Las segundas elecciones de 1910 no le fueron tan bien a Churchill como las primeras. De forma muy poco característica, rechazó el desafío de Bonar Law de volver a Manchester Noroeste y enzarzarse con él en un combate caballerosamente «a muerte», queriendo decir «a muerte» que el perdedor no intentaría volver a entrar en el nuevo Parlamento. Fue un ejemplo extremo de políticos que trataban los distritos electorales como algo traspasable, igual que los futbolistas profesionales. El escaño, perdido por Churchill en 1908, lo habían ganado de nuevo los liberales en las primeras elecciones de 1910, pero nadie pareció fijarse mucho en el parlamentario que lo ocupaba. Él no era el problema. Éste consistía en que Churchill había conseguido su «escaño para toda la vida» en Dundee y no tenía ningún deseo de regresar a los peligros de Cheetham Hill. Pero Bonar Law sacrificaba al menos otro tanto. Dulwich era tan seguro como Dundee (y mucho más conveniente), pero, no obstante, respondió a una llamada del partido para encabezar la campaña en Lancashire.
Law fue derrotado y, liberado de su oferta de no ir a otro sitio porque Churchill no respondió, tuvo que buscar refugio en Bootle, un puerto tory poco prometedor aunque en aquella época seguro. La negativa de Churchill a un combate cuerpo a cuerpo en un lugar expuesto, de forma parecida a su quizá imaginado encuentro directo con Louis Botha en 1899, fue en ciertos aspectos sorprendente. Tal vez habría cabido esperar que apelara a su romanticismo. Y de haber aceptado, ello habría cambiado la historia del Partido Conservador. Law, fuera de la Cámara de los Comunes, no habría podido suceder a Balfour como líder en el otoño de 1911. No habría podido montar su campaña de intransigencia por el Ulster en 1912-1914, que hizo más próxima que nunca la amenaza de guerra civil en Gran Bretaña desde el siglo XVII. No habría podido vetar la continuación de Churchill en el Almirantazgo en mayo de 1915, y no se habría resistido, hosca pero no definitivamente, a su vuelta al Gobierno como ministro de Municiones en 1917. Y no habría estado en posición de derribar la coalición de Lloyd George en 1922 y de condenar a Churchill a dos años en el desierto político.
Churchill ganó en Dundee (como habría hecho en Manchester), pero obtuvo mil quinientos votos menos que en el mes de enero anterior y sufrió una desviación en su contra de un 7 por 100 en comparación con el promedio escocés de poco más del 1 por 100. El infatigable Scrymgeour llegó a sumar gracias a otros trescientos votos una quinta parte del total de Churchill. Como diez meses antes, la campaña de Churchill fue larga y su oratoria, a menudo mordaz. Pero su papel fue menos destacado porque, como reconoció sin ambages en otra de sus cartas al primer ministro, notablemente seguro de sí mismo e incluso levemente paternalista, el 3 de enero de 1911: «Usted parecía dominar mucho más eficazmente la situación & las discusiones que en las elecciones de enero, & sus discursos destacaban de forma preeminente ya fuera en relación con los colegas o con los oponentes».1
En esta carta, Churchill adoptaba una postura muy firme respecto a llevar a los pares a la justicia:
Deberíamos dejar claro lo antes posible que no tenemos miedo de crear quinientos pares si es necesario: que creemos sin lugar a dudas que poseemos el poder para hacerlo, & no nos amendrentaremos. Esta creación en realidad sería en interés del Partido Liberal & un desastre para el Partido Conservador. Sería posible hacer una lista de hombres cuya fama local y cívica fuera tan elevada con ambos partidos en las ciudades & los condados que todo intento de ridiculizar su carácter o de compararlos desfavorablemente con la actual nobleza caerían por su propio peso. De una tacada ganaríamos una gran influencia en el país. La riqueza & importancia de la sociedad británica podría mantener fácilmente a mil notables, mucho más fácilmente que a trescientos hace un siglo [...]. Una cosa que no debemos tolerar es que se produzca ningún disparate dilatorio en los Lores sobre las constituciones en general. Si el proyecto de ley no avanza como es debido, ¡deberíamos hacer tintinear las coronas de los nobles con las vainas de sus espadas! [la cursiva es mía].
Luego, pasaba del tintineo al apaciguamiento:
Después de haber limitado el veto, espero que podamos seguir une politique d’apaisement [...]. Confío en que parte de la decepción de la derrota pueda ser mitigada por una generosa concesión de honores (tras el precedente de la última coronación) a miembros destacados de la oposición. El Consejo Privado del Rey para Bonar Law y FE; la Orden del Mérito para Joe [Chamberlain]; una proporción de pares y barones tories; algo para la prensa tory.
