«Si veis algo, levantáis la mano.
»Da lo mismo si es un papel de liar cigarrillos o un bote de refresco.
»Si veis algo, levantáis la mano.
»Ojo, nada de tocarlo.
»Levantáis la mano y punto.»
Con los pies hundidos en el vado, los del pueblo se dispusieron a buscar. Avanzaron en fila, a veinte pasos el uno del otro: cien ojos mirando hacia abajo, aunque pendientes de no disgregarse; una coreografía de almas en pena.
A sus espaldas, el pueblo iba vaciándose: la noticia había ahogado el eco del largo, límpido verano.
Ella era Sissy Radley. Siete años, cabello rubio. Casi todos la conocían: al jefe de policía Dubois no le hizo falta repartir fotos.
Walk iba en uno de los extremos de la fila. Pese a la intrepidez de sus quince años, las rodillas le temblaban a cada paso.
Avanzaron como un ejército por el bosque. Los policías delante, barriendo el terreno con las linternas. Detrás de los árboles asomaba el mar. Había un largo trecho río abajo hasta allí, pero la niña no sabía nadar.
Martha May caminaba junto a Walk. Llevaban tres meses saliendo juntos, pero sin ir más allá del morreo ocasional: el padre de ella era ministro de la iglesia episcopal de Little Brook.
—¿Sigues pensando en hacerte policía de mayor? —le preguntó.
Walk contempló a Dubois, quien andaba encorvado, con el peso de la última esperanza sobre los hombros.
—Acabo de ver a Star —siguió Martha sin esperar respuesta—. Andaba por delante, con su padre. Estaba llorando. —Star Radley, la hermana de la niña desaparecida: la mejor amiga de Martha. Eran un grupo muy unido, sólo faltaba uno—. ¿Dónde está Vincent?
—He estado con él hace un rato, igual está en el otro lado.
Walk y Vincent eran como hermanos. Cuando tenían nueve años se hicieron unos tajos en las palmas de las manos, las unieron y se juraron lealtad.
Ni Martha ni Walk dijeron nada más, se limitaron a seguir buscando. Dejaron atrás Sunset Road y el Árbol de los Deseos. Las zapatillas Converse abrían surcos entre las hojas muertas. Walk iba atento y concentrado, pero a punto estuvo de no verlo.
Novecientos kilómetros de litoral californiano, autovía estatal número uno, a diez pasos de Cabrillo. Se detuvo en seco, levantó la vista y se dio cuenta de que los demás seguían avanzando sin él.
Se acuclilló.
El zapato era pequeño, de cuero rojo y blanco, con una hebilla dorada.
Un coche que avanzaba por la carretera aminoró la velocidad. Los faros resiguieron la curva hasta que iluminaron a Walk.
Y entonces vio a la niña.
Respiró hondo y levantó la mano.