A principios de noviembre de 1924, las perspectivas de Churchill parecían mucho mejores que durante los dos años anteriores. Se hallaba de nuevo a salvo en la Cámara de los Comunes y formaba parte efectiva de una falange conservadora de 419 parlamentarios, aunque le atribuyeron poco mérito en la obtención de su sólida mayoría. Es indudable que Churchill esperaba recibir un cargo importante. No obstante, se quedó atónito con la oferta que Baldwin le hizo el 5 de noviembre. Su comentario de que «ha hecho por mí más de lo que jamás hizo Lloyd George»1 era exactamente apropiado. Lloyd George le había defraudado en 1921 al no ofrecerle el Ministerio de Hacienda. Baldwin, en 1924, más que cumplió sus expectativas al ofrecerle este alto cargo, a menudo pero no invariablemente el segundo puesto en un Gobierno.
Hubo un elemento de suerte en ello. El Tesoro había sido ofrecido primero a Neville Chamberlain, que declinó la oferta y prefirió el rutinario Ministerio de Sanidad, con sus entonces más amplias responsabilidades (vivienda, gobierno local y la ley de pobres, así como la propia «sanidad») y que invitaba a las reformas. Churchill fue el siguiente al que llamó, y Baldwin ilustró espléndidamente su propensión a realizar «saltos en la oscuridad», que Birkenhead le había atribuido unos años antes, ofreciéndole el gran puesto. («Da un salto en la oscuridad, mira alrededor y da otro» fue la valoración, en modo alguno favorable, que de Baldwin hizo el entonces ministro de Hacienda.) La historia según la cual, cuando Baldwin mencionó el cargo de ministro («Chancellorship»), Churchill creyó que se refería al ducado de Lancaster, es falsa, pero, como muchos apócrifos, no estaba completamente exenta de cierta conexión con la realidad. Además, habría sido muy poco diplomático por parte de Baldwin ofrecerle a Churchill volver al puesto en el que había sido singularmente infeliz en 1915; y Baldwin raramente carecía de sensibilidad personal. Lo que ocurrió fue que, cuando Churchill, con la cabeza inesperadamente alta, dejó a Baldwin, al que había visto no en Downing Street sino en la oficina central de los conservadores, cruzó el despacho de su partidario sir Stanley Jackson, quien, cuando oyó la palabra «ministro» («Chancellor»), supuso que debía de ser del ducado. No se había dado cuenta de cuán alto había volado el pájaro al que él (al menos como conservador) había ayudado a empollar.
Para Churchill fue, por tanto, un nombramiento sorprendente, afortunado y conseguido solo marginalmente. Habría cabido esperar que todo esto tuviera dos consecuencias. Una era un sentimiento de gratitud hacia Baldwin, y, aunque de una forma cada vez menos sentida, como era inevitable, en realidad fue muy vivo durante varios años. El otro—en la mayoría de las personas—habría sido un respeto por los dioses del hogar de su nuevo partido y prudencia al imponerse en un nuevo campo de autoridad ministerial del que sabía poco.
Un ejemplo del talante descarado de Churchill fue que no demostró semejante respeto o prudencia. Asumió la autoridad del Tesoro dentro del Gobierno como si tuviera la experiencia en Hacienda de Gladstone, Disraeli, Lloyd George y Bonar Law juntos, y se comportó con sus colegas como si poseyera las credenciales conservadoras más irrefutables. En ocasiones exageraba su confianza en sí mismo, como cuando, al tener que presidir un comité del Gabinete durante la Huelga General, empezó asegurando a los otros dos miembros principales, el ministro de Interior (Joynson-Hicks) y el ministro de Guerra (Worthington-Evans): «He hecho el trabajo de usted durante dieciocho meses, Jix, y el de usted dos años, Worthy, así que será mejor que exponga mi plan».2 Su experiencia general de Gobierno no tenía rival en aquella Administración salvo Balfour, que no entró hasta abril de 1925 y que en cualquier caso estaba empezando a fallar, y Austen Chamberlain, que se hizo remoto como ministro del Foreign Office; pero la experiencia de Churchill había sido adquirida en el seno de los oponentes al Gobierno conservador.
Esto no le hizo vacilar ni un momento. La impresión abrumadora que producen los documentos de sus primeros meses en el Tesoro es la de la explosiva liberación de un gran depósito de energía y el vertido de un torrente de memorándum y cartas que, ya fueran internos del departamento o dirigidos al primer ministro o a otros colegas, llevaban su inconfundible sello personal. La mayor parte de estas comunicaciones en el seno de un Gobierno están escritas en un estilo de prosa llana que a veces se llama «de funcionarios». Esto es un poco injusto, pues los funcionarios, a los que se pide que redacten con prisas, desconocen en su mayoría qué estilo adoptarían sus ministros en el improbable caso de que intentaran redactar ellos mismos estos documentos. Por lo tanto, se surcan las aguas cerca de una costa segura, sin cabos ni arrecifes. Churchill, por el contrario, redactaba sus documentos y mostraba una notable capacidad para dictar (pues había adquirido esta costumbre) resonantes aforismos que ni siquiera el funcionario más literario y seguro de sí mismo se habría atrevido a componer en su nombre.
Así, cuando el 28 de noviembre de 1924 expresó sus opiniones sobre los impuestos directos en una carta de nueve páginas en la que abogaba por exoneraciones en el medio y el extremo inferior que dirigió a sir Richard Hopkins, a la sazón presidente de la Junta de Hacienda y posteriormente secretario permanente del Tesoro, arguyó un poco oscuramente y sin duda idiosincrásicamente:
Cuando la marea de los impuestos retrocede, deja a los millonarios atascados en los picos de los impuestos a los que la inundación ha llevado [...]. Al igual que hemos visto al millonario abandonado cerca de la señal del agua arriba y al supercontribuyente corriente apartarse alegremente de él, también a su vez toda la clase de supercontribuyente será abandonada en la playa cuando la gran masa de contribuyentes se sumerja en las refrescantes aguas del mar. El carácter armonioso y natural del proceso es agradable y placentero en el último extremo.3
El 1 de diciembre escribió al ministro del Foreign Office para decirle que proponía pedir el pago de la deuda de guerra francesa e italiana pendientes, que «significará una preocupación para usted, embajadores ceñudos en lugar de sonrientes, etc.».4 Al día siguiente escribió una nota al secretario del Gabinete para preguntar si no era provocativo aumentar el número de submarinos con base en Hong Kong de seis a veintiuno. «Supongamos que los japoneses fueran propietarios de la isla de Man y empezaran a poner veintiún submarinos allí».5 Dos semanas más tarde escribió a Baldwin para decirle que aceptar las peticiones de construcción que estaba efectuando el Almirantazgo «es esterilizar y paralizar toda la política del Gobierno. No habrá nada para el contribuyente y nada para la reforma social. Seremos un Parlamento naval preparando afanosamente a nuestra Marina para algún gran choque inminente. Voilà tout!».6 El 22 de febrero de 1925, cuando rebatía con firmeza la determinación del Tesoro oficial y del Banco de Inglaterra de volver el patrón oro a la paridad de antes de la guerra, escribió a sir Otto Niemeyer (controlador de finanzas del Tesoro): «Preferiría ver a Finanzas menos orgullosa y a Industria más contenta».7
Esta avalancha de efusión sumamente personal y su vibrante seguridad general sorprendió a la gente de maneras diferentes. El comentario que hizo su esposa en Navidad al profesor F. A. Lindemann (una luna que había aparecido en el horizonte de Churchill al mismo tiempo que Brendan Bracken, este último más en forma de cometa; ambos formarían parte de su firmamento durante los siguientes treinta y cinco años) era una buena opinión central: «Winston está inmerso en un emocionante nuevo trabajo con la gente del Tesoro, de los que dice que son un grupo de hombres maravillosos».8 Esta gente del Tesoro y la del banco era estimulada por Churchill, aunque les parecía que era menos flexible que su predecesor inmediato, Snowden, y que les ocupaba más tiempo. Entre los colegas más antiguos de Churchill, Austen Chamberlain estaba decidido a ser amistoso, y Birkenhead, como ya hemos visto, durante muchos años, a pesar de su anterior diferencia de partido, había sido su compañero más compatible.