[...] Luego, según criterio. Deberíamos ofrecernos para hablar con los conservadores no solo sobre la reforma de los Lores sino también sobre Irlanda. Me gustaría llegar a un entendimiento con Balfour sobre la Marina [...]. Deberían rebajarse los impuestos de licencia [de la venta de alcohol] donde realmente son excesivos. Los derechos reales no deberían recaer en los bienes raíces más que una vez en veinticinco años. Deberíamos seguir una política nacional y no seccional: & tratar de hacer nuestra prolongada posesión del poder lo más agradable posible para la otra mitad de nuestros compatriotas. Usted tendrá el poder de hacer todo esto debido a la inquebrantable confianza que las masas liberales darán al líder que limite el veto de los Lores mediante una acción fuerte y audaz [...]. Éstos son mis sentimientos en la coyuntura actual, q. pongo ante usted con toda sinceridad y sabiendo que compartirá muchos de ellos, & que no me guardará rencor por que los exprese.2
Al final de esta notable misiva, Churchill añadía: «Al copiar esta carta3 fui interrumpido por el asunto Stepney, de donde acabo de regresar». El asunto Stepney fue la infame Batalla de Sidney Street. Se trató de un choque dramático, pero de no haberlo elevado el ministro de Interior habría sido relativamente insignificante, entre la policía y unos delincuentes que podían o no ser anarquistas pero que sin duda eran inmigrantes recientes. Esta última consideración introducía un elemento xenóbofo en la discusión, la cual fue exacerbada por el hecho de que Churchill, con unas elecciones pendientes en la división más judía de Manchester y, por tanto, amistosa con los inmigrantes, había adoptado una actitud hostil hacia el restrictivo proyecto de ley de Extranjería de 1904. Tres semanas y media antes de lo de Sidney Street, la policía había encontrado a una banda de letones tratando de hacer un túnel en una joyería de Houndsditch. Reaccionaron con violencia, mataron a dos policías, hirieron a otro y escaparon. Encontraron una casa relativamente segura en Sidney Street, Stepney, y la policía no volvió a descubrir su paradero hasta la tarde del 2 de enero. A primera hora de la mañana siguiente, se buscó la autoridad del Ministerio de Interior para reforzar a la policía con un pelotón mejor armado de Guardia Escocesa de la Torre de Londres. En vista de las víctimas de la policía producidas en la ocasión anterior, no era algo irrazonable, y Churchill dio de inmediato su consentimiento. El problema fue que entonces no pudo resistirse a ir personalmente a ver la diversión. Él y su menos que marcial secretario particular, Eddie Marsh, fueron conducidos allí desde el Ministerio de Interior a media mañana. Ambos iban con chistera y Churchill resultaba aún más llamativo por el elegante abrigo con cuello de astracán que llevaba, por lo que constituían una magnífica oportunidad fotográfica, que fue debidamente explotada.
Existe cierta incerteza en cuanto a si Churchill intentó dar órdenes en el curso de la operación. A la policía casi con toda seguridad no se las dio, aunque el oficial a cargo de una difícil operación, en la que otro policía resultó muerto y otros dos heridos, debió de encontrar más inhibidor que alentador el tener que actuar en presencia de un superior de tanta categoría. Por otra parte, cuando la casa se incendió, el oficial a cargo del primer destacamento de bomberos que estaba presente pidió instrucciones a Churchill, y se le dijo que la dejara arder. Esto puede que fuera sensato en vista de los peligrosos criminales que se encontraban dentro. Al final se encontraron dos cuerpos carbonizados, pero quedaban uno o dos letones. Dos semanas más tarde, Churchill tuvo que prestar declaración en una investigación, deber no natural de un ministro de Interior, y cuando la nueva Cámara de los Comunes se reunió fue objeto de una de las mejores piezas de fría burla por parte de Balfour. «Entiendo lo que estaba haciendo el fotógrafo—dijo—, pero ¿qué estaba haciendo el honorable caballero?».4
Lo trascendente fue que este asunto, al que se le dio una amplia publicidad, fortaleció la ya incipiente fama de Churchill de estar lejos de ser un ministro de Interior calmado y juicioso. Se le percibía más como un boy-scout siempre dispuesto a disparar, o como mucho un suboficial, que deseaba comportarse en las calles de Londres como si aún estuvieran con la Malakand Field Force o en el tren acorazado de Natal. Y esto se produjo en un momento en que las excepcionales tensiones laborales en el sector industrial hacían más que necesaria una mano firme en el Ministerio de Interior. Antes de las segundas elecciones de 1910 se produjo el asunto Tonypandy, que se recordó adversa e injustamente contra Churchill en círculos laboristas y sindicalistas. Puede que en verdad constituyera una considerable contribución a la arriesgada neutralidad del Partido Laborista entre Halifax y Churchill como sucesor de Chamberlain en mayo de 1940.
