13

Las nubes se precipitaban montaña abajo en cascada, enmarcando la casa del rancho como si fuera parte de una pintura.

Duchess estaba trabajando; tenía las piernas doloridas, la piel de las manos despellejada bajo los guantes.

Daba igual cuál fuera el trabajo que él le encomendara —abonar los campos, podar las largas enredaderas de la fachada la casa, limpiar de ramas el serpenteante camino—, Duchess lo llevaba a cabo con sordo resquemor: a Hal le había dado por jugar a convertirse en su abuelo ahora que su madre estaba criando malvas.

El funeral había discurrido de una forma vergonzosamente tranquila. Walk había buscado y encontrado una vieja corbata para Robin: la misma que él había llevado en el funeral de su madre, y ella no le había soltado la mano a su hermanito mientras el sacerdote intentaba que se olvidaran de sus vidas rotas hablando de la necesidad que Dios tenía de otro ángel en el cielo, como si nada supiera de la atormentada vida que había abandonado este mundo.

—Vamos a comer. —El anciano la sacó de sus recuerdos.

—No tengo hambre.

—Tienes que comer.

Duchess le dio la espalda, empuñó el cepillo y volvió a barrer enérgicamente el deteriorado camino de acceso.

Transcurridos diez minutos, finalmente dejó caer el cepillo y se encaminó a la casa sin apresurarse. Subió al porche y miró por la ventana el interior de la casa: Hal estaba de espaldas y Robin se comía un emparedado con la cabeza apenas asomando por encima de la mesa. Al lado tenía un vaso con leche.

Entró por la puerta trasera en la cocina con las mejillas encendidas. Se acercó a la mesa, agarró el vaso de Robin y tiró la leche al fregadero. Lo lavó y fue a buscar zumo de naranja a la nevera.

—No me importa beber leche con la comida, tampoco pasa nada —dijo Robin.

—Sí que pasa: bébete el zumo de naranja, como hacías en...

—Duchess —intervino Hal.

—¡Tú cállate! —Se volvió hacia él—. Ni se te ocurra volver a pronunciar mi puto nombre: tú no sabes nada de mí o de mi hermano.

Robin rompió a llorar.

—Ya está bien —dijo Hal en tono conciliador.

—No me digas qué está bien y qué no. —Duchess estaba sin aliento y temblaba. La rabia que anidaba en su interior amenazaba con escapar a su control.

—He dicho que...

—¡Vete a cagar!

Hal terminó por levantarse y dio un golpe sobre la mesa tirando un plato al suelo de piedra. Duchess se encogió y parpadeó al oírlo. Se dio la vuelta y salió corriendo por la puerta. Dejó atrás las aguas y el camino, corriendo con todas sus fuerzas por la extensa pradera.

No se detuvo hasta que no pudo más. Entonces cayó sobre una rodilla y jadeó tragando bocanadas de aire denso y caliente. Maldijo a Hal y le dio una patada al grueso tronco de un roble haciéndose daño en el pie.

Les gritó a todo pulmón a los árboles y los pájaros remontaron el vuelo y motearon las nubes.

Se acordó de su casa. El día después del funeral, Walk metió sus escasas pertenencias en unas cajas de cartón. La cuenta bancaria de su madre estaba en cero, en su bolso sólo había treinta dólares... no les dejaba nada.

Anduvo más de un kilómetro hasta que los troncos de los abetos comenzaron a ser más finos. Estaba sucia y sudorosa, tenía el cabello pringoso y enredado. Aminoró el paso y caminó por el medio de una carretera contando los fragmentos de línea divisoria.

A los lados había hierba y árboles, a lo lejos se veía un río y, por encima de su cabeza, en movimiento constante, el cielo azul que todo lo perdonaba. Duchess a veces esperaba ver algo más: una pista, un indicio, algo que marchitase o languideciese, o que no llegara a desarrollarse, algo que le indicara que el mundo era un lugar distinto ahora que su madre estaba muerta.