El conde Beatty (almirante de la Flota y Primer Lord del Mar del momento) proporcionó, como reveló la discusión sobre los presupuestos navales, una visión de Churchill desde un ángulo diferente. «Ese tipo extraordinario, Winston, se ha vuelto loco», escribió a lady Beatty el 26 de enero de 1925. Pero diez días más tarde añadió: «He de esforzarme mucho cuando trato con un hombre de su calibre con un cerebro tan rápido. Se fija en seguida en un paso en falso, un comentario o incluso un gesto, o sea que tengo que conservar la cabeza».9 Sin embargo, fue Neville Chamberlain, cuya abnegación había convertido a Churchill en ministro de Hacienda, quien realizó la descripción «desde dentro» más asombrosa de la actuación de Churchill en el Gabinete en sus primeros días como conservador. Chamberlain escribió a Baldwin a finales de agosto de 1925:
Al repasar nuestra primera sesión, creo que nuestro ministro de Hacienda lo ha hecho muy bien, mejor aún porque no ha sido lo que se esperaba. No ha dominado al Gabinete, aunque sin duda ha influido en él [...]. No ha intrigado para ser el líder, pero ha sido una torre de fuerte debate en la Cámara de los Comunes [...]. ¡Qué criatura tan brillante es! Pero de alguna manera hay un gran golfo entre él y yo que no creo que jamás cruce. Me gusta. Me gusta su humor y su vitalidad. Me gusta su valor [...]. ¡Pero ni por todos los placeres del paraíso sería miembro de su personal! ¡Voluble! Una palabra de la que se ha abusado, pero es la descripción literal de su temperamento.10
La influencia de Churchill sobre el propio Baldwin en esta etapa fue considerable. Churchill estaba unido al primer ministro por la gratitud, y el primer ministro, aunque no se dejó deslumbrar por Lloyd George, sí lo hizo por el hombre que sería el aún mayor líder en tiempos de guerra de Gran Bretaña en el siglo XX. Esto se reflejaba en el tono de las cartas de Baldwin a Churchill. Su estilo era diferente del usual. Prácticamente era como si intentara rivalizar con el nivel de sofisticación y capacidad verbal de su ministro de Hacienda. Así, cuando Herbert Samuel había sido llamado desde el Tirol para ver al primer ministro en Aix-les-Bains en el verano de 1925, con la esperanza de que aceptara la presidencia de la Comisión Real para la Industria del Carbón, Baldwin informó a Churchill, que estaba en Chartwell:
El infante Samuel llegó debidamente cuando el reloj daba las seis el lunes por la tarde. Frío, competente y preciso como cuando fue prestado por primera vez a este mundo temporal por una inescrutable providencia, fue cuestión de un momento para él comprender nuestro problema con todas sus múltiples implicaciones [...].
Aix está muy lleno: también lo está la mayor parte de la gente de aquí [concluía amigablemente su carta]. Los autobuses del hotel la descargan en los baños, y parecen, muchos de ellos, como si al clavarles un tenedor hubiera de salirles un chorro de espesa salsa.11
A pesar de esta familiaridad epistolar, las vidas sociales de Baldwin y Churchill no se solaparon mucho. No obstante, se veían con frecuencia, pues Churchill adquirió la costumbre de ir de la residencia tradicional del ministro de Hacienda en el número 11 de Downing Street a su despacho en el edifico del Tesoro por las dos puertas que lo conectan con el número 10, y casi siempre se paraba a charlar unos minutos con el primer ministro. Esto contribuyó en gran medida a que nunca discutieran en serio durante los cuatro años y medio de Gobierno, aunque la paz no sobrevivió mucho a su derrota. Esta costumbre sin duda ayudó a Churchill durante sus primeros meses como ministro conservador, cuando estaba involucrado en al menos cuatro importantes disputas dentro del Gobierno, así como en la preparación de su primer presupuesto y en la realización de delicadas negociaciones con los franceses sobre la deuda de guerra.
La más peligrosa de las disputas para Churchill era la de los presupuestos navales. Esto era así no solo porque su postura de doce años atrás, cuando casi había roto el Gabinete de Asquith con su petición de una Marina mayor, dio un viraje, sino también porque su petición de 1925 de una Marina menor enfrentaba a amigos íntimos de Baldwin en el Gobierno: Bridgeman era Primer Lord del Almirantazgo y Davidson su secretario financiero y parlamentario. Durante casi un año retumbó una importante discusión en el Gabinete, con amenazas de dimisión por parte de estos dos ministros así como de los almirantes, pero no de Churchill, lo que quizá constituía parte de su fuerza. Al final, Baldwin dirigió el asunto hábilmente hacia una solución que estaba un poco más del lado del Almirantazgo que de Churchill, pero al menos el ministro de Hacienda escapó sin humillación ni mucha inquina.
La segunda disputa era con Steel-Maitland, del Ministerio de Trabajo, y en menor medida con Neville Chamberlain, de Sanidad, acerca de las provisiones del plan de pensiones de las viudas y huérfanos que Churchill estaba decidido a introducir en su primer presupuesto. Steel-Maitland argumentaba con fuerza que era demasiado generoso y demasiado pronto para presentarlo en el Parlamento, y en este último punto al menos Chamberlain estaba de acuerdo. Churchill, sin embargo, consiguió lo que quería en ambos casos. Los poderes de un ministro de Hacienda decidido sobre cualquier cosa relacionada con su presupuesto son grandes.
La tercera disputa la mantuvo con el otro Chamberlain (Austen), que era mucho más viejo amigo de Churchill que Neville y que protestó, quejoso, por la falta de apoyo de Churchill en dos reuniones insatisfactorias del Gabinete a principios de marzo de 1925. Chamberlain formuló su iniciativa para unir Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Bélgica en un acuerdo de seguridad mutua como parte integrante de lo que fueron los Tratados de Locarno. Baldwin no estaba haciendo nada y el ministro de Hacienda, según sostenía Chamberlain, creaba problemas en lugar de ayudar a su colega en el otro importante Ministerio. En esta etapa, Churchill estaba contra cualquier compromiso con Francia, que «podía cocerse en su propia salsa sin tener ningún efecto perjudicial sobre nadie ni nada. Lo único que teníamos que hacer era seguir nuestro camino y al cabo de unos años veríamos a Francia de rodillas suplicando nuestra ayuda».12 En los días de la República de Weimar esto tenía cierto sentido, pero sin duda no era una actitud calculada para conseguir que un Gabinete fuera aliado de Austen Chamberlain, quien sin embargo no se quedó resentido y dio a Churchill mucho apoyo presupuestario.
La cuarta disputa fue con mucho la más interesante, aunque no pasó del Tesoro y el Banco al Gabinete. Casi todas las fuentes de consejo bien-pensant fueron unánimes en que el interés y el deber de Gran Bretaña eran volver al patrón oro (el sistema de tipos de cambio defendido por los británicos que había sucumbido bajo las tensiones de la Primera Guerra Mundial) y hacerlo a la paridad de antes de la guerra. Las notas de Churchill sobre este asunto eran obras maestras de mordaces preguntas mientras las respuestas se refugiaban en una neblina de sabiduría superior. El 29 de enero de 1925, Churchill escribió una nota y la envió a Montagu Norman (gobernador del Banco de Inglaterra de 1920 a 1944), Otto Niemeyer, R. G. Hawtrey (que en cuarenta y un años de estar en el Tesoro se convirtió casi más en una leyenda que Niemeyer como experto en finanzas internacionales) y lord Bradbury. Bradbury, retirado y ennoblecido tras ser secretario permanente del Tesoro durante toda la Primera Guerra Mundial, recientemente había sido nombrado presidente del Comité de Investigación conjunto de las Cámaras del Parlamento sobre Moneda y Banca, al que se pedía específicamente que se pronunciara sobre la prudencia o no de volver al patrón oro. El ánimo en el que esta nota fue recibida queda bien expresado por el hecho de que en el Tesoro llegó a conocerse como el «ejercicio de Mr. Churchill», lo que combinaba un asomo de admiración por su energía con más que un asomo de impaciencia por su ingenuidad, y por el siguiente comentario de Bradbury: «El autor [...] parece tener su hogar espiritual en el santuario de Keynes-McKenna [el economista de Cambridge y el ex ministro de Hacienda que había sido nombrado presidente del Midland Bank eran los más destacados escépticos contrarios al patrón oro], pero algunos adornos de su manto han sido proporcionados por el Daily Express [es decir, Beaverbrook]».13
Las respuestas directas a la nota de Churchill, en oposición a semejantes comentarios oblicuos, eran espléndidos ejemplos de sustitución de la sabiduría superior por el argumento racional. Niemeyer dijo que eludir el tema en ese momento sería demostrar que Gran Bretaña en realidad nunca había «hablado en serio» sobre el patrón oro y que «nos han fallado los nervios cuando el escenario estaba preparado».14 Norman, el gran gobernador, fue blando de un modo aún más sublime. En opinión de «hombres educados y razonables», escribió, no había alternativa a una vuelta al patrón oro. El ministro de Hacienda sin duda sería atacado hiciera lo que hiciese, pero: «En el primer caso (patrón oro) será insultado por los ignorantes, los apostadores y los industrialistas anticuados; en el último caso (no patrón oro) será insultado por los instruidos y por la posteridad».15
Las dudas de Churchill precisaron de mucho apaciguamiento. Y la combinación de energía y confianza en sí mismo lo convertían en un formidable luchador de acción de retaguardia. La respuesta de Niemeyer al primer memorándum de Churchill fue escrita un sábado (21 de febrero). Churchill a su vez respondió a éste con la más pura expresión de doctrina expansionaria:
El Tesoro, me parece, nunca se ha enfrentado a la profunda importancia de lo que Mr. Keynes llama «la paradoja del desempleo entre la abundancia». El gobernador se muestra perfectamente feliz ante el espectáculo de que Gran Bretaña posea el mejor crédito del mundo al tiempo que un millón y cuarto de desempleados. Es evidente que si este millón y cuarto estuvieran útil y económicamente empleados producirían al menos 100 libras al año por cabeza en lugar de costar al menos 50 libras por cabeza en subsidios.
