El avión despegó a las ocho y quince de la noche, el cielo se encontraba despejado y la noche tranquila parecía envolver los sueños de estos cuatro viajeros. Victoria portaba un pelo pelirrojo y ondulado hasta la cintura. Tenía pecas y su cutis lozano no advertía más de veinticinco años. Leía una revista de espectáculos, frívola, pasatista; pero por alguna extraña razón, le generaba más placer que el abrazo de su novio, Nahuel, al que ya no soportaba, al que complacía por rutina, ¿por comodidad?, ¿para no decepcionar a sus padres?, ¿o para no tener que dar explicaciones a quien no quería? Prefería llevar la escena ficcional de un amor único y profundo, cuando en realidad el rechazo que sentía era visceral. La vida con él se había convertido en una sucesión de acartonados encuentros en restaurantes caros, hoteles lujosos y joyas de Swarovski, que todos los meses acostumbraba a regalarle.
Con cinco asientos de diferencia, Gabriel leía compenetrado y casi frenético una novela de Stephen King, su autor preferido desde los dieciséis años. Ya habían pasado veinte desde que había descubierto It. Solía contarle a todo el mundo que había quedado tan atrapado con la historia del payaso que, luego de habérsela devorado en solo una noche, durante veinticuatro horas no pudo conciliar el sueño. Cumplía diez años de casado con Ana, una médica pediatra del Garrahan. Eran felices, o eso creía. Ella todavía le gustaba y eso le hacía pensar que era suficiente para ser feliz. A veces, por el contrario, pensaba que era aburrido compartir la vida con alguien que hacía lo mismo que él. Gabriel era cirujano pediátrico, y se habían conocido una tarde de abril, húmeda y con neblina, en los pasillos de la Facultad de Medicina. Él era Jefe de Trabajos Prácticos de la Cátedra Cirugía General. Los ojos azules y el cuerpo diminuto de Ana no habían pasado desapercibidos para Gabriel, quien apenas la vio pasar no se detuvo hasta averiguar quién era, si tenía novio, si estaba casada, y todo ese tipo de consultas detectivescas que se realizan cuando alguien nos seduce, nos impacta, nos rompe la estructura.
Ana dormía. La azafata, esbelta, con el cabello rubio destellante, perfectamente recogido, y una sonrisa luminosa, se acercó para ofrecerles algo de beber; ninguno de los pasajeros quiso nada. La atmósfera era tan apacible y perfecta que ninguno quería romper con esa burbuja del viaje soñado.
Buzios era el destino más apreciado por los enamorados, y ellos lo sabían.
Mientras Victoria no dejaba de leer, Nahuel tomó con delicadeza su brazo y la acarició despacio. Ella, con elegancia, se corrió y le dijo que tenía sueño. Cerró la revista, tomó la manta de viaje, se tapó y se hizo la dormida. Nahuel parecía no comprender la infinidad de señales que su novia le venía manifestando desde hacía meses. No percibía el rechazo o elegía seguir haciéndose el desentendido. En su ego se afirmaba una y mil veces, pensaba que cualquier mujer desearía estar en el lugar de Victoria, ser la destinataria de todas esas atenciones, regalos y paseos caros. Todo lo que él hacía con ella era suntuoso, oneroso y exagerado. Le obsequiaba vestidos, carteras y perfumes de las marcas más reconocidas. Cuanto más pagaba por un objeto, más amor sentía que le demostraba. Para Victoria era todo lo contrario. Cuanto más pagaba por ella, más despreciada se sentía.
Había pasado una hora y quince minutos desde el despegue. Todo parecía estar en armonía. Gabriel se había quedado dormido con el libro de Stephen King en la mano. Ana seguía dormida. Victoria se hacía la dormida. Nahuel, con los ojos como búho y bien abiertos, no entendía qué pasaba entre Victoria y él.
De repente, el cielo despejado y estrellado se cerró en una tormenta de niebla y lluvia. El avión empezó a moverse. Primero fue imperceptible. Después la intensidad subió. Ana y Gabriel se despertaron exaltados. Victoria comenzó a gritar. Nahuel trataba de calmarla. La voz del piloto que se emitía a través de los parlantes exigía calma y tranquilidad, con el argumento de que todo estaría bajo control cuando terminaran de atravesar la tormenta.
La fuerza del viento contraatacó con vehemencia y otra vez el avión perdió estabilidad. Victoria volvió a gritar y Nahuel levantó aún más la voz para hacerla callar. Ella empalideció y tuvo que tomar la bolsa para vomitar. Gabriel se quitó el cinturón de seguridad para asistirla. Siempre que una persona cerca de él se sentía mal, le urgía salir a ayudar. Estaba en él, no podía evitarlo. Había presenciado tantos accidentes, tragedias, operaciones, que formaba parte de ese ADN que llevaba en su cuerpo.
La azafata también se acercó y le pidió a los cuatro pasajeros que guardaran la calma, que pronto todo volvería a estar como en el comienzo. Pero la verdad era que nada volvió a estar como al principio.
Apenas Gabriel tomó el pulso de Victoria para saber cómo estaban sus latidos y presión, sintió en su corazón la tersura de esa piel blanca y transparente. Le miró la boca de rosado pálido, carnosa, delineada por un artista. Los bucles que le tapaban suavemente el contorno de su cuello; el perfume que desprendía una mezcla de jazmín y fresias. Se enloqueció. Trató de escudarse en su rol de médico. Le habló a Nahuel presentándose. Le pidió a la azafata que le trajese un vaso de agua. Victoria lo bebió de a sorbos, delicadamente.
Ana contemplaba todo desde su asiento. Sabía que su marido siempre colaboraba en momentos de pánico generalizado y por eso lo había elegido, por eso lo admiraba tanto.
La pericia del piloto logró atravesar ese túnel ventoso y con precipitaciones. El control y la tranquilidad trajeron aires de serenidad para los viajeros. Gabriel seguía al lado de Victoria, escudándose en que esperaba verla recuperada del todo, pero lo único que lo motivaba era poder extender el tiempo en que podría contemplarla. Nahuel no tuvo problema en que Gabriel se sentara al lado de ella. En definitiva, Victoria le venía demostrando su descontento durante todo el vuelo. Ana se volvió a dormir. Nahuel se levantó para ir al toilette.
Gabriel y Victoria se quedaron solos unos minutos. Victoria le agradeció lo que había hecho por ella. Los ojos negros, gatunos, se le dilataron y a Gabriel lo estremecieron más que los azules que una vez lo hechizaron bajo la mirada de Ana. Se sonrojaron. Hubiese querido besarla, y no estar casado con Ana, y no recordar que ese viaje era un regalo que él le había hecho a su esposa por los diez años de matrimonio. Victoria sintió la liberación de su deseo en la mirada de Gabriel. Ese era el hombre con el que ella podría compartir el cielo y el infierno. Dejó que se le cayera el bretel de su musculosa, y Gabriel quedó desarmado frente a la desnudez y la aterciopelada piel que sutilmente clamaba su beso, su mordida. Nahuel regresó. Gabriel se incorporó y le dijo que Victoria ya se encontraba bien, con el pulso y la presión normales, pero que le recomendaba que al descender fuese revisada por un médico clínico para asegurarse de que todo marchaba bien.
Gabriel intentó acomodarse nuevamente en su asiento. Ana había vuelto a dormirse. Victoria giró disimuladamente la cabeza para ver a Gabriel. Se miraron más allá de las almas. Los cuerpos latían. El deseo los ataba. La turbulencia había sido superada, pero el alboroto de sus corazones recién comenzaba y no sabían si iban a salir ilesos.