15

Walk contempló el lento despertar de la calle Mayor.

Milton estaba manchado de sangre, cortando carne con artística pericia: falda, entrecot, solomillo. Walk compraba los filetes en su carnicería a un precio con el que los veraneantes no podían ni soñar.

Acababa de hablar con Hal por teléfono: lo llamaba una vez por semana para enterarse de cómo iban las cosas y preguntarle en especial por Robin, que era el único que posiblemente había oído alguna cosa aquella noche. Hal le había contado que había encontrado una psicóloga que visitaba en su propia casa, a unos treinta kilómetros del rancho. Ambos se cuidaban mucho de no mencionar nombres de personas ni de lugares.

—¿Quieres un café? —le preguntó Leah desde el umbral.

Walk negó con la cabeza.

—¿Estás bien, Leah?

—Cansada, nada más.

Algunos días llegaba con los ojos enrojecidos y los párpados hinchados: saltaba a la vista que había estado llorando. Walk se figuraba que era por culpa de Ed, quien nunca dejaba de echar el ojo a otras mujeres. No cabía duda de que los hombres estaban mal programados de nacimiento, de que eran unos putos imbéciles.

—Necesito revisar cuanto antes los informes de la gente del despacho del fondo.

Lo había estado engañando durante años, un cambio de sistema, nuevas formas. No era ningún secreto que a Walk le gustaban las cosas tal como eran. Cada vez que se presentaba una solicitud para derribar una casa vieja y reemplazarla, él salía con alguna objeción.

Boyd y sus agentes se habían marchado dejando una estela de envoltorios de hamburguesas y vasos de papel, y la promesa de mantenerlo informado.

—Antes quiero preguntarte una cosa, Walk. ¿Te parece que podría hacer unos cuantos turnos extra? Ya sé que hago mis horas todos los días, pero pensaba que a lo mejor te iría bien que me quedara un rato más por las tardes.

—¿Pasa algo, Leah?

—Ya sabes: el mayor se marcha a la universidad dentro de nada y el pequeño quiere que le compre un nuevo videojuego.

—Claro. Yo lo arreglo, no te preocupes.

El presupuesto que tenían era limitado, pero Walk acostumbraba a estirarlo como un chicle en consideración a Leah. Ed, su marido, era el dueño de Tallow Construction, donde ella se había pasado años trabajando como administrativa a tiempo parcial, pero últimamente el mercado inmobiliario había cambiado mucho. Probablemente les estuviera yendo mal, aunque él sospechaba que había más: Leah pasaba cada vez más tiempo en la comisaría, en la playa, donde fuese, menos en casa con su esposo.

Leah le llevó los informes, el atestado —al abrirlo sobre la mesa, sintió como si Star lo mirara—, el expediente de Vincent. Se había pasado la noche anterior recordando los hechos acaecidos treinta años atrás, así que leyó primero las transcripciones de los interrogatorios en el caso de la muerte de Sissy Radley. Después, siguió con los de la riña carcelaria que había desembocado en la muerte de un tal Baxter Logan, condenado a cadena perpetua por el secuestro y asesinato de una joven agente inmobiliaria llamada Annie Clavers; un tipo que nadie en el mundo echaría en falta. Mientras leía, la voz de Vincent resonó con nitidez en su mente:

«Yo lo hice, sí. Fuimos el uno a por el otro y yo le solté un leñazo que lo hizo caer en redondo. No recuerdo más detalles, sólo que ya no volvió a levantarse. ¿Qué más quiere que le diga, Cuddy? Más bien dígame dónde tengo que firmar y yo firmo lo que sea.»

Tres páginas después, Cuddy recapitulaba y trataba de reconducir la declaración de una forma sutil:

«¿Diría que golpeó a Logan en defensa propia? Es lo que se desprende de cuanto nos ha dicho hasta ahora...»

Pero Walk insistía:

«No fue en defensa propia, fue una bronca como tantas otras. No sé quién empezó y tampoco importa.»

El fiscal del estado había pedido veinte años más de cárcel por homicidio y el juez se los había concedido. Vincent no recurrió.

Walk echó mano al teléfono y llamó a Cuddy, quien respondió cinco minutos después.

—Estoy revisando el expediente de Vincent King.