Redactó esta respuesta con todo detalle y a gran velocidad. «Perdone que le aumente sus problemas—concluía—con estas reflexiones de domingo por la mañana».16 Churchill podía ser muchas cosas, pero no un ministro perezoso. De los ministros de Hacienda casi contemporáneos, Snowden habría aceptado el consejo sin discusión; Baldwin tal vez lo habría meditado durante un tranquilo paseo de domingo por la mañana con el doctor Tom Jones, el vicesecretario del Gabinete, ligeramente influyente, que se convirtió en su confidente al igual que lo había sido de Lloyd George; y Austen Chamberlain, mientras se ocupaba de su jardín de rocas en Twitt’s Ghyll, quizá se habría quejado en una carta a una hermana de que estaba siendo presionado, pero nunca habría dado una respuesta polémica sin un borrador oficial.
Churchill fomentó que el asunto tomara forma directa, cara a cara, además de sobre papel. El 17 de marzo preparó un terreno de combate en forma de cena. Siempre le gustó discutir entre cuchillos y tenedores. A pesar de sus antecedentes como alférez de caballería, la costumbre del Ejército de no hablar en la mesa era totalmente ajena a él. Procuraba combinar sus entusiasmos del momento con sus perennes indulgencias. El champán debía mezclarse con la controversia y el brandy con una receta para la acción, si podía conseguirse. Invitó a esta cena a Keynes y a McKenna, los dos escépticos con respecto al patrón oro, cuyo «santuario» se creía que él habitaba, junto con Bradbury y Niemeyer.
El sexto participante era P. J. Grigg, el principal secretario particular de cinco ministros de Hacienda antes de que al fin fuera nombrado subsecretario permanente y luego ministro de Guerra. Grigg dejó constancia de que el encuentro duró hasta pasada la medianoche (lo que presagiaba hábitos posteriores de Churchill) y de que al final «los síes (es decir, las fuerzas a favor del patrón oro) ganaron».17 Keynes adoptó una postura abstrusa acerca de que la diferencia entre los precios norteamericanos y británicos y también entre las fases norteamericana y británica del desarrollo económico eran demasiado grande para un sistema monetario abierto. McKenna mostró que le trahison des clercs podía incluir no solo a los empleados de los bancos sino también a sus presidentes. Apoyaba a Keynes en los méritos, pero al final traicionó sus intereses diciendo que, como asunto de política práctica, Churchill no tenía otra alternativa que volver al patrón oro. Cuando la cena terminó, la última esperanza de resistencia de Churchill se había esfumado.
Fue la culminación de un proceso que había durado dos meses. Mientras se desarrollaba la batalla del patrón oro se tenía la sensación de que un ministro normalmente dominante como Churchill era arrastrado corriente abajo por la fuerza de una fuerza irresistible, protestando pero no obstante esencialmente impotente. El Tesoro estaba contra él, el Banco estaba contra él, el Comité de Investigación presidido primero por Austen Chamberlain y después por Bradbury estaba contra él. Snowden, su «sombra» laborista, estaba contra él. Baldwin, aunque respetaba mucho a Montagu Norman, en realidad no participó en la decisión, pero no habría estado nada satisfecho si Churchill se hubiera decidido contra el patrón oro. Los dos terrenos—Keynes y McKenna—en los que Churchill intentaba resistir demostraron ser, por diversas razones, puntos de apoyo insatisfactorios. El impulso de la sabiduría convencional los destruyó. Después de la cena del 17 de marzo, la decisión no se tomó tan formalmente como en general se supone dentro del círculo interno, aunque no fue anunciada hasta la presentación del presupuesto el 28 de abril.
Toda la historia fue un notable ejemplo de un ministro fuerte, no débil, que sucumbió no obstante de mala gana, se adaptó a regañadientes a la casi unánime, casi irresistible corriente de opinión del sistema. Merece la pena mencionar otros dos puntos. El primero fue el secreto con que se desarrolló la disputa. Durante dos meses de intensas discusiones, de notas y contra-notas, apenas se difundió fuera del Tesoro, y mucho menos salió del Gobierno. Semejante seguridad es inimaginable hoy en día. El segundo fue la capacidad de ser errónea, o al menos suficientemente miope, una concentración de consejo casi unánime, para producir consecuencias laterales sumamente indeseables. Esto lo percibió Churchill de forma vaga: su perspectiva de reojo fue muy superior a la de Norman, Niemeyer o Bradbury, Austen Chamberlain o Philip Snowden. Pero cuando se trataba de asuntos económicos, su confianza en ese terreno, aunque le permitía escribir cartas y notas iconoclastas, no incluía un persistente rechazo de todos los expertos.
Como consecuencia de ello, se cometió lo que en general se considera el mayor error de ese Gobierno principal de Baldwin, y la responsabilidad se achacó firmemente a Churchill. Keynes, por ejemplo, escribió un panfleto al que, jugando con el resonante éxito de su obra The Economic Consequences of the Peace (Las consecuencias económicas de la paz), de 1919, dio el título de The Economic Consequences of Mr. Churchill. En cierto sentido, esta atribución de culpa era injusta, pero solo en cierto sentido. Churchill era deliberadamente un ministro de Hacienda que llamaba mucho la atención. Quería que su primer presupuesto causara sensación, cosa que hizo, y una considerable aportación a ello fue el anuncio del regreso al patrón oro. Como había sido un converso reacio, se merecía la responsabilidad y, si hay que juzgarlo, una parte considerable de la culpa. Una ironía fue que, al valorar al alza la libra, Churchill metió un palo en las ruedas de la política industrial de Baldwin, aunque si no lo hubiera hecho, Baldwin casi con toda seguridad habría interferido por única vez en ese Gobierno en la política financiera y le habría empujado a aceptar el consejo de Montagu Norman.
Los resultados de este consejo, sin embargo, iban directamente contra la política emoliente hacia los sindicatos que el primer ministro había proclamado el 6 de marzo (1925)—en el punto álgido de la disputa interna del Tesoro—en uno de sus dos discursos que destacaron con éxito en una carrera tranquila en cuanto a oratoria. (El otro fue la pièce justificative de su abdicación, suavemente demoledora del ex rey Eduardo VIII, que pronunció casi doce años más tarde.) Éste fue su discurso de «Concédenos la paz en nuestros tiempos, oh Señor», que condujo a la retirada de un proyecto de ley presentado por un diputado conservador contrario a los sindicatos a título personal y envió su liderazgo al apogeo de su reputación. Churchill escribió a Clementine: «No tenía idea de que podía demostrar tanto poder».18 Sin embargo, casi la peor contribución posible a la «paz en nuestros tiempos» fue poner las cosas difíciles a los comercios de exportación tradicionales, que ya sufrían, el algodón, los astilleros, el acero y, sobre todo, el carbón, que era precisamente lo que se consiguió con la vuelta al patrón oro. La reacia decisión de Churchill solo unas semanas después del discurso de Baldwin que tanto le había impresionado, y completamente de acuerdo con los deseos contradictorios del propio Baldwin, significó que la «paz en nuestros tiempos» se convirtió en la Huelga General al cabo de catorce meses.