Sin embargo, a finales de 1910 la Administración del Ministerio de Interior de Churchill no era beligerante en la relación con las disputas industriales. En mayo se había producido una huelga en los muelles de Newport, en Monmouthshire, potencialmente explosiva. Una de las compañías navieras de Newport, Houlder Brothers, adoptó una actitud incendiaria y propuso importar cincuenta y cinco estibadores «esquiroles» para cargar el barco que tenía retenido. Fueron apoyados hasta cierto punto por el secretario de la Federación Naviera, pero no por el director de los muelles de Newport. Parecía seguro que la llegada de esta mano de obra importada no sindicada provocaría una reacción tormentosa y probablemente violenta por parte de los trabajadores de los muelles de Newport que realizaban piquetes. Esto produjo una gran agitación en el alcalde de la ciudad y su Comité de Vigilancia (como en aquella época eran denominadas las autoridades policiales en los distritos). No se mostraron particularmente comprensivos con Houlder, pero también eran muy conscientes de sus responsabilidades en la conservación del orden público, y no solo estaban muy preocupados por las perspectivas objetivas de que se abriera una grave brecha, sino también intimidados por las amenazas de venganza contra los huelguistas por parte de Houlders. La actitud de F. H. Houlder, el socio más antiguo, quedó bien patente al decir que «en Argentina hicieron mejor estas cosas: enviaron artillería y ametralladoras y dieron protección adecuada a sus hombres».5 Así pues, el alcalde bombardeó al Ministerio de Interior con peticiones urgentes de trescientos policías metropolitanos así como trescientos soldados.
En aquella época, tanto la organización de la policía como la responsabilidad legal de evitar que se produjera una conmoción cívica no estaban claras a nivel local. No se podían enviar tropas a petición solo de la autoridad civil del lugar, lo que en realidad significaba que el alcalde era el principal magistrado. El cargo, por tanto, conllevaba una mayor responsabilidad que en el papel municipal casi puramente ornamental que más adelante asumió hasta las elecciones de Londres del año 2000. Además, si el alcalde tenía que mandar sin los militares, sus recursos policiales locales eran muy limitados. Newport no tendría una fuerza policial municipal de más de ciento cincuenta hombres. El alcalde, por lo tanto, se veía obligado a pedir prestado a los vecinos. «Agotados todos los recursos locales—telegrafió al secretario permanente del Ministerio de Interior el 21 de mayo—y me han prometido para mañana sesenta hombres de Bristol y cuarenta de Merthyr, y espero conseguir cuarenta del condado de Glamorgan y un número similar del condado de Monmouthshire: pero estos últimos ochenta son dudosos, ya que mañana hay una manifestación en Cardiff y la ciudad de Cardiff no puede prestar ayuda».6
Sir Edward Troup, en la estación receptora en Londres, y actuando según instrucciones generales de Churchill, se comportó con gran sensatez y frialdad. Reunirse con Houlder produjo en él un efecto saludable. «Si [él] intimida a los estibadores como trató de intimidarme a mí, no es extraño que hubiera una huelga», informó a Churchill. Esto sucedió después de que Houlder hubiera llegado a la casa particular de Troup hacia las 10:45 de la mañana. «Parecía haber cenado y estaba muy excitado».7 Y un día después, Troup telegrafió con firmeza a la Federación Naviera: «El ministro solo puede repetir que si trae hombres a Newport o los lleva a los muelles en las presentes circunstancias, incurrirá en una responsabilidad muy grave». Sin embargo, a través del secretario permanente del Ministerio de Guerra, de cuya organización, después de no haber conseguido levantarlos durante el fin de semana, Troup no tenía una gran opinión («Si el “posible invasor” llega el sábado por la tarde, el M. de G. leerá los telegramas anunciando su llegada el lunes por la mañana»), hizo que el General Officer Commanding (GOC) de la guarnición de la ciudad de Chester pusiera en alerta a las tropas solicitadas.
Su despliegue no fue necesario. Por iniciativa propia de Churchill, y echando mano de su experiencia ministerial previa, se envió a Newport a un mediador del Ministerio de Comercio (Mitchell) y, en una reunión cuatripartita en el ayuntamiento (con el alcalde, Mitchell, los «amos» y los «hombres»), llegaron a un acuerdo unas seis horas después de su llegada. Fiel a su papel de caricatura de pequeño capitalista, Houlder lo rechazó y siguió con su intención de traer a sus esquiroles. Sin embargo, estaba lo bastante aislado como para que lo convencieran, y la tensión se redujo el 24 de mayo. Newport había experimentado su momento más emocionante desde la revuelta de los cartistas en 1839, y el Ministerio de Interior de Churchill había desempeñado un papel firme, incluso distinguido. El propio ministro de Interior tal vez habría intervenido más y habría tenido una participación igualmente firme de no haber partido de Inglaterra para pasar las vacaciones de Pentecostés en Suiza y Venecia el 24 de mayo. Sus posteriores comunicados adoptaron la siguiente forma: «Los telegramas mañana me encontrarán en el Grand Hotel, Goschenein [...]. No llegamos a Venecia hasta el miércoles».8 Sus cambios de escenario eran sagrados, pero sus energías rara vez se desviaban en castillos de arena, y la política de su secretario permanente en Londres, que operaba dentro de su dirección general y, en cierta medida, por inspiración propia, sin duda no podía ser acusado de estar demasiado excitado o pronto a disparar.
