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En Oldham, en julio de 1899, Churchill ni se distinguió ni quedó en ridículo. Junto con su compañero (al que superaba ligeramente), participó en la pérdida de dos escaños antes ocupados por conservadores. Pero las elecciones llegaron cuando el Gobierno se hallaba en una marea menguante; los resultados no sorprendieron mucho a los líderes del partido, y el descenso electoral de cerca del 2 por 100 fue modesto para unas elecciones parciales en mitad de la legislatura.
¿Era Churchill un candidato eficaz? Durante la campaña él sin duda creía que sí. «Mi discurso anoche en el club provocó un gran entusiasmo—escribió a su madre el 25 de junio—, y no cabe duda de que si alguien puede ganar ese escaño soy yo».1 El domingo anterior a las elecciones escribió a Pamela Plowden, que se había resistido a sus esfuerzos por atraerla hasta Lancashire, y le dijo, aunque el resultado era dudoso: «Personalmente he causado muy buena impresión».2
La lista de candidatos era curiosa. En las elecciones generales de 1895, los dos tories elegidos y los dos liberales derrotados habían sido relativamente oscuros. Esto solo se debía a que Ascroft, que había encabezado las elecciones con unos buenos seiscientos votos más que su compañero conservador (Oswald QC) y que murió posteriormente, tenía la ventaja para la clase trabajadora (y Oldham era un distrito de clase trabajadora) de ser el muy solicitado abogado de la Sociedad Unificada de Hiladores de Algodón, el principal sindicato local. Esta relación fue en gran medida la causa de que el otro candidato junto con Churchill fuera James Mawdsley, el secretario general de ese sindicato en Lancashire. Al principio esto se consideró una estratagema brillante. El Manchester Evening News del 26 de junio opinó que Mr. Mawdsley «podría ser capaz de llevar [a Mr. Churchill] al Parlamento al igual que el difunto Mr. Ascroft llevó a Mr. Oswald».3 (Sin duda tenía peso para hacerlo. Era un hombre inmensamente gordo que falleció al cabo de un año a causa de las heridas causadas por haberse sentado en una bañera de porcelana y haberla roto.)
La nueva pareja conservadora recibió el apodo de «el vástago [de la aristocracia] y el socialista», lo cual se creía útil, aunque Churchill apenas tenía herencia alguna y Mawdsley era un socialista muy dudoso. La principal aportación de Mawdsley en el estrado al parecer fue una reiteración del mantra algo trillado de que ambos partidos eran hipócritas, pero que los liberales eran los peores. Además, en lugar de ser percibido como un espléndido portador de un extremo de la bandera de la democracia tory, la mayoría lo consideraba un traidor de clase. «Al final, sin embargo—como reflexionó Churchill con tristeza mucho después—, todos los sindicalistas liberales y radicales votaron a su partido, y nos quedamos con nuestros partidarios fuertes bastante trastornados por la aparición de un socialista malo en sus tribunas».4
El equipo liberal era más formidable. El mayor de los dos era Alfred Emmott, cuya familia formaba parte de la trama y la urdimbre de Oldham, ya que eran unos de los principales empresarios del algodón de la ciudad y él, a la edad de cuarenta años, ya había servido en el ayuntamiento durante dieciocho años y había sido alcalde. Prosiguió su carrera como parlamentario por Oldham durante doce años, sirviendo durante los últimos cinco como presidente de comités en la Cámara de los Comunes y luego como par, combinando esto de forma muy inusual con la entrada en el Gobierno por primera vez y la ocupación de dos secretarías parlamentarias sucesivas antes de ser ascendido durante un breve período a miembro del Gabinete en 1914-1915. Asquith, en una frívola carta de «puntuación como en un examen [de Cambridge]» escrita a finales de febrero del año siguiente, lo puso en los últimos puestos (con otros cuatro) en la lista de efectividad del Gabinete.
El segundo candidato estrella, aún más brillante (aunque iba a recibir igual trato en la «puntuación» de Asquith), era Walter Runciman, que a la sazón tenía veintinueve años. Procedía de una familia de armadores aún más rica que los Emmott, pero de Tyneside, y sin duda en parte por esta razón obtuvo doscientos votos menos que Emmott. A diferencia de Emmott, no conservó Oldham en las elecciones generales de 1900, pero, sostenido posteriormente por un número asombroso y extenso de otros distritos electorales, entró en el Gabinete el mismo día que Churchill en 1908, fue presidente de la Cámara de Comercio durante los dos primeros años de la Primera Guerra Mundial y, durante seis años, del Gobierno Nacional en los años treinta. Luego coronó su carrera creando un plan para la Checoslovaquia desmembrada que ayudó en gran medida a la rendición de Munich en 1938.
Cerniéndose como una amenazadora nube sobre los dos tories durante todas las dobles elecciones parciales estuvo un Proyecto de Ley del Diezmo Eclesiástico, que el Gobierno de Salisbury había introducido hacía poco. Se trataba de una pieza de favoritismo económico bastante grande para la Iglesia de Inglaterra, que beneficiaba directamente los ingresos del clero y las rentas de las escuelas de la Iglesia. Esto suscitó una vehemente oposición «no-conformista». De forma parecida a como el comunity charge noventa años más tarde se hizo conocido casi universalmente como el poll tax, también su nombre acabó siendo conocido por la poco amistosa denominación de Proyecto de Ley de Limosnas Religiosas. Churchill, en su relato retrospectivo, parece convencido de que éste era su verdadero nombre y se refería a él sin comillas ni explicación alguna.