Bajo el régimen de Churchill los días de presupuesto daban una mayor sensación de acontecimiento de lo habitual, y el ritual que los rodeaba encajaba con el élan con que el discurso del presupuesto era pronunciado. En estas festividades anuales no se limitaba a hacer una rutinaria exhibición de la «caja de Gladstone» (que contenía los secretos del presupuesto) en la puerta del número 11 de Downing Street, sino que iba por Whitehall a la Cámara de los Comunes, acompañado por su secretario parlamentario particular, Robert Boothby (solo a partir del presupuesto de 1926, pues no fue nombrado hasta finales de 1925, pero después tan presente y con chistera como el propio Churchill), y por un grupo rotatorio de miembros de la familia, un pelotón de policías y una estela de respetuosos miembros del público. En estas ocasiones, pese a que todos sus presupuestos se presentaban bien entrado abril, Churchill exhibía una buena variedad de abrigos. El de gran cuello de astracán al parecer lo guardaba después del equinoccio (aunque de forma sorprendente reaparecía a principios de otoño), pero tenía al menos otros dos y pocas veces se aventuraba a salir sin uno de ellos. Siempre le gustó ir bien envuelto, a veces más que todos los demás que salían en la foto, aunque en general sus compañeros políticos de los años veinte y treinta hacían lo mismo. La falta de estorbos al estilo del presidente Kennedy, o en torno al cuerpo o en la cabeza, era ajeno a Churchill y sus contemporáneos.
Cuando la procesión había llegado sana y salva a la Cámara, Churchill efectuaba una entrada bien acogida en una Cámara expectante, sin el abrigo pero con Boothby, la «caja de Gladstone» y el discurso, y procedía a pronunciarlo durante cerca de dos horas. En la forma al menos, sus discursos del presupuesto eran un éxito. El estilo de la oratoria era exuberante y tan característico que sus palabras era difícil que hubieran podido salir de otros labios, pero era aliviado por pinchazos mordaces, tanto por su parte como por la de los demás.
Estaba decidido a presentar el presupuesto de 1925, a pesar de sus considerables remisiones para los que más ganaban (y en menor medida para los grandes propietarios), como una empresa de «condición del pueblo», muy en la tradición de su asociación con Lloyd George antes de 1914. En verdad hubo algunas críticas interministeriales de sus anuncios furtivos que habría sido más apropiado que procedieran del Ministerio de Sanidad. Sin embargo, los términos en los que hablaba, con auténtica compasión, de los riesgos y sufrimientos de «la gente humilde» ahora suenan a condescendencia patricia. Los supuestos sociales de los años veinte eran muy diferentes de los del mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero aun admitiendo esto, eran visibles en el presupuesto de 1925 algunos de los arcaísmos que contribuyeron a la derrota electoral de Churchill en 1945:
El trabajador británico medio que goza de buena salud, tiene pleno empleo y cobra un salario estándar no se considera a sí mismo y a su familia objeto de compasión. Pero cuando la mala fortuna excepcional desciende sobre el hogar con el escaso margen sobre el que flota, o hay un año de mala suerte, desgracia o desempleo, o sobre todo se produce la pérdida del sostén de la familia, la que fuera una familia feliz queda en manos de la mayor calamidad. Si puedo emplear una metáfora militar, no son las robustas tropas que marchan las que necesitan una gratificación extra e indulgencia; es a los rezagados, los exhaustos, los débiles, los heridos, los veteranos, las viudas y los huérfanos a los que las ambulancias de la ayuda estatal deben dirigirse.19
Las «ambulancias de la ayuda estatal» significaban eliminar la limitación de los ingresos a diez chelines a la semana de las pensiones de la vejez a la que se tenía derecho a los sesenta y cinco (contra los cinco chelines a la semana a los setenta años que Asquith había introducido en 1908); diez chelines a la semana para las viudas de por vida, lo que era nuevo; cinco chelines a la semana para el hijo mayor de esta viuda y tres chelines a la semana para los otros hijos; y siete chelines y seis peniques a la semana para los huérfanos totales, pensiones que deberían cesar a la edad de catorce años y medio. Los costes a largo plazo eran complicados, y Churchill los complicó más introduciendo como compensación la futura reducción de las pensiones de guerra, que anunció con confianza (una ironía suprema para el gran guerrero de la Segunda Guerra Mundial) deberían reducirse de los actuales 67 millones de libras a 32 millones en 1945. De momento, sin embargo, los costes eran pequeños, solo unos cinco millones de libras al año durante el resto del período parlamentario, y eran cubiertos generosamente por el superávit de 37 millones de libras, la mayoría de las cuales le habían sido legadas por la prudencia de Snowden.
Este superávit lo necesitaba para algunas reducciones bastante espectaculares en los impuestos directos. Propuso reducir el sobreimpuesto (a veces llamado sobretasa) en 10 millones de libras, lo que era considerable en relación con el rendimiento total del impuesto a 60 millones de libras. Equilibraba esta concesión que favorecía a los ricos recuperando una cantidad casi equivalente con un aumento de los derechos reales que empezaba con las fincas de 12.500 libras (unas 340.000 de la actualidad) y aumentando con creciente severidad hasta fincas de un millón de libras (27 millones de hoy). Por lo tanto, podía afirmar que estaba trasladando la carga del rico de los ingresos al capital, de los vivos a los muertos, y así estimulaba la empresa a expensas de la mano congelada de los derechos sobre la propiedad establecidos.
Esta transacción equilibradora facilitó la presentación de su importante concesión, que era una reducción del tipo de interés vigente del impuesto sobre la renta de cuatro chelines y seis peniques a cuatro chelines la libra. Esto constituía un considerable beneficio para los ricos, no solo como contribuyentes individuales sino también en la capacidad de accionistas de muchos de ellos, pues el impuesto sobre la renta era entonces la principal forma tributaria de las empresas. En lo que se refería a los impuestos individuales, Churchill hizo juegos malabares con las desgravaciones para dar proporcionalmente la mayor exención a la cantidad de quinientas libras anuales, que entonces constituían unos buenos ingresos de la clase mediabaja, pero la exención absoluta, en particular cuando se añadía al cambio de la sobretasa, era incomparablemente mayor para los ricos. Snowden denunció el efecto en términos un poco rutinarios, pero Arthur Ponsonby, el hijo laborista del que fue secretario particular durante muchos años de la reina Victoria, casi dio en el blanco cuando escribió que, si bien la «simpatía hacia los pobres era elocuente, su simpatía hacia los ricos era práctica».20
No obstante, el presupuesto en conjunto fue bien recibido y aumentó el prestigio de Churchill dentro del Gobierno. Incluso antes, Birkenhead, como ministro para la India, había escrito a Reading, el virrey, que la «posición de Winston en el Gobierno y el Gabinete es muy fuerte. Se toma infinitas molestias con el primer ministro, al que gusta y por el que siente una gratitud muy sincera».21 Este prestigio hizo que Churchill se preocupara de un modo destacado por la crisis del carbón, que en una forma u otra dominó la vida del Gobierno desde el verano de 1925. Como hemos visto, él fue en parte la causa del problema, pues la vuelta del patrón oro a la paridad de 1914 fue devastadora para la industria del carbón (porque la libra más alta perjudicó más a sus exportaciones, que ya estaban en declive), que en aquella época daba empleo a un millón de hombres. Pero también se creía que era el que podía proporcionar una solución posible. En julio (1925) lo nombraron presidente de un comité especial del Gabinete para considerar la nacionalización de los royalties de la minería. Pero esto no era ninguna solución al problema inmediato, que era que los patronos—o los «propietarios», como eran debida y colectivamente conocidos, y que, en opinión de Birkenhead un año después, eran el grupo de hombres más estúpido que jamás había conocido. (Para ser justos, hay que decir que Birkenhead hasta este encuentro reservaba este honor para los líderes de la Federación de Mineros)—reaccionaron a la nueva paridad de la libra esterlina anunciando un cierre patronal nacional a partir del 31 de julio a menos que los mineros aceptaran una considerable reducción de los salarios.
Los propios mineros, que vivían en gran parte en comunidades muy unidas y aisladas, eran las tropas luchadoras de la mano de obra organizada más marcados por la lucha. Puede que no poseyeran una habilidad táctica muy brillante, pero tenían su propia solidaridad y gran dominio emocional sobre el movimiento laborista y, por lo tanto, eran adversarios peligrosos. Baldwin, que era más precavido y tenía una mayor conciencia social que los propietarios de las minas de carbón, no quería un conflicto. Churchill tampoco. Éste propuso a Baldwin una Real Comisión sobre el futuro de la industria del carbón, que (bajo Herbert Samuel) deliberó durante los siguientes siete meses, y pronto accedió a que se pagara un subsidio, calculado en diez millones de libras pero que en realidad resultaron ser diecinueve millones, a la industria durante este período. De este modo, el cierre patronal de los mineros y la Huelga General se aplazaron de julio de 1925 a mayo de 1926. «No estábamos preparados» (en 1925), dijo posteriormente Baldwin a G. M. Young, el biógrafo que él eligió.
