en palabras de Asquith unos meses antes), pero ahora era probable que se convirtiera en una víctima de ello. Según su propio relato en The World Crisis (que no tiene sentido parlamentario completo), no le alertaron por completo hasta el lunes por la tarde, y no en Sutton Courtenay el domingo. Fue a la Cámara de los Comunes con la intención de ver al primer ministro y anunciar la composición de su nueva Junta del Almirantazgo en una declaración ministerial. De camino fue a ver a Lloyd George—una costumbre suya—y el primer ministro le dijo (quizá de forma exagerada) que era él quien había puesto una pistola en la cabeza de Asquith respecto a la coalición. Churchill, según sus propias palabras recordadas mucho más tarde, «dijo que él [Lloyd George] sabía que yo siempre había estado a favor de semejante Gobierno y había presionado en toda oportunidad posible, pero que ahora podría retrasarse hasta que mi Junta fuera reconstruida y estuviera en el poder en el Almirantazgo». Lloyd George dijo que era imposible aplazarlo. Entonces, cuando Churchill recorrió el corto pasillo y presentó formalmente su Junta a Asquith, éste le dijo: «No, esto no servirá. He decidido formar un Gobierno nacional». Asquith preguntó entonces a Churchill si entraría a formar parte del nuevo Gobierno o si preferiría una jefatura en Francia. Por primera vez, Churchill comprendió que estaba perdiendo el Almirantazgo.50

Para seguir el ritmo, todo según el relato de Churchill, Lloyd George entró entonces en la habitación y sugirió el Colonial Office para el Primer Lord desplazado. Antes de que ese tema pudiera siquiera empezar a ser resuelto, se recibió un mensaje que decía que, por razones operacionales de lo más urgentes, se requería a Churchill en el Almirantazgo. No se dudó que esto podía sugerir que por primera vez la Flota Alemana de Alta Mar se estaba mostrando en toda su potencia. Igualmente poca duda cabe de que Churchill captó la noticia, portentosa y emocionante a la vez, con la mayor prontitud. Le hizo ser como un hombre herido—él mismo iba a emplear el símil con un lustre diferente—que quería desesperadamente distraer su mente hacia un aspecto más elevado de la vida que antes había vivido. Tuvo una tarde espectacular enviando señales de mando sin un Primer Lord del Mar con el que tuviera siquiera que fingir aclararlas. Desde las 15:35 de la tarde, cuando la señal «la Gran Flota tiene que prepararse para salir al mar en seguida» llegó a Jellicoe, a las 20:10 de la tarde, cuando se envió al comandante en jefe un mensaje personal: «No es imposible que mañana sea El Día. Que le asista toda la buena fortuna»,51 Churchill pasó un tiempo maravilloso. Incluso consiguió, sin sentir dolor, en realidad, escribir al primer ministro en el transcurso de la misma tarde para aceptar su despido del Almirantazgo, pero diciendo que se alegraría de que le ofrecieran otro puesto en el nuevo Gobierno, siempre que fuera en «un departamento militar»; de lo contrario, preferiría «empleo en el campo».52

Probablemente incluía el Colonial Office (y la Secretaría de la India) dentro de la lista de «departamentos militares», pero ninguno de los dos deseos importaba, pues se trataba de dos de las oficinas semiperiféricas con que Asquith estaba imprudentemente decidido a apartar a los poco estimados conservadores. Bonar Law, que para el equilibrio del Gobierno habría tenido que ser ministro de Hacienda (en particular porque Lloyd George iba a crear un nuevo Ministerio de Armamento), en realidad ocupó el puesto de secretario de las Colonias y Austen Chamberlain el de secretario de la India. En cualquier caso, las posibilidades que tenía Churchill de que le ofrecieran las Colonias probablemente habrían sido descartadas por estas consideraciones entre partidos, pero aunque no hubiera sido así, no habría ayudado una carta notablemente dura que Alfred Emmott (el compañero de Churchill por Oldham en el Parlamento de 1900 y mucho más tarde miembro a corto plazo del Gabinete liberal) escribió a Asquith el jueves (20 de mayo): «Le imploro por el bien de los Dominions que no ponga a Churchill [en el Colonial Office] [...]. El efecto en los Dominions sería lamentable y posiblemente desastroso. No tiene ni temperamento ni modales para encajar en el puesto».53 Estas palabras fueron fuertemente apoyadas por una carta de W. M. R. Pringle, un parlamentario escocés gran partidario y favorito de Asquith, que describió la continuación de Churchill en el cargo como un «peligro público», añadiendo que ésta era la opinión de un considerable número de parlamentarios liberales.54 Así de grande era la impopularidad que Churchill había acumulado en sectores del Partido Liberal, así como en casi todo el Partido Conservador, salvo por F. E. Smith y quizá Arthur Balfour.

