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LA CEREMONIA DE MATRIMONIO

ANGLOAMERICANO

Las desgracias, grandes y pequeñas, habían empezado antes de que Churchill y su numeroso grupo de acompañantes partieran de Chequers en un tren especial de Windsor a Gourock, en la desembocadura del Clyde, y prosiguieron durante la lenta travesía en dirección a Washington. Cruzaron el Atlántico en el tercer nuevo acorazado británico, el Duke of York, embarcación que le provocaba un nítido recuerdo triste de que el Prince of Wales, su medio de transporte en el viaje a Terranova cuatro meses antes, ya se hallaba en el fondo del mar, hundido por la aviación japonesa junto con el Repulse en la costa de Malasia el 9 de diciembre de 1941. Esto significó, además de las pérdidas norteamericanas en Pearl Harbor, que se había perdido, a manos de los japoneses, el dominio de todos los océanos excepto el Atlántico.

Esta sombría reflexión, junto con el mal tiempo, hizo que la travesía por el Atlántico en el Duke of York resultara mucho menos agradable que la anterior. El mal tiempo persistió y durante la mayor parte de la travesía tuvieron que permanecer en sus camarotes. «Era como si estuviéramos en un submarino», se dice que afirmó Beaverbrook. Asimismo, avanzaron lentamente realizando un lento zigzag para esquivar los submarinos alemanes, por lo que tardaron nueve días en llegar a Hampton Roads, en la entrada a la bahía de Chesapeake. «Esta travesía parece muy larga», fue la sincera conclusión de un mensaje que envió Churchill a Eden el sexto día.1

De nuevo por razones de seguridad, al grupo del primer ministro solo se le permitió mantener contacto limitado por radio con el mundo exterior, pero las noticias que recibían contribuían poco a mejorar el ambiente. Eden se hallaba en Rusia y le resultaba muy difícil avanzar. Stalin no mostraba gratitud por los suministros que los rusos recibían y no apreciaba las dificultades que suponía hacerlos llegar hasta ellos o las dificultades de abrir de forma inmediata un segundo frente en Francia. La principal exigencia política de la Unión Soviética era que Gran Bretaña y Estados Unidos aceptaran las fronteras existentes en junio de 1941 cuando terminara la guerra, lo que significaría reconocer que se anexionaban los Estados del Báltico, su parte en el nuevo reparto de Polonia y el territorio de Besarabia a expensas de Rumania. La poca predisposición de Eden (y de Churchill) a apoyar estas exigencias se vio algo compensada por su habilidad para señalar que no había posibilidad de que Estados Unidos las aceptara. En aquella época ello sin duda era cierto, aunque en 1945-1946 Estados Unidos iba a aceptar, y hasta cierto punto a ayudar a ello, una división de Europa que dejó a la Unión Soviética en una posición aún más hegemónica en la Europa oriental de lo que estas exigencias habrían supuesto.

La otra noticia importante que llegó fue la del fuerte deterioro de la situación en Malasia y que Hong Kong se aproximaba a sus últimos días de resistencia (la capitulación se produjo el día de Navidad). También había preocupaciones más amplias. La entrada de Estados Unidos en la guerra, por muy beneficiosas que fueran sus consecuencias a largo plazo, al principio significó una concentración a corto plazo en el equipamiento de sus propias fuerzas, con la consiguiente disminución del envío de suministros al otro lado del Atlántico. Junto con la conflictiva reclamación de Rusia, existía la amenaza de que el envío a Gran Bretaña se interrumpiera temporalmente. Esto resultó ser un falso temor, pues el enorme aumento de la producción norteamericana que siguió a Pearl Harbor creó la octava maravilla del mundo, de modo que, desde los astilleros californianos hasta las fábricas de automóviles de Detroit—dedicadas a la producción de productos menos benignos que Fords y Buicks—, proporcionaron suficiente para todo el mundo.