Cuando Churchill fue a presentar su segundo presupuesto, en abril de 1926, se hallaba suspendido entre la publicación del informe de la Comisión del Carbón el 11 de marzo y el inicio de la Huelga General el 4 de mayo. El informe proponía la nacionalización de los royalties de la minería, fusiones y más cierres, ayuda del Gobierno para investigación y marketing, considerables provisiones para bienestar y un firme rechazo de las propuestas de los propietarios de más horas y menos paga. Sin embargo, la Comisión consideró que, con la conservación de la jornada de siete horas y con el índice de precios en descenso, cierta reducción de salarios era razonable.
Churchill, además, padeció todas las dificultades inherentes a un segundo presupuesto tras un considerable triunfo con el primero. Por añadidura, él mismo estaba empezando a sufrir algunas de «las consecuencias económicas de Mr. Churchill». Antes de los estragos en las rentas de la Huelga General misma y los largos seis meses de huelga del carbón que persistió cuando se había cancelado el reto central, la posición presupuestaria era tensa. Los diecinueve millones de libras del subsidio del carbón convirtieron un pequeño superávit en un espantoso déficit. Churchill había visto esta tensión en su discurso de 1925, pero el año intermedio, completamente aparte el subsidio del carbón, señaló un período climatérico en el pensamiento sobre las finanzas públicas. Hasta entonces se creía que un presupuesto de 800 millones de libras era una aberración después de la guerra, y que con un ministro de Hacienda decidido podía volverse, si no a los 197 millones de libras de 1913-1914, al menos a una distancia algo equidistante de las dos cifras.
Esto siempre fue un sueño imposible. Aparte de todo lo demás, la deuda de después de la guerra de más de 300 millones de libras (en comparación con los 24 millones de 1913-1914) lo hacía totalmente impracticable. Pero esto último no siempre apaga la aspiración. Uno de los servicios quizá inadvertidos de Churchill fue que estimuló esta ilusión. Después de sus grandes esfuerzos por la economía, el efecto neto, tras retorcidas ofuscaciones y excluido el subsidio del carbón, fue que el gasto real había aumentado entre 1924-1925 y 1925-1926 de 795 millones de libras a 805 millones. Esto lo señaló crudamente su predecesor, Robert Horne, en el debate del presupuesto. Después, los 800 millones de libras fueron un hecho de la vida—hasta que pasaron a 2.000 millones de libras en el segundo presupuesto de 1939 y a 100.000 millones en 1981-1982 y alcanzaron los 375.000 millones, incluso tras varios años de «prudencia», en el presupuesto para el año 2000-2001.
Churchill tenía poco espacio para maniobrar antes de este segundo presupuesto. No obstante, se preparó para ello con gran energía pero sin concentración exclusiva en el trabajo del Tesoro. A partir de noviembre de 1925, libró una batalla sostenida aunque no con notable éxito para reducir los cálculos ministeriales de sus colegas. Esto no le impidió defender una medida contundente de reforma de la Cámara de los Lores (que era poco compasiva con los derechos de los pares hereditarios) a un comité del Gabinete en noviembre sobre el tema, cuyo plan resultante tenía que ser sometido a referéndum. Se tomó unas largas vacaciones de Navidad en Chartwell, con varias de sus personas favoritas, incluido Edward Marsh, cuyo servicio como secretario particular con él ya duraba más de veinte años, y el profesor Lindemann, su nuevo gurú, y con sus horas de recreo puntuadas por un vigoroso intercambio de memorándum con el Tesoro. Luego, el 20 de enero de 1926, tras negociar un acuerdo de la deuda de guerra italiana en la semana anterior, fue a Leeds y asistió a la cena anual del Ministerio de Comercio. Por alguna razón, este banquete en Leeds era la ocasión favorita de los ministros de Hacienda para dar su último discurso importante antes del período de reclusión anterior al presupuesto. En 1970, yo lo utilicé para frustrar las expectativas posteriores al cambio de rumbo de la balanza de pagos y en el período previo de unas elecciones. En 1926, Churchill lo utilizó para una evaluación más altisonante del futuro:
La prosperidad, la hija errante de nuestra casa que se extravió en la Gran Guerra, está en nuestro umbral. Ha acercado la mano a la aldaba de la puerta. ¿Qué haremos? ¿La dejaremos entrar o la echaremos? ¿Le daremos la bienvenida una vez más a nuestro banco junto al fuego o la desterraremos una vez más a vagar sin rumbo fijo por las naciones del mundo? Ésta es la alternativa que tendrá ante sí el pueblo británico en los próximos meses de intranquilidad.22
Estas frases impresionaron lo suficiente al rey Jorge V, normalmente prosaico y a menudo detractor de Churchill, como para pedir permiso a Churchill para utilizarlas en un discurso propio.
El 31 de enero, Clementine Churchill fue al sur de Francia para pasar unas largas vacaciones de invierno (como tenía por costumbre hacer en aquella época), pero ello no produjo ningún efecto reductor en el grado de hospitalidad política de su esposo. Para el fin de semana del 6-7 de febrero tenía que alojar a dos colegas del Gabinete de apellido multisilábico (Worthington-Evans y Cunliffe-Lister) y a su secretario financiero en el Tesoro (Ronald McNeill, unionista de línea dura que le había arrojado un libro en la Cámara de los Comunes en el punto álgido de la tensión del Ulster en 1912). Para el siguiente fin de semana invitó nada menos que a seis prominente, incluido Sam Hoare, a la sazón ministro del Aire, que escribió un memorable relato de su visita: «Nunca había visto a Winston en el papel de propietario hacendado. La mayor parte del domingo por la mañana inspeccionamos la propiedad y las obras de ingeniería en que está metido. Estas obras de ingeniería consisten en una serie de estanques en un valle, y Winston parecía estar mucho más interesado por ellos que por nada más en el mundo». Churchill estaba convencido, añadió Hoare, «de que él ha de ser el profeta que nos lleve a la Tierra Prometida en la que no habrá impuesto sobre la renta y todos viviremos felices para siempre jamás. El problema es que tiene tantos planes agolpados en su mente que estoy empezando a preguntarme si será capaz de sacar uno del montón».23
Diez semanas más tarde, el presupuesto le dio muy poca oportunidad de sacar nada del montón. Todo fue hacer juegos malabares con pequeñas cantidades y ajustes al fondo de amortización con el fin de preservar una postura razonablemente previsora sin volver a sus importantes concesiones del año anterior. Tampoco fueron grandes las oportunidades para la elocuencia, aunque hizo lo que pudo con un material pobre. Nadie excepto Churchill habría podido dejar de revisar la actuación del tipo de cambio que siguió a la vuelta al patrón oro y el funcionamiento de los nuevos derechos sobre la seda diciendo: «Ahora, tras entretenernos unos momentos en las regiones de la seda y el oro, avanzamos hacia las etapas más duras de nuestro viaje».24
Las principales «etapas duras» eran un impuesto sobre las apuestas del 5 por 100 y un «bombardeo» al Fondo para Carreteras, para el que los ingresos habían aumentado a la sustanciosa suma de 21,5 millones de libras, y en relación con el cual el lobby del automovilismo había conseguido crear el supuesto de que, contrariamente a la doctrina que estaba en contra de hipotecar los ingresos, debería reservarse todo para carreteras. Churchill se burló de esto. «Semejantes contenciones—había escrito en un memorándum del Tesoro— son absurdas y constituyen un ultraje a la soberanía del Parlamento y al sentido común».25 Dejó a un lado la súplica especial del ministro de Interior (Joynson-Hicks), que era presidente de la Asociación del Automóvil, destinó siete millones de libras ese año y concertó lo que él consideraba un justo reparto futuro entre el Fisco y el Fondo para Carreteras.