Cuddy resopló como si estuviera resfriado.

—Pensaba que Boyd ya se había ocupado de eso.

—Puede que lo haya hecho, pero...

—¿Y bien?

—En el informe sobre la muerte de Baxter Logan faltan datos de la autopsia.

—Eso es lo único que tenemos, Walk, lo siento. Recuerdo que Logan se mató al golpearse la cabeza contra el suelo de piedra, pero fue hace veinticuatro años: los informes de entonces no eran tan detallados.

—¿Y cómo está Vincent?

Oyó que su corpulento interlocutor se arrellanaba en el asiento de cuero, que rechinó.

—No habla con nadie, ni siquiera conmigo.

—¿Se ha visto en las noticias?

La gente de la zona exigía al fiscal del distrito que presentara los cargos de una vez.

—No tiene tele.

Walk frunció el ceño.

—Yo creía que...

—No tiene porque no quiere, no porque yo no se la haya ofrecido un montón de veces.

—Y entonces, ¿cómo pasa el tiempo ahí encerrado?

Al otro lado del auricular se hizo un silencio.

—¿Cuddy?

—Ha pegado una foto de Sissy Radley en la pared, es lo único que hay en su celda.

Walk cerró los ojos mientras Cuddy le prometía que seguirían en contacto. Volvió al informe. La autopsia la había realizado un tal doctor David Yuto. Constaban su dirección y su número de teléfono. Lo llamó y le dejó un mensaje en el contestador. Habían transcurrido veinticuatro años, dudaba que el tal Yuto siguiera en activo y, si era el caso, ¿qué le preguntaría? Estaba haciendo lo posible por comportarse como un detective, por investigar un caso lo mejor posible. A pesar de la advertencia de Boyd, estaba empeñado en seguir adelante; eso sí, sin saber qué dirección seguir.

Valeria Reyes entró y se sentó frente a él sin decir palabra, limitándose a mirar por la ventana.

Él pasó una página y volvió a ver el rostro de Star, enmarcado por sus cabellos. Parecía como si le estuviera pidiendo ayuda.

—Tienes que arreglar un poco este despacho —dijo Valeria mirando aquí y allá.

—Quiero hablar con Darke en persona.

—¿Ah, sí? ¿Crees que lo harás mejor que la policía estatal?

—A ver, yo conozco a Darke desde...

—Da lo mismo, Walk. Lo que pasa es que te has obsesionado con Vincent King, como si pensaras que sigue siendo el chico al que se llevaron del pueblo hace treinta años. Pero ese chico ya no existe: dejó de existir el día que entró en Fairmont por primera vez.

—Te equivocas.

—Hablo en serio, Walk. Sé que tú no has cambiado, pero todos los demás sí.

Walk volvió la cara hacia la ventana y vio azules y blancos brillantes, ventanas relucientes y banderas desvaídas.

—En fin, ¿qué has encontrado allí? —preguntó Valeria.

—Parece que entraron a robar: la casa estaba patas arriba.

—Pero no faltaba nada: todo indica que se trató de una pelea que se salió de madre.

—Milton miente.

—¿Y qué motivo tiene para mentir?

—Supongamos por un momento que entraron a robar. Es posible que Star los sorprendiera con las manos en la masa y... —conjeturó él de manera atropellada.

—Supongamos, pero estás pasando por alto el pequeño detalle de que tú mismo encontraste a un hombre sentado en la cocina con la camisa manchada de sangre; un hombre que, además, había dejado sus huellas dactilares por todas partes... y que tenía un motivo para...

—De eso nada —replicó él al punto.

—Ya, tus intuiciones son las que valen.

—Vincent se niega a decir palabra: no explica por qué fue a ver a Star, qué hora era, cómo consiguió entrar... Para colmo, él mismo fue quien nos llamó ¡desde el teléfono de la casa!

—Estaba fuera de sí, no sabía lo que hacía. Piensa en la pobre Star... ¿cuántas costillas le rompió? Tienes las fotos delante de las narices.

Volvió a mirarlas: morados, hinchazones, cicatrices. El agresor había actuado a conciencia, con un odio tan intenso que a Walk le costaba imaginárselo.

—Y el ojo hinchado...