El siguiente temor era que los norteamericanos se dedicaran a la guerra contra Japón y se mostraran tibios contra Alemania. Podría haber sido una reacción natural. Era la perpetración japonesa de «la fecha que vivirá en la infamia», según la frase incluida personalmente por Roosevelt en su mensaje al Congreso del 8 de diciembre, lo que había hecho entrar a Estados Unidos en la guerra. Por fortuna, este temor también resultó ser falso. Era la prioridad de Roosevelt y también el gran beneficio que derivó de las conversaciones del Estado Mayor después de Placentia Bay. Los jefes norteamericanos (incluido el almirante King, que no era nada anglófilo) aceptaron una declaración de intenciones que había sido redactada por el general Marshall y el almirante Stark: «Pese a la entrada de Japón en la guerra, nuestra opinión sigue siendo que Alemania es el principal enemigo y su derrota es la clave de la victoria. Una vez derrotada Alemania, deben seguir la caída de Italia y la derrota de Japón».2

La aceptación por parte de los norteamericanos de esta reconfortante doctrina no era conocida a bordo del Duke of York. Churchill y los dos jefes de Estado Mayor británicos (el general Alan Brooke se hallaba en Londres instalándose en el Ministerio de Guerra) pasaron gran parte de la lenta y movida travesía intercambiando memorándum sobre cómo podrían hacer frente a una postura contraria. El propio Churchill, dictando de modo casi tan infatigable como siempre—le habían proporcionado especialmente un taquígrafo naval, que conservó durante casi el resto de la guerra—, desarrolló tres importantes documentos sobre la postura británica. Pero también pasó la mayor parte del viaje en cama, aunque ello no impidió una considerable producción, además de ver una película todas las noches. Su favorita de entre «algunas muy buenas» era Sangre y arena, un famoso drama de toreo de la época con Rita Hayworth y Clark Gable. También leyó otra novela de C. S. Forester. Pero se sentía recluido y apartado de las noticias generales. «Estar en un barco con semejante mal tiempo—escribió a Clementine el séptimo día—es como estar en una cárcel, con la posibilidad extra de ahogarse [...]. No se permite a nadie estar en cubierta, y hay dos hombres con brazos y piernas rotos».3

La intención inicial era que el Duke of York navegara por el Potomac y Churchill desembarcara a poca distancia en coche de la Casa Blanca. Pero con el largo y lento trayecto se había impacientado y había insistido en desembarcar en Hampton Roads y recorrer en avión los casi doscientos kilómetros hasta Washington. Cuando llegó al nuevo aeropuerto nacional, Roosevelt estaba sentado en su coche en la pista, esperando para saludarlo. No solo fue una señal de honor, que ningún jefe de Gobierno en visita oficial recibiría hoy en día ni siquiera de un presidente que no fuera minusválido. También era un estímulo necesario para la moral de Churchill tras ocho días de encierro. «Apreté su fuerte mano [la de Roosevelt] con alivio y placer», escribió posteriormente Churchill.4 Era la clase de gesto tranquilizador en el que Roosevelt era muy bueno. Con él liberó a Churchill de las frustraciones de la travesía y, de inmediato, le hizo sentir que su viaje había merecido la pena. Si bien Roosevelt al principio había dudado de la pertinencia de realizar una visita tan pronto y celebrar una conferencia sobre estrategia, no tardó en aceptar que era inevitable y decidió darle la más cálida bienvenida. La invitación formal a quedarse en la Casa Blanca le llegó a través de lord Halifax, mientras Churchill se hallaba en alta mar. Churchill aceptó el 18 de diciembre, y afirmó que deseaba que lo acompañara solo un séquito personal de cinco personas: su principal secretario particular (Martin), su ayudante naval, dos detectives y su ayuda de cámara. El resto del grupo podía quedarse en el hotel Mayflower.

Este honor fue otra señal. La visita, que con dos intervalos—dos días y medio en Ottawa y una semana en Florida—duró tres semanas y media, fue uno de los interludios más extraños en la historia de las relaciones entre jefes de Estado y Gobierno. Esto contradice mi opinión, expresada en el capítulo anterior, según la cual las grandes estrellas solo son felices en su propia órbita sin obstáculos. La Casa Blanca, la Mansión Ejecutiva, como era más recatadamente conocida en el siglo XIX, en verdad es una mansión, pero alojar en ella a un segundo jefe de Gobierno con séquito era crear condiciones casi de confusión. Al principio Churchill tenía la intención de quedarse solo una semana, pero, cuando su visita se prolongó, se convirtió casi en una versión real de The Man Who Came to Dinner.5 No hubo indicios de que su buena acogida declinara.