La mayor parte de esto pasó a tener una importancia secundaria una semana después, cuando empezó la Huelga General. Churchill, como hemos visto, había sido moderado en el verano de 1925, cuando la cuestión era poner freno a la intransigencia de los propietarios del carbón con el nombramiento de la Comisión Samuel y el pago de un subsidio temporal. E iba a ser moderado de nuevo en el verano de 1926, cuando Baldwin, tras una actuación de virtuoso durante los ocho días de la Huelga General, cayó en un estado de exhausta lasitud y se retiró, dolido, a Aix-les-Bains. Durante esta estancia de tres semanas y media dejó a Churchill, en modo alguno exhausto, al cargo de las negociaciones para poner fin a la huelga del carbón. Esto prosiguió durante seis meses después de finalizar la Huelga General, de la que había sido causa. Pero durante la Huelga General, el humor del propio Churchill fue el de máxima belicosidad y, según creían algunos de sus colegas, de máxima irresponsabilidad también. «Se cree Napoleón».26 Davidson escribió a Baldwin. Quizá fue más un salto atrás a sus deseos de encontrar defectos al enemigo que, en Amberes, en 1914, le había hecho intentar abandonar el Almirantazgo con el fin de tomar el mando personal de la División Naval y las otras tropas que se encontraban allí, papel para el que no tenía el oportuno entrenamiento. Sin embargo, también era un anticipo del espíritu que le hizo dar el rugido de desafío del león en el terrible verano de 1940.
En 1926, contra un enemigo menos malévolo y amenazador, este espíritu despertó más temor que admiración. Cuando el primer convoy trajo comida al centro de Londres desde los muelles, Churchill quería que fuera escoltado por tanques con ametralladoras colocadas de forma estratégica en toda la ruta. Quería dirigir la BBC y utilizarla como agencia de propaganda del Gobierno. Por lo tanto, fue un alivio para sus colegas cuando sus energías se concentraron en la tarea de dirigir la British Gazette. Se trataba de una publicación oficial producida en las oficinas y con la maquinaria del Morning Post, mientras éste y los otros periódicos estaban más o menos de huelga. El último día consiguió una circulación de la Gazette de dos millones doscientos mil ejemplares, una cifra formidable.
Lo hizo a expensas de tensas relaciones con todos los principales propietarios de periódicos (Burnham del Telegraph, Astor del Times, Berry del Sunday Times y Cadbury del Daily News), a quienes no les gustaba tener requisados sus almacenes de noticias. H. A. Gwynne, el editor del Morning Post, sufrió más directamente y acusó a Churchill de ir de un lado a otro por las oficinas del Post y molestar al personal de redacción «cambiando comas y puntos» y al personal de impresión haciendo ver que él sabía mejor que ellos cómo hacer funcionar las máquinas. En lo que se refiere al contento, provocó incluso a un hombre casi excesivamente moderado como era Walter (posteriormente lord) Citrine, el secretario general del Consejo de Sindicatos, a quien diez o doce años más tarde agradó aparecer en plataformas anticontemporización con Churchill, por describirlo como «un intento venenoso de engatusar al público».27
Sin embargo, hechas todas estas críticas, probablemente nadie más podría haber organizado una empresa tan enérgica para llenar un peligroso vacío de información. Dos meses más tarde, en un debate retrospectivo en la Cámara de los Comunes sobre la huelga, Churchill volvió a actuar como nadie más podría haberlo hecho y pronunció un discurso en el que se burlaba de sí mismo. Un miembro laborista había amenazado con volver a poner a prueba la fuerza industrial contra la legitimidad parlamentaria. En el minuto de cierre del debate, Churchill empezó a responder a esto en términos portentosos: «No deseo hacer amenazas que perturben a la Cámara y causen mala sangre». No obstante, todo el mundo aguardó el horrendo anuncio de que los rayos de Zeus estaban preparados. «Pero debo decir esto. Tengan perfectamente claro que si alguna vez vuelven a soltarnos una Huelga General, nosotros soltaremos—una embarazosa pausa—otra British Gazette».28 Fue un brillante coup de théâtre. Se sentó entre una explosión de risas que era fuerte por igual en ambos lados de la Cámara, y el ángulo de lo que podría haber sido un debate recriminatorio peligrosamente amargo en seguida cambió, en tono de seguridad y con humildad.
Hubo tres fases en las negociaciones del carbón hasta que, por fin, tras haberse resistido ambos lados a un acuerdo, los propietarios con consistente intransigencia, la Federación de Mineros de forma más variable, la huelga se acabó, en gran medida según las condiciones de los propietarios, el 20 de noviembre. Durante la primera fase, Baldwin aún se encontraba en Inglaterra y estaba nominalmente a cargo del asunto, aunque su actitud quedó muy bien resumida en el comentario que efectuó a mediados de julio: «Déjenlo estar; estamos todos muy cansados»,29 y Churchill, como de costumbre, estaba más que dispuesto a llenar cualquier vacío adyacente. El 22 de agosto, el médico ordenó a Baldwin que guardara cama, pues se hallaba en un estado de postración nerviosa, y se quedó en Aix durante los siguientes veinticuatro días.
Éste fue el gran escaparate de la oportunidad de Churchill. Tenía dos ayudantes, Arthur Steel-Maitland, el no muy eficaz ministro de Trabajo, y George Lane-Fox, un hacendado de Yorkshire que estaba demasiado próximo a los propietarios para ser un buen secretario de Minas. Ninguno de ellos realmente estaba de acuerdo con el sistema de Churchill, que consideraban demasiado intervencionista para el Gobierno, demasiado favorable para los mineros y demasiado intimidante para los propietarios. Pero la fuerza de su personalidad era tanta que en gran medida los arrastró consigo. Se entusiasmaron.
El sistema de «cervezas y bocadillos en el número 10 de Downing Street» de Harold Wilson para encarar las disputas industriales fue presagiado cuarenta años antes por champán y ostras en Chartwell y el Savoy Grill. A. J. Cook y Herbert Smith, los líderes de los mineros, eran demasiado adustos para divertirse así, pero todos los demás, los colegas ministeriales que siguieron de mala gana, el líder de la oposición Ramsay MacDonald, propietarios del carbón desde lord Londonderry hasta D. R. Llewellyn, y los funcionarios pertinentes, sobre todo la éminence grise Tom Jones, que implacablemente escribía diarios, todos fueron arrastrados a ese régimen de enérgico optimismo e indulgente hospitalidad. Y cuanto más champán consumía con todas las partes que intervinieron en la disputa, salvo los insociables líderes sindicalistas, más favorable se volvía Churchill a los mineros y menos dispuesto hacia los propietarios.
Hubo contracorrientes. Los propietarios creían en los beneficios y Churchill creía en la autoridad del Estado. Cuando, por tanto, Churchill quiso una conferencia tripartita con el Gobierno como fuerza equilibradora y los propietarios se negaron, creyó que era casi lèse-majesté. También hubo una dura disputa sobre el asunto de unos acuerdos nacionales en oposición a acuerdos «de distrito». Las condiciones ahora han desaparecido, pero en la época produjeron un gran impacto emotivo. Los propietarios querían ser libres para pagar salarios inferiores en los distritos menos rentables con vetas más difíciles de trabajar. La Federación de Mineros estaba apasionadamente a favor de la igualdad de trato, porque creían que la justicia natural exigía al menos una recompensa igual por trabajar una veta difícil que por trabajar una fácil, y porque lo veían como la clave de su unidad y fuerza.
Había una resaca aún más potente, que se basaba en la opinión (correcta, en realidad) de los propietarios y de la mayor parte del Gobierno según la cual los mineros estaban al borde de verse obligados por el hambre a una derrota aplastante. Por lo tanto, era mejor esperar unos meses para que esto ocurriera que buscar una solución de compromiso. La opinión contraria de Churchill era que el país estaba sufriendo un debilitante sangrado económico y que era deber del Gobierno parar la hemorragia lo antes posible. Durante esta fase se dice que acuñó el aforismo «en la derrota, desafío; en la victoria, magnanimidad». Y hubo la contracorriente final de que varios devotos baldwinitas (Davidson, que estaba con su héroe en Aix, Hankey, el secretario del Gabinete, e incluso Tom Jones, que combinaba su amor por Baldwin con una reacia admiración de la brillantez de Churchill y un compromiso algo sentimental hacia la izquierda y, por tanto, la causa de los mineros) estaban preocupados por que Churchill pudiera llegar demasiado pronto a un acuerdo que dejara al primer ministro en el fondo del escenario, desbancado por su demasiado eficiente lugarteniente. Estaban haciendo planes para que Baldwin regresara para compartir la gloria que pudiera producirse. El mismo temor se reflejó en un comentario hecho por Jones durante la conclusión de Churchill de un debate sobre el carbón el 27 de septiembre, que Baldwin había abierto de un modo bastante prosaico: «Durante la brillante actuación [de Churchill], el rostro del primer ministro estaba vuelto hacia la Galería oficial, y cubierto con una de las manos. Parecía completamente desdichado, igual que Ramsay [McDonald] hace cuando L. G. está de pie».30
En realidad, la aprensión protectora de los baldwinitas estaba mal situada. Principios de septiembre ofreció a Churchill la mejor oportunidad de llegar a un acuerdo, y con su discurso de finales de septiembre desapareció por completo. Cuando sus esperanzas eran altas había hecho mucha presión con los propietarios del carbón. En una reunión del 6 de septiembre por la tarde había arengado y discutido con ellos más de cincuenta y seis páginas de la transcripción oficial. Pero no había logrado hacerles cambiar. Y cuando varios colegas de Churchill (incluido su amigo Bierkenhead) regresaron de vacaciones y leyeron la transcripción, creyeron que había intentado ejercer presiones ilegítimas y formaron un bloque contra él en los comités para el carbón y otros del Gabinete. Churchill pudo conservar parte de las riendas en las manos durante algún tiempo después de que Baldwin regresara el 15 de septiembre. Pero a finales de ese mes ya no estaba tanto en el asiento del conductor, salvo por su habilidad para dar con mucho los mejores discursos en la Cámara de los Comunes. Y en la tercera fase, que se extendió durante todo octubre y la mayor parte de noviembre, quedó prisionero de la opinión de la mayoría de sus colegas (curiosamente solo la oscura figura de sir Laming Worthington-Evans estaba sistemáticamente con él), que preferían mucho más la victoria de los propietarios del carbón a un acuerdo negociado.
