12

Aquella primera noche en el rancho, Duchess no probó bocado. En cambio, se aseguró de que Robin se comiera todo el plato, un estofado. Incluso le dio las últimas cucharadas mientras él la miraba con evidentes ganas de llorar.

Hal se quedó de pie, sin saber muy bien qué hacer, simplemente observando. Terminó por acercarse al fregadero y contemplar sus tierras por la ventana. Duchess lo encontraba enorme, ancho e imponente; Robin pensaría que era un gigante.

Duchess llevó los platos al fregadero.

—Necesitas comer algo —dijo él.

—¿Qué sabrás tú lo que yo necesito?

Vació el contenido de su plato en la basura y se llevó a Robin de la mano al porche.

Atardecía. Un resplandor anaranjado se extendía sobre las ondulaciones del terreno y se reflejaba en el agua. A lo lejos se veía un grupo de alces recortándose contra la luz menguante.

—Ve a jugar un poco, anda —dijo ella empujándolo.

Robin se alejó y caminó por la suave ladera. Encontró un palo y se puso a arrastrarlo por la tierra; en la otra mano, bien sujeto, llevaba al Capitán América: no lo soltaba desde la mañana en que despertó en casa de Walk.

Duchess lo había interrogado sobre lo sucedido aquella noche, aprovechando que Walk seguía dormido. ¿Había oído algo por casualidad? Robin no respondió; era como si su memoria se hubiera sumido en una oscuridad total.

Duchess continuaba sin aceptar la muerte de su madre. Había asistido al funeral y observado la nueva tumba abierta junto a la de Sissy en el acantilado de Little Brook como una zombi. Tenía ganas de llorar, pero temía que, de hacerlo, el dolor se instalaría en su pecho y le impediría respirar justo cuando más fuerzas necesitaba. No quería fallarle a su hermano. Ahora estaban solos, la forajida y su hermano.

—Tengo una pelota para el chico.

Duchess no se volvió, hizo como si no lo hubiera oído: se negaba a pensar en Hal como en un familiar, en alguien de su misma sangre. Nunca había estado cuando lo necesitaban, tantas y tantas veces. Escupió al suelo.

—Sé que ha sido difícil.

—Tú no sabes una mierda.

Dejó que sus palabras resonaran en el aire del crepúsculo mientras la oscuridad corría hacia ellos a tal velocidad que se habría dicho que el color había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

—No quiero oír palabrotas en mi casa.

—«Mi casa» —repitió ella—. Walk dijo que también era nuestra casa.

Hal puso cara de pena y ella se alegró.

—Mañana todo será distinto de muchas maneras; puede que algunas cosas os gusten, pero habrá otras que no.

—Tú no tienes idea de lo que nos gusta y lo que no.

Hal estaba sentado en la hamaca. La invitó con un gesto a acomodarse junto a él, pero ella no se movió. Las cadenas, fijadas al techo, chirriaban como si alguien estuviera arrancándole el alma al viejo caserón. Su madre le había hablado mucho de las almas, que iban de lo vegetativo a lo racional. Se preguntó qué podía tener de racional la forma más primitiva de vida.

Hal encendió un puro y ella quiso alejarse para no respirar el humo, pero siguió allí, inmóvil, como si sus sandalias estuvieran clavadas al suelo. El instinto la empujaba a preguntarle por su madre, por su tía, por Vincent King; a preguntarle por esa tierra tan rara con ese cielo tan inmenso. Supuso que a Hal le gustaría; que estaría deseando conversar con ella para ir creando un vínculo. Escupió al suelo otra vez.

Bastante antes de la hora en que acostumbraban a acostarse, Hal los hizo subir al piso de arriba. A Duchess le costó subir la maleta, pero no dejó que su abuelo la ayudara.

Ayudó a Robin a ponerse el pijama y se cepilló los dientes en el pequeño cuarto de baño adyacente al espartano dormitorio.

—Quiero irme a casa —dijo Robin.

—Lo sé.

—Tengo miedo.

—Eres un príncipe.

Duchess arrastró la mesita de noche por el suelo de madera estropeado y enseguida, no sin esfuerzo, unió las dos camas.

—Rezad vuestras oraciones antes de dormiros —dijo Hal desde la puerta.

—Y una mierda —contestó ella.