Un rótulo daba la bienvenida al pueblo: copper falls, montana. Vio una hilera de tiendas con fachadas de ladrillo demasiado nuevo para un lugar como aquél; techos planos, toldos descoloridos, banderas fláccidas, carteles ajados por el sol, olvidados desde hacía largo tiempo; Bush contra Kerry, barras y estrellas. Vio un café restaurante («Bienvenidos, cazadores»), un pequeño supermercado, una farmacia, una lavandería, una panadería cuyos productos le hicieron la boca agua. Un hombre estaba sentado fuera, leyendo el periódico, y en el interior había parejas de gente mayor sentadas a las mesas, comiendo pastelillos y bebiendo café. Pasó frente a una barbería al viejo estilo, con su cilindro multicolor y servicio de afeitado. A su lado había un salón de belleza con varias mujeres sentadas en las butacas; por la puerta abierta escapaba un aire caliente.

Al final de la calle se alzaba una montaña que abarcaba el horizonte, imponente como un gran desafío, como el aviso de que en el mundo había muchas cosas realmente grandes.

Pasó junto a un muchacho tan negro como flaco. Estaba de pie en la acera con una chaqueta en el brazo, a pesar de los casi treinta grados, y la miraba con insistencia. Llevaba pajarita y pantalones de vestir férreamente sujetos con unos tirantes que dejaban al descubierto sus blancos calcetines.

El chaval no apartaba la vista, por mucho que Duchess lo mirara indignada.

—¿Se puede saber qué coño miras?

—A un ángel...

Duchess observó su pajarita y negó con la cabeza.

—Me llamo Thomas Noble.

Seguía con los ojos puestos en ella, la boca abierta.

—Deja de mirarme como un pasmarote. —Lo empujó haciéndolo caer de culo.

El chaval la observó a través de los gruesos cristales de las gafas.

—Me has tocado, con eso me basta y sobra.

—Joder, ¿es que en este pueblo estáis mal de la cabeza?

Se marchó calle arriba notando la mirada del chico en el cogote.

Terminó por sentarse en un banco para acabar contemplando el ir y venir de la gente, tan lento que los párpados empezaron a pesarle.

Una señora se detuvo a su lado. Tendría unos sesenta años y era tan elegante que Duchess no pudo evitar mirarla de reojo. Tacones altos, lápiz de labios, olor a perfume; el cabello perfectamente ondulado, como si acabara de salir de la peluquería.

Dejó el bolso (Chanel) en el banco y se sentó.

—¡Vaya un verano! —Hablaba con un acento desconocido para Duchess—. No hago más que pedirle a mi Bill que arregle el aire acondicionado ¿y crees que me hace caso?

—Lo que creo es que no me importa una mierda, y es posible que a Bill tampoco.

La mujer se echó a reír, encajó un cigarrillo en una boquilla y lo encendió.

—Se diría que lo conoces, o es posible que tu padre sea como él: el clásico tipo que se pone a trabajar con relativo entusiasmo pero se aburre en un abrir y cerrar de ojos. Con los hombres no hay manera, preciosa.

Duchess soltó un resoplido con la esperanza de que su actitud bastara para ahuyentarla.

La señorona rebuscó dentro de su inmenso bolso y sacó un envoltorio de papel. Extrajo un par de dónuts y le ofreció uno a Duchess.

Duchess trató de ignorarla, pero la mujer meneó un poco el dónut, como si quisiera ganarse la confianza de un animalillo receloso.

—¿Has probado los dónuts de Cherry? —insistió.

Siguió moviendo la mano hasta que Duchess cogió el dónut espolvoreándose los vaqueros de azúcar glas. Lo mordió con cierta prevención.

—¿Alguna vez has probado uno mejor?

—No está tan mal.

La señorona volvió a echarse a reír, divertida por su respuesta.

—Yo puedo zamparme una docena entera. ¿Alguna vez has probado a comerte un dónut sin relamerte los labios?

—¿Y por qué coño iba a intentar algo así?

—Prueba, anda: es más difícil de lo que parece.

—Igual lo es para una vieja.

—Vieja, pero con un hombre que me hace compañía por las noches.

—¿Y Bill cuántos años tiene?

—Setenta y cinco. —Soltó otra risotada.

Duchess dio otro bocado. Notó el azúcar en los labios, pero no se relamió. Vio que la otra también se frenaba, no sin dificultad; como quien tiene ganas de rascarse... hasta que terminó por hacerlo. Duchess la señaló con el dedo y la señorona soltó una risotada tan estruendosa que Duchess tuvo que esforzarse para no sonreír.

