PREFACIO

Cuando terminé el último capítulo de este libro, a finales de febrero de 2001, solo tenía unos días menos que Churchill cuando finalizó su segundo mandato como primer ministro, cuarenta y seis años antes. De los muchos que han escrito sobre Churchill—entre cincuenta y cien—, puedo al menos afirmar que soy el único octogenario que se ha atrevido a formar parte de la lista. Supongo que también puedo reclamar el hecho de ser su biógrafo con la más amplia experiencia parlamentaria y ministerial.

Por otra parte, no puedo decir que conociera realmente a Churchill. Mi padre me lo presentó en una ocasión memorable (para mí) en 1941, cuando, tras haber sido destruida por las bombas la antigua cámara, la Cámara de los Comunes se reunía de forma provisional en la sede de Church House, en Dean’s Yard (Westminster). En esa época, escuché varios de sus discursos más famosos, algunos en el Parlamento y otros en el extranjero, y durante la guerra y la posguerra fue una presencia inmanente en mi vida y en la de mis contemporáneos.

Siete años después de aquel breve encuentro de 1941, me convertí en un joven diputado y me senté en la Cámara de los Comunes con él durante los siguientes dieciséis años. Con diferentes grados de apreciación—yo, por supuesto, me hallaba en el partido opuesto— observé su actuación, primero en la oposición, después como jefe de su segundo Gobierno y, finalmente, durante los nueve años de su somnolencia parlamentaria. Yo era consciente de que era testigo de algo único, pero también remoto e imprevisible. Era como estar contemplando un gran paisaje montañoso, que en ocasiones podía estar iluminado por una luz inolvidable, pero sobre el que también podía descender una nube amenazadora, desde la terraza de un modesto hotel y a una distancia prudente. No mantuve ninguna conversación importante con él durante esos dieciséis años. Dudo que él supiera quién era yo, aunque fui miembro del Other Club (sobre el que él tenía un rígido control) al final de su vida, lamentablemente solo llegué a tiempo de asistir a la comida celebrada con motivo de su muerte.

Sin embargo, aunque siempre tuve muchas inhibiciones que me impedían aventurarme a escribir una biografía de Churchill, la levedad de nuestro conocimiento mutuo no se encontraba entre ellas. No creo que la biografía exija o ni siquiera obtenga, necesariamente, algún beneficio del hecho de conocer personalmente al biografiado. Es algo que puede distorsionar tanto como iluminar. Nunca vi a Charles Dilke o a Asquith, pero no creo que mis biografías sobre ellos fueran peores a causa de esta deficiencia en concreto ni que mi obra de juventud, de hace ahora cincuenta y tres años, sobre Attlee, a quien conocí bien, fuera de mayor calidad por ello.

Un caso aún más evidente que el de Dilke y Asquith es el de Gladstone, a quien nunca conocí ni vi. Vacilé mucho antes de empezar a escribir sobre el Gran Hombre de la política victoriana, pero era por la muy diferente razón de que tenía miedo de que su extraordinaria calidad lo convirtiera en un tema excesivo para mí y, en particular, de que pudiera verme derrotado por su absorción en disputas teológicas y litúrgicas. Sin embargo, una vez iniciado el proyecto, nunca he lamentado haberlo llevado a término.

Al principio, algunas inhibiciones fueron más fuertes aún en el caso de Churchill. Y el volumen de la literatura existente sobre él era varias veces mayor que el existente sobre Gladstone. El progreso que supone pasar de Asquith a Gladstone y de éste a Churchill es exponencial. Si hay cinco veces más información sobre Gladstone que sobre Asquith, hay al menos diez veces más sobre Churchill que sobre Gladstone. Por otra parte, después de Gladstone, los grandes temas más que inhibirme me atraían. Intentar escribir un libro largo sobre un tema de grado medio aunque interesante, por ejemplo sobre William Harcourt o John Morley, que podía pasar sin ser objeto de una revisión, habría sido parecido a tratar de emocionarse, tras una expedición al Himalaya, con un paseo por Snowdon.