Emmott y Runciman eran «no-conformistas». No se conoce con certeza la afiliación religiosa de Mawdsley, pero es improbable que fuera anglicano. De modo que el único miembro, aunque nominal, de la Iglesia de Inglaterra implicado en la competición era Churchill, y el peso de la controversia, por tanto, recayó en él. (Esto era un poco injusto, pues él era un miembro muy despegado, tanto en la práctica como en materia de fe. Su aforismo más famoso al respecto, pronunciado mucho más tarde, fue: «Apenas se me podía llamar pilar de la Iglesia, soy más bien como un contrafuerte, pues la refuerzo desde el exterior».) Excepcionalmente, decidió protegerse y repudió el proyecto de ley. Esto puede o no que le hiciera ganar un puñado de votos, pero sin duda provocó críticas por parte de Arthur Balfour, el príncipe de la corona del Partido Conservador que pronto heredaría y, posteriormente, del propio Churchill. Se dice que Balfour declaró: «Creía que era una joven promesa, pero al parecer es un joven con promesas». Y el posterior veredicto del propio Churchill fue: «Entre los vítores entusiastas de mis partidarios anuncié que, si volvía, no votaría a favor de la medida. Fue un error terrible. No sirve absolutamente de nada defender gobiernos o partidos a menos que defiendas lo peor por lo que son atacados».5
El último punto quizá fue una toma de posición exagerada, pero se dio el caso de que, cuando se hubieron contado los votos y se hubo puesto de manifiesto una diferencia de cerca del 7 por 100 de los votos entre Churchill y el segundo y derrotado liberal, él abandonó el distrito, tras haber hecho algunos buenos amigos entre los lugareños pero sin dejar rastro de gloria nacional: «Regresé a Londres con los sentimientos de desinflamiento de una botella de champán, o incluso de agua de soda, cuando se ha medio vaciado y se ha dejado descorchada toda la noche. Nadie fue a verme a mi regreso a la casa de mi madre».6 Sin embargo, recibió al menos una carta de Balfour, siempre educado (y en ocasiones amable) aunque fríamente crítico: «Espero que no se desanime por lo que ha ocurrido. Por muchas razones, éste era un momento muy impropicio para unas elecciones parciales [...]. No importa, todo saldrá bien; y este pequeño revés no tendrá efectos negativos permanentes en su fortuna política».7
A pesar de este placebo y de otras varias cartas amistosas de las altas esferas (Salisbury, Joseph Chamberlain, Cromer, el general Evelyn Wood), motivadas sin embargo menos por la pérdida de las elecciones parciales y más por The River War, que terminó a finales de julio, publicó a principios de noviembre y distribuyó generosamente, Churchill no tenía la sensación de haber ganado laurel alguno en Oldham en el que dormirse. No eran lo bastante sólidos y, en cualquier caso, él no era una persona que descansara. Necesitaba, en cambio, otro escenario donde actuar. Durante septiembre, la guerra en Sudáfrica se hizo inminente. Hasta 1886, cuando se descubrió oro en el Witwatersrand y Johannesburgo pasó a ser la ciudad minera más rica del mundo, existía un precario equilibrio entre los bóers y los británicos en Sudáfrica. Los británicos se encontraban sobre todo en Cape Province y Natal. Los bóers dominaban el Transvaal y la Colonia del río Orange, donde practicaban la agricultura en unas difíciles condiciones y vivían en apretadas colonias aisladas. La mayoría de las tribus nativas era poco tenida en cuenta por ambos bandos. La apertura del «Rand» alteró el equilibrio. La atracción que ejerció el oro produjo un flujo de británicos y de gente de otras nacionalidades al Transvaal. Los bóers, que controlaban el proceso político de la provincia y de la Colonia del río Orange, los trataban como «Uitlanders» (‘forasteros’) y les negaban el voto y otros derechos. Poco a poco la tensión fue creciendo. Ejemplo de ello fue la temeraria aventura del Jameson Raid en 1895 y el deseo de Cecil Rhodes de desarrollar un imperialismo británico en toda África, unida por un ferrocarril de Ciudad del Cabo a El Cairo, y el 12 de octubre (1899) condujo al estallido de la guerra entre los británicos y las dos repúblicas bóers, una guerra que resultó ser mucho más difícil y prolongada de lo que los británicos esperaban.
El 14 de octubre (el propio Churchill [My Early Life, p. 244] sitúa la fecha de embarque el 11 de octubre, pero es evidente por las cartas que escribió, incluida una «en el tren» hacia Southampton del 14 de octubre, que le traicionó la memoria), Churchill se embarcó en un barco de la Castle Line, camino de Ciudad del Cabo y el frente. No fue una reacción rápida y súbita. Churchill había realizado una gran tarea de anticipación y preparación. A mediados de septiembre, fortalecido por una oferta del Daily Mail, había llegado a un acuerdo periodístico notablemente favorable con el Morning Post. Iban a pagarle doscientas cincuenta libras al mes por un encargo de cuatro meses (el equivalente de un salario actual de ciento sesenta mil libras) más todos los gastos. Y a principios de octubre había conseguido que Chamberlain, el más dominante, recomendara a Alfred Milner, el más poderoso de los Altos Comisarios, al «hijo de mi antiguo amigo».