Tonypandy, una ciudad minera de Rhondda a cuarenta kilómetros al noroeste de Newport, se convirtió en un nombre mucho más famoso en la historia industrial y en el escudo de armas de Churchill. Algunos dijeron que en parte se debió a que se trataba de uno de los pocos topónimos galeses que los ingleses encontraban fáciles de pronunciar (aunque Newport no podía costarles mucho), y, en cualquier caso, la mayoría pronunciaba mal Tonypandy, alargando la o. Probablemente, se debió más bien a que se hallaba en el epicentro de las comunidades industriales toscas pero famosas en las que, a partir de aproximadamente 1840, la explotación de las ricas minas de carbón transformó en una franja de setenta kilómetros de ancho de fortalezas hasta entonces selváticas que iban desde el este de Carmarthenshire, pasando por Glamorgan, hasta el medio de Monmouthshire.
A principios de noviembre de 1910 estalló una complicada disputa referente al pago relativo por trabajar en minas de carbón difíciles y más fáciles en los valles de Rhondda y Aberdare, lo que llevó a unos veinticinco mil hombres a la huelga (una décima parte del total empleado entonces en todas las minas del sur de Gales). Esto desembocó en una tensa situación en varias minas de carbón de la localidad y, a la larga, en graves destrozos y saqueos de tiendas en el pequeño centro de Tonypandy. Esto empezó la noche del lunes 7 de noviembre, y aunque el jefe de policía de Glamorgan tenía, según un informe de Churchill al rey, no menos de mil cuatrocientos agentes a su disposición, un cuerno de la abundancia comparado con lo que tenía su pobre primo de Newport, decidió apelar directamente al Mando del Sur del GOC para recibir refuerzos. Aquí hay varios puntos. En primer lugar, al igual que los mineros poco a poco (y sin duda en 1926) iban siendo considerados los efectivos de la mano de obra industrial más endurecidos por la batalla, por una especie de relación simbiótica la policía del condado de Glamorgan fue adquiriendo algunas de las características del batallón de primera de las fuerzas compensatorias. Según recuerdo de mi infancia, llevaban, al igual que los miembros de la Guardia Prusiana, un pincho de plata en el casco, una forma de decoración agresiva evitada por la fuerza inferior de Monmouthshire. Sin embargo, a juzgar por la solicitud de su jefe de policía, el valor de Glamorgan no estaba a la altura de su insignia.
El segundo punto de interés es por qué el jefe de policía de Glamorgan pudo acudir directamente al Mando del Sur mientras que el de Newport tuvo que llegar a él a través de su alcalde y del Ministerio de Interior. La respuesta es en parte que no había alcalde ni corporación en el valle de Rhondda, sino solo un humilde consejo de distrito urbano, y en parte porque los jefes de policía de los condados eran «caballeros» y los de los distritos eran «jugadores»—policías profesionales—, y en la Inglaterra anterior a 1914, e incluso anterior a 1939, los caballeros gozaban de mucha mayor autoridad.
Por fortuna, el general a cargo de la operación—Nevil Macready—era un hombre muy sensato, que estaba ansioso por cooperar con la más cauta opinión del Ministerio de Interior. La infantería, que avanzó desde la llanura de Salisbury, al principio fue detenida por Churchill en Swindon, y a la caballería no se le permitió acercarse más a la escena de la batalla potencial que Cardiff. Un poco más tarde, Churchill accedió a que la caballería avanzara hasta Pontypridd, en la unión de los valles de Aberdare y Rhondda. Sin embargo, como los incidentes persistieron durante varios días y noches, produciéndose daños en sesenta y tres tiendas y resultando muerto un hombre, aunque fue por accidente en una reyerta y no por una acción de la policía, Churchill al final permitió que un destacamento de los Fusileros de Lancashire entrara en el valle, donde de hecho se quedaron durante casi un año. Nunca atacaron a los huelguistas. La batalla como tal la libró la policía de Glamorgan, reforzada por algunos policías de Londres (la policía metropolitana, bajo el mando de Churchill, vio a muchos galeses e ingleses no metropolitanos) con los impermeables remangados como armas apenas letales. No hubo víctimas graves, aparte del hombre que murió antes de que llegaran los refuerzos militares o la policía metropolitana.
En cualquier análisis objetivo es difícil culpar a Churchill, en el caso de Rhondda, por ningún pecado de agresión o venganza hacia los obreros. En realidad, en la época fue más criticado por lo contrario. El Times tronó por su debilidad. Sin embargo, hay líneas de ataque a las que algunos políticos, ya sean o no «culpables como se les acusa», son extrañamente vulnerables porque parecen encajar con su carácter general y su conducta. Así, la acusación de poseer un carácter engañoso en el caso de Lloyd George o de indolencia en Baldwin o de indiscreción en Hugh Dalton se adhiere a ellos como una mancha de grasa en un traje de color claro. Y en el caso de Churchill siempre había suficiente cantidad del «comandante a galope» para que fuera fácil suponer que actuaba con superbulliciosa irresponsabilidad por habérsele subido el poder a la cabeza.