Lo contempló con la esperanza de verlo torcer el gesto, pero Hal no lo hizo; siguió inmóvil en el umbral con la boca perfectamente cerrada. Duchess estudió su cara buscando algún parecido con ella misma, con su hermano, con su madre. Quizá descubrió un poco de los tres, quizá no vio sino a un desconocido entrado en años.

Después de que Hal se marchara, a Robin le faltó tiempo para meterse en la cama de ella. Duchess lo estrechó hasta que se quedó dormido.

Poco después —o eso le pareció—, un zumbido insistente irrumpió en sus sueños. Extendió el brazo y le propinó un manotazo al despertador. Todavía sobresaltada, se sentó en la cama y durante unos segundos crueles quiso llamar a su madre a gritos.

Robin seguía dormido a su lado. Lo arropó y oyó a Hal trasteando por la planta baja, sus pesadas botas resonando en el suelo, el silbido del calentador de agua.

Volvió a acostarse y trató de dormir, pero la luz del rellano se coló en la habitación: Hal acababa de abrir la puerta tras subir las escaleras.

—Robin. —Su hermano se revolvió en la cama al oír la voz del anciano—. Hay que darle de comer a los animales, ¿vienes conmigo para echarme una mano?

Robin se incorporó en la cama mientras Duchess procuraba adivinar lo que estaba pensando. Había reparado en la curiosidad con que observaba las gallinas, las vacas, los caballos. Él bajó de la cama y se la quedó mirando hasta que ella lo cogió de la mano y lo acompañó al baño.

En la cocina los esperaban sendos tazones con gachas de avena. Duchess vació el suyo en la basura, buscó el azúcar y espolvoreó unas cucharadas sobre las gachas de Robin. El pequeño se puso a comer sin decir palabra.

Hal apareció en la puerta. A su espalda, una ligera neblina ascendía de la tierra como si el fuego ardiera bajo la superficie.

—¿Listos para el trabajo? —preguntó retóricamente.

Robin terminó de beberse el zumo de naranja y bajó de la silla de un salto. Hal le tendió la mano y él la tomó. Duchess se asomó por la ventana y los vio caminar hacia el establo. El anciano le decía algo que ella no podía oír mientras Robin lo miraba todo como si los seis años anteriores no contaran.

Se puso la chaqueta, se anudó los cordones de las zapatillas y salió al aire de la mañana. El corazón le latía con fuerza ante la promesa de algo nuevo.

Más allá, el sol ascendía tras la montaña.

Walk condujo durante toda la noche. Los distintos estados, con sus paisajes, se sucedían idénticos en la oscuridad; sólo se veían los letreros que indicaban los kilómetros, instándolo a tomarse un descanso («El cansancio mata»). Una vez en casa, descolgó el teléfono, cerró las cortinas y se echó en la cama, pero no consiguió dormirse: estuvo pensando en Star, en Duchess y en Robin.

Desayunó dos ibuprofenos y un vaso de agua. Se duchó, pero no se afeitó.

A las ocho se presentó en el trabajo. Encontró a un periodista esperándolo en el aparcamiento: Kip Daniels, del Sutler Country Tribune. Iba acompañado por unos pocos vecinos y veraneantes. Durante el corto trayecto a comisaría, Walk ya había oído que el estado de California iba a acusar formalmente a Vincent King del asesinato de Star Radley. No se lo había creído: en la radio siempre se inventaban noticias.

—No tengo nada nuevo que decir, lo siento.

—¿Se sabe algo más sobre el arma del crimen? —preguntó Kip.

—No.

—¿Y sobre la acusación formal?

—No se crea todo lo que oye.

Vincent estaba otra vez encerrado en Fairmont. El hecho de que se negara a hablar, sumado a su presencia en la escena del crimen, hacía que el rompecabezas pareciera bastante simple. No había ningún otro sospechoso. Boyd y sus hombres, que ocupaban un despacho del fondo, seguían interrogando a algunos vecinos para demostrar que hacían algo, pero cada vez hacían menos.

Cuando Walk entró, Leah Tallow estaba sentada detrás del mostrador del vestíbulo y las luces del teléfono parpadeaban con frenesí.

—Qué mañana de locos, ¿has oído la noticia?

Walk se dispuso a responder, pero Leah atendió otra llamada y él se quedó callado.

Leah le había pedido ayuda a Valeria Reyes, diez años mayor que Walk. Estaba sentada a un escritorio y comía nueces dejando las cáscaras en montoncitos perfectamente ordenados junto al teléfono, al que había quitado el sonido para paliar la confusión.