No obstante, su esfuerzo pacífico sostenido contrasta con la belicosidad que demostró durante la Huelga General y con la fama que le había seguido en los círculos laboristas y sindicalistas desde Tonypandy en 1911. Su método de operación era tal que, si se le planteaba un problema, no podía dejar de intentar resolverlo. Podía hacerlo con prudencia o sin ella. Pero hacerse eco del comentario quietista que hizo Baldwin en julio estaba simplemente fuera de sus opciones. En esta etapa de su vida, y en realidad en todas las demás, salvo quizá después de 1951, era irremediablemente proactivo.
En cuanto la huelga de mineros terminó, desvió su atención de los asuntos del Gobierno y en un mes y medio de agotadora redacción terminó el tercer volumen de The World Crisis. El prefacio estaba fechado «Chartwell Manor, 1 de enero, 1927». (Salió por partes en el Times en febrero y fue publicado como libro en marzo.) Después siguieron veinticinco días de vacaciones, inquietas y peripatéticas, por el Mediterráneo. Éstas incluyeron jugar en Malta su último partido de polo, presenciar una erupción del Vesuvio desde Nápoles, disfrutar de una rápida vista de invierno del Partenón en Atenas y tener dos encuentros con Mussolini en Roma, tras los cuales realizó unas declaraciones demasiado amistosas. No regresó a Londres hasta el 29 de enero y entonces se aplicó con energía a preparar su tercer presupuesto.
Éste fue presentado con más brío aún que los dos anteriores. Baldwin mostró generosidad y percepción descriptiva cuando escribió aquella noche al rey: «La escena [abarrotada] fue suficiente para mostrar que Mr. Churchill como atracción principal posee un poder de atracción que nadie en la Cámara de los Comunes puede sobrepasar [...]. [El ministro de Hacienda] entró en la Cámara con una sonrisa radiante, tras haber desempeñado aparentemente el papel de flautista de Hamelín desde Downing Street».31 Las palabras iniciales de Churchill produjeron un fuerte impacto que al menos impidió que su multitudinaria y distinguida audiencia se quedara dormida en seguida: «Esta tarde nos reunimos bajo la sombra de los desastres del año pasado. La huelga del carbón ha costado al contribuyente treinta millones de libras. No es hora de lamentar el pasado. Es hora de pagar la factura. No me corresponde a mí repartir la culpa. Mi tarea es repartir la carga. No puedo presentarme en el papel de juez imparcial. Solo soy el verdugo público».32
Sin embargo, como verdugo cortó muy pocas cabezas, en cualquier caso no las que correspondían a cuellos famosos o lo bastante rígidos como para causar mucha conmoción. La cerámica traslúcida iba a aportar 200.000 libras, los neumáticos de automóvil 750.000 libras, las cerillas 700.000 libras, los vinos (sobre todo ajustando el límite en el que se consideraban encabezados de 27° a 25°) 1,25 millones de libras y el tabaco, 3,5 millones de libras. El Fondo para Carreteras iba a ser atacado de nuevo, pero de un modo peculiarmente complicado, y caerían diversas frutas, empleando su propia frase del año anterior, «sacudiendo juiciosamente el árbol». Estos frutos, en forma de una agilización de las fechas de pago, produjeron la cantidad sorprendentemente elevada de casi veinte millones de libras. Pero fueron irrepetibles, y, por ello, una fuente de financiación un poco falsa. Con estos y otros ingeniosos giros consiguió convertir un futuro déficit de 21,5 millones de libras en un futuro superávit de 16,5 millones de libras, casi todos los cuales dedicó a aumentar el fondo de amortización al muy alto nivel de 65 millones de libras, mientras aún le quedaba un superávit de 1,5 millones de libras.
Baldwin lo resumió tan claramente como cualquiera en aquella carta al rey al escribir: «Sus enemigos dirán que el presupuesto de este año es una pieza maliciosa de manipulación y juegos malabares con las finanzas del país, pero sus amigos dirán que es una obra maestra del ingenio».33 Para algunos de sus colegas, quizá dolidos por sus intentos de liderazgo ruidoso durante las huelgas, había demasiado oropel. Lane-Fox, en una carta a su vecino de Yorkshire Irwin, virrey de la India, lo llamó «cancioncilla barata»,34 y L. S. Amery, fiel a su actitud general hacia Churchill, pronunció posteriormente una retahíla de quejas a Baldwin que incluían la petición de que Churchill fuera alejado del Tesoro.35
Churchill, muy consciente de que este presupuesto tenía poca enjundia, ya antes de que el proyecto de ley de Finanzas fuera ley a finales de julio había empezado a pensar en los presupuestos de 1928 y de 1929, que se suponía entrarían en la legislatura y él aún sería ministro de Hacienda, aunque evidentemente serían los dos últimos dentro de la primera y probablemente también los últimos suyos. Estaba ansioso por causar la mayor sensación posible. En 1925 había querido indicar una vuelta a la normalidad con la eliminación aplazada de algunas de las cargas de los impuestos directos, cuyo peso jamás habría sido contemplado de no haber transformado 1914 el mundo de 1913. En 1926 y 1927 se había visto muy limitado por la amenaza o la realidad de los conflictos industriales. Mil novecientos veintiocho era su primera oportunidad de efectuar un avance de la caballería por campo abierto (él siempre fue muy dado a pensar en semejantes metáforas militares) y tenía la intención de que fuera vigoroso y masivo.
Tras volver al patrón oro y durante la pesadilla de la huelga, la economía británica se comportó de forma flácida. Churchill quería dar algún estímulo sensacional y de gran impacto a la actividad económica. La mejor ruta que veía era un aligeramiento de la carga de los impuestos municipales: un impuesto sobre los bienes raíces implantado por las autoridades locales, los ayuntamientos. Este aligeramiento iba a ser total en el caso de la agricultura, que ya estaba siendo favorecida en el 75 por 100, y con una nueva desgravación de la misma cifra del 75 por 100 para toda la industria, pesada o ligera, próspera o en declive, así como para los ferrocarriles de transporte de mercancías, los canales, los muelles y los puertos. Esto requeriría una masse de manoeuvre de aproximadamente treinta millones de libras del Gobierno central, una suma muy grande en relación con los totales presupuestarios de aquella época, y se proponía realizarlo en parte imponiendo una política de ahorro en los ministerios, en particular en el Almirantazgo, y en parte con un considerable nuevo impuesto sobre la gasolina.
Churchill veía este plan de reducción de impuestos como una manera de abrir el camino a una reforma importante del Gobierno local, sin duda la más importante desde 1886, «quizá desde 1834». Esto, por supuesto, era más asunto de Neville Chamberlain que suyo, pero él nunca respetó mucho las fronteras entre Ministerios y, en cualquier caso, esperaba hacer de Chamberlain un aliado entusiasta, lo que en cierta medida logró. La reorganización del Gobierno local requeriría poco a poco una financiación que superaría los treinta millones de libras, y por lo tanto era importante crear fuentes de ingresos florecientes. Los impuestos sobre la gasolina dieron toda la impresión de serlo.