—El tipo entra en la casa, no sabemos bien cómo, pues no hay indicios de allanamiento. Digamos que ella lo invita, pero luego algo pasa, él la golpea, le dispara y la mata. Después huye, se deshace del arma o la esconde, vuelve y nos llama, y después se sienta a esperarnos en una silla de la cocina. Y mientras tanto el crío está encerrado en su cuarto. Menos mal... puede que haya oído alguna cosa.

Se levantó y abrió la ventana: la mañana prometía ser perfecta. Nunca había aguantado más de dos horas sentado al escritorio.

—Tengo que hablar con Darke —repitió—. Tenía una historia con Star y es un tipo violento.

—Tiene una buena coartada.

—Por eso he hecho venir a Dee.

—Boyd dijo que te olvidaras del caso: no te metas en una investigación de la policía estatal.

Walk respiró hondo. Nada estaba claro, como no fuera el hecho de que él conocía a Vincent. Y conocía a Vincent King, daba igual lo que opinara Valeria. Treinta años no eran nada, joder: él seguía conociendo a su amigo.

—No estaría de más que te afeitaras, Walk.

—Y tú también, ya puestos.

Ella se echó a reír. En ese momento entró Leah y anunció que Dee Lane estaba esperando.

Walk salió al vestíbulo y la encontró junto al mostrador. La condujo a la salita del fondo. Con su mesita, sus cuatro sillas, el ancho jarrón rebosante de rosas blancas y las vistas a la calle Mayor, más parecía la pensión de la abuela que una sala para interrogatorios.

Dee tenía mejor aspecto que la última vez. Llevaba un vestido veraniego, el cabello bien arreglado y un ligero maquillaje, lo justo para suavizar sus facciones. Nada más verlo, le entregó una bolsa de papel.

—Un trozo de tarta de melocotón, sé que te encanta.

—Gracias.

Walk no tenía grabadora, cuaderno ni bolígrafo.

—Ya hablé con los policías estatales.

—Tan sólo quiero repasar un par de cosas. ¿Te apetece un café?

Dee dejó caer un poco los hombros.

—Gracias, Walk.

Él salió un momento y le pidió a Leah que lo preparase. Cuando volvió, Dee estaba de pie frente a la ventana.

—Cómo ha cambiado la calle Mayor —observó—. Hay tiendas nuevas por todas partes, caras nuevas allí donde mires. Y todo esto ha sucedido sin que apenas nos diéramos cuenta. ¿Sabes que han pedido otro permiso de obras para construir nuevas casas?

—Van a quedarse con las ganas.

Dee se dio la vuelta y volvió a sentarse. Cruzó las piernas.

—Crees que me he dejado convencer muy fácilmente por Darke.

—Sencillamente no entiendo que...

—Se presentó en mi casa con un ramo de flores, me pidió perdón y una cosa llevó a la otra.

—Cuéntame cómo empezó lo vuestro.

—Un día fue al banco para abrir una cuenta corriente. Me pareció... «guapo» no es la palabra, no en su caso. Hablaba poco, pero se notaba que era un hombre hecho y derecho, duro de pelar. No sé qué más decirte. Volvió unas cuantas veces y siempre se las arreglaba para que fuera yo quien lo atendiese. Un día lo invité a salir y aceptó. Es lo normal en estos casos, ¿no?

—Hace poco me aseguraste que él no tenía nada de normal.

—Estaba cabreada por lo de la casa: fue una especie de venganza. Quiero que sepas otra cosa.

—¿Qué?

—Que siempre se portó bien con mis hijas. Las cuidaba, las columpiaba en el jardín, ya sabes... Parecía que le gustaba estar con ellas. Una vez, al volver del trabajo, lo encontré viendo una peli de Walt Disney con Molly sentada en el regazo. No hay muchos que se lleven tan bien con los hijos de otro hombre.

Leah les trajo el café y se marchó. Cuando cogió la taza, a Walk le temblaba tanto la mano que volvió a dejarla en el platillo.

—¿Estás bien, Walk? Pareces cansado... y, si me lo permites, un afeitado no te vendría mal.

—Según declaraste, Darke estuvo contigo toda la noche, ¿no?

—Le pedí que se marchara pronto, antes de que las niñas se despertaran.

