16

En el supuesto de que las viviendas tuvieran alma, la de la casa de Star era tan negra como una noche de diciembre.

Walk había imaginado que Darke pasaría a la acción tan pronto como quedara formalmente desocupada, que la arreglaría un poco con la idea de alquilarla o la demolería para construir una nueva. Pero allí seguía, intacta, con una plancha de contrachapado a modo de puerta, una ventana rota cubierta con tablones y las hierbas del jardín crecidas y amarillentas.

—Sé que la echas de menos, Walk. Yo también, a ella y a los niños. —A Walk no le hizo falta darse la vuelta, con el olor a sangre bastaba y sobraba—. ¿Se sabe algo más de Vincent King? Es raro que todavía no hayan presentado la acusación formal: los periódicos pronostican que quedará claro que es culpable y lo condenarán a muerte.

Walk se puso tenso: lo último que había sabido era que el fiscal del distrito le había pedido a Boyd que volvieran a buscar el arma del crimen. Al fin y al cabo, Vincent estaba en prisión por haber quebrantado los términos de la libertad condicional. No había por qué apresurarse: el tiempo jugaba a favor de la fiscalía.

—Por cierto, la barba te sienta bien. La tienes bastante espesa. Igual me dejo barba yo también. Tendría su gracia que los dos llevásemos barba, ¿a que sí, Walk?

—Claro que sí, Milton.

El carnicero llevaba pantalones de chándal y una camiseta de tirantes que dejaba a la vista el pelo hirsuto que le descendía desde los hombros hasta las manos.

—Esto que ha pasado aquí... te mete el miedo en el cuerpo, ¿eh? ¡Sangre por todas partes! No pasa nada cuando se trata de un animal, pese a lo que puedan afirmar los veganos, que de todos modos comen carne blanca si se las cortas bien fina...

Walk se rascó la cabeza.

—Pero cuando pienso en la pobre Star allí tirada... —Se sujetó el estómago con las manos—. En todo caso, tú no te preocupes, que no le quito el ojo a la casa. Si veo que entran chavales o quien sea te llamo de inmediato: código diez cincuenta y cuatro, ¿no es cierto?

—Eso significa «Animales sueltos en la carretera».

Milton se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos arrastrando los pies, seguido por su característico olor.

Walk se encaminó a la casa de Brandon Rock y llamó con los nudillos a la puerta del garaje, que se abrió revelando un interior profusamente iluminado. Una canción de Van Halen sonaba a todo volumen, olía a sudor y a colonia. Brandon llevaba pantalones de licra y una camiseta ceñida que subrayaba los músculos. La parte inferior estaba recortada de modo que le dejaba el ombligo al aire.

—¿Qué hay, Walk? Algo me dice que acabas de hablar con esa especie de abominable hombre de las nieves, ¿me equivoco?

—¿Ya has conseguido arreglar el motor del coche?

—¿El yeti te ha venido con sus quejas y lloriqueos de siempre? Se me ocurrió pedir un pequeño permiso de obras porque tengo la idea de abrir la parte posterior del garaje y construir un dojo de kárate, y adivina quién interpuso una denuncia. —Abrió una botella de agua y se echó por la cabeza la mitad del contenido—. Mejor me refresco un poco, me lo he ganado.

—Repara el coche de una vez, Brandon.

—¿Te acuerdas del colegio, Walk? Durante un tiempo estuve saliendo con Julia Martin y ella me contó que Milton acostumbraba a seguirla hasta su casa. El tío le daba asco, asco y miedo.

—De eso hace treinta años.

Brandon salió al umbral y contempló la antigua vivienda de los Radley.

—Ojalá hubiera estado en casa esa noche, a lo mejor hubiera podido hacer algo, vete tú a saber.

Walk había leído la transcripción de su declaración, sumamente breve. Los investigadores habían hablado con todos los vecinos.

—Entonces, tú esa noche estabas fuera.

—Como le dije a la agente de la policía estatal, Ed Tallow me pidió que lo acompañara a cenar con unos clientes que tienen proyectado construir en las afueras. ¿Estás al corriente de eso? Son japoneses, y ya sabes que a los japoneses les va la fiesta.

—Claro.

Brandon flexionó el brazo derecho.

—Tengo que mantenerlo fuerte —explicó—. Cuando me operen de la rodilla, empezaré a ensayar lanzamientos otra vez.

Walk se abstuvo de hacer comentarios.

Brandon le dio un puñetazo flojito en el brazo, volvió a meterse en el garaje y cerró la puerta. La luz se extinguió de golpe y el ruido que llegaba del interior quedó amortiguado.

Walk entró en el patio delantero de Star intentando ahuyentar el recuerdo de lo sucedido aquella noche. Notó que el cuerpo le temblaba, lo que achacó a los nefastos recuerdos y a nada más.

Caminó por un lado de la casa y abrió la verja lateral, que nadie en Cape Haven cerraba nunca, y se detuvo en seco al oír un ruido procedente del interior. Se apretó contra la pared, miró por la ventana y vio la luz de una linterna.

Fue al porche y empuñó la pistola con intención de entrar.