Hubo dos figuras decisivas que me convencieron de que llevase a cabo la biografía de Churchill. La primera fue Andrew Adonis. Él me planteó el tema casi exactamente con el mismo razonamiento que el de la frase anterior. «Después de Gladstone—dijo—hay una dirección, una única dirección en la que ir, y es Churchill». La otra influencia, aún más concluyente si no igualmente formativa, fue la de lady Soames (Mary Churchill). Cuando aún dudaba, ella me animó con gran generosidad, con la que también me ha ayudado desde entonces, aunque no quiso ver nada de lo que había escrito hasta haber superado el punto de no recordarlo. «Me gustaría mucho ver otro estudio liberal sobre mi padre», dijo con entusiasmo, refiriéndose a la obra de 1965 de lady Violet Bonham Carter, Winston Churchill as I Knew Him. Solo espero que no desapruebe tanto algunos aspectos de este libro, pese a que era esencialmente favorable (al igual que lo es éste), como lady Violet (nacida Asquith) desaprobó la biografía sobre su padre que escribí en 1964.

Al igual que con Gladstone, con Churchill nunca he lamentado nada de lo que he escrito. Lo encontré más gratificante aún como objeto de interés y esfuerzo de lo que había encontrado a Gladstone. En realidad, como se verá en el último párrafo del texto, en el curso del proceso de escritura cambié de opinión respecto a la idea de que fue un ser excepcional, y ahora situaría a Churchill algo por encima de Gladstone. Un escéptico tal vez diga que esto no demuestra sino el hecho de que considero que cada libro que escribo es más importante que los otros. Sin embargo, esto no me hace abordar los temas que me absorben con excesivo respeto. Estoy cada vez más convencido de que los grandes hombres presentan fuertes elementos de comicidad. Esto sin duda era así en el caso de Gladstone y de Churchill, y, como ejemplo, también era cierto en el caso del general De Gaulle, que era un gigante político en sus dos terceras partes y una figura cómica en la restante.

No pretendo haber desenterrado muchos datos nuevos sobre Churchill. Dada la cantidad de obras que se han publicado sobre él sería casi imposible. Tampoco soy muy partidario de la biografía «reveladora». Churchill en vida carecía de inhibición o disimulo. Por lo tanto, no hay grandes informaciones ocultas sobre su conducta que sacar a la luz. Casi todos los datos han sido facilitados por la enorme biografía oficial en ocho volúmenes iniciada por Randolph Churchill, si bien escrita esencialmente por sir Martin Gilbert, publicada entre 1966 y 1988. Todos los estudiosos de la vida de Churchill dependen necesariamente de ésta, y quizá más aún de los Companion Volumes de documentos complementarios, trece de los cuales llegan hasta 1939, con otros tres retitulados War Papers, que tienen documentación hasta finales de 1941. Cuando este rico filón (de momento) se agota, pronto se siente la privación. Todo escritor posterior se halla en profunda deuda con Martin Gilbert.

También estoy en deuda con Andrew Adonis, la fuente ya citada de consejos decisivos. Además, él puso su ojo enciclopédico y crítico en todas las páginas del texto. El pasado otoño, cuando creía que la enfermedad podría impedirme escribir los últimos capítulos del libro, decidí que él era la única persona que podía hacerlo por mí. Por fortuna, no fue necesario, pero aun así estoy en deuda con él. Solo él ha quebrantado mi regla de que todas las frases salen de mi laboriosa y casi ilegible letra. Tres o cuatro párrafos de unión necesarios, de unos centenares de palabras, solo ligeramente corregidos por mí, han salido de su pluma.

A continuación estoy en deuda con mi secretaria, Gimma Macpherson, quien, con un poco de ayuda por mi parte, mecanografió mi casi ilegible manuscrito, demostrando asimismo un vivo y alentador interés por la narrativa. Después están quienes, de forma puramente voluntaria, leyeron todo el texto final y realizaron críticas y sugerencias útiles: Max Hastings, Arthur Schlesinger, el difunto lord Harris de Greenwich y, desde luego, mi esposa. Otras personas leyeron capítulos sueltos o grupos de capítulos.

Asimismo, están quienes podrían describirse como las comadronas profesionales del libro: Michael Sissons, mi agente literario, de quien surgió en parte la idea y ha sido una fuente infatigable de ánimo; Ian Chapman (Junior) y Jeremy Trevathan, de Macmillan, responsables de convertirlo en un bello volumen; Peter James, que es el príncipe de los editores con detalles; Robbie Low, que hizo un trabajo meticuloso en las notas; y Elisabeth Sifton, de Farrar, Straus and Giroux (Nueva York), que al pedir muchas aclaraciones para la edición norteamericana también hizo mucho para que el texto resultara más comprensible para algunos lectores británicos.

R. J.

East Hendred,

abril de 2001.