—Hola, Walk. La mañana está siendo movidita: nos han traído al carnicero.

Walk se rascó la barba del mentón.

—¿Dónde está?

—En la sala de reuniones.

—¿Y para qué lo han traído?

—¿Tú crees que a mí me cuentan algo? —Valeria se metió otra nuez en la boca y se atragantó ligeramente, de modo que bebió un sorbo de café—. Yo en tu lugar dormiría un poco; y hasta me afeitaría.

Walk miró alrededor. Todo parecía normal. La hermana de Leah era dueña de la floristería de la calle Mayor y cada semana les llevaba un ramo de flores: hortensias azules, astromelias, eucalipto... A veces, a Walk la comisaría se le figuraba el plató de una serie policiaca de televisión en la que había actores interpretando sus papeles y personas haciendo de extras, nada más.

—¿Y Boyd? —preguntó.

Valeria se encogió de hombros.

—Me ha ordenado que nadie hable con el carnicero hasta su vuelta.

Walk encontró a Milton en la salita, situada al fondo de la comisaría, que habrían usado de haber tenido que tomar declaración a alguien alguna vez. El carnicero se levantó apretándose el pecho con las manos, masajeándoselo como si tuviera que reavivar su corazón. Aunque no llevaba puesto el mandil, a Walk le pareció oler sangre, como si ésta apelmazara todos y cada uno de los abundantes pelos que cubrían el cuerpo de Milton.

Walk hundió las manos en los bolsillos, cosa que hacía cada vez más a menudo porque la medicación había dejado de funcionar nuevamente.

—No sé por qué me han dicho que me quede aquí: tengo cosas que hacer —se quejó Milton—. Y al fin y al cabo, yo fui a hablar con ellos, y no al revés.

—¿Para decirles qué?

Milton contempló sus zapatos, se soltó el cuello de la camisa y se desabrochó los gemelos: se había vestido para la ocasión.

—Me acordé de algo.

—¿De qué? Si se puede saber.

—Me gusta mucho observar; observar el océano, el cielo... Tengo un telescopio Celestron informatizado, un día tendrías que ir a mi casa y...

Walk lo hizo callar levantando la mano: estaba demasiado exhausto para escuchar aquello.

—En fin, que aquella noche, antes de que se oyera el disparo... me pareció oír gritos. Estaba asando un conejo y tenía la ventana abierta. A ti también te gusta el conejo, ¿no?

—Tenías la ventana abierta y te pareció oír unos gritos...

Milton puso los ojos en blanco.

—Sí, oí unos gritos, una discusión.

—¿Y no te habías acordado hasta ahora?

—Es posible que me quedara un poco traumatizado... y que ahora esté recuperándome de la impresión.

Walk se lo quedó mirando.

—¿Esa noche viste a Darke?

Milton tardó un poco en negar con la cabeza; un par de segundos, no más, pero Walk se dio cuenta: el nombre de Dickie Darke había aparecido en relación con lo sucedido, pero quien lo había mencionado había sido el propio Walk. Duchess no había dicho una sola palabra sobre él. Walk se preguntaba si tendría miedo.

—Oye, y Brandon Rock... —Milton hinchó el pecho—. Esta madrugada apareció a cualquier hora con el coche. Yo tengo por costumbre levantarme temprano, pero es que ese tío...

—Hablaré con él.

—¿Sabes que otra persona se ha dado de baja del grupo de vigilancia? Parece que el barrio ya no le importa a nadie.

—¿Cuántos quedáis?

Milton frunció la nariz.

—Yo y Etta Constance, nada más. Pero Etta no puede vigilar mucho con un solo ojo. No tiene vista periférica, según me han explicado. —Hizo un gesto apuntando alternativamente con ambas manos.

—Pues yo, sabiendo que estáis los dos de guardia duermo mejor.

—Yo lo apunto y lo documento todo. Guardo mis anotaciones en una gran maleta bajo la cama.

Walk no quería ni pensar en el tipo de anotaciones que conservaba.

—El otro día, en una serie de la tele, el policía salía a patrullar con uno de los vecinos. ¿Qué te parece la idea, Walk? Siempre podría llevar un cochinillo... por si nos entra hambre...

Walk oyó un ruido, se volvió y vio a Boyd, cuyo corpachón tapaba completamente la puerta. Fornido y con el pelo cortado a cepillo, era un ex militar reconvertido en policía.