La entumecida calma de Churchill no duró mucho. La esperanza de una gran refriega naval que pudiera poner las maniobras del partido en su lugar insignificante desapareció efectivamente la mañana del martes 18 de mayo. Los barcos alemanes retrocedieron hacia el este y Churchill ya no pudo recurrir a su desafío inmediato como razón por la que debía permanecer en el cargo. Esto no significó que se quedara quieto. Durante los siguientes cuatro días, del martes al viernes, del 18 al 21 de mayo, escribió otras cinco cartas a Asquith, que señalaban entre ellas violentos cambios de humor. El 18 dijo que no rechazaría las Colonias, pero pedía que se le permitiera permanecer en el Almirantazgo «para completar mi trabajo». El 20 produjo lo que evidentemente esperaba fuera un nuevo y decisivo triunfo: «Me he enterado con gran sorpresa de que sir Arthur Wilson ayer informó a los lores de la Marina de que, si bien estaba dispuesto a servir como Primer Lord del Mar conmigo, no estaba dispuesto a hacerlo con nadie más. Es el mayor cumplido que jamás he recibido».55 Ese mismo día, Clementine Churchill se sumó a la lluvia de misivas con una carta al primer ministro cuyo objeto era buscar un aplazamiento de la sentencia pero cuya forma, lejos de asumir un tono suplicante, rayaba la insolencia. También contenía la famosa, por muy citada, frase: «Winston puede que a sus ojos & a los de aquellos con los que tiene que trabajar posea defectos, pero tiene la suprema cualidad que me atrevo a decir poseen muy pocos de sus presentes o futuros miembros del Gabinete: la fuerza, la imaginación, la letalidad de luchar contra los alemanes».56 Asquith la describió como «la carta de un maníaco»,57 cosa que no era. Era una sentida súplica que dio en el blanco.

El 24 de mayo, el propio Churchill envió una carta de seis (pequeñas) hojas en la que intentaba presentarse como indispensable para completar con éxito la empresa de los Dardanelos: «No es aferrarme al cargo o a este cargo en particular ni mi propio interés o progreso lo que me mueve. Me aferro a mi tarea & a mi deber. Me esfuerzo por hacer bien la formidable empresa en la que estamos metidos, & lo que sé—con Arthur Wilson—solo yo puedo desempeñarlo».58 Aquel día, también escribió una carta aún más larga de justificación y súplica a Bonar Law.

Aquel viernes, más tarde, probablemente hubo un cruce de otra carta desinflada de Churchill con una carta firme pero considerada de Asquith. «Tengo sus cartas—escribió el primer ministro—. Debe considerar decidido que no va usted a permanecer en el Almirantazgo [...]. Espero conservar sus servicios como miembro del nuevo Gabinete, estando, como estoy, sinceramente agradecido por el espléndido trabajo que ha hecho antes y desde la guerra».59 La carta desinflada de Churchill—el cambio de humor parece haber sido espontáneo, pues una carta posterior sugiere que no había visto la misiva definitiva de Asquith (en lo que se refería al Almirantazgo)—decía: «Lamento s. problemas, y lamento haber sido la causa de una situación q. ha permitido a otros ser desagradables con usted. Aceptaré cualquier cargo—el más bajo si usted quiere—que me ofrezca». Luego, una hora más o menos más tarde, cuando había visto la carta de Asquith, volvió a escribir: «De acuerdo, acepto su decisión. No miraré atrás».60 Asquith escribió de nuevo de inmediato para expresar «gratitud, pero sin sorpresa, [por] el espíritu en el que está escrita».61 Así llegó a su fin este notable intercambio de correspondencia.

El nuevo Gobierno no fue anunciado hasta el 26 de mayo, y el cargo que recibió Churchill estuvo muy a punto de ser (en el Gabinete) el más bajo, aunque llevaba consigo el consuelo de que seguiría siendo miembro del Consejo de la Guerra, o Comité de los Dardanelos, como fue conocido. Lo nombraron Canciller del Ducado de Lancaster, el arcaico cargo de sinecura de menor consideración, siendo los dos principales el de Lord Presidente del Consejo y el de Lord del Sello Real. Sus casi únicas obligaciones departamentales consistían en nombrar magistrados para el condado de Lancashire. Durante los cinco meses en que ocupó el cargo, no tuvo una sola ocasión de pronunciar un discurso en la Cámara de los Comunes. Pero al menos había conservado un puesto, aunque periférico y personalmente debilitado, desde el que seguir discutiendo la estrategia de los Dardanelos.