Por otra parte, existían otros indicios, al menos por parte de Churchill, de que estaba casi artificialmente decidido a ser un buen invitado. Sobre su llegada escribió: «Fuimos bien recibidos por Mrs. Roosevelt, quien pensó en todo lo que podía hacernos agradable la estancia».6 Eleanor Roosevelt poseía grandes cualidades y fue la figura más independientemente importante que jamás haya sido primera dama. Pero elevarla a la categoría de anfitriona que mimaba a sus invitados era exagerar. En realidad, en la Casa Blanca imponía un régimen de tanta austeridad en el terreno de la comida y la bebida, que hay varios indicios de que el relativamente abstemio Roosevelt, y mucho más el indulgente Churchill, se sentían más cómodos durante sus frecuentes ausencias y cuando su nuera Betsey, posteriormente Mrs. John Hay Whitney, se encargaba de los asuntos domésticos.

Churchill también recordaba cómo antes de las trece cenas y los casi otros tantos almuerzos que Roosevelt y Churchill tomaron juntos, siempre acompañados por Hopkins y a veces por algunos otros, «el presidente, quisquilloso, preparaba él mismo los cócteles preliminares».7 Franklin Roosevelt era conocido por mezclar sus dry martinis (su cóctel habitual) en unas proporciones que los bebedores sofisticados consideraban lamentables. Una vez oí a su tercer hijo, Franklin D. Roosevelt junior, cuando era subsecretario de Comercio en la Administración Kennedy, describir el estilo de sus padres a la familia del entonces presidente en términos al mismo tiempo modestos y grandiosos. «Mi familia no era un elegante grupo internacional—dijo—. Solo era gente bien del Valle del Hudson. Creía que las proporciones correctas de un dry martini eran una tercera parte de vermú y solo dos terceras partes de ginebra». Quizá por fortuna, Churchill normalmente no bebía ginebra, aunque es posible que, al ser tan grande su deseo de ser un buen invitado, subordinara sus gustos a la participación en la ceremonia del cóctel que a Roosevelt le gustaba presidir y en la que le encantaba actuar de barman.

Roosevelt, a su vez, estaba ansioso por ser un buen anfitrión y adaptarse a toda costa a algunas de las costumbres de Churchill. Hopkins escribió que: «La comida en la Casa Blanca siempre era mejor cuando Churchill estaba allí y, por supuesto, el vino circulaba más generosamente».8 El presidente y el primer ministro también intentaban adaptarse a las pautas de sueño del otro. Por la noche Roosevelt se quedaba levantado hasta un poco más tarde de lo que era su costumbre. Churchill fingía acostarse antes de lo que lo hacía, pero luego se dedicaba a enviar mensajes a Londres a través del infatigable John Martin y a hablar con Hopkins, cuyo dormitorio se hallaba al otro lado del pasillo y que era casi tan ave nocturna como Churchill. Por fortuna, tanto a Roosevelt como a Churchill les gustaba levantarse tarde por la mañana, por lo que en este punto sus costumbres no chocaban. Roosevelt, a diferencia de Hopkins, también tenía la protección de estar en un piso inferior.

