18

El juzgado de Las Lomas estaba más lleno que de costumbre.

Era un martes de septiembre y el aire acondicionado se había averiado. Sin dejar de abanicarse con una de las carpetas, el juez Rhodes se aflojó el nudo de la corbata.

Walk estaba sentado en primera fila, igual que treinta años atrás.

—No hay ninguna esperanza de que le concedan la condicional, ¡están pidiendo la pena de muerte! —le recordó Martha.

Se habían encontrado a las puertas del juzgado con tiempo para comprar un café al otro lado de la calle. Martha iba muy elegante, con traje chaqueta, tacones y un ligero maquillaje. Walk se sintió un tonto por haber pensado que tenía alguna posibilidad de volver con ella.

Miró alrededor: abogados y sus clientes, trajes azul marino y uniformes color naranja, declaraciones y acuerdos, promesas insuficientes. El juez Rhodes reprimió un bostezo.

La sala se sumió en el silencio cuando hicieron entrar a Vincent: la gente había ido atraída por aquel caso sonado, ansiosa de sangre.

El juez Rhodes se enderezó en el asiento y volvió a abotonarse el cuello de la camisa. Los periodistas se apiñaban en la parte posterior de la sala; no se permitían cámaras, por lo que debían contentarse con blocs y bolígrafos. Martha se separó de Walk para ir a sentarse al banquillo, junto a Vincent.

La fiscal del distrito, Elise Deschamps, de pie y con semblante severo, procedió a leer el listado de cargos. Walk hizo lo posible por escudriñar el rostro de su amigo, pero desde su banco no lo veía bien.

Cuando Deschamps terminó, Vincent también se puso en pie. Walk advirtió que todos los ojos estaban puestos en el hombre que había matado a una niña... y que treinta años después había vuelto para asesinar a la hermana.

Vincent dijo su nombre completo.

El juez Rhodes le repitió los cargos y agregó que la fiscalía estatal estaba dispuesta a aceptar la cadena perpetua sin posibilidad de liberación si se declaraba culpable.

Walk suspiró: la fiscalía quería llegar a un acuerdo.

Cuando el juez le preguntó cómo se declaraba, Vincent se volvió y miró a Walk a los ojos.

—No culpable —dijo.

Se oyeron cuchicheos en la sala hasta que Rhodes impuso el orden. Martha miró al juez con ojos suplicantes, éste se volvió hacia Vincent y dijo:

—Señor King, su letrada está preocupada porque no parece usted entender bien lo que significa esta acusación ni lo que entraña la propuesta de la fiscalía.

—Sí que lo entiendo.

Un alguacil se lo llevó de la sala sin que él volviera la vista atrás.

Walk salió al sol de la mañana, a la bonita plaza de Las Lomas, coronada por la alta estatua de una mujer de rodillas con la cabeza enmarcada por el imponente edificio del juzgado.

El juicio tendría lugar en la primavera.

Mientras conducía hacia la casa de Martha, el sudor frío se sumó a los temblores. Vio sus ojos inyectados de sangre en el retrovisor. Le había crecido mucho la barba y había tenido que hacerse un nuevo agujero en el cinturón. El uniforme le venía grande, las hombreras le caían sobre los brazos.

Aparcó frente a una licorería de las afueras de Bitterwater y compró media docena de cervezas.

Martha vivía en una casita en Billington Road, bastante fuera de la población. La verja pintada de blanco de la entrada daba paso a un caminito flanqueado por hileras de flores, el césped lucía tupido y completamente verde, había cestos con flores colgados de ganchos ornamentales: era el tipo de casa que, de haberla visitado cualquier otro día, le habría provocado una sonrisa.

En el interior había papeles por todas partes, cada rincón de la casa hablaba de trabajo, de defender a los más necesitados.

Se acomodó en el porche y, cuando Martha salió con un cuenco lleno de nachos mexicanos, ya se había bebido dos cervezas. Se comió uno y el fuerte sabor hizo que se le escapara la risa.

—Mira que eres bruta.

—Sobre gustos no hay nada escrito.

Se sentaron juntos y bebieron.

Walk terminó por tranquilizarse al atardecer. Sólo se había permitido dos cervezas, ni una más. Le habría gustado emborracharse, gritar y maldecir, hacer que Vincent entrara en razón como fuese.

Martha bebía vino a sorbitos.

—Tienes que conseguir que se declare culpable.

Walk se frotó el cuello, tenso como siempre últimamente.

—El de Vincent es un caso perdido y lo sabes —añadió ella.

—Lo sé.

—Sólo hay una explicación de su actitud.

Walk levantó la vista.

—Quiere morir.

—¿Y yo qué puedo hacer?

—Seguir aquí sentado y beber conmigo mientras nos lamentamos por lo mal que está todo.

—Es tentador, ¿y si no?

—Ocuparte de investigar el caso.

—Es lo que estoy haciendo.

Martha suspiró.

—Una investigación va más allá de llamar a las puertas de los vecinos por si se produce el milagro y resulta que uno de ellos vio alguna cosa: tienes que implicarte más, encontrar la forma de dar con el culpable. Y si no encuentras ninguna, pues te la inventas; con un par, Walk: ha llegado el momento de echarle cojones al asunto.

