«Linda, la gordita»

Se miró al espejo. Una arruga en el entrecejo le advirtió que ya no tenía veintipico. Hacía tiempo que mirarse una y otra vez, por la mañana y en la noche, se había convertido en su tarea preferida, era un instante en el cual deseaba encontrarse con aquella jovencita.

Rímel. Rubor. Labial. Perfume. Casi como un guion diario seguía los pasos sin saltearse ninguno. Nada era suficiente. Se alejaba rápido de esa imagen que le devolvía el espejo. No lloraba, pero por dentro tenía un demonio que no dejaba de colgarse de sus palabras y le arrancaba quejidos, sin saber cómo aquietarlo.

Al salir a la calle, quería regresar, y en su trabajo no podía concentrarse. Comerse un chocolate a escondidas era su pecado más sabroso. Pero, luego, se odiaba. Se preguntaba en voz baja: «¿Qué estás haciendo, Andrea?».

No almorzó. Utilizó esa hora para salir a caminar. La calle Florida le parecía homogénea, densa y arrebatada. Era mejor caminar que pensar. Era mejor caminar que pararse en esa galería y contemplarse en el espejo. Si caía en la tentación de hacerlo, se encendería aún más el demonio que llevaba en ella. Sus tobillos ya no eran tan estilizados. Su cabello se había vuelto frágil y fino. Y sus caderas ya no encajaban en el talle treinta y ocho. Se detuvo en el kiosco de revistas y sus ojos repararon en una revista que ofrecía la fotografía de una mujer de su misma edad, actriz famosa y madre de su segunda hija. Aunque quería convencerse de que las celebrities podían estar así de espléndidas por el tipo de vida que llevaban, su argumento no la convencía.

Empezó a desesperar.

Siguió caminando. Hacía mucho calor, quería quitarse el abrigo, pero si lo hacía, sentía que todos observarían sus hombros caídos y sus brazos poco tonificados. No quería escuchar lo mismo que en la primavera anterior.

—Linda, la gordita —le dijo un hombre que pasaba a su lado.

La gordita tapaba a la linda. Así vivía, escondiéndose, comparándose. Quería ser la de antes, la de los tobillos estilizados, las caderas estrechas, el cabello ondulado y salvaje que le llegaba hasta la cintura, y los pechos soberbios, que armónicamente se amoldaban a su camisa blanca de jersey.

Entró a un café; el calor se había alojado en sus mejillas. Pidió una Seven-up light con mucho limón y hielo.

—¿Quiere algo para comer? —preguntó, con amabilidad, el mozo.

—¡No, no quiero comer nada! —le respondió Andrea intempestivamente y enojada.

El mozo no comprendía por qué se había sentido ofendida. Nunca lo comprendería. Comer era igual para ella que ingerir calorías y alojarlas en forma de kilos en el contorno de su cintura y en los muslos de sus piernas. Subió con rapidez al primer piso y entró, enloquecida, al toilette. Volvió a mirarse. Estaba desencajada. El rímel se le había corrido y casi no había rubor. Las ojeras no habían sobrevivido al corrector. El cabello, por el sudor y la bronca, se le había pegoteado al cuero cabelludo. Se miró la falda: «¡Parezco una calesita de flores! ¿Cómo pude haber salido así a la calle?».

Quiso retocarse el maquillaje, pero los nervios no la dejaban abrir el estuche donde guardaba los cosméticos de auxilio. Jamás salía a la calle si no llevaba el bolsito de pinturas, el cepillo de pelo y el perfume. Eran los tres imponderables. Salir sin ellos la hacía sentirse desnuda. Miró el reloj, en quince minutos debía volver a la clínica. No podía regresar en ese estado. Dos lágrimas quisieron dar forma en el punto inferior de sus ojos, pero tomó una bocanada de aire y se pidió a sí misma calmarse. No sabía bien cómo acomodar su cabello. Al final, decidió sujetarlo con una horquilla que casi ni se veía.

Así como ella, quería convertirse en invisible.

Le pagó al mozo y se fue apurada, sin beber nada. La sed la trastocaba, pero ya había perdido demasiado tiempo. Sus pensamientos la habían amordazado. Recordó que esa mañana, su marido había querido hacer el amor con ella, pero le fastidiaba que en los últimos encuentros él prefiriera hacerlo con la luz apagada. Ella aceptaba, pero por dentro estallaban los demonios y le gritaban al unísono: «Ya no le gustás, por eso prefiere no verte». Entonces el encuentro se parecía más a una tortura que a un juego del amor. Se parecía más al sonido estridente que le golpeaba la cabeza que a una melodía dulce que la atrapase. Pablo no lo sabía. Tan solo podía percibir su incomodidad, pero cuando él le preguntaba si había algo que estuviera haciendo mal, Andrea le respondía sistemáticamente que solo estaba sensible y que era un problema de ella, que él no tenía nada que ver.

Si apuraba sus pasos en la última cuadra, llegaría a tiempo. «Solo un poco más de esfuerzo», pensaba.

La puntualidad y su buena organización en el trabajo eran las claves de su desempeño. Por eso trabajaba con el doctor Alonso desde hacía doce años, y como él mismo decía: «Tengo la mejor secretaria a la que podría aspirar. Es impecable, equilibrada, con buenos modales, inteligente y, sobre todo, conoce a mis pacientes. Sin ella, no podría hacer un buen trabajo».

Andrea llegó a la clínica, colgó su cartera y su abrigo en el perchero. Se ubicó detrás de la recepción porque a las catorce horas en punto llegaría una nueva paciente y ella sería la primera en recibirla y en hacerle la ficha médica. En esa oportunidad, la consulta con el doctor Alonso era para realizarse una lipoaspiración y gluteoplastía.

Esa vez, Andrea no podía recibirla. Se sentía acorralada. Doce años de su vida prestando su atención y su compasión a otras mujeres, a otros ojos, a otros cuerpos. Era demasiado. Todo eso se le había vuelto en contra.

—Perdón, doctor Alonso, pero tengo que retirarme. No me siento bien; creo que estoy muy estresada.

—No se haga problema, querida Andrea. Usted siempre tan cumplidora. Descanse y la espero mañana.

—Gracias, doctor. Hasta mañana.

Salió a la calle y volvió a respirar.