Cuando Churchill partió en el Dunottar Castle lo hizo en compañía de sir Redvers Buller, el recién nombrado comandante en jefe para la guerra, más personal y—destinado a Churchill—un buen cargamento de sesenta botellas de alcohol junto con una docena de zumo de lima Rose. Este revitalizador equipaje era interesante no tanto por su tamaño, que era modesto y coincidía con el hecho de que Churchill nunca bebió tanto, no enteramente para su desagrado, como indicaba su fama, cuanto por los precios que la factura revelaba. El vino tinto costaba dos chelines la botella, el oporto, tres chelines y seis peniques, el vermú, tres chelines y el whisky escocés, cuatro. Los únicos artículos ligeramente caros eran el champán añejo, que costaba nueve chelines la botella, y Very Old Eau de Vie a doce y seis peniques.8
La travesía no fue agradable. El hecho de que a Churchill le desagradara profundamente la vida en los transatlánticos de la época del cambio de siglo hace más impresionante su búsqueda constante de aventuras en lugares remotos. Se mareaba con frecuencia. También detestaba las limitaciones del barco. «Qué asunto tan odioso es un moderno viaje en barco», escribió en su primer artículo para el Morning Post. Sin embargo, el Dunottar Castle lo llevó a Ciudad del Cabo a finales del mes en que había comenzado la guerra. Ésta aún se encontraba a casi dos mil quinientos kilómetros de distancia. Fue en tren a East London y, luego, en otro barco (donde se mareó de nuevo) a Durban, adonde su ingenuidad (compartida por dos corresponsales más) le hizo llegar media semana antes que Buller y compañía, que avanzaban más despacio.
En el transcurso de la travesía había conseguido de lord Gerard—un rico bon vivant de edad madura pero aventurero que había encontrado la manera de pertenecer al personal del general Buller como edecán, pero que, de forma un poco confusa, también era coronel de los Húsares de Lancashire—, la promesa de un nombramiento y el ingreso en aquel regimiento voluntario.9 La ambigüedad de la posición de Churchill como corresponsal de un periódico y oficial en activo había sido una característica recurrente en sus anteriores aventuras marciales. No era algo exclusivo de Churchill. Lo mismo había ocurrido con lord Fincastle (poseedor de la Cruz de la Victoria) en la frontera noroccidental, y la posición del coronel Rhodes, corresponsal del Times en Sudán, no estaba completamente clara. Como en estas ocasiones anteriores, ello no implicó que Churchill no combatiera. De haberlo hecho no habría podido afirmar que había matado a cinco y quizá a siete derviches. Pero en Sudáfrica el asunto pronto adquirió una considerable importancia.
Desde Durban, Churchill recorrió ochenta kilómetros hacia el norte para llegar a Pietermaritzburg. Para entonces la posición británica en Natal, dejando aparte la perspectiva de éxito en la conquista de las repúblicas bóers de la Colonia del río Orange y el Transvaal, se estaba volviendo precaria. Casi todas las fuerzas británicas en Natal ya estaban bloqueadas en Ladysmith (otros ciento cincuenta kilómetros al norte), con la línea de ferrocarril cortada en Colenso junto al río Tugela. En Estcourt, que estaba tan al norte como los británicos podían llegar sin estorbos, Churchill se encontró con un conocido de la frontera noroccidental, el capitán (posteriormente general) Aylmer Haldane (primo del futuro Presidente de la Cámara de los Lores R. B. Haldane), que estaba a punto de ser enviado en un tren blindado, con un cañón naval y unas cuantas compañías reunidas con prisas para sondear las posibilidades de seguir avanzando. Churchill aceptó en seguida la oportunidad de acompañarlo. Como iba a escribir en My Early Life : «Nada parece más formidable e impresionante que un tren blindado; pero, en realidad, nada es más vulnerable e indefenso. Solo era necesario hacer volar un puente o una alcantarilla bajo una carretera para dejar parado al monstruo, lejos de casa y de toda ayuda, a merced del enemigo. Esta situación no parecía habérsele ocurrido a nuestro comandante».10 Las críticas de Churchill a este «monstruo» sin duda estaban justificadas, aunque se podría comentar que solo rivalizan en vulnerabilidad con los grandes buques de guerra, en cuyo costoso pedido, al cabo de poco más de una década, él tendría mucho que ver.
La vulnerabilidad del tren resultó más rápida y decisiva que la de los acorazados. Tras penetrar unos veintidós kilómetros avistaron a jinetes bóers en las colinas circundantes y decidieron retirarse a la base de Estcourt. Bajo fuego esporádico, el «monstruo», con un conductor civil ansioso por salir de la zona de combate, iba a unos buenos sesenta kilómetros por hora cuando de pronto descarriló. La locomotora, que estaba situada en el centro del convoy, se quedó en las vías, pero tres de los vagones blindados se salieron y bloquearon el camino.
Haldane organizó la respuesta al fuego contra los bóers que los rodeaban y bombardeaban fuertemente, mientras Churchill se dedicaba a hacer que sacaran los vagones de la vía. Ayudó a levantar la moral a los heridos leves y al conductor, ansioso por salir de allí, lo convenció de que volviera a coger los mandos y moviera la locomotora adelante y atrás tratando, con cierto éxito, de apartar los vagones a un lado. Esto permitió que la locomotora y la mitad del tren, que llevaba a los heridos, se pusieran en marcha y regresaran a Estcourt. Churchill permaneció en la pequeña batalla. De pronto se encontró a cuarenta metros del rifle de un jinete bóer.
Aquella mañana [era el 15 de noviembre de 1899] llevaba conmigo, a pesar de mi cargo de corresponsal, mi pistola máuser. Creí que podría matar a aquel hombre, y después del trato que había recibido deseaba ardientemente hacerlo. Me llevé la mano al cinturón, pero la pistola no estaba allí. Cuando estaba ocupado despejando la vía, subiendo y bajando de la locomotora, etc., se me había caído [...]. El bóer siguió mirándome, y creí que no tenía absolutamente ni una posibilidad de escapar; si disparaba me daría, sin duda alguna, así que levanté las manos y me rendí como prisionero de guerra.11
Lo mismo hizo la mitad del contingente. Los llevaron a Pretoria, donde Churchill, junto con otros oficiales, fue encarcelado en la State Model School, convertida en prisión de campo.