La prolongada visita transcurrió con notable placidez. La intención original de Churchill era ir de Washington a Ottawa para pronunciar un discurso en el Parlamento canadiense y regresar a Londres directamente desde allí en Año Nuevo. La prolongación de su estancia hasta el 14 de enero de 1942, fecha en que por fin abandonó la Casa Blanca, fue ocasionada principalmente por el duro trabajo que se estaba realizando en las bien estructuradas y bien preparadas sesiones de la Conferencia de Arcadia, como era conocida, y a cuyas sesiones asistían el presidente, el primer ministro, Hopkins y Beaverbrook, así como diez o doce oficiales de la Marina. Cuando los dos altos mandos se pusieron en contacto, hubo sorpresa por parte norteamericana ante el constante ajetreo en el lado británico, con secretarios entrando y saliendo con prisas y llevando las pesadas cajas rojas de envíos con que los ministros británicos, ahora para leve perplejidad de sus homólogos europeos, trataban de impresionar al mundo con la urgencia e importancia del asunto del Imperio británico. Los británicos, por el contrario, estaban sorprendidos por el ambiente de relativa calma que se respiraba en la Casa Blanca y por cómo Roosevelt actuaba de un modo mucho más aislado que Churchill, pero sensatamente lo atribuían no al letargo, sino al ejercicio de un poder seguro. Churchill, que siempre había sido un hombre epicéntrico—con una gran necesidad de estar donde se encontraban la acción o el poder, o preferiblemente ambas cosas—, estaba muy satisfecho con su larga estancia en la Casa Blanca en el cambio del año 1941-1942. Ya sabía que era un lugar más crucial que el número 10 de Downing Street como puesto de mando del mundo libre.

Tras participar en las algo formales celebraciones de la Casa Blanca—el encendido del árbol de Navidad en el jardín, acompañado de discursos desde el balcón la víspera de Navidad y la asistencia, acompañado por el presidente y un numeroso grupo de guardias de seguridad, a la Foundry Methodist Church el día de Navidad por la mañana, donde Churchill quedó impresionado con el himno «O Little Town of Bethlehem», que no había oído nunca—, tuvo un importante compromiso de oratoria el 26 de diciembre, cuando se dirigió a una sesión conjunta del Congreso y del Senado. (Los norteamericanos siempre han creído en las vacaciones cortas.) El discurso fue un éxito considerable, aunque Churchill observó con cierta preocupación que sus párrafos antijaponeses eran recibidos con más entusiasmo que los antialemanes.

Aquella noche sufrió un leve ataque de corazón. Tras realizar un esfuerzo para abrir una ventana, sintió un dolor sordo en el corazón que le descendió por el brazo izquierdo, tras lo cual se quedó sin aliento. Por primera vez, el eminente médico sir Charles Wilson, que pronto se convertiría en lord Moran, formaba parte del séquito de Churchill. Esto tuvo la ventaja de que al día siguiente pudo consultarle, pero la desventaja de que Moran, como mostró su libro de 1966 Winston Churchill: The Struggle for Survival, también estaba tan ansioso por desempeñar un papel central que resultaba ser no solo un testigo indiscreto, sino a veces poco digno de confianza. También despertó en Churchill ciertas emociones naturales pero contradictorias. Primero, quería que le asegurara que no le ocurría nada. Al mismo tiempo, pedía constantemente a Moran que le tomara el pulso, pero su estado se alteraba por el resultado. El diagnóstico inicial de Moran fue que Churchill sufría una dolencia coronaria, para la cual «El tratamiento de manual [...] es permanecer al menos seis semanas en cama».9 No parecía ésta una solución factible, así que no prohibió a Churchill el viaje en tren hasta Ottawa un día y medio más tarde o su discurso al Parlamento canadiense el 30 de diciembre. Ese discurso fue notable por el párrafo que incluía la frase «algún pollo, algún cuello», pronunciado de modo muy oportuno tras haber recordado la predicción de los generales franceses según la cual, al cabo de tres semanas de decidir luchar sola, Gran Bretaña tendría «el cuello retorcido como un pollo».

Al día siguiente, Churchill ofreció una rueda de prensa en Canadá antes de regresar a Washington en un tren que partió en 1941 y llegó en 1942. (También encontró tiempo para que le hicieran la más famosa de todas sus fotografías—el bulldog con el ceño fruncido—tomada por Karsh, de Ottawa.) La tensión de la rueda de prensa de Ottawa no fue mucha. Había hecho frente a una más formidable en Washington al día siguiente de su llegada de Gran Bretaña y había dado un clásico ejemplo de cómo envolver la evasiva con el optimismo. «¿Singapur es la clave de toda la situación desde el Lejano Oriente hasta Australia?», le preguntaron. Con constantes dudas sobre la seguridad de Singapur, respondió: «La clave de toda la situación es la manera decidida en que las democracias británica y norteamericana van a lanzarse a la lucha». Luego le preguntaron cuánto tiempo se tardaría en conseguir la victoria. «Si actuamos bien, solo tardaremos la mitad de lo que tardaríamos si actuamos mal».10 No era fácil poner a Churchill entre las cuerdas.

