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Alma de Abril
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Abril en Curazao
de Betina Shabliko
Por un mero instante, su silencio, munido de esa mueca cargada de desdén, parecía haber bastado para obviar la afrenta. Y, a criterio de Abril, era más que suficiente para demostrarle a esa desubicada que ella no estaba tan desesperada.
Pero estaba en un error. La mujer detrás de la mascarilla de barro del Nilo ignoró por completo la sutil gestualidad de su interlocutora y arremetió:
—Fuera de broma, mirá que te lo digo en serio… Tan solo por diez mil dólares tendrías tu visa prolongada y una nueva vida en París. Y no es con cualquiera… Es con mi ahijado franco argentino, Jean Claude.
Abril meneó la cabeza, pero, esa vez, pudo verbalizar su indignación.
—¿Me está hablando en serio o es un chiste? ¡Pero ni loca! ¡Ni loca! ¡Jamás! Eso no es para mí. Yo no soy ese tipo de persona, no, no. ¡Nunca en la vida! ¡Olvídese!
La mujer, al borde del desencanto, se encogió de hombros y tomó con displicencia el vaso de agua helada que estaba al lado de su camilla. Se lo acercó con lentitud a sus labios, coronados por un código de barras estampado en su piel, y, cuando estaba a punto de retrucar, fue interrumpida por la esteticista que, sonriendo pero sin permiso, la recostó y, sin mediar palabra, comenzó a enjuagarle la mascarilla de su rostro, que era del mismo color gracias al exceso de rayos UV absorbidos a lo largo de su plácida existencia..
Abril aprovechó esos segundos de silencio para aplacarse. Respiró profundo y se distendió. O, al menos, simuló hacerlo. Todavía no se reponía de la indignación. «¿Pero por quién me habrá tomado? ¿Acaso parezco tan desesperada?», se preguntaba, tratando de desviar la vista de la camilla donde yacía su ofensora. «Solo porque le dije que estoy aburrida de este país y que me he peleado con mi novio de seis años… Pero ¿tan pobre infeliz me habrá visto?».
Aunque irremediable, resulta una verdadera lástima que las personas casi nunca sepan cuál es ese momento en el que sus vidas están a punto de cambiar, porque, de saberlo, atesorarían cada segundo, apreciarían cada encuentro e, incluso, saborearían más cada bocado.
Y Abril se encontraba justo en esa situación. Pero, por supuesto, ella tampoco lo sabía.
Esa mañana, solo le preocupaba no parecer una sombra de sí misma y, a la vez, deshacerse de esa entrometida antigua vecina de su madre. Hasta ese día, ella no la había vuelto a ver desde que sus padres se habían mudado de vecindario.
«Qué mala suerte, ¡venir a encontrármela justo hoy, acá!», se repetía Abril con creciente malhumor, como si ese contratiempo vaticinara el preámbulo de su nuevo comienzo. Esa sesión de spa había sido obsequio de cumpleaños de Guillermina, su mejor amiga y flamante esposa de Tomás, el primo favorito de Abril. Un merecido momento colmado de mimos y belleza que inauguraría simbólicamente su regreso a la pistas. Ya que había estado bastante tiempo confinada, sin sentirse ella misma.
Asimismo, gracias a su estricto entrenamiento diario de los últimos tiempos, para entonces ya podía considerarse una experta, y de las de alta competencia, en la técnica de la autocompasión, a la que se había consagrado con insuperable denuedo.
Y ese no era su único dilema. Por esos días, debía decidir si aceptaba o no el préstamo del banco, el cual estaría avalado por su única propiedad, un departamento en una de las mejores zonas de Buenos Aires. Para empeorar las cosas, su nueva socia no la convencía del todo. Ni a ella ni a su intuitiva amiga Guillermina. Pero por más que lo recapacitara, Abril no vislumbraba otra opción. Ella sola, sin ayuda, no podría abrir el local soñado. Ese local a la calle donde se lucirían sus diseños exclusivos.
No obstante las múltiples decisiones que la esperaban, había algo que en verdad sí la desvelaba… era su temor a regresar a los sitios que hasta hacía muy poco tiempo solía frecuentar con quien había sido su amor durante los últimos seis años.
Ella tenía pánico de cruzarse con Pablo. Y no solo con él, sino con él y su nueva novia. «Novia». Al menos era la información escueta que le había llegado; escueta solo por el hecho de que apenas se lo nombraban, ella solía cambiar de tema o fingir desinterés. Aunque nadie le había asegurado qué tipo de relación tenían, lo habían visto varias veces acompañado por la misma joven con porte de modelo.
Aunque le parecía cursi, Abril amaba los refranes y solía tener uno para cada ocasión, y en esa en particular, cuando la nostalgia la invadía, le venía a la mente, como un mantra, uno de sus favoritos: «La mejor venganza es la superación», aunque, en los tiempos que corrían, no parecía estar resultándole de ayuda.
¡Menos mal que le quedaba Burton! ¡Ese rubio sí que valía la pena! Valía incluso los sacrificios, los gastos desmesurados en épocas de ajuste, los desvelos. ¡Él se merecía todo y mucho más! Y ambos sentían amor incondicional el uno por el otro. Y una lealtad a toda prueba.
¡No había dudas de que él era su gran amor! Y, sin dudas, su único gran amor.