Walk se despatarró en el asiento, abrumado por la fatiga. Sentía los ojos resecos, le dolían los músculos...

—Ya sé que preferirías oír otra cosa, por Star y sobre todo por Vincent King, pero es la verdad. Darke... a veces se porta como un capullo, no te digo que no, pero no es la persona que piensas, o la que te gustaría que fuese.

—¿Y qué persona me gustaría que fuese?

—La que convertiría en inocente a Vincent King.

Una vez terminado el trabajo en el establo, Duchess entró en la cuadra, donde el olor a mierda era un poco menos fuerte. Había dos caballos, uno negro y otro gris, más pequeño. No tenían nombre, o al menos eso había dicho Hal cuando Robin se lo preguntó. Su hermano se quedó atónito.

—Pero si todos tenemos un nombre... —musitó.

A Duchess le tocaba retirar el estiércol y la paja húmeda todos los días y meterlo todo en bolsas. Luego iba a buscar una paca y esparcía la paja nueva con cuidado de que no cayera en las áreas mojadas, que había que dejar secar. Les ponía agua a los caballos (a los que daba de comer dos veces al día exactamente a la misma hora para que no les dieran cólicos, sobre todo a la yegua gris), los llevaba a las caballerizas y cerraba las puertas de madera. A veces se quedaba mirándolos agitarse y patear como si ya supieran que iba a amarrarlos. Le gustaban los caballos, como a todos los forajidos.

Oyó un disparo y se sobresaltó tanto que cayó de rodillas. Vio al alce levantar una pata e inclinar la cabeza, pero terminó huyendo con el resto de los suyos, tan rápido que para cuando Duchess se levantó ya no había ninguno.

Corrió a la casa con el corazón desbocado, pensando que podía tratarse de Darke.

Se tranquilizó un poco al ver que Hal estaba en el porche, pero la angustia no desapareció de su cara.

—Tu hermano está arriba, metido en el armario.

Corrió escaleras arriba y entró en la habitación. Robin estaba en el armario, sentado en el suelo y tapándose la cabeza con una manta.

—Robin.

No le puso la mano en el hombro ni lo abrazó, se metió debajo de la manta con él.

—Robin... —susurró—. Todo está bien, no pasa nada.

—Acabo de oírlo. —Lo dijo en voz tan queda que Duchess acercó la oreja.

—¿Qué es lo que has oído?

—El disparo, igual que el de la otra vez.

Aquella tarde, Hal los llevó al granero y les pidió que lo esperaran a la puerta. Un momento después Duchess se acercó al portón entreabierto, escudriñó el interior y lo vio levantar una estera del suelo.

—El abuelo ha dicho que lo esperemos aquí fuera.

Duchess hizo una seña instándolo a guardar silencio.

Hal levantó una trampilla y bajó a algún sitio. Al poco tiempo reapareció con una pistola en una mano y una cajita de latón en la otra.

Duchess volvió junto a su hermano.

—Es una Springfield 1911: un arma ligera y precisa. Todo granjero debe tener una pistola. Ese disparo que habéis oído antes era de unos cazadores. Es importante que os vayáis acostumbrando, no quiero que os asustéis cada vez.

Hincó una rodilla en el suelo y les tendió la pistola. Robin dio un paso atrás y se escondió detrás de su hermana.

—Está descargada y tiene el seguro puesto.

Al cabo de un momento, Duchess se acercó y la empuñó. Estaba más fría de lo que hubiera imaginado y, aunque Hal había asegurado que era ligera, pesaba lo suyo.

La estudió con atención mientras Robin se decidía a acercarse. Al final lo hizo y tocó la culata con el dedo.

—¿Quieres probar a disparar, Duchess? —propuso Hal.

Ella contempló el arma pensando en su madre, en el boquete de su pecho, en Vincent King.

—Sí.

Salieron al campo, donde las plantas sólo le llegaban al tobillo a Duchess, y fueron hasta el primero de los cedros, que hacían pensar en altísimas escaleras que ascendían al cielo.

En un tronco más grueso que ellos tres juntos había una serie de marcas y hoyuelos. Duchess miró alrededor y vio montones de hojas muertas cubriendo la tierra, ramas caídas verdes por el musgo, charcas que reflejaban las copas en lo alto.