El contraste con Asquith es instructivo. En el segundo año que pasó en el Ministerio de Interior diecisiete años antes, Asquith tuvo que actuar ante un problema de orden público muy similar al que surgió en Tonypandy. Una huelga minera en Yorkshire condujo a una situación de rebelión en algunas minas de los alrededores de Wakefield. Los magistrados locales pidieron refuerzos. Asquith les envió cuatrocientos policías metropolitanos. La situación siguió deteriorándose y los magistrados, con creciente agotamiento, pidieron que éstos fueran reforzados por tropas. Asquith accedió de mala gana al despliegue de un pelotón de infantería. Al cuarto día, en una mina de carbón llamada Featherstone y bajo la presión de una multitud amenazadora, abrieron fuego. Murieron dos civiles. Después, durante un tiempo, Asquith fue objeto de esporádicas protestas en las reuniones públicas. «¿Por qué mató a los mineros de Featherstone en el 92?» era una pulla típica. «No fue en el 92, fue en el 93», era su fríamente cansada y precisa respuesta.9 Pero Featherstone nunca se pegó a él como Tonypandy a Churchill. Por otro lado, la actitud de Asquith de «esperar a ver» de marzo de 1910 persistió. En realidad, utilizó la frase, en relación con los planes del Gobierno de un «proyecto de ley del veto», no de forma vacilante o en tono de disculpa sino con un asomo de amenaza. Sin embargo, posteriormente se utilizó con frecuencia como frase que demostraba su inactividad. Churchill nunca fue acusado de esperar a ver sino de saltar a la primera.
La aventura de Sidney Street, que se produjo unas seis semanas después de lo de Tonypandy, fue el gran error de Churchill. Dio una justificación retrospectiva a las sospechas de precipitación. Y esto se vio reforzado por su actuación de forma mucho menos circunspecta que, anteriormente en la oleada de conflictos industriales, junto con el aplastamiento de la crisis constitucional y el tiempo más caluroso del siglo, azotó al país en el verano de 1911. Empezó con una huelga de marineros y bomberos a mediados de junio, que se solucionó con bastante rapidez y de forma favorable para los huelguistas. La oleada de conflictos que se produjeron por simpatía y emulación, principalmente en el transporte de una clase u otra, duró todo el mes de julio y parte del mes de agosto, cuando culminó en el estallido de una huelga nacional de ferrocarriles convocada el 15 de agosto para la tarde siguiente. Churchill, que hasta entonces, sin duda alentado por Troup, se había comportado con la contenida precaución que había mostrado en 1910, en esa etapa pareció poner la directa.
La situación en Mereyside, donde una huelga en los muelles duró mucho más que en Londres, se hizo tensa. El alcalde de Liverpool y el de Birkenhead pidieron no solo tropas sino un buque de guerra en el Mersey (cuya función no quedó clara en modo alguno). Churchill se ocupó de proporcionar ambas cosas. El resultado fue un pequeño incidente con disparos el 14 de agosto, sin muertos pero con ocho heridos. Había nerviosismo por doquier (sin duda es más fácil decir esto hoy en día que en el Liverpool de la época). Lord Derby, como magnate local, escribió a Churchill que «en cuarenta y ocho horas todos los pobres estarán cara a cara con la hambruna y solo Dios sabe qué ocurrirá cuando llegue ese momento».10 Y, al día siguiente, el rey Jorge V telefoneó a Churchill: «Las noticias de Liverpool indican que la situación es más de revolución que de huelga».11
Cuando la huelga del ferrocarril se hizo inminente, Churchill se aseguró de que se suspendía la regla según la cual se podían desplegar tropas (a fin de garantizar el orden local e industrial) solo a petición específica de una autoridad civil. Poco después el campo de batalla industrial se convirtió en un campo armado. Había batallones en Hyde Park, y de forma singularmente desafortunada desde el punto de vista de la reputación de Churchill con la prensa radical, ocuparon todas las estaciones de ferrocarril de Manchester sin que mediara ninguna petición del alcalde de esa ciudad. Esto irritó a C. P. Scott, el editor parecido a Jehová del Manchester Guardian, que hasta entonces había sido uno de los más decididos partidarios de Churchill. Cuando la huelga del ferrocarril se hizo realidad, las dos estrellas radicales del Gobierno se repartieron los papeles, Lloyd George el de conciliador y Churchill el de intimidador. «La huelga del ferrocarril ahora se arreglará luchando», telegrafió este último al rey el 18 de agosto.12
Se habría podido sostener que se trató de un despliegue deliberado y brillante de sus respectivos talentos. Lloyd George desempeñó el papel más constructivo. Liquidó la huelga (sobre todo consiguiendo que las principales compañías ferroviarias—a la sazón había nueve—reconocieran a los sindicatos y negociaran con ellos) el 20 de agosto, mientras Churchill seguía fulminando. En un discurso en la Cámara de los Comunes en el que defendió sus acciones, el 22 de agosto, habló en términos apocalípticos de la amenaza «en ese gran cuadrilátero del industrialismo, desde Liverpool y Manchester al oeste hasta Hull y Grimsby al este, desde Newcastle hasta Birmingham y Coventry en el sur [...] de una veloz y cierta degeneración de todos los medios, de todas las estructuras, sociales y económicas, de las que depende la vida de la gente». Comparó la amenaza con la brecha de la gran presa de Nimrod en el Éufrates, cuando «la enorme población que vivía junto a ese medio artificial [...] quedó absolutamente borrada del libro de la vida humana».13
Era una hipérbole exagerada, que habría merecido una versión anterior de los brillantes versos satíricos de G. K. Chesterton titulados «Chuck it Smith» burlándose de la afirmación del amigo de Churchill F. E. (posteriormente lord Birkenhead) de que el proyecto de ley del desestablecimiento de la Iglesia galesa había «insultado a la conciencia de toda comunidad cristiana en Europa». A Asquith no le gustó la hipérbole, y mi hipótesis, firme pero no probada, es que, en el momento (mediados de agosto de 1911) en que oyó (o leyó) este discurso, fue cuando decidió que Churchill, aunque su fuerza y su capacidad eran tales que no cabía pensar en echarlo del Gobierno, no era el más adecuado para el Ministerio de Interior en un momento en que tensiones inusuales, industriales y políticas, empezaban a amenazar la vida hasta entonces relativamente plácida de la liberal Inglaterra.