No cabía duda de que Churchill se había comportado con su valentía usual durante las dos horas aproximadamente que había durado el intento de hacer funcionar el tren de nuevo. La única persona que expresó alguna duda fue el propio Churchill. Citó, defendiéndose, al «gran Napoleón», quien dijo que «cuando uno está solo y desarmado, la rendición puede perdonarse». Sin embargo, había dos ambigüedades con respecto a su captura. La primera estaba relacionada con la identidad del francotirador bóer que lo tenía tan firmemente en su punto de mira y al que habría matado de no haber extraviado su pistola. Como consecuencia de un encuentro casual en Londres tres años más tarde, Churchill llegó a creer firmemente que se trataba del propio general Louis Botha. Botha pasó de ser primer ministro del Transvaal a serlo de la nueva Unión de Sudáfrica en 1910 y se convirtió en la figura clave para mantener ese país leal a la causa británica en 1914 y derrotar a las fuerzas alemanas en el suroeste de África al año siguiente. La idea de que podían haberse encontrado en un combate cuerpo a cuerpo y que uno de los dos podría haber matado al otro ocupó, por tanto, un lugar destacado en la mente teatral y romántica de Churchill. Sin embargo, parece ser un producto sin fundamento de su imaginación. Ni siquiera Randolph Churchill, en el primer volumen de la monumental biografía oficial, pudo sostenerlo. Él creía que la explicación más probable era que Botha, que en aquella etapa no sabía hablar inglés con fluidez, había sido malinterpretado por Churchill. Botha había querido decir que se hallaba al mando general de la zona en la que se había producido el incidente del tren blindado, no que era un jinete solitario.
La segunda ambigüedad era a partir de qué argumento podía Churchill declararse no combatiente, inmune a la captura o con derecho a una liberación inmediata si, por casualidad, le sobrevenía este destino. Sin embargo, insistió en ello con considerable inverosimilitud y gran persistencia. Presentó peticiones para su liberación como no combatiente el 18 de noviembre, el 26 de noviembre («Me he atenido constantemente a mi papel de corresponsal de prensa, sin tomar parte en la defensa del tren blindado y estando desarmado») y el 8 de diciembre.12 Sin embargo, estaba dispuesto a jugar a dos bandas y, el 30 de noviembre, escribió al ayudante del general responsable del aparato administrativo en el Ministerio de Guerra para pedir que lo clasificaran como «oficial militar», porque habían corrido rumores de un intercambio de prisioneros combatientes y él creía que, de otro modo, podía «quedarse sin el pan y sin la torta». Su apelación a los bóers del 8 de diciembre contenía un importante punto nuevo: «Si me liberan, doy mi palabra de no servir contra las fuerzas republicanas ni dar información alguna que afecte a la situación militar».13
Al principio, el comandante en jefe bóer pareció estar firmemente en contra de su liberación. El 19 de noviembre, el general Jouber telegrafió desde Ladysmith a Pretoria: «Recomiendo encarecidamente que se le vigile como a alguien peligroso para nuestra guerra; de lo contrario, aún puede causarnos mucho daño. En una palabra, no debe ser liberado durante la guerra. Gracias a su participación activa una sección del tren blindado logró marcharse».14 Al cabo de un par de semanas, sin embargo, Joubert cambió de opinión y el 12 de diciembre, sin duda influido por la petición de Churchill dando su palabra de honor, escribió: «Si acepto su palabra, mis objeciones a su liberación cesan. En vista de que se le prometió libertad bajo palabra y que él ha sugerido marcharse de África para regresar a Europa, donde informaría y solo diría la verdad de sus experiencias—y si el Gobierno lo acepta y él lo cumple—, entonces no tengo objeciones a que sea puesto en libertad, sin que aceptemos a nadie a cambio [...]. P.D.: ¿Dirá la verdad? También será como los demás».15 (Las impropiedades del estilo y los puntos confusos de esta carta pueden atribuirse a que se trata de una traducción del afrikaans en que fue escrita.)
Antes de que el cambio de opinión de Joubert fuera puesto en práctica, Churchill había saltado la valla de la State Model School con la intención de efectuar el viaje de cuatrocientos cincuenta kilómetros hasta territorio portugués en Lourenço Marques. Solo e incapaz de hablar afrikaans o kaffir, aunque fortalecido por la sorprendentemente elevada suma de setenta y cinco libras en efectivo (el equivalente a 3.750 de la actualidad), fue una empresa muy peligrosa. Sin embargo, no lo habría sido menos emprenderla con dos compañeros, el capitán Haldane y un tercer hombre, al que a veces se alude como teniente y a veces como sargento Brockie en relatos contemporáneos. Éste era el plan hasta el momento de la huida. Brockie en realidad era un brigada de la Caballería Ligera Imperial que logró pasarse a los bóers como oficial, y así estaba en la State Model School y no con los otros rangos tras alambre de púas en un hipódromo de Pretoria a dos kilómetros de distancia. Los dos compañeros probablemente le habrían proporcionado más protección contra la soledad que seguridad ante una captura, aunque la capacidad de Brockie de hablar holandés y kaffir habría podido ayudar.