Hal los hizo retroceder cincuenta pasos, sacó cuatro balas de la cajita y las puso en el cargador procurando que vieran bien cómo lo hacía. Luego les enseñó a quitar y poner el seguro, a empuñar el arma correctamente con ambas manos, a utilizar la mirilla para apuntar, a respirar de forma acompasada y tranquila. A continuación, les entregó unas orejeras de protección a cada uno.

Al primer disparo de Hal, Robin se sobresaltó tanto que Duchess se acercó y le puso una mano en el hombro. Lo mismo pasó en el segundo disparo, pero no tanto en el tercero y el cuarto.

Llegó el turno de Duchess, quien procedió a cargar la pistola siguiendo las indicaciones de Hal. Manipuló las balas con mucho cuidado, tal y como él le decía, pero no por ello dejó de acelerársele el corazón. Los recuerdos se sucedían, transportándola al pasado: las luces de las patrullas, la furgoneta de los informativos, los agentes, los cordones policiales, Walk, su hermano...

No acertó uno solo de sus seis primeros disparos: no sujetaba el arma firmemente, no apoyaba bien los pies en tierra, pero al menos Robin parecía cada vez menos asustado.

Cargó la pistola otra vez. Hal la vigilaba de cerca, aunque dejando que se las arreglase sola. Los recuerdos se esfumaron: ya no oía otra cosa que los sordos ruidos del bosque.

Por fin acertó en el árbol, haciendo saltar astillas.

Y acertó los dos siguientes disparos, entre el júbilo y los aplausos de su hermano.

—Tienes buena puntería —comentó Hal satisfecho.

Duchess apartó la cara para disimular su leve sonrisa.

Siguió disparando, agotando las balas de la caja, hasta conseguir acertar una y otra vez en el centro del tronco. Hal entonces la hizo retroceder veinte pasos, y ella volvió a empezar por el principio. Aprendió a disparar con una rodilla en el suelo, luego echada boca abajo, evitando siempre dejarse llevar por la emoción o la adrenalina: los rasgos humanos que dan al traste con la precisión.

Volvieron andando y, cuando estuvieron cerca de la casa, Robin echó a correr para ver cómo estaban sus gallinas. Por las mañanas recogía los huevos: era su único trabajo y no podía estar más contento con él.

Duchess contempló las tierras de su abuelo. El sol estaba descendiendo, todavía no lo bastante para dividir los colores, pero el calor empezaba a atenuarse. El verano exhalaba sus últimos suspiros y Hal le había dicho que el otoño era espectacular.

La yegua gris se acercó y Duchess la acarició con cariño.

—A mí no me saluda —dijo Hal—: le gustas, y no hay mucha gente que le guste.

Duchess no respondió: no quería iniciar una conversación, poner en riesgo aquel fuego interior que la empujaba a seguir adelante un día tras otro.

Aquella noche, mientras cenaba a solas en el porche, oyó a Hal reír a carcajadas por algo que Robin acababa de decir. El estómago se le contrajo: se estaba formando un vínculo entre ellos. En momentos como ése le volvía a la cabeza todo lo que habían sufrido en Cape Haven. Y el viejo se reía, después de todo lo que ellos habían tenido que pasar.

Entró a hurtadillas en la cocina, abrió un armario y cogió la botella de Jim Beam que estaba en el estante superior.

Fue con ella a orillas del pequeño lago, desenroscó el tapón y bebió. Sintió el fuego en la garganta, pero ni siquiera pestañeó. Pensó en Vincent King, bebió otro trago, se acordó de Darke, otro trago más. Continuó bebiendo hasta que el dolor se atenuó, hasta que sus músculos dejaron de estar agarrotados y el mundo comenzó a dar vueltas. Los problemas fueron esfumándose, los contornos se tornaron menos precisos. Tumbada de espaldas, cerró los ojos sintiendo la presencia de su madre.

Al cabo de una hora se puso a vomitar.

Al cabo de dos, Hal finalmente dio con ella.

Duchess vio sus ojos, aquellos acuosos ojos azules, como entre una nebulosa cuando él la tomó en brazos con cuidado.

—Te odio —le espetó ella en un susurro.

Hal la besó en la frente mientras ella apretaba la mejilla contra su pecho y dejaba que la oscuridad la engullera.