Su dedo índice le recorría con timidez el muslo. Ella entrelazaba sus manos sobre el cuello de Martín. Él sonreía mientras la besaba y no dejaba de apretarla contra la pared, tironeando su vestido de seda color champagne.
—¡Estás hermosa, Sabrina! —dijo Martín sin pestañear.
—¡Te extrañé tanto! —respondió ella, acariciándole con suavidad el cabello.
—Esperé tanto este momento, mi amor. No sabés cuánto.
—¡Yo también! —contestó ella y entornó sus ojos lentamente.
—¿Por qué dejaste de mirarme? ¿Qué es lo que te preocupa? Ya estamos juntos, se terminó la espera, la universidad, los problemas de dinero, las diferencias con la familia. Ya estamos aquí y es un lugar hermoso, como te prometí —expresó Martín sin dejar de acariciarle la cintura y las caderas.
Sabrina quería dejarse llevar y disfrutar de ese momento. Hacía cinco años que estaban de novios, pero la relación estaba marcada por la distancia. Ella vivía en la Ciudad de Buenos Aires y él, en Villaguay, Entre Ríos. Habían acordado que apenas culminaran sus estudios universitarios, Sabrina se iría a vivir a la chacra que tenía Martín, una herencia de su padre, un apicultor muy reconocido y querido por los vecinos de la zona. Y, por supuesto, ese cariño genuino se había hecho extensivo a Martín, el «niño de oro», como lo habían bautizado de pequeño por el color dorado de su pelo y pestañas, que no se parecía a ningún otro.
—Mi madre es vidente y me hizo una advertencia cuando preparaba las valijas —expresó, con firmeza, Sabrina.
—Sabri…, ya sabés…, yo la quiero mucho a Susana, pero acerca de las videncias y todo eso… —respondió Martín, ya separándose del cuerpo de Sabrina y haciéndole un ademán con la mano para que tomaran asiento en los sillones de mimbre blanco que estaban en el jardín—. Preparé una limonada con jengibre y menta, exquisita, especialmente para vos —comentó él para cambiar de tema. Ya sabía que, cuando Sabrina venía con la cabeza llena de pajaritos por las videncias de su madre, iba a costar mucho que se relajara y pudieran pensar en los proyectos que tenían en común.
—Es serio lo que me dijo. No puedo dejar de pensar en ello… —contestó, nerviosa, Sabrina—. ¿No tenés licor o whisky? Me da igual. Con la limonada no apaciguo mis pensamientos —sentenció ella.
—No me gusta el alcohol, solo compro cuando hay visitas. A vos tampoco te gustaba. Nunca pensé que a mi futura esposa en vez de la bebida fresca y dulce del limón, le gustaría beber alcohol como al hombre de campo.
—¿Y acaso no seré una mujer de campo, casada con un hombre de campo? —preguntó, con ironía, Sabrina.
—Bueno, bueno. Me parece que estás cansada y entiendo que el casamiento, los preparativos y la vida que vamos a llevar juntos te generen ansiedad. Uno se casa para toda la vida, pronto, seguramente, se agrandará la familia, y tendremos pequeños corriendo por todo el parque. Así dicho, todo junto y de golpe, hasta a mí me genera temor, pero te amo y cada día al despertarme, te lo juro, lo único que le he pedido a Dios en estos años era que faltara menos para este momento, este momento es hoy, vos y yo juntos, juntos, sin separarnos más.
—No se cumplirá, Martín. Por eso hace días que estoy así. No nos casaremos ni tendremos niños. Mi madre lo vio. Incluso se puso a llorar, y yo, atrás de ella. ¿Ahora comprendés por qué me siento así? —dijo, con voz triste y resignada, Sabrina.
—Mi amor, tu mamá también debe de tener muchas preguntas acerca de tu futuro. Sos su única hija y no te podrá visitar todos los días, como lo venía haciendo hasta ahora. Incluso pensé en ofrecerte que se venga a vivir a Villaguay, tengo gente amiga en las inmobiliarias de la zona, y con el alquiler del departamento en Recoleta, acá le podemos conseguir una casita linda, con parque, llena de árboles, y puede dedicarse a la pintura, que tanto le gusta.
—¡Estás en peligro, Martín! No sé cómo decirte.
Sabrina estalló en llanto y Martín la abrazó fuertemente para calmarla. Despacito la acompañó hasta la habitación. Le preparó un té de hierbas naturales de melisa, tilo y cedrón, con dos cucharadas de miel pura, producida por el propio panal de abejas que tenía la chacra. Le quitó los zapatos que llevaba. La tapó de manera delicada con las sábanas. Estaba preciosa. Le acarició las mejillas y le acomodó el cabello detrás de la oreja, y esperó a que se durmiera. Pensó que tanto estrés por el casamiento y los seis meses que llevaban sin verse la habían puesto en ese estado de fragilidad y temor. Creyó que el descanso y el té, preparado con tanto amor, la harían sentirse mejor. Decidió salir al jardín para tomarse la limonada que Sabrina no había querido y contemplar la belleza de ese paisaje tan sereno y azulado.
Se sentó en el sillón de mimbre, cerró los ojos y empezó a respirar el aire con aroma a pino fuerte, los pulmones se le agrandaban agradecidos por ese sublime oxígeno. De repente, un ruido implacable lo obligó a abrir los ojos y lo envolvió sorpresivamente. Empezó a gritar y a desesperarse. Una, dos, tres, diez, veinte, cincuenta, cien, miles de abejas lo rodearon, lo picaron sin permiso, sin prudencia. En los brazos, en las piernas, en el abdomen, en la cara, en la espalda; ninguna parte de su piel quedó sin ser arrasada por el veneno de sus protegidas. Sus gritos eran cada vez más estremecedores. Solo se escuchaba: «¡Sabrina, por favor, vení!».
No se lo veía, parecía cubierto por una nube oscura. Sabrina seguía dormida. Martín luchaba y luchaba y no entendía por qué lo estaban atacando. Si eran sus preferidas y las conocía desde pequeño. Su padre le había enseñado el oficio, cómo tratarlas y cómo cuidarlas. Mientras su cuerpo temblaba y seguía luchando, el corazón de Martín se detuvo de golpe. No hubo nada para hacer. En ese mismo instante, las abejas abandonaron su cuerpo y se disiparon todas juntas, en grupo, como lo hacían siempre.
La abeja reina guiaba al resto.
Estaba claro, en la chacra había lugar para una sola abeja reina. Jamás compartirían a Martín.