No obstante, el esfuerzo de su viaje a Canadá, además de su indisposición al abrir la ventana, dio por resultado que el presidente y otros lo vieran cansado y lo convencieran de que fuera a Florida a descansar cinco días, a una casa junto al mar cedida por Edward Stettinius. Los norteamericanos también pensaron que no querían que se fuera a casa antes de que los jefes del Estado Mayor hubieran completado su larga serie de doce reuniones y se llegara a una detallada política conjunta para que fuera aprobada por él y el presidente. Y, por parte de Churchill, estaba la opinión de que ser un invitado en la casa del presidente durante más de tres semanas, interrumpidas solo por la excursión de tres días a Canadá, podría ser abusar de su hospitalidad.

¿Cuál fue la esencia de la Conferencia de Arcadia? En primer lugar, en el terreno político se pusieron en marcha las Naciones Unidas, no la organización para la seguridad tras la guerra que se creó en la Conferencia de San Francisco tres años y medio más tarde, sino el marco de cooperación entre los Aliados para llevar adelante la guerra. Al principio se empleó el término más rotundo de «Potencias Asociadas». El cambio al de «Naciones Unidas» llegó en una etapa posterior como consecuencia de una buena idea de Roosevelt. Había más complicaciones. ¿Qué países debían incluirse y en qué orden debían ponerse en la lista? En un principio, la propuesta fue que debía empezar con Estados Unidos (esto nunca se discutió) y, después, seguir con Gran Bretaña y los cuatro dominions británicos, seguidos por los ocho Gobiernos en el exilio, con China y la Unión Soviética colocados después de los exiliados. Luego se realizaron algunos ajustes para situar a Rusia y China en el tercer y cuarto lugar, poniendo a los dominions separados y simplemente por orden alfabético entre los belgas y los griegos, junto con ocho Estados de América Central que habían declarado la guerra a las potencias del eje.

La contraprestación, aunque no despertaba mucho entusiasmo en Churchill, era que, siguiendo el consejo de Halifax en Washington, de Linlithgow, el entonces virrey, en Delhi, y de Eden, de nuevo en Londres procedente de Moscú, se incluyera la India. El intento de incluir a los Franceses Libres se fue sin embargo a pique. Roosevelt era bastante neutral, pero Cordell Hull, el secretario de Estado, era un apasionado anti De Gaulle, en parte por prejuicios que tenía desde hacía mucho tiempo y en parte por el motivo inmediato de que acababa de capturar dos islas de pesca menores junto a la costa de Terranova sin permiso norteamericano. La declaración admonitoria del Departamento de Estado se refería a los «llamados Franceses Libres». Esto hizo que Hull recibiera una avalancha de críticas de la prensa norteamericana, algunas de las cuales se referían al «llamado secretario de Estado». Esto debería haber advertido a Churchill de cuántos problemas era probable que De Gaulle tuviera con Estados Unidos durante toda la guerra, principalmente con el Departamento de Estado, pues Roosevelt estaba poco dispuesto, salvo en muy contadas ocasiones, a hacer caso omiso de este importante miembro de su Gabinete. Sin embargo, por fin, la rigidez de Litvinov, resurgido como embajador soviético en Washington, que impidió la inclusión de las palabras «y autoridades» después de «gobiernos», fue lo que permitió la entrada de los Franceses Libres.

También surgió un leve problema con un escrito que comprometía a los rusos contra los japoneses, con quienes no estaban en guerra. A los rusos les preocupaba más esto que una cláusula, que los norteamericanos deseaban, sobre la libertad de religión, en particular cuando Roosevelt argumentó que esto suponía la libertad de no tener religión. Al final se superaron éstas y otras dificultades y la declaración estuvo lista para una ceremonia de firma, principalmente a nivel de embajadores, en la Casa Blanca el 1 de enero, inmediatamente después de que Churchill regresara de Ottawa. Lo que la ceremonia y la declaración hicieron, sin proclamación formal, fue aceptar la posición de Washington como capital imperial del esfuerzo de guerra aliado, aunque manteniendo Stalin una posición semi independiente como emperador del Este.