Por fortuna para Churchill, como de todos modos pareció en su momento, su mente empezaba a pensar simultáneamente más allá del Ministerio de Interior. Además de la coronación y el calor, las huelgas y la victoria sobre los pares, aquel verano también había sido testigo de un cambio cualitativo en el clima internacional. El 1 de julio llegó un cañonero alemán al puerto marroquí de Agadir, localidad que los franceses consideraban dentro de su esfera de interés y en un país que estaban a punto de declarar protectorado. Nunca disparó sus armas, y existen pocos indicios de que tuvieran la intención de hacerlo. Su despacho a Agadir fue un gesto, si bien provocativamente flamante, con efectos más sobre los británicos que sobre los franceses, a los que afectaba más de cerca. Casi en seguida llegaron a un acuerdo con los alemanes, que reconocieron a Francia como el poder europeo predominante en Marruecos.
Los británicos eran particularmente sensibles a cualquier reto naval. Enviar cañoneros para intimidar había sido, al menos desde Palmerston, casi un monopolio británico. No había señales de gran excitación popular comparable con el ambiente, alentado por Disraeli, de «caramba si lo hacemos» de 1878, pero el efecto que el incidente produjo en algunos miembros de la clase política, y sobre todo en Churchill, fue espectacular. Tras el incidente de Agadir ya no habría contemplado la posibilidad de dar su tranquilizador discurso en Swansea de agosto de 1908 o de librar su batalla en alianza con Lloyd George contra los presupuestos navales de McKenna en 1909. En The World Crisis (el importante volumen fue publicado en 1923) se salió de lo acostumbrado para retractarse sobre ese tema: «aunque el ministro de Hacienda y yo teníamos razón en el sentido estricto [de los datos y las cifras], estábamos absolutamente equivocados en relación con las profundas mareas del destino».14
No obstante, este cambio de 1911 no produjo ninguna ruptura inmediata con Lloyd George. En cambio, Churchill contribuyó a que el ministro de Hacienda incluyera en su discurso anual en Mansion House a los líderes financieros de la City de Londres una firme advertencia a Alemania que fue tan sorprendente por parte de Lloyd George en la época como un notable anticipo del obstinado militarismo que demostraría cinco años más tarde. «Haría grandes sacrificios para preservar la paz», empezó Lloyd George de forma algo rutinaria.
Pero si se produjera una situación en que la paz solo pudiera preservarse mediante la rendición de la gran y benéfica posición que Gran Bretaña ha logrado a través de siglos de heroísmo y logros, permitiendo que Gran Bretaña sea tratada donde sus intereses se vieran afectados vitalmente como si careciera de importancia en el concierto de las naciones, entonces digo con énfasis que la paz a ese precio sería una humillación intolerable para un gran país como el nuestro.15
Hasta qué punto los intereses británicos se vieron afectados vitalmente en Marruecos es algo abierto a la discusión, pero no cabe duda de la importancia de este discurso, que en Berlín fue comprendido y tomado a mal, al proceder del hombre que con anterioridad había sido considerado el ministro más «pacifista». El efecto que produjo el incidente de Agadir en Churchill fue aún más profundo que en Lloyd George. A partir de ese momento, la mente de Churchill jamás estuvo mucho tiempo libre de los asuntos militares (este adjetivo también incluye a los navales) hasta bien entrados los años veinte, que dominaron las restantes trece semanas que pasó en el Ministerio de Interior. Al principio hubo una correspondencia natural entre sus responsabilidades ministeriales y su excitación militar. La inquietud en la industria comportó que, quizá con un entusiasmo excesivo, enviara tropas por todo el país. Sin embargo, cuando la inquietud en las fábricas amainó hacia finales de agosto, no destinó sus energías a las funciones más civiles del Ministerio de Interior. Durante mucho tiempo había tenido un fuerte, si bien fluctuante, interés por lo militar. Éste se había revelado en su pasión infantil por el despliegue de soldaditos de plomo—aunque muchos que posteriormente no han demostrado semejante espíritu marcial han compartido ese entusiasmo—y en su determinación de presenciar (y de escribir al respecto) toda posible campaña imperial, y de nuevo en el hecho de encontrar tiempo en sus atareados primeros veranos como ministro para pasar una semana al año de servicio con los Húsares de Oxfordshire. Estos campamentos tenían lugar sobre todo en el parque de Blenheim, lo cual era muy conveniente, y existían algunas dudas (en cualquier caso en la mente de Clementine Churchill) respecto a si la oportunidad que proporcionaban de beber mucho y apostar con F. E. Smith y otros oficiales aficionados menos famosos no era un incentivo tan grande como el entrenamiento militar.