• • •

El viento azotaba la autovía y levantaba el polvo del suelo.

Era primera hora de la noche y en el estacionamiento no había más que un par de camionetas aparcadas, pero la música se oía desde allí. Se detuvo un segundo en la puerta del local, contempló la ancha calle Mayor de San Luis y pensó en la última visita que Star hizo a ese lugar arrastrando a sus dos hijos.

El interior: luz mortecina, fuerte olor a tabaco y cerveza rancia. Los reservados estaban vacíos, allí no había más que un par de tipos sentados a la barra y media docena más en torno al escenario construido con cajones de madera pintados. Un viejo cantaba un tema al estilo bluegrass sobre la nostalgia del hogar y los espectadores seguían el ritmo golpeándose los muslos mientras bebían.

Duchess le había descrito al hombre en una conversación en que hablaron largo y tendido sobre los últimos meses y años, tanto que al final la cabeza le daba vueltas: Duchess se había expresado en un tono monocorde que desgarraba el alma, como si nunca hubiera sido una niña.

Enseguida dio con el tipo: corte a cepillo y barba tupida, los brazos musculosos propios de quien trabaja en el campo. Se llamaba Bud Morris. Walk caminó hacia él y el otro puso la cara de fastidio de quien está acostumbrado a tener problemas con la ley.

—¿Puedo hablar con usted un momento?

Bud lo miró de arriba abajo y se echó a reír.

Walk llevaba un vaso de agua con gas en la mano. A pesar de su formación como policía, no le gustaban las confrontaciones. «Deja que la policía estatal se ocupe de este tipejo», dijo una voz en su interior. Aferró el vaso con fuerza y dejó pasar al tal Bud en dirección a los servicios, pero un segundo después fue tras él. Mientras el otro orinaba, él respiró hondo, desenfundó la pistola y le colocó la boca del cañón en la nuca.

Notó que le subía la adrenalina: las manos y las rodillas le temblaban.

—Joder. —Bud acababa de mearse en los vaqueros.

Sudando, Walk apretó aún más el cañón en su nuca.

—Por Dios, hombre. ¿Se puede saber qué coño te pasa?

Walk bajó el arma.

—Para que lo sepas, esto podría haberlo hecho en el bar: hacer que te mearas en los pantalones para que tus amigotes se echaran unas risas.

Bud lo fulminó con la mirada, pero al momento bajó los ojos, dándose por vencido. Oyeron a la gente aplaudir y silbar cuando el viejo cantante tocó los primeros acordes de Man of Constant Sorrow.

—Star Radley —dijo Walk.

Bud lo miró sin entender hasta que de pronto cayó en la cuenta. Las nubes del alcohol se evaporaron de golpe.

—He oído que tuviste un problema con ella y con su hija. Star estaba en el escenario y se te fue un poco la mano... porque tienes la mano muy larga.

Bud negó con la cabeza.

—Tonterías.

Walk dudó: sólo a alguien desesperado por encontrar una explicación se le ocurría encañonar a alguien en los servicios de un bar.

—Salí con ella un par de veces.

—¿Y?

—Y no funcionó, eso es todo.

Walk hizo ademán de volver a levantar la pistola y Bud dio un paso atrás.

—Lo juro, ¡no pasó nada de nada!

—La trataste mal, ¿verdad?

—No, de eso nada, en ningún momento. Me porté bien con ella. Joder, si hasta la llevé a ese restaurante que hay en Bleaker, donde te clavan veinte dólares por un filete... Había reservado una habitación en un motel, uno de los buenos, ¿eh?

—Pero ella te dijo que no.

Bud se miró los vaqueros empapados de orines y luego observó la pistola en la mano de Walk.

—No sólo me dijo que no. No soy de los que se sulfuran si una tía les dice que no. Hay pavas por todas partes, oye. Si una te dice que no, pues vas a por otra. A mí me funciona, no me quejo. Pero esa Star... me hizo creer que estaba colada por mí y luego nada de nada. Ojo, no sólo me dijo que no: me dijo que conmigo nunca en la vida. Fue lo que dijo, con esas palabras: «Contigo, nunca en la vida.» ¿Qué coño es eso de «nunca en la vida»? Me pareció que hacía lo posible por fingir que era lo que no era, como si estuviera interpretando un papel. Pura fachada, vaya.

—¿Pura fachada?

—Estoy seguro de que hacía lo mismo con todos. El vecino, por ejemplo. Un día que fui a su casa a recogerla, el tipo se me plantó delante y me dijo que me olvidara de Star, que era perder el tiempo.

—¿De qué vecino hablas?

—Del de la puerta de al lado: un menda que parece salido de los años setenta.

—¿Dónde estabas el 14 de junio?

Bud sonrió al acordarse.

—Eso lo tengo claro: esa noche actuaba Elvis Cudmore en este garito, y aquí estuve toda la noche, pregúnteselo a quien quiera.

Walk dio media vuelta, se abrió paso entre la gente y salió al aire de la noche. El corazón le latía con fuerza.

Cruzó por el estacionamiento, se agachó junto a uno de los contenedores de basura y vomitó.