Dio un paso atrás: el recién aparecido lo contemplaba desde las alturas.

—Joder, Darke. Me has asustado.

Walk enfundó el arma y Darke se sentó en el banco del porche.

Walk tomó asiento a su lado sin aguardar a que lo invitara.

—¿Se puede saber qué haces aquí?

—Es mi casa.

—Ya lo sé.

Walk estaba más que acostumbrado al calor, pero no por ello dejó de enjugarse el sudor de la frente.

—Tengo entendido que la policía estatal te hizo algunas preguntas. He leído el informe, pero tenía ganas de hablar contigo en persona. Acabas de ahorrarme la molestia de llamarte.

—¿Y los niños? ¿Cómo están?

—Están... —Walk trató de dar con la palabra adecuada.

—Me habría gustado hablar con la chica.

Walk se lo quedó mirando. De pronto sentía el cuerpo tenso.

—¿Por qué?

—Para decirle que lo siento.

—¿Que sientes qué exactamente?

—Ha perdido a su madre. Por suerte es muy dura de pelar, ¿no? —Dickie Darke hablaba despacio, como si escogiera cada palabra con sumo cuidado.

Un rayo de luna los iluminó a través de los árboles.

—¿Adónde han ido?

—Lejos de aquí.

Las gigantescas manos reposaban sobre los gigantescos muslos. Walk se preguntó qué se sentiría al ser así: la turba se abría a su paso, la gente lo miraba.

—Háblame de ella.

—¿De Duchess?

Darke asintió con la cabeza.

—Tiene trece años, ¿verdad?

Walk se aclaró la garganta.

—Durante los últimos años hemos recibido alguna que otra llamada avisando de que un coche negro llevaba largo rato aparcado junto la valla de la escuela, pero nadie tomó la matrícula.

—Yo tengo un coche negro, jefe Walker.

—Ya lo sé. ¿Alguna vez te has parado a pensar en las cosas que has hecho?

—Claro.

—¿Y en las que seguramente tendrás que hacer?

—No sé si te entiendo bien. —Darke levantó la vista hacia la luna.

—Corren rumores sobre ti, Dickie.

—Me lo imagino.

—Hay gente que dice que eres un hombre violento.

—Y lo soy: puedes confirmárselo a todos de mi parte.

Walk notó la garganta reseca. El coloso seguía con la vista perdida en el cielo.

—A veces te veo en la iglesia, Walk —comentó.

—Pues yo a ti no te he visto nunca.

—Porque no entro. ¿Qué pides cuando rezas?

Walk llevó la mano a la pistola.

—Un final adecuado y justo.

—La esperanza y la religión no tienen por qué ir juntas. Y la vida es frágil. A veces nos aferramos a ella con demasiada fuerza, aunque sepamos que la perderemos un día u otro. —Darke se levantó y su sombra enorme se proyectó sobre Walk.

—Si hablas con la muchacha, dile que he estado pensando en ella.

—Todavía tengo preguntas que hacerte.

—Se lo he contado todo a la policía estatal. Si necesitas saber algo más, ponte en contacto con mi abogado.

—¿Y Vincent? ¿Te has enterado de lo de su casa? Está pensando en venderla. ¿Sabes por qué ha cambiado de idea?

—No hay nada como una tragedia para aclarar las ideas. Estoy en conversaciones con el banco, voy a conseguir el dinero.

Se dio la vuelta y se fue. Walk se levantó, acercó el rostro a la ventana y echó mano a la linterna.

La cocina estaba poco menos que demolida: habían desmontado los paneles del techo y perforado boquetes en las paredes. No había duda de que Darke estaba buscando algo.

En Montana el verano se desangraba más rápido que en Cape Haven; al principio con un pequeño goteo, después a borbotones, con un diluvio de mañanas plomizas y crepúsculos melancólicos.

Duchess recibió una postal de Walk: una foto hecha desde la autovía de Cabrillo. En el reverso había una anotación hecha con mano tan poco firme que le costó leerla.

Me acuerdo de los dos.

WALK

La clavo en la pared de detrás de su cama.

Seguía sin hablarle apenas a Hal: le bastaba con murmurarle a la yegua gris. Con ella conversaba de todo aquello que usualmente evitaba siquiera pensar: de Darke y de Vincent, de la vez que tuvo que meterle los dedos a su madre en la boca para inducirle el vómito, de cuando ella y Robin estuvieron practicando la postura de recuperación junto al cerezo de Little Brook.

Algunas noches se sentaba en las escaleras y escuchaba a Hal hablar por teléfono con Walk: «Robin está adaptándose, los animales le encantan. Duerme y come bien. La psicóloga de la que te hablé dice que está mejorando. Va media hora cada semana y no se queja.» Luego, el péndulo se movía hacia el lado contrario: «En cuanto a Duchess... bueno... sigue aquí, Walk. Hace sus tareas. Hay días en que la pierdo de vista: cruza el campo de cebada y desaparece. La primera vez me asusté mucho: salí corriendo, subí al coche y luego de buscarla por todas partes la encontré de rodillas a un lado del campo del trigo, en una zona que en su día desbrocé con la idea de construir un granero que al final quedó en nada. Y Duchess estaba allí, de rodillas. Sólo la vi desde lejos, pero creo que estaba rezando.»