La esencia del peligro radicaba, sin embargo, en la presencia de Winston Churchill, ya fuera solo o acompañado. Su capacidad para atraer publicidad garantizaba que la huida sería conocida de inmediato por el alto mando del Gobierno bóer y que se realizarían los mayores esfuerzos para garantizar su captura. Por esta razón, Haldane y Brockie al principio se resistían a incluirlo en el grupo. También es posible que estuvieran influidos por un plan enormemente temerario y grandioso que él y unos cuantos oficiales de menor categoría habían estado planeando y al que dedicó cinco páginas completas de My Early Life. No se limitarían a saltar la valla y marcharse. Reducirían a los treinta guardias de policía, bastante soñolientos, les cogerían las armas, correrían al hipódromo, harían lo mismo allí, liberarían a los dos mil prisioneros británicos de otros rangos y, con esta considerable fuerza, tomarían toda la ciudad, encarcelarían al Gobierno de Kruger y resistirían durante semanas o meses, quizá el tiempo suficiente para poner fin a la guerra. Este optimista plan fue mantenido en secreto celosamente por los oficiales británicos de mayor categoría de la State Model School.
La solitaria huida de Churchill suscitó una controversia constante y enmarañada, pero en gran medida subterránea. Churchill quebrantó el punto primero de la libertad bajo palabra: sin duda se ofreció voluntario para realizar empresas (sobre todo en su carta del 8 de diciembre al Gobierno bóer) que posteriormente no llevó a cabo. Sirvió contra las fuerzas republicanas otros siete meses hasta que por fin se marchó de Sudáfrica el 7 de julio de 1900 y dio toda la información que poseía, militar y de otra índole, a sir Redvers Buller sobre la situación en el Transvaal.16 Sin embargo, su oferta de libertad bajo palabra no había sido aceptada. No le habían liberado, aunque podían haberlo hecho. Había escapado. Además, como oficial militar, habría estado quebrantando las reglas si hubiera dado su palabra. Su deber era tratar de escapar y, si lo lograba, estar disponible para otro servicio. Esto condujo de nuevo a la persistente ambigüedad acerca de su posición, que estaba demasiado dispuesto a fomentar, jugando una carta o la otra en función de lo que lo beneficiara más a corto plazo. Detestaba ser prisionero, aunque fuera solo veinticuatro horas. El capítulo autobiográfico lo tituló «Odiosa resistencia». Estaba decidido a salir lo antes posible. Su impaciencia, su egotismo y su convicción de que tenía que proseguir su búsqueda de la fama todos los días de lo que creía sería su corta vida, todo ello se combinó para darle la sensación de poseer prácticamente un derecho divino a la libertad inmediata.
Tampoco se puede sostener que su ambigüedad respecto a la libertad bajo palabra perjudicara mucho sus futuras relaciones con los líderes bóers de lo que se convirtió en la Unión Sudafricana. Botha, que probablemente estuvo al menos indirectamente a cargo de su captura, llegó a ser un buen amigo suyo. Y Smuts, a la sazón un joven general bóer, que posteriormente llegó a ser su primer ministro favorito del dominion, y casi su consejero favorito en toda clase de materias, se limitó a telegrafiar lacónicamente el 16 de diciembre (1899): «¿Qué hay de verdad en el rumor de que Churchill ha escapado pero ha sido capturado de nuevo?».17 Joubert, el comandante de las fuerzas bóers, adoptó, al menos temporalmente, una actitud más rencorosa: «Me pregunto si no estaría bien hacer pública la correspondencia acerca de la liberación de Churchill para mostrar al mundo qué canalla es».18
El segundo punto, más delicado y que duró mucho tiempo, fue si Churchill se comportó mal al irse solo. Ésta era la opinión que tenían, de forma fluctuante si no obsesiva, Haldane, Brockie (muerto en un accidente minero en Rand al cabo de unos años), el teniente Frederick le Mesurier del regimiento de Fusileros de Dublín, que logró escapar con Haldane y Brockie tres meses más tarde (resultó muerto en 1915 en Ypres), y el teniente Thomas Frankland del mismo regimiento, que también fue muerto el mismo año en Gallipoli y estuvo íntimamente vinculado a las huidas de diciembre y de marzo.
La opinión de Haldane fue con mucho la más tenaz, en parte porque vivió mucho más, hasta 1950, y para ilustrar las fluctuaciones de la queja envió a Churchill un ejemplar de sus memorias de 1948 con una cálida dedicatoria. (Frankland había hecho lo mismo, aunque con un libro menos solipsista, antes de que Churchill se casara en 1908.) La esencia de la queja del general Haldane (cargo al que había ascendido) era que Churchill, cuando efectuó su huida unilateral, había dejado plantados a los otros dos y había hecho imposible su huida inmediata, y que lo había hecho sin consultarles. Desmintió la afirmación de Churchill según la cual había obtenido la aprobación de Brockie para su acción y que se había llevado a Brockie consigo. Lo que no parece discutirse es que la huida había sido planeada para la noche anterior, pero que se había retrasado, al parecer tras acordarlo los tres, hasta la siguiente noche (12 de diciembre) porque la disposición de los guardias no era propicia. Una vez más, las circunstancias no parecían las adecuadas y Haldane y Brockie fueron a cenar apresuradamente, con la intención de volver a intentarlo más tarde, aquella misma noche. Entonces Churchill perdió la paciencia y se dirigió a la valla solo. Existe cierta confusión respecto a si era consciente de que el segundo aplazamiento era para unas horas más tarde aquella noche; probablemente sí, pues declaró que había esperado a los otros, con considerable peligro de ser prendido, durante una hora y media o dos al otro lado de la valla. Esta espera (fuera cual fuese su duración exacta) la corrobora el hecho de que Haldane registró una conversación con él a través de la valla, durante la cual ofreció a Churchill su brújula y un poco de chocolate. Lo que también es confuso es por qué Haldane y Brockie supusieron que el hecho de que Churchill hubiera saltado la valla impedía que ellos lo siguieran; no se había dado la voz de alarma.