Sin embargo, no debía de caberle duda de la medida en que una parte de su mente se veía agitada por el arte de la soldadesca. Churchill le había escrito el 31 de mayo de 1909 desde este campamento militar tras un día de ejercicios en que, en su opinión, los comandantes senior habían demostrado mucha impericia:
Sabes que me gustaría mucho tener práctica en el manejo de grandes fuerzas. Tengo mucha confianza en mi opinión de las cosas, cuando las veo con claridad, pero en nada me parece sentir más la verdad que en las combinaciones tácticas. Resulta vano y necio decirlo, pero tú no te reirás de ello. Estoy seguro de que tengo la raíz del asunto dentro de mí—pero temo que nunca en este estado de existencia tendrá ocasión de florecer—en capullo rojo vivo.16
Esta corriente subterránea de bonapartismo la mantuvo en general bajo un estricto control durante su paso al radicalismo. Pero siempre estuvo presente de forma latente, y el incidente de Agadir y la nueva percepción sobre la amenaza alemana que, correcta o incorrectamente, provocó, actuó como el beso del príncipe a la bella durmiente.
En el primer volumen de The World Crisis (quizá con algún retoque retrospectivo) Churchill describió una excitada escena en la habitación de Edward Grey el 25 de julio de 1911. (Sin embargo, fue en la habitación del ministro del Foreign Office en la Cámara de los Comunes y no en el esplendor de la habitación del titular del Foreing Office, desde la que Grey, tres años más tarde, imaginó que veía que «las luces se apagaban en toda Europa».) Él y Lloyd George habían sido convocados apresuradamente cuando habían ido a dar un paseo por St. James’ Park para que se reunieran con el ministro del Foreign Office: «Sus [de Grey] primeras palabras fueron: “Acabo de recibir un comunicado del embajador alemán tan tenso que la Flota podría ser atacada en cualquier momento. He enviado a McKenna a avisarlo”».17 A partir de entonces Churchill fue un hombre diferente. La seguridad de la nación fue un aspecto dominante en su mente, casi una obsesión. Al cabo de unos días había organizado una guardia militar especial en los almacenes de cordita de la Marina en Londres. Al cabo de tres semanas—semanas de gran tensión industrial y política—, había elaborado y hecho circular entre los miembros del Comité de Defensa Imperial un importante memorándum en el que pronosticaba una guerra a gran escala y pretendía con considerable presciencia bosquejar los principios de su curso. Los supuestos básicos eran que Gran Bretaña se aliaría con Francia y que las dos potencias occidentales serían apoyadas por Rusia en una lucha de todo el continente contra Alemania, apoyada por Austria-Hungría. Cabía esperar que Alemania, dado que su Ejército era más grande que el de Francia (2,2 millones contra 1,7 millones) y de «al menos igual calidad», llevara la iniciativa y que lo haría avanzando a través de Bélgica. El vigésimo día los alemanes cruzarían la línea del Mosa y los franceses se verían obligados a replegarse hacia París y hacia el sur. Los británicos ayudarían a recuperar el equilibrio enviando inmediatamente una fuerza regular de 107.000 hombres (muy preciso) a Francia y movilizando a cien mil soldados del Ejército británico en la India (no al Ejército indio), que llegarían a Marsella al cabo de cuarenta días, que sería cuando Francia podría tener las primeras esperanzas de cambiar la suerte de la contienda.18 (La Batalla del Marne, una de las grandes recuperaciones militares de la historia, en realidad tuvo lugar entre el 6 y el 10 de septiembre de 1914, entre los días treinta y siete y cuarenta y uno tras la movilización francesa.)
Este notable documento fue todo obra, evidentemente, del propio Churchill. Aparte de todo lo demás, no había nadie en el Ministerio de Interior que tuviera ni los conocimientos ni el deber de ayudarlo en su preparación. El efecto inmediato del documento de Churchill es difícil de calibrar. No obtuvo respuesta escrita directa. Probablemente la mayoría de los miembros del Comité de Defensa Imperial, si lo leyeron, no le hicieron caso, por tomarlo, aunque con tolerancia, como otro ejemplo de que Churchill estaba «sobreexcitado». Sin embargo, no era una simple extravagancia. Durante las siguientes cuatro semanas escribió cartas de política militar y de asuntos extranjeros a Grey (el 30 de agosto), a Lloyd George (el 31 de agosto), a Asquith (el 13 de septiembre), a McKenna (ese mismo día) y a Lloyd George de nuevo (el 14 de septiembre).