Ella se había asegurado de no volver a aquel sitio. Dio con otro mejor: un claro en medio de una tupida arboleda donde Hal no iba a encontrarla de ninguna de las maneras.

Pensaba en la noche en que su madre murió y le parecía que debía de haber estado en shock desde entonces, porque ahora el duelo la atenazaba y le robaba las fuerzas.

El dolor era tal que, a veces, en lo profundo del bosque, a media hora de la casa y de las mejillas sonrosadas de su hermano —que a esas alturas del día debía de estar ayudando a arar la tierra—, echaba la cabeza atrás y gritaba al cielo. Entonces, la yegua gris dejaba de pastar y levantaba la cabeza, estirando su cuello largo y hermoso, y Duchess le hacía una seña con la mano, instándola a seguir con lo suyo.

Por las noches, Robin y ella conversaban en la penumbra.

—Aquellos policías... —le dijo su hermano una vez.

—¿Qué pasa con ellos?

—Pensaron que estaba mintiéndoles.

—Los policías tienen esa forma de mirar, ya se sabe.

—Pero Walk no mira de esa forma.

Duchess no se lo discutió, aunque no se olvidaba de que Walk, por mucho que los hubiera visitado y ayudado, les hubiera llenado la nevera de comida y los hubiera invitado al cine, seguía siendo un policía.

—¿Cómo te ha ido con la psicóloga? —le preguntó ella, igual que todas las semanas.

—Es muy simpática. Siempre insiste en que la llame por su nombre: Clara. Tiene cuatro gatos y dos perros, imagínate.

—Debe de ser porque no ha encontrado al hombre que le conviene. ¿Le hablas de aquella noche?

—Pues no. No puedo... lo intento, pero no me acuerdo de nada. De nada de nada. Sólo recuerdo que estuviste leyéndome un cuento y que desperté en el coche de Walk.

Duchess se puso de lado apoyándose en un codo; Robin estaba boca arriba, un brazo detrás de la cabeza.

—Si alguna vez te acuerdas de algo, me lo cuentas antes que a nadie, ¿eh? Ya decidiré lo que haremos. No te puedes fiar de los policías, ni de Hal: sólo nos tenemos el uno al otro.

Por las tardes, Duchess disparaba con la pistola. Hal y Robin la acompañaban al punto situado frente al ancho árbol, y el chiquillo, que ya no le tenía miedo a los disparos, iba delante, abriéndoles paso.

Pese a las muchas groserías que le hacía y las pullas que le lanzaba —le decía que no lo quería, que nunca jamás lo llamaría abuelo, que se marcharía llevándose a su hermano un segundo después de alcanzar la mayoría de edad y lo dejaría morir solo—, Hal resistía sin dar señales de ofenderse. No sólo le enseñó a disparar, sino también a conducir.

La vieja camioneta avanzaba dando tumbos y Hal se aferraba al asiento con todas sus fuerzas. Robin iba detrás, sentado en su elevador y protegido con casco y coderas de ciclista, pues Hal tenía miedo de que su hermana terminara por chocar. Pero Duchess tardó poco en aprender a manejarse con las marchas y los pedales. Al cabo de una semana ya era capaz de detener el vehículo sin que Hal se diera contra el salpicadero maldiciéndose por no haberse abrochado el cinturón de seguridad.

Luego volvían andando a casa, Robin de la mano de ambos. Hal la felicitaba por sus progresos y ella le espetaba que era un profesor malísimo y que la camioneta era una mierda, pero en el fondo quería que continuaran las prácticas: conducir le gustaba mucho.

Algunas mañanas sorprendía al viejo mirando a Robin comer, jugar con las gallinas o subirse al escarificador, y percibía un brillo en sus ojos que era mitad amor y mitad arrepentimiento. En esos momentos se esforzaba por odiarlo, pero cada vez le costaba más.

Seguía guardando su ropa dentro de una maleta y si a Hal le daba por hacer la colada, le gritaba:

—¡Que no toques nuestras cosas, joder!

Más de una vez había encontrado las prendas de ambos colgadas en el ropero, pero al momento volvía a meterlas en la maleta. Si Hal se equivocaba y le compraba a Robin pasta de dientes, o champú o cereales del desayuno de una marca que no le gustaba, enseguida se ponía a gritarle. Gritaba tanto que a menudo estaba ronca. Robin, en general, se limitaba a mirar con los ojos muy abiertos, pero a veces pedía paz, y ella entonces se la concedía: echaba a andar por los campos y maldecía el sol poniente como si fuera una loca de atar.

Ya no pensaba en Vincent King y en Dickie Darke con tanta frecuencia: de algún modo había pasado página respecto de esos oscuros capítulos de su vida, aunque sabía de algún modo que ambos iban a reaparecer, y que volverían a torcer la trama de su historia.

Por encima de todo se sentía agotada, no por el trabajo o la falta de sueño, sino por el horrible odio que albergaba en su interior.