—Me llamo Dolly, por cierto; como Dolly Parton, pero no tan pechugona.

Duchess se mantuvo deliberadamente en silencio. Notó que Dolly la miraba un instante y luego apartaba la vista.

—Yo soy una forajida. Seguramente es mejor que no la vean hablando conmigo.

—Eres arrogante. Ojalá hubiera más gente como tú.

—En la tumba de Clay Allison pone: «Nunca mató a un hombre que no se lo tuviera más que merecido», eso sí que es ser arrogante.

—Cierto. Pero aunque seas forajida tendrás un nombre, ¿no?

—Duchess Day Radley.

La miró con compasión.

—Conozco a tu abuelo, y siento mucho lo de tu madre.

Duchess sintió de pronto una opresión en el pecho; le costaba respirar. Fijó la vista en la calle, luego en sus propias zapatillas. Los ojos le ardían.

Dolly aplastó la punta del cigarrillo, al que no había dado una sola calada.

—No te lo has fumado.

Dolly sonrió. Su dentadura era perfecta, de un blanco cegador.

—Fumar es fatal para la salud, pregúntaselo a mi Bill.

—¿Y entonces por qué lo haces?

—Mi padre me pilló fumando una vez y me sacudió de lo lindo, pero seguí haciéndolo a escondidas, y eso que ni siquiera me gustaba el sabor. Igual piensas que soy una vieja chiflada.

—Pues sí.

Duchess notó que una mano se posaba en su hombro: Robin estaba de pie a su lado, sonriendo de oreja a oreja, con los rizos pegajosos por el sudor y las uñas sucias de tierra.

—Me llamo Robin —le dijo a la señora.

—Encantada de conocerte, Robin. Yo me llamo Dolly.

—¿Como Dolly Parton?

—Pero con menos tetamen —aclaró Duchess.

—A mamá le gustaba mucho Dolly Parton: cantaba una y otra vez esa canción sobre la vida de una trabajadora.

—Lo que tiene su gracia porque siempre estaban echándola del curro.

Dolly estrechó la mano de Robin y le dijo que en la vida había visto un niño tan guapo.

Duchess reparó en que Hal estaba al otro lado de la calle con la espalda apoyada en el capó de su viejo todoterreno.

—Espero que nos veamos muy pronto.

Le dio un dónut a Robin, se levantó, saludó con la cabeza a Hal y echó a andar calle abajo.

—El abuelito se ha asustado —dijo el pequeño—. No des más problemas, por favor.

—Yo soy una forajida, para que lo sepas: los problemas me persiguen.

Robin la miró con ojos tristes.

—Prueba a comerte el dónut sin relamerte los labios.

Robin miró el dónut.

—Es muy fácil —dijo.

—Inténtalo, anda.

El niño dio un mordisco y al momento se pasó la lengua por los labios.

—Acabas de hacerlo.

—No es verdad.

Volvieron andando por la acera. El cielo estaba cubriéndose, las nubes avanzaban a toda prisa.

—La echo de menos, ¿sabes?

Duchess le apretó la mano. No acababa de saber si ella se sentía igual.

Treinta años ocupando la misma celda con el retrete y la pila de acero, los garabatos y las marcas de uñas en las paredes, la puerta deslizante metálica que se abría y cerraba a horas fijas todos los días.

Walk estaba frente a la penitenciaría de Fairmont.

El sol, igual de inclemente todos los meses del año, le daba de lleno. Reparó en la cámara de vigilancia, contempló a los hombres que iban y venían por el patio: aquellas vallas metálicas los convertían en piezas de rompecabezas que no encajaban en ningún lugar.

—No me acostumbro a los colores: todo se ve demasiado limpio.

Cuddy se echó a reír.

—Eres la alegría de la huerta, Walk. Ya te echaba de menos.

Encendió un pitillo y le ofreció otro a Walk, quien dijo que no con un gesto.

—¿Alguna vez has fumado?

—Ni por probar, oye.

Contemplaron a los reclusos lanzar pelotas al aro con el pecho al aire, sudorosos.

Uno de ellos cayó, se puso en pie y fue a enfrentarse a su contrincante, pero reparó en Cuddy y al momento se contuvo. El partido siguió, feroz, a vida o muerte.