Hasta ahora no parece haber más conflicto que el que sería natural entre dos testigos sinceros, de diferente temperamento, al describir un accidente de coche que han visto desde lados opuestos de la calle, en particular si lo recordaban tras un largo intervalo. La queja de Haldane era presentada claramente en un extenso memorándum (de seis mil palabras) que fue redactado en 1924 y luego ampliado en 1935. (Este, al menos a primera vista, perjudicial documento está publicado completo en la segunda parte del Companion Volume del primer volumen de la biografía oficial [pp. 1.099-1.115]. Como Randolph Churchill aún estaba al mando en esta etapa, un año más o menos antes de su muerte y solo aproximadamente el mismo tiempo tras la de Winston Churchill, fue un ejemplo de justicia que excedía la llamada del deber.) Esta inversión del tema, una vez al cabo de veinticinco años y de nuevo después de treinta y seis, puede señalar una obsesión y contradecir su propia afirmación (en el memorándum) de que: «Decidí que cuanto menos se dijera, mejor, lo cual es la política que he seguido sin cesar en este asunto». Por otra parte, Haldane nunca quiso publicar el memorándum, ni siquiera en sus propias memorias. Cuando murió, lo depositó, junto con el resto de sus diarios, en la Biblioteca Nacional de Irlanda, donde puede consultarse, aunque nunca se ha intentado hacerlo público. La esencia de sus críticas era como sigue:
[1] Debo admitir que me sorprendió y disgustó descubrir que me habían dejado en la estacada, pues Churchill había huido con el plan que yo había urdido con tanto esmero, o lo que sabía de él, y simplemente me había quitado el pan de la boca.
[2] [...] la verdad era que en Pretoria yo pensaba en tres individuos y él en uno solamente: él [...].
[3] Si Churchill hubiera poseído el valor moral de admitir que, con la excitación del momento, vio la ocasión de escapar y no pudo resistir la tentación de aprovecharla, sin darse cuenta de que pondría en peligro la huida de sus compañeros, todo habría estado bien [...]. Pero no iba a ser así, y el paso en falso, una vez dado, hizo difícil la retirada, si es que pensó en ella, mil veces más difícil, hasta que, a medida que pasaba el tiempo, se hizo imposible; lo que habría sido pasado por alto en la espontánea admisión de un joven impetuoso de veinticinco años, habría sido condenado en el hombre de más edad.19
Como atenuante del hecho de que Haldane se pasara casi medio siglo tratando de mantener vivo el tema, al menos en su mente, se puede decir que estuvo sometido a sucesivas oleadas de provocación a medida que Churchill seguía publicando relatos de estos distantes sucesos con los que Haldane no estaba de acuerdo. Casi inmediatamente después de los hechos descritos, Churchill tenía sus dos crónicas sudafricanas en las librerías. London to Ladysmith via Pretoria salió en mayo y se vendieron catorce mil ejemplares. Le siguió en octubre Ian Hamilton’s March, del que se vendieron ocho mil ejemplares. Luego, casi una generación más tarde, a finales de 1923 y principios de 1924 publicó dos artículos en el Strand Magazine en los que narraba su huida. Estos artículos sin duda incitaron a Haldane a dar su versión (en privado) en 1924. Churchill publicó su muy alabada obra My Early Life, que tuvo mucho éxito, en la que no menos de diez capítulos (de un total de veintinueve) estaban dedicados a Sudáfrica, y cuatro de ellos específicamente a su captura y huida. Aunque Haldane tardó cinco años en reaccionar ante ello, la ampliación que llevó a cabo en 1935 de su largo documento de 1924 puede considerarse una manera de remover las brasas, pero hay que decir en defensa de Haldane que la otra parte implicada en el asunto no había dejado reposar estas brasas.
Hubo otro incidente anterior en las relaciones entre Churchill y Haldane que pudo dejar un desagradable recuerdo en la mente de Haldane. En 1912, Churchill creía que había sido difamado en el Blackwood’s Magazine con respecto a la cuestión de si había incumplido su palabra. Pasó a la acción y su amigo íntimo F. E. Smith, posteriormente lord Birkenhead, no precisamente el más amable de los abogados, lo representó. Querían que Haldane, a la sazón general de brigada destinado en Kent, prestara declaración a favor de Churchill. Haldane no accedió, aunque se mantuvo igualmente firme en que no iría a declarar contra él. Se desató una gran campaña para conseguir convencerlo: un requerimiento del Almirantazgo para ir a ver al Primer Lord, que era el cargo que detentaba Churchill, y presiones para que se reuniera con Smith y prepararan la declaración. Haldane emprendió una acción evasiva eficaz, pero encontró desagradable el ruidoso método circense. Le recordó una ocasión en que Churchill, al tratar de que lo aceptaran en el grupo de fugitivos formado por Haldane y Brockie, había intentado sin éxito atraer a Haldane con la promesa de una gloriosa publicidad: «Me puso delante el cebo de que él se ocuparía de que, si teníamos éxito, mi nombre no quedara oculto. En otras palabras, compartiría “la llamarada del triunfo” que, según el relato de su huida que hizo en el Strand Magazine, disfrutaría al llegar a Durban. Pero la publicidad nunca me ha atraído».20
La última frase sin duda era sinceramente modesta, pero también revelaba el franco desagrado del soldado por la publicidad que siempre aguardaba a Churchill y, tal vez, también un toque de fuertes celos. La implicación en una huida, aunque las partes permanezcan juntas con éxito en lugar de separarse, no es en modo alguno una fórmula para seguir siendo amigos. El asunto Haldane arrojó una desagradable sombra sobre el encanto, por lo demás gratificante, de la huida de Churchill. Pero no existen pruebas claras de que Churchill fuera culpable de algo más que de un egotismo impetuoso, acompañado por un temerario valor. Estos tres atributos siempre formaron parte de su personaje cuando era joven. Al igual que la suerte, y disfrutó de mucha en su solitario viaje del campo de prisioneros hasta Lourenço Marques.