Aun así, la Conferencia de Arcadia fue la única en que Churchill estuvo más cerca de obtener la igualdad plena con los norteamericanos. En Placentia Bay había estado demasiado ansioso por que Estados Unidos entrara en la guerra para no estar casi servilmente atento. Se ha dicho que en la travesía de regreso de Washington lo expresó así: «Antes, intentábamos seducirlos. Ahora están a salvo en el harén». O, como afirmó con más remilgos al rey Jorge VI en el primero de los almuerzos que compartieron tras su regreso: «Gran Bretaña y Estados Unidos estaban casados tras muchos meses de estar saliendo».11 (Ya en julio de 1940, este almuerzo semanal à deux había sido sustituido por la audiencia tradicional más formal de media tarde, en la que Churchill, durante los desesperados días de junio, varias veces apareció tarde y distraído. Un compromiso para almorzar encajaba más fácilmente en su orden de prioridades, pues le ofrecía la oportunidad de hablar con libertad sobre todo lo que quisiera. La nueva pauta contribuyó mucho al aumento, tras un comienzo vacilante, de la confianza entre el soberano y el primer ministro.) Dos días antes había dicho al Gabinete de Guerra: «[Los norteamericanos] no fueron incapaces de aprender de nosotros, habida cuenta que nosotros no nos propusimos enseñarles».12

En un punto, los norteamericanos estaban inclinados a dar a los británicos más de lo que querían. Marshall convenció a Roosevelt de que era esencial tener un mando unificado para toda la amplia zona del Pacífico suroeste y de que el único comandante en jefe de las fuerzas de tierra, mar y aire en la región debía ser el general Wavell. Entonces procedieron, con considerable ayuda por parte de Beaverbrook y Hopkins, a acercar a esta postura a un Churchill inicialmente reacio. Existía la leve sospecha de que, oculto en el cumplido, hubiera (por adaptar una línea de «Politics and Poker», una canción de un musical norteamericano posterior titulado Fiorella) el propósito de encontrar a «algún británico experto que esté dispuesto a perder». Además, la confianza de Churchill en el dinamismo de Wavell estaba lejos de ser total, y el propio Wavel aceptó la carga con más sentido del deber que entusiasmo, aunque delegó la ingrata tarea con gran habilidad. Equilibrando su supremacía (de mando, no de poder militar) en ese escenario se hallaba el hecho de que su autoridad política iba a derivar de Washington, lo que significaba el presidente, en frecuente consulta con el Gobierno británico, menos frecuente consulta con los Gobiernos holandés y australiano y actuando a través de los jefes conjuntos de Estado Mayor (angloamericano). Churchill reconoció esto cuando el 19 de enero envió sugerencias sobre la defensa de Singapur a Wavell, y añadió: «No puedo, por supuesto [ahora], enviarle ninguna instrucción».13 Por otra parte, los británicos, junto con el gran premio que representaba para ellos la espontánea aceptación estadounidense de la estrategia «Alemania primero», recibieron sus planes para una invasión angloamericana del norte de África, cuyo nombre en clave primero fue Gymnast, después Super-Gymnast y, por último, Torch, si los vientos eran favorables. Sobre esto tuvieron que vencer la persistente sospecha de que el «Churchill de los Dardanelos» era un «periferista» irremediable y el instintivo deseo norteamericano, que por supuesto iba parejo con la constante presión de Rusia, de efectuar un ataque central contra Alemania a través de Francia. No obstante, la invasión norteafricana, con noventa mil efectivos de Estados Unidos y otros noventa mil de Gran Bretaña, se planeó con optimismo para una fecha tan temprana como la primavera de 1942, y en realidad se produjo en noviembre de aquel año.

