Dejamos de hablar. El tiempo se suspendió como un puente entre nuestras miradas. Me sonreí, y me mordí el labio, porque los nervios me cosían la boca. El café había quedado como el último testigo, arriba de la mesa. Se acercó a mí, susurrante, decidido a envolverme el corazón y curarlo, cristal por cristal. Me acarició el rostro con sus manos y sus labios bailaron dulcemente en mi boca. Luego se separó despacito de mí. Me miró fijo. Sus ojos de color noche intensa me anticipaban que ya estábamos embarcados en algo que nos cambiaría por completo.