Primero caminó por la ciudad casi un kilómetro hasta que tropezó con una vía de ferrocarril. Churchill vestía un traje marrón y un sombrero flexible, y esperaba que si caminaba con confianza nadie le diría nada. Su audacia le salió bien. Luego, caminó durante dos horas junto a la vía hasta que llegó a una estación de ferrocarril, que podría haber sido Eerste Fabriekan, la primera de las trece que, con intervalos muy variados, estaban diseminadas por la ruta hasta el océano Índico. Su plan consistía en saltar a un tren un poco lejos de la estación justo antes de que cogiera velocidad. Lo consiguió con dificultad, pues, en parte a causa de su hombro dislocado, no era particularmente ágil. Era un tren de mercancías que llevaba principalmente bolsas de carbón vacías a una zona de minas de carbón. Entre ellas disfrutó de un cómodo, aunque sucio, sueño durante unas horas. Sin embargo, estaba despierto para abandonar el tren mucho antes del amanecer. Esto de nuevo presentaba cierta dificultad. Saltó a una zanja y tuvo la suerte de no sufrir ningún daño que lo incapacitara. Se hallaba entonces cerca de Witbank, la tercera de las estaciones y el centro de un distrito minero. Había recorrido unos ciento treinta kilómetros y le quedaban unos trescientos veinte por recorrer.
Durante todo el día siguiente, en el verano sudafricano, vagó por el lugar, nervioso por si lo descubrían, sin mucho sustento ni plan alguno. Luego, a la 1:30 de la madrugada de la segunda noche, llegó a una mina de carbón con una considerable cantidad de edificios. Decidió, sobre todo porque no tenía alternativa, arriesgarse a pedir ayuda. Quizá encontraría a alguien que, por simpatía o por avaricia (estaba más que dispuesto a desembolsar sus setenta y cinco libras), no lo entregaría a las autoridades bóers sino que lo ayudaría en su viaje. Llamó a la puerta. Tuvo mucha suerte, casi milagrosa. El hombre que, adormilado, respondió era un director de minas inglés llamado John Howard. Una vez Howard hubo escuchado la explicación de Churchill, original y nada convincente, de su presencia allí y conoció su verdadera identidad y propósito, lo hizo entrar y le dio de comer, e incluso le proporcionó whisky y puros; luego, fue a buscar a un colega, Dan Dewsnap, para que lo bajara al pozo de la mina, donde permaneció, acompañado por una tropa de ratas pero bien provisto de comida, durante varios días hasta que la excitación y los intensos registros ocasionados por el descubrimiento de su huida parecieron calmarse.21 Al final, una semana después de su huida, con la ayuda de Howard y de su amigo, subió a un camión de balas de lana en el que iba a ser transportado hasta un tren de carga que se dirigía a la bahía Delagoa. Calculaban que el viaje duraría dieciséis horas, pero en realidad duró casi cuatro veces más, con muchas horas de espera que culminaron en una última noche de agonía (aunque consiguió dormir casi todo el tiempo) en la estación fronteriza de Komati Poort, pero en el lado equivocado de la frontera. Por fin, el tren cruzó traqueteando la frontera y en Ressana Garcia vio en el andén, a través de una rendija, casi como si fueran un coro de ángeles que le daban la bienvenida, los primorosos uniformes de los oficiales portugueses.
Así es como contaba la historia Churchill en My Early Life, publicada treinta años más tarde, aunque parece, por las investigaciones realizadas en la década de 1990 por su nieta, Celia Sandys, y publicadas en su obra Churchill: Wanted Dead or Alive, que dependió no solo de su suerte y de su propio valor sino también de la actuación de Charles Burnham, un tendero y comerciante local cuyas mercancías ofrecieron protección a Churchill. Burnham decidió que debía ir con él en el tren y, en diversos puntos de parada, cuando Churchill creía que dependía por completo de la suerte, en realidad dependía de pequeños sobornos dispensados juiciosamente por Burnham para evitar mayores complicaciones.22 Sin embargo, lo que no es novedoso ni se discute es que, una vez a salvo en Lourenço Marques, Churchill despertó con cierta dificultad al cónsul británico y, tras demostrar su identidad, fue de nuevo bien recibido. Aquella misma noche se halló en un barco camino de Durban, adonde llegó el 23 de diciembre.
Recibió una sonada bienvenida y de inmediato se encontró con que era una figura de fama mundial. «La llamarada del triunfo» de la que, si las explicaciones de Haldane son exactas, había ofrecido una participación a éste, no fue ninguna exageración. Pronunció un discurso ante una gran multitud frente al ayuntamiento y recibió «fajos de telegramas» de todas partes del mundo antes de partir, aquella noche, para cenar y dormir con el gobernador de Natal en Pietermaritzburg. Al día siguiente ingresó en el ejército del general Buller. Buller lo admiraba, aunque ese sentimiento no era del todo recíproco, a pesar de la Cruz de la Victoria del general, que había ganado muchos años antes. Churchill decía que Buller había declarado: «Ha hecho muy bien. ¿Podemos hacer algo por usted?».23 Lo que hizo fue dar a Churchill un cargo de teniente en la Caballería Ligera Sudafricana, sin pedirle que dejara de informar para el Morning Post, a pesar del hecho de que esta duplicidad de funciones había sido prohibida por el Ministerio de Guerra. Roberts y Kitchener, que llegaron a Sudáfrica en marzo, el primero como comandante en jefe y el último como su jefe de Estado Mayor, no tenían una opinión tan entusiasta de Churchill. Bobs, el gran mariscal de campo, se mostró muy frío. Su tarea consistía en resarcir el daño de las tres derrotas británicas de la «semana negra» de diciembre de 1899 (del general Gatacre en Stormberg, del general lord Methuen en Magersfontein y del general Buller en Colenso).