—Esta situación me ha afectado —dijo Cuddy.

Walk se volvió hacia él, pero Cuddy siguió con la vista puesta en el partido.

—Yo siempre había creído que al menos algunos de éstos no se merecían estar aquí, que habría que darles una segunda oportunidad, pero ahora mismo me parece que el mal no conoce grados: una vez has cruzado la línea roja, no hay vuelta atrás.

—La mayoría estamos en riesgo de cruzarla en cualquier momento.

—Tú no, Walk.

—Tú dame tiempo y verás.

—Vincent la cruzó ya a los quince años. Mi padre estaba trabajando la noche que lo trajeron. Recuerdo que los periodistas se arremolinaban junto a la entrada y que el veredicto se leyó a última hora, pillando a todos desprevenidos.

Walk también se acordaba.

—Mi padre solía decir que ésa fue la peor noche de su vida. Puedes suponer lo que vio: eso de ingresar a un chaval... los hombres se desgañitaban al verlo, sacaban los brazos por los barrotes, le decían de todo. Un par de presos se portaron bien, incluso fueron de ayuda, pero en su mayoría... qué te voy a contar. Lo recibieron a grito pelado para meterle el miedo en el cuerpo.

Walk se aferró a la valla de alambre; el aire al otro lado era igual de irrespirable.

Cuddy aplastó la punta del cigarrillo, pero conservó la colilla en la mano. Continuó:

—Yo entré a trabajar cuando tenía diecinueve años, cuatro más que Vincent. Me tocó precisamente su galería, en el tercer piso. Recuerdo que me parecía un chaval normal y corriente, como todos: podría haber sido uno de mi colegio, o un hermano menor, lo que fuese. Me cayó bien desde el primer minuto.

Walk sonrió.

—Cuando volví a casa por vacaciones me acordaba mucho de él. Recuerdo un día en particular, cuando fui al cine con una chica que me gustaba.

—¿Sí?

—Estuve pensando en su vida y en la mía: tampoco eran tan distintas, con la salvedad de que él había cometido un error, uno solo, y con eso bastó. Cegó la vida de una niña... ¡por Dios! Las de dos niños, si lo contamos a él mismo. Si al final vuelve aquí, a la nada, su caso será aún más trágico: una vida completamente echada a perder.

Walk había estado dando vueltas a esas mismas ideas.

—Me alegré de que intervinieras y lo detuvieses. Final de un capítulo, principio de uno nuevo. Vincent perdió su oportunidad, y aún tenía tiempo de rehacer su vida Walk, tampoco somos tan viejos, ¿no?

—Estoy de acuerdo.

Walk pensaba en la enfermedad que estaba carcomiéndolo por dentro, convirtiéndolo en quien no estaba preparado para ser.

—Había gente que se quejaba, que decía que era mi favorito, que le dejaba pasar más tiempo en el patio, esa clase de estupideces. Y era verdad: hacía lo posible por echarle un cable, por darle un respiro... en la medida de mis posibilidades. Se supone que no debe preocuparnos saber si una persona se siente culpable o no; tenemos que hacer nuestro trabajo y basta, ¿no es cierto?

—Es cierto.

—Y yo nunca lo he preguntado; ni una sola vez en treinta años.

—Él no lo hizo, Cuddy.

El alcaide respiraba con pesadez, como si hubiera estado aguantándose las ganas de formular aquella pregunta precisa durante largo tiempo. Se volvió y abrió la verja.

—Os he buscado un lugar para que podáis hablar.

—Gracias.

A Walk no le hacía gracia la perspectiva de conversar a través de los teléfonos: pensaba que a Vincent le costaría menos mentir o quedarse callado con un plexiglás de por medio.

Cuddy lo condujo a un despacho donde sólo había una mesa y dos sillas metálicas: el lugar indicado para que un abogado se reuniera con su cliente y le dijera lo que tenía que declarar, para hablar de apelaciones y esperanzas, de otro tribunal al que recurrir... por enésima vez.

Vincent apareció en la puerta escoltado por dos guardias. Cuddy le quitó las esposas, miró a Walk un momento y los dejó a solas.

—¿Se puede saber qué pretendes? —preguntó Walk.

Vincent se sentó frente a él y cruzó las piernas.

—Has perdido peso, Walk.