Walk lo siguió afuera y Boyd lo condujo a su propio despacho. Una vez allí, se dejó caer pesadamente en su silla.

—¿Te importaría decirme qué pasa? —preguntó Walk.

Boyd se arrellanó en el asiento y se desperezó; al entrelazar los dedos tras la nuca sus hombros parecieron todavía más anchos.

—Acabo de volver de la oficina del fiscal del distrito: vamos a acusar formalmente a Vincent King del asesinato de Star Radley.

Walk ya lo daba por sentado, pero se estremeció al oírlo de labios de Boyd.

—El carnicero nos ha asegurado que vio a Vincent discutiendo con Dickie Darke delante de la casa de los Radley pocos días antes del asesinato. Le pareció que Vincent lo amenazaba: probablemente un asunto de celos.

—¿Y qué dice Darke?

—Lo corrobora. Es un tiarrón enorme, el tal Darke. Se presentó con su abogado. Al parecer veía con frecuencia a la víctima, pero sólo como amigos. De hecho, dijo que pasó aquella noche con la tal Dee Lane.

—Ya. En lo que se refiere a Milton, el carnicero, debo decir que lleva años llamándonos cada dos por tres, ¿sabes? Su mayor afición es vigilar, en general. Y se entusiasma: ve cosas que no hay.

Boyd se pasó la lengua por los dientes y frunció los labios. Siempre estaba moviéndose, como si temiera echar barriga y perder pelo si se quedaba quieto. Apestaba a colonia. Walk estaba tentado de abrir la ventana.

—Mira, Vincent King no sólo estaba allí cuando llegamos, sino que hemos encontrado sus huellas en la misma escena del crimen, su ADN en el cadáver... ¿Sabes que el cuerpo tenía tres costillas fracturadas y la mano izquierda hinchada? King no se ha molestado en negar nada, simplemente no habla. Esto está más claro que el agua, Walker.

—No le encontraron restos de pólvora —recordó Walk—, y tampoco se ha encontrado el arma. No hay pruebas de que haya disparado ni arma del crimen... —remachó.

Boyd se frotó el mentón.

—Tú mismo encontraste el grifo abierto: el tipo se había lavado las manos. En cuanto a la pistola, pues bueno... la hemos estado buscando por todas partes, terminará por aparecer. El tío la mata, tira el arma por ahí, vuelve y llama a comisaría.

—No tiene sentido.

—Nos ha llegado el informe de balística: la bala provenía de una Magnum del calibre .357, estamos hablando de un revólver tremendo. Buscamos en las bases de datos y descubrimos que el padre de Vincent King registró un arma a mediados de los años setenta.

Walk se lo quedó mirando: no le gustaba el derrotero que estaba tomando la conversación. Se acordaba de ese revólver: a los King les llegaron un par de amenazas lo bastante serias como para que el padre tuviera un arma en casa.

—Y adivina, adivinanza, ¿de qué calibre era la pistolita de marras?

Walk se las arregló para no pestañear, pero notó un retortijón en el estómago.

—El fiscal del distrito nos exige mucho: lo quiere todo atado y bien atado. Pero estoy confiado: tenemos la motivación y el acceso al arma del crimen. Pediremos la pena de muerte.

Walk negó con la cabeza.

—Tengo que hablar con más gente. Quisiera comprobar la coartada de Dickie Darke y volver a hablar con Milton. No estoy seguro de que...

—Déjalo ya, Walker: el caso está más que cerrado. Quiero traspasárselo al fiscal hacia el final de esta semana ¡y a otra cosa! Y ya no nos verás más el pelo.

—Pero insisto, yo creo que...

—Escucha, tú estás la mar de bien aquí; y mi primo, que trabaja en Alson Cove, también está encantado de la vida: el trabajo es fácil, hay poco ajetreo... no tiene nada de malo, ¿eh? Pero, vamos a ver, ¿cuándo fue la última vez que llevaste un caso de verdad? Uno de verdad, no un delito de andar por casa. Cuéntame, anda.

La verdad, Walk sólo se ocupaba de faltas leves e infracciones de tráfico.

Boyd le puso la mano en el hombro y apretó con fuerza.

—No vayas a jodernos, hombre.

Walk tragó saliva: sentía que todo se aceleraba vertiginosamente.

—¿Y si consigo que Vincent se declare culpable?

Boyd simplemente lo miró a los ojos: no hacía falta que dijera nada.

Vincent King tenía que pagar con la muerte lo que había hecho.