El cambio de intereses, por lo tanto, precedió a su cambio de puesto. El conocimiento de que Asquith, tras los conflictos industriales de agosto, se inclinaba por la necesidad de que hubiera un hombre más calmado en el Ministerio de Interior no lo habría perturbado con tal de que él consiguiera el puesto alternativo que quería. Éste era el Almirantazgo. No era un deseo presuntuoso, pues el Almirantazgo, aunque acarreaba unas considerables prebendas especiales, no era de mayor categoría que el Ministerio de Interior; en realidad era un pequeño paso atrás y, en cualquier caso, le habían medio ofrecido el cargo de Primer Lord en 1908 y lo había solicitado (así como el puesto de ministro de Interior) en 1910. Pero en 1911, cuando Asquith decidió que quería una reorganización en el Almirantazgo tanto como quería que se calmaran las cosas en el Ministerio de Interior, había competencia en cuanto a quién efectuaría la reorganización.
El principal objeto de esta reorganización consistía en crear un Estado Mayor de la Guerra en el Almirantazgo, como ya se había impuesto en el Ministerio de Guerra, y hacer que los almirantes cooperaran más con ese otro departamento de servicio en lugar de operar en sublime o complaciente aislamiento. Un instrumento evidente para esto era Haldane, quien había hecho precisamente esta tarea en el Ministerio de Guerra. Poseía además el atributo de ser el más antiguo amigo del primer ministro en la política, pero eso, como demuestran muchos ejemplos, no siempre es la mejor cualidad para un nombramiento. Sus desventajas eran que lo habían nombrado par en la primavera anterior y se sostenía, al menos lo hacía Churchill, que un puesto tan crucial debería estar en los Comunes; que el traspaso directo de Haldane del Ministerio de Guerra sería refregar por las narices de la Marina su necesidad de estar a la altura de la organización del Ejército; y, sobre todo, que Churchill había expresado un insistente deseo de obtener el puesto.
Asquith, en el largo receso antes de adquirir su propia casa en Sutton Courtenay, se encontraba en Archerfield, cerca de North Berwick, una casa alquilada por uno de sus cuñados Tennant. A finales de septiembre había invitado a los Churchill a pasar unos días. Haldane tenía su propia casa en Cloan, en Pertshire, y emprendió el considerable viaje desde allí para ver al primer ministro. (Presumiblemente en uno de los primeros automóviles. Eran casi ochenta kilómetros con un transbordador para cruzar el estrecho de Forth, y el hecho de que efectuara el viaje de regreso al día siguiente indica una considerable impaciencia por su parte.) Su descripción de los acontecimientos daba una sensación de rivalidad casi física en la competición. «Cuando entré—escribió Haldane— vi a Winston Churchill de pie junto a la puerta. Adiviné que se había enterado de posibles cambios y había acudido en seguida a ver al primer ministro. Era lo que pensaba. Churchill fue pesado respecto a conseguir el Almirantazgo [...]. Era evidente que Churchill había estado presionando. Regresé a Cloan y volví al día siguiente. Churchill seguía allí, y el primer ministro me encerró en una habitación con él».19
Haldane tenía razón en que Churchill anhelaba el Almirantazgo, pero la impresión que transmitió de que Churchill se había introducido en la casa y había intimidado al primer ministro con su insistencia es más una reacción a su propia decepción que un retrato exacto. Asquith, al que Churchill nunca asustaba—su actitud más frecuente era la de diversión—, no le habría invitado a quedarse en ese punto de la decisión a menos que, efectivamente, hubiera decidido de antemano que iba a darle el puesto. Encerrarlos juntos en una habitación era un truco típico de Asquith, y no tuvo éxito. Establecieron un modus vivendi (no habría servido de mucho una remodelación para crear una mejor coordinación entre los servicios si el Primer Lord del Almirantazgo iba a odiar a muerte al ministro de Guerra). Trabajaron bien juntos hasta que Haldane pasó a ser Presidente de la Cámara de los Lores al año siguiente.
A la larga iban a ser víctimas de una orden de exclusión tory, condición para la formación de la primera Coalición de Guerra en 1915. Haldane fue apartado por completo. Churchill fue degradado. Es irónico que las figuras de los dos ministros que habían hecho más que nadie por preparar los servicios para la guerra fueran apartadas por el partido que exigía la continuación más vigorosa de la guerra. Otra ironía fue que Haldane, considerado por su pasado imperialista liberal uno de los miembros más de derecha del Gobierno de Asquith, fuera Presidente de la Cámara de los Lores en 1924, al final de cuyo mismo año Churchill, compañero de Lloyd George en el radicalismo militante entre 1905 y 1911, fue ministro de Hacienda conservador.