Churchill se quedó en Sudáfrica otros seis meses hasta que Pretoria fue ocupada y la guerra, en su opinión, se hubo ganado. Se dedicó, y siempre con valentía, a numerosas acciones, en Spion Kop, en Hussar Hill, en Potgieter’s Ferry y en Diamond Hill. Se halló entre los primeros que entraron en Ladysmith y Pretoria. No obstante, es difícil no ver gran parte de este período posterior a su huida como algo parecido al cambio de escena de una espectacular comedia musical, con un gran escenario y los personajes saliendo por todos lados pero con Churchill siempre en el centro. A finales de enero (1900) apareció lady Randolph, acompañada desde Ciudad del Cabo hasta Durban por su hijo menor, Jack, y más o menos al mando de un buque hospital llamado Maine, para el que se habían recaudado cuarenta mil libras de dinero angloamericano. Lamentablemente, uno de sus primeros pacientes fue Jack, que resultó herido levemente el 12 de febrero y necesitó cuidados durante un mes. Winston Churchill quedó defraudado al ver que Pamela Plowden no formaba parte del grupo. «Oh, ¿por qué no viniste como secretaria?», le escribió el 28 de enero.24 El 6 de enero había escrito a su madre hablándole de ella (lady Randolph y miss Plowden eran amigas bastante íntimas y quizá las dos trataban la exuberancia de Churchill un poco con la misma mezcla de admiración y despego): «Pienso mucho en Pamela; me quiere mucho»,25 lo que quizá trasluce cierta complacencia en sus relaciones con miss Plowden. Ella se casó con lord Lytton al cabo de dos años.
Lady Randolph estaba a la sazón mucho más concentrada en el matrimonio que miss Plowden. A mediados de marzo, ella y su barco zarparon rumbo a Inglaterra con una carga de heridos. Muy poco después de su regreso se casó con George Cornwallis-West, que solo tenía unas semanas más que Winston Churchill. La unión, que, de un modo tambaleante, duró trece años, no mejoró mucho su posición general.
Entretanto, el musical seguía su curso en Sudáfrica. Entre las actuaciones de Churchill hubo un paseo en bicicleta por el centro de Johannesburgo, vestido de civil, mientras la ciudad se hallaba aún bajo ocupación bóer, aunque algo débil. Con esta imprudente expedición envió un importante mensaje a Roberts, que como consecuencia de ello se ablandó con él. También ayudó a Roberts reduciendo su absurda confusión de duques en el personal de su oficina central. Esto personalizó la frase de Gondoliers, de W. S. Gilbert, de once años atrás: «Los duques iban de tres en tres». Había allí, en verdad, tres de ellos: Norfolk, Marlborough y Westminster. Churchill consiguió liberarle de los dos últimos durante la mayor parte del tiempo. Lo acompañaron de forma alterna en sus diversas expediciones, como harían los secretarios particulares de Downing Street cuarenta años más tarde. «Entra Churchill acompañado por dos duques» habría podido ser la orden apropiada de un director teatral. Cuando entró en Pretoria y visitó el lugar donde había estado encarcelado iba acompañado por Marlborough. Cuando viajaba a Ciudad del Cabo de regreso a casa, estaba desayunando en el tren con Westminster cuando hubo una pequeña emboscada (al parecer, éstos eran los entretenimientos al viajar en tiempos de guerra). Churchill, fiel como nunca a su posición de no combatiente, disparó sus últimas balas contra los bóers. Es improbable que le diera a alguno.
En estos últimos meses, sin embargo, fue casi tan combativo con las palabras como con las balas, pero en lo que fue interpretado por muchos como un posicionamiento a favor y no en contra de los bóers. Desde Durban había telegrafiado un artículo al Morning Post en enero: «Si se repasa la situación completa, es una necedad no reconocer que estamos luchando con un enemigo formidable y terrible. Las grandes cualidades de los ciudadanos aumentan su eficacia [...]. Debemos afrontar los hechos. El bóer, si actúa en un terreno adecuado, equivale a entre tres y cinco soldados regulares». Y agravó el pecado, a los ojos de algunos, al instar en marzo a que se siguiera «una generosa política de perdón» incluso con los bóers de Natal, que se habían rebelado en lugar de declarar la guerra. «La paz y la felicidad solo pueden llegar a Sudáfrica a través de la fusión y la concordia de las razas holandesa y británica, que deben vivir para siempre codo con codo bajo la supremacía de Gran Bretaña».26 Incluso con la última frase, este ejemplo temprano de su método de «magnanimidad en la victoria» provocó una tormenta de críticas.
Cuando llegó a Ciudad del Cabo tras el viaje en tren interrumpido, se detuvo solo para dar a sir Alfred Milner, el experimentado y normalmente seguro de sí mismo alto comisario, el beneficio de sus opiniones, así como para disfrutar de un día de caza del chacal con él y el duque de Westminster, antes de zarpar hacia su casa en el Dunottar Castle, por casualidad el mismo barco que lo había llevado más de siete meses antes. Como joven con prisas sin duda no había sido perezoso durante aquellos meses. Su valentía, su descaro, su impacto, todo había sido notable. A los veinticinco años de edad había adquirido algo parecido a la fama mundial. En el futuro, todo lo que hiciera o dijera iba a llamar la atención, aunque no se estuviera de acuerdo con él o no suscitara admiración.