El plan era evidentemente atrevido. También era ingenioso y en cierta medida producto de su mente fértil. La persona que mejor podía reclamar la copaternidad era—cosa sorprendente para la época—Harold Macmillan, quien le había hecho sugerencias similares en este aspecto unos dos años antes. Churchill lanzó la consideración interna de sus planes enviando tres importantes memorándum, uno abajo, uno arriba y uno lateral. El de abajo fue a A. W. Hurst, a la sazón poderoso funcionario del Tesoro cuya carrera posterior no corrió pareja a lo que prometía. A él le pedía carne para sus huesos. Dos días después, envió once páginas al primer ministro. Estaban redactadas en términos de alta estrategia política. El Gobierno estaba calmado, pero con la amenaza ante sí. Solo tomando la iniciativa con su gran plan podrían dispersarse las nubes y escampar las tormentas: «Tenemos que dominar los acontecimientos antes de vernos sumergidos por ellos». El tercer memorándum, al día siguiente, lo envió a Neville Chamberlain, su más importante aliado y/o adversario en el Gabinete. Estaba hábilmente dirigido al refuerzo del Gobierno local responsable y económico al que el proyecto podía conducir.
Tras haber lanzado estas tres salvas, Churchill procedió a tomarse unas vacaciones de verano y otoño cuya duración excedió incluso una de las estancias de Baldwin en Aix-les-Bains. Permaneció fuera desde la primera semana de agosto hasta la tercera semana de octubre, principalmente en Chartwell. Su pauta y su propósito eran contrarios a los de Baldwin. Baldwin iba a Aix con el fin de separarse de sus colegas y, en la medida de lo posible, apartar de su mente las preocupaciones políticas. Siempre decía que allí jamás leía un periódico. Churchill iba a Chartwell con el fin de alargar el progreso de su trabajo político, pero no para reducir su volumen, y, lejos de encerrarse, convencía a todos los colegas y secuaces que podía de que lo visitaran, de que recibieran su siempre generosa hospitalidad, de que escucharan su opiniones y observaran sus otras múltiples actividades, desde la pintura hasta la albañilería.
Siguió promoviendo, con total determinación, su plan de reducción de impuestos. Fue en gran medida iniciativa propia. Los funcionarios del Tesoro, aparte de Hurst, se mostraban cuanto menos fríos. Habrían preferido que dedicara todo el superávit que pudiera lograr a reducir la deuda. Tenía algunos aliados en el Gabinete, aunque no muchos, y la buena voluntad general, pero no el firme compromiso del primer ministro, que aún era un poco esclavo de la fuerza de la personalidad de Churchill y también creía que la osadía del plan del ministro de Hacienda podría dar un soplo de vida a su lánguido Gobierno. Pero la dureza de los ataques indiscriminados de Churchill a los cálculos ministeriales de sus colegas no estaba calculada para ganarse amigos. «Basta de aeronaves, la mitad de la caballería y solo un tercio de los cruceros», escribió a su esposa el 30 de octubre (1927). «Neville cuesta dos millones y medio de libras más y lord Inútil Percy [lord Eustace Percy era presidente de la Junta de Educación] la misma cifra, y estamos abriendo una fuerte batería contra ellos esta semana. Es realmente intolerable el modo en que estos departamentos civiles avanzan como una horda de perjudiciales langostas».36
Con mucho, el posible adversario más peligroso era Neville Chamberlain, tanto por su terca pero impresionante aplicación al detalle, en contraste directo con el estilo grandilocuente de Churchill, como por su posición ministerial crucial. El propio Chamberlain proporcionó un penetrante relato en retrospectiva de la lucha, así como de su opinión acerca de Churchill, en una carta que escribió a Irwin, que estaba en la India, el 12 de agosto de 1928:
Cuando me llegaron estas propuestas, al principio manifesté mi aprobación de que la industria debería verse aliviada de una parte de sus impuestos, pero planteé fuertes objeciones por motivos del Gobierno local a cualquier plan que cortara por completo cualquier conexión entre la industria y los intereses industriales y el Gobierno local. Me parecía que era sumamente peligroso que a una gran parte de la comunidad se le diera a entender que no se veía afectada por cualquier ineficacia, despilfarro o corrupción en el Gobierno local [...].
Sobre este punto tuvimos numerosas batallas. Acusé a Winston de defender temerariamente planes cuyos efectos él mismo no entendía. Él me acusó de pedantería y de celos personales hacia su persona. A veces los sentimientos se hicieron muy agudos. Pero yo tenía una ventaja sobre Winston de la que él era dolorosamente consciente. Él no podía pasar sin mí. Por lo tanto, al final fui el único juez de hasta dónde llegar, porque, cada vez que yo me lanzaba, él se quedaba indefenso. En realidad, solo me planté una vez y él cedió directamente. Pero fue un rato muy agobiante para mí, y, a decir verdad, Edward, Winston es un compañero de cama interesante pero muy incómodo. Nunca tienes un momento de descanso y nunca sabes en qué momento se fugará [...]. En la consideración de los asuntos, sus decisiones nunca se basan en el conocimiento exacto ni en cuidadosas consideraciones de los pros y los contras. Busca de forma instintiva la idea grande y preferiblemente nueva capaz de ser representada con el pincel más grueso. Ya sea factible la idea o no, ya sea buena o mala, con tal de poder verse a sí mismo recomendándola de forma verosímil y con éxito a un público entusiasta, le resulta aceptable.37
Era una descripción perspicaz, aunque obviamente escrita con cierta parcialidad, y transmitía bien la sensación de las tensiones de 1927-1928 y de las razones que en 1939 hicieron que Chamberlain fuera tan reacio a incorporar a Churchill en su Gobierno hasta que hubo estallado realmente la guerra. Durante todo el invierno y los primeros días de la primavera (1928), se oyó el ruido de la batalla, y el resultado no fue completamente satisfactorio para ninguno de los dos bandos. Chamberlain consiguió conservar algún vínculo financiero entre industria y Gobierno local, y Churchill consiguió, casi en el último momento, extender la disminución de impuestos a los ferrocarriles, a lo que Chamberlain y otros varios se habían opuesto con fuerza. El plan que finalmente se acordó era lo bastante parecido al que había ideado Churchill como para que éste pudiera presentarlo al Parlamento con la ostentación de un discurso de tres horas y media el 24 de abril. Este cuarto presupuesto volvió a ser acogido favorablemente, aunque con las discusiones precedentes había agotado claramente las grandes pero a veces limitadas reservas de energía, como demostró la suspensión durante media hora de la sesión (por primera vez en un discurso del presupuesto desde la maratón de Lloyd George en 1909) y el hecho de que, cuatro días más tarde, Churchill se viera aquejado de una fuerte gripe, que le impidió responder al debate del presupuesto y no solo lo mantuvo en cama durante más de una semana, sino que requirió asimismo, casi un mes de plena convalecencia. Sin embargo, regresó para el proyecto de ley de Finanzas, que resultó complicado de aprobar y no adquirió rango de ley hasta el 3 de agosto.
Quedaba el presupuesto de 1929. Churchill fue excepcional al conseguir que se aprobara un quinto presupuesto. Solo cuatro ministros de Hacienda anteriores habían alcanzado semejante perseverancia. Además, Churchill decidió que, fuera lo que fuere lo que le reservaba el futuro, sacaría el máximo partido de la última escena de este acto. No tenía gran cosa nueva que anunciar, lo que no era sorprendente tras el importante cambio de 1928. Abolió su propio impuesto sobre las apuestas de 1926, que no había tenido éxito, presentó la eliminación total de los impuestos agrícolas por seis meses (con la esperanza sin duda de animar a los agradecidos campesinos a apresurarse a ir a las urnas) y, para reforzar sus credenciales de «amigo del pueblo», se deshizo de los derechos sobre el té, pero resultó que solo durante dos años.
Esta escasez de cambios no le impidió pronunciar el más polémico de todos sus discursos presupuestarios. Duró tres horas, sin interrupción. Llenó el tiempo con un estudio magnífico aunque tendencioso de todo su historial desde 1924, acompañado de denuncias contra las propuestas laboristas y liberales para la siguiente legislatura. Eran ladrillos poco consistentes. Pero con ello estimuló a los cronistas de los presupuestos británicos (Mallet y George), normalmente sosos y contenidos, a referirse a su «brillante retórica» y al Sunday Times a llamarlo «el más brillantemente entretenido de los discursos presupuestarios modernos». De modo que concluyó con una nota alta. Pero ni su nueva posición de partido con respecto al electorado ni su posición dentro del partido poseían mucha seguridad implícita. Como consecuencia de ello, el discurso del quinto presupuesto fue su última aparición en el banco del Gobierno en la Cámara de los Comunes durante casi diez años y medio. Fue un período de alejamiento de la política más largo que el que los Dardanelos o Dundee le habían infligido.