Tantas lunas pasaron, tantas estrellas me vieron llorar y aquella promesa que hoy el viento regresa a mí… El sol me duele en los ojos porque ha traído a mi memoria la luz hermosa de tus besos… tan esperados como el primer día, el primer día que mi corazón enredó sus latidos en el espejo de tu ser.
Encerrada en mi propia contradicción, caminé los espinados senderos que me acercarían a ti. Lluvias que se desgarraban en el alma antes de dormir, eran caricias del propio fuego que llevaba por dentro para poder seguir. Y te amé sin tregua, con recuerdo, en silencio, abrigada en mi provocante hendidura, arrastrando a mi espíritu inconsciente a un puerto amoroso, de pocas palabras. Fuiste mío, aunque otras habrán dicho tantas veces lo mismo. Ellas habrán atado tu cuerpo a sus piernas y se habrán extenuado en la belleza misma de tu piel llena de osadía. Pero cuántas pudieron ver, o encontrar, o descubrir el amanecer y la noche en tus ojos de bosque engarzado, abriendo vientos de aclamación, o aire contenido tratando de no morir, o lágrimas fugaces distrayendo la atención de tu mirada escurridiza. Ellas no pudieron hundir sus impulsos y sus instintos en tu alma y entrar en ella para llegar hasta lo más terrible y bello que hay en ti. Porque lo que en ti asusta, también seduce, lo que resplandece detrás de esa voz formada y empotrada en corrientes de intelectualidad no es más que una débil capa que devela carne tierna, alma inocente, temblores continuos, música de dolores agudos y frágiles huellas de un niño arrebatado por el mal humor.
Ellas, las que pudieron dormirse en la cavidad de tu pecho, no se atrevieron al desafío de amarte; es más fácil abandonarse a la ilusión del deseo que arriesgarse al filoso borde que nos separa de la muerte cuando nos enamoramos. Algunas se conformaron con compartir tus mismas sábanas, o caminar tomadas de tu mano, alimentando la esperanza de vivir un romance apasionado.
Otras inquietaron lo más íntimo de tus fibras masculinas y aceleraron tu hambre de hombre mordiendo tus labios, como fieras salvajes, entregadas a la lujuria permitida por los límites de sus sentidos. Pero cuántas fueron capaces de entregarse con el alma hacia fuera, hacia el exterior de su propio cuerpo, con su cuerpo despojado de miedos y restricciones, con la mirada abundante de cielo, con caricias que duelen por haber estado durante tanto tiempo encerradas en el rincón de las manos… Dime cuántas te amaron mientras te amaban o las amabas, no importa la diferencia si en esos momentos todos somos uno y dos no son más que una parte de esa maravillosa experiencia del dulce encuentro.
Lunas, tantas, las que me vieron guardarte en mí, celosamente, como si me pertenecieras desde siempre, naciendo y creciendo dentro de mi ser, a cada instante, con urgencia, protegiendo las paredes de tu vida, para que no se conviertan en inalcanzables piedras de soledad y vacío.
Allí estoy, otra vez, donde me quieras encontrar, me volverás a ver. No importa cuánto te amé, eso lo saben las estrellas tuyas y tus grandes silencios… Preguntarás por qué se terminó, y te contestará el ángel del mar que el amor nunca tiene fin, solo se acomoda, se guarda en otros infinitos, en otros cielos; asciende, se arrastra, se oculta, pero nunca muere. Allí estará en los dolores que el sol me trae cuando la mañana abre sus alas y canta triste el pájaro gris, pálido y melancólico en el retoño frío de una transparente ventana.