Casi un kilo más. Desayunaba y no volvía a probar bocado en todo el día, no tomaba más que café. Notaba un dolor en el estómago, no muy fuerte, pero sí molesto, constante, como si su cuerpo de nuevo estuviera volviéndose contra él. Las nuevas pastillas hacían su trabajo, lo ayudaban a llevar una vida más o menos normal, a levantarse y caminar, y a dar por descontadas ambas cosas.

—¿Quieres decirme qué pretendes?

—Te envié una carta.

—Me llegó. Decías: «Lo siento.»

—Y hablaba en serio.

—¿Y lo demás también lo decías en serio?

—También.

—No voy a poner la casa a la venta. Quizá después del juicio, cuando sepamos lo que depara el futuro.

Vincent parecía dolido, como si Walk le hubiera fallado. Había dejado bien claro en su carta, escrita con letra clara y elegante, que había que vender la casa, aceptar la propuesta, el millón de dólares que le ofrecía Dickie Darke. Walk la había leído dos veces.

—Ya tengo el cheque, sólo necesito que te encargues del papeleo.

Walk negó con la cabeza.

—Mejor esperar un poco, ya veremos qué...

—Estás hecho una mierda —dijo Vincent.

—Estoy bien.

Volvieron a guardar silencio.

—Duchess y Robín... —Vincent dijo los nombres en voz baja, como si no fuera digno de pronunciarlos.

—No estás pensando claramente, Vincent. Podemos hablarlo, pero creo que deberías de tomarte un tiempo para pensarlo.

—Tiempo no me falta, desde luego.

Walk sacó un paquete de chicles del bolsillo y le ofreció uno.

—Está prohibido —le recordó Vincent.

—Ya. —Lo miró tratando de hallar una explicación. No veía remordimientos ni sentimientos de culpa. Se le había ocurrido la absurda idea de que Vincent echaba de menos estar encerrado, pero no tenía sentido: no le pegaba nada. Vincent sólo le aguantó la mirada un instante, enseguida apartó la cara—. Por mi parte lo tengo claro, Vin —dijo al fin.

—¿El qué?

—Que tú no lo hiciste.

—Uno es culpable mucho antes de cometer el crimen. Puede que no se dé cuenta, pero es así. Pensamos que teníamos elección; recordamos lo sucedido, nos imaginamos actuando de otra manera, hallando una salida, pero en realidad no había más que hacer.

—No vas a hablar porque sabes que yo echaría abajo tus argumentos, ¿verdad? Nunca has sabido mentir...

—Eso no...

—Si lo hiciste tú, ¿dónde está el arma?

Vincent tragó saliva.

—Necesito que busques a alguien que me defienda.

Walk resopló, sonrió y pasó la mano por la superficie de la mesa.

—De acuerdo. Conozco a un par de buenos abogados, veteranos de mil batallas.

—Quiero a Martha May.

Walk retiró la mano de la mesa.

—¿Perdón?

—Quiero que me defienda Martha May. Ella y nadie más.

—Pero May sólo lleva casos de derecho familiar.

—No me interesa ningún otro abogado.

Walk guardó silencio unos segundos.

—¿A qué estás jugando, si se puede saber?

Vincent mantenía los ojos bajos.

—¿Qué coño te pasa? He estado esperándote treinta años. —Dio un manotazo en la mesa—. Vamos a ver, Vincent, no fuiste el único en sufrir, ¿sabes? Tu vida no fue la única que quedó aparcada.

—¿Crees que nuestras vidas han sido más o menos iguales?

—No digo eso, pero sí que fue duro para todos. Piensa en Star.

Vincent se levantó.

—Espera un momento.

—¿Qué pasa, Walk? ¿Tienes algo más que decirme?

—Boyd y el fiscal del distrito van a pedir la pena de muerte.

El eco de esta última palabra resonó con fuerza.

—Dile a Martha que venga a verme.

—Por el amor de Dios, Vincent, ¡quieren la pena capital! Piensa bien lo que vas a hacer.

Vincent golpeó la puerta con los nudillos y le hizo una seña al guardia.

—Nos vemos, Walk.

Aquella media sonrisa otra vez: la misma sonrisa de hacía treinta años, la que impedía que Walk se planteara siquiera darle la espalda a su amigo.