Asimismo, hubo un acuerdo en virtud del cual las tropas norteamericanas penetrarían rápidamente en Irlanda del Norte, liberando así a las tropas británicas sumamente entrenadas que estaban allí para utilizarlas en escenarios más activos. En una sesión de la conferencia a última hora los números tuvieron que reducirse de 16.000 a 4.100 debido a limitaciones de transporte, pero los objetivos principales eran efectuar una pronta exhibición de uniformes estadounidenses en el Reino Unido y grabar en la mente de los irlandeses del Sur, para quienes Estados Unidos era casi tanto la fuente de autoridad como posteriormente lo sería para el Estado de Israel, que no estaban apoyando al bando correcto. Ello fue un sustituto retrasado de la visita naval estadounidense a Berehaven para la que Churchill había presionado infructuosamente en la primavera y el verano de 1940.

La Conferencia de Arcadia también animó a Roosevelt, que siempre fue aficionado a las cifras grandes y atrevidas, a establecer lo que parecían metas extravagantemente elevadas para la producción de guerra norteamericana en su discurso del Estado de la Unión al Congreso el 6 de enero. La producción de aviones tenía que incrementarse a 60.000 en 1942 y a 125.000 en 1943. Los tanques tenían que ascender a 25.000 en 1942 y a 75.000 en 1943. Los cañones antiaéreos tenían que sumar 20.000 y después 35.000. Y, quizá lo más crucial de todo el lote, la construcción de barcos mercantes tenía que pasar de 6 millones de toneladas en 1942 (en comparación con los 1,1 millones en 1941) a 10 millones de toneladas en 1943. Como estos alardes no solo se hicieron realidad sino que incluso fueron sobrepasados, contenían en ellos una gran parte del secreto de la victoria aliada, además de paliar una parte de las conflictivas reclamaciones de equipo de Rusia, Gran Bretaña y Estados Unidos.

Por lo tanto, Churchill, cuando al fin partió hacia Gran Bretaña el 14 de enero, podía sentir una considerable satisfacción. Aunque había recibido algunas malas noticias mientras se encontraba en Estados Unidos—más avances japoneses, en particular en Malasia, desanimando la inteligencia sobre las defensas de Singapur y un freno en el Desierto Occidental—, fue no obstante uno de sus puntos culminantes de la guerra. Partió con un estilo característico. Aquella noche cenó solo con Roosevelt y Hopkins. La hora prevista de su partida era las 8:45, pero eran las 9:45 cuando se levantó de la mesa. Por fortuna, tenía un tren especial esperándolo para llevarlo a Norfolk, Virginia. El presidente lo llevó a un apartadero privado en la calle 6, y Hopkins lo dejó en su coche cama. Roosevelt regresó a la Casa Blanca y Hopkins fue al Hospital Naval, donde se derrumbó, exhausto.

Al día siguiente, Churchill viajó en un hidroavión norteamericano a las Bermudas, desde donde el grupo tenía la intención de proseguir el viaje en el Duke of York. En el vuelo de tres horas, Churchill tomó los mandos durante unos veinte minutos y efectuó varios giros ladeados divertidos (para él). No hay constancia escrita de lo que pensaban sus pasajeros, que incluían al jefe del Estado Mayor del Aire. Asimismo, convenció al capitán de que le llevara a Plymouth —un viaje de dieciocho horas—durante la siguiente tarde y noche. El Duke of York se limitó a transportar al personal de menor rango y el equipaje pesado.

Churchill era absolutamente consciente de que Gran Bretaña le resultaría adusta después de la excitación de Washington a principios de la guerra. «Debo regresar a una perspectiva no iluminada por el sol».14 Todo fue peor de lo que esperaba. Los acontecimientos, desde el Lejano Oriente hasta Egipto y hasta el Canal de la Mancha, fueron mal casi uniformemente. Y la corriente subterránea de críticas a su Gobierno excedía en mucho todo lo que había experimentado en sus anteriores veinte meses. Al menos en la superficie, la perspectiva era tan desalentadora como en junio-julio de 1940, con la dificultad añadida de que sus palabras ya no levantaban las pasiones que habían provocado entonces. Finales de enero, febrero y marzo de 1942 fueron meses de crisis de confianza tanto para el Gobierno de coalición nacional como para el propio Churchill.