Cita en Roses Park

—¿En la confitería Roses Park se van a encontrar?

—Sí, Sebastián.

¡Pero…, papá!

—¿Me podés ayudar o no?

Sí, te puedo ayudar, pero podrían haber elegido otro lugar.

—Lo eligió ella y es suficiente. ¿Alguna vez la llevaste a Jazmín allí? Seguro que no, esta generación no entiende nada.

Papá, no empecemos, por favor. Te paso a buscar a las quince y treinta, ¿te parece bien?

—Mejor, quince y cuarenta y cinco…

¿Cuál es la diferencia entre un horario y otro?

—Mis nervios.

Pero así tendremos más tiempo.

—¿Más tiempo para qué?

Para que puedas acomodarte bien.

—Eso lo hago solo, creo que desde que nací. Siempre supe entender el momento, el lugar y la experiencia de vida que me tocaba afrontar.

No estoy hablando de filosofía.

—Yo tampoco. Solo es sentido común.

Con vos no se puede, papá.

—Con vos tampoco.

Hasta mañana. Voy a ser puntual.

—Es lo único que te pido, el resto estará bien. Chau, hijo, y… ¡gracias! —dijo Julio, y colgó el teléfono.

A pesar de parecer un hombre duro con Sebastián, tenía devoción por él, por su nuera Jazmín y sus dos nietas: Antonella, de siete años, y Ámbar, de cuatro. Eran su familia, con la única que podía contar. Ya ni amigos le quedaban. Todo había sido esplendor hasta ese día del accidente en la ruta, cuando salió despedido por el aire y se golpeó la cabeza contra la banquina. Un mes en terapia intensiva estuvo. Una y otra vez contaba cómo sintió que su alma salía de su cuerpo y se veía a él mismo en la cama del hospital, mientras su fiel esposa Bianca le tomaba las manos y le decía que por favor no lo dejase, que juntos podían contra el mundo.

Después de meses de internación y rehabilitación, había vuelto a su hogar. Caminaba, pero con andador. Al principio lo detestaba, lo consideraba un insulto, una provocación a su persona. Era una extensión de él, lo que lo conectaba con el mundo y con la vida.

Su mujer había fallecido dos años después. Su corazón, sin motivo aparente, dijo adiós. Julio, desde ese momento, retrocedió física y emocionalmente. Había sido un cachetazo inesperado que lo dejó desarmado. Casi no quería comer. Quitó todas las fotografías de su casa. No quería que nadie lo visitara, ni siquiera su adorado Sebastián. Las persianas estuvieron bajas por un año. Había sido parte del duelo. Le parecía que dejar entrar la luz del sol era un despropósito, una burla hacia Bianca. Y él, un hombre tan correcto y derecho, no podía permitir que eso sucediese. Sin embargo, un llamado y una noticia le habían brindado el oxígeno que se le estaba acabando.

«—Papá, ya sé que no querés atender a nadie. Pero te lo voy a dejar grabado en este contestador para que lo escuches una y otra vez: ¡vas a ser abuelo!».

Cuando hubo escuchado el mensaje, Julio lloró, lloró y comprendió el significado de que a veces la vida te da y te quita. Eso era un regalo del cielo y estaba seguro de que Bianca había intercedido celestialmente para que ocurriese ese milagro. Ese día no lo llamó a Sebastián, porque quería limpiar y ordenar su casa. Pero como él no podía hacerlo, porque apenas si podía levantarse de la cama y dar unos pasos hasta el baño, se había contactado con una empresa de servicios de limpieza y ordenó que fuesen a la vivienda. Se abrieron las cortinas, se lavaron los vidrios, regresaron los portarretratos a los muebles. Hasta se compraron jazmines para colocar en los floreros. Una sonrisa se había esbozado en su rostro. La primera desde hacía un año.

Al día siguiente, había invitado a Sebastián y a Jazmín a cenar a su casa. Su hijo se sentía doblemente feliz: por la llegada de su primer hijo y porque ese acontecimiento le había devuelto las ganas de vivir a su padre.

Desde la muerte de Bianca, Julio no había pensado ni tenía ninguna intención en conocer a otra mujer. Vivía para sus nietas. Era lo único que le llenaba el alma. Sentarse con ellas a ver películas de princesas era el mejor plan para su fin de semana. Pero su hijo, que deseaba que su papá tuviese una nueva oportunidad, le había regalado, para el día del padre, una notebook. Le enseñó a usarla, le explicó cómo leer las noticias en los diarios digitales, le comentó para qué se usaban las redes sociales y le creó un perfil en Facebook. Al principio, Julio se resistió y le parecía una pérdida de tiempo, pero con los días, se convirtió en un pasatiempo y en una rutina: tomar el café con dos cucharadas de azúcar y leer las noticias del día, y no solo de los medios nacionales, sino también de los internacionales.

Pero la sorpresa que devino en emoción, había sido la llegada de una solicitud de amistad en Facebook: Magdalena Aráoz. El corazón le había empezado a latir en forma acelerada, las manos le sudaban. Se acercó bien para ver la foto de perfil, y sí, ¡era ella! Su primera novia, la que no se olvida, la de los poemas y los besos robados a la luz de la luna. Si hubiese podido pegar un salto, lo hubiese hecho. El tiempo había pasado para ambos, aunque, en algún rinconcito de su alma, nunca se habían olvidado. Entablaron conversación rápidamente. Ella también estaba viuda y tenía tres nietos, todos varones. Pasaron noches enteras conversando hasta que ella sugirió encontrarse en persona. Él no le había contado mucho de su dificultad motriz. No quería desilusionarla. Magdalena le propuso volver a esa hermosa confitería, Roses Park, que aún se hallaba en el piso dieciocho del edificio Boris, donde él, a los veinte años, le había declarado su amor. Julio aceptó sin el más mínimo reparo. Por eso, había llamado rápidamente a Sebastián para que lo ayudara a llegar hasta allá.

Aquel era el gran día. La volvería a ver. Se vistió con el mejor traje que tenía y se colocó algunas gotas de ese perfume francés que usaba en ocasiones especiales. En el trayecto, le pidió a su hijo que se detuviese en una florería y le comprase un ramo de rosas blancas, porque recordaba que eran las preferidas de Magdalena.

Llegaron al edificio Boris, y Julio casi llora; no había regresado desde los veinte años.

—¡Vamos, papá!, no llores. No querrás que Magdalena te vea así.

—Por supuesto que no.

Ascendieron al piso dieciocho; la confitería estaba muy cambiada, sin embargo, la cascada de piedras seguía estando allí, cerca de la ventana. Volver a encontrarse con algo conocido era como sentirse en casa.

La mesa ya había sido reservada. Sebastián lo ayudó a que pudiera sentarse bien y le dijo que daría una vuelta con el auto, pero que se mantendría cerca para cuando quisiera regresar a su casa. Se despidió y le dio a su padre un beso en la frente.

Unos instantes después, el ascensor se abrió y apareció Magdalena: elegante, con la sonrisa dulce, como él la recordaba. Caminaba con un bastón, despacito y un poquito encorvada. Él se puso de pie con ayuda de su andador, la esperó, le corrió la silla y le dio un beso en la mejilla.

—Tenía miedo de que me rechazaras, uso bastón para caminar —dijo Magdalena cuando se sentaron.

—Y yo, como verás, hermosa, sin andador no puedo dar dos pasos —contestó Julio, sonriendo.

Se tomaron de las manos y no dejaron de reír a carcajadas. La vida les estaba dando una segunda oportunidad y no querían desaprovecharla.