Duchess estaba sentada bajo un roble, comiéndose su almuerzo sin quitarle los ojos de encima a su hermano.
La primera semana había transcurrido sin grandes novedades. Por su parte, seguía sin hablar con nadie. Thomas Noble lo intentaba una y otra vez, pero ella lo ahuyentaba secamente.
Robin iba al parvulario, que estaba separado del resto de la escuela por una valla de un metro de altura.
Todos los días se reunía con un niño y una niña, siempre los mismos, y jugaban con una cocinita de juguete. Robin y la niña se afanaban en preparar platos (principalmente con tierra) que el otro niño después fingía ir sirviendo a unos clientes imaginarios.
Duchess advirtió que una sombra le tapaba el sol y al mirar hacia arriba vio a Thomas.
—Se me ha ocurrido que podemos compartir esta magnífica sombra. —El chico llevaba la bolsa con el almuerzo en su mano buena.
Duchess suspiró.
Él se sentó y se aclaró la garganta.
—He estado observándote, ¿sabes?
—Bueno, pues muchas gracias por ser un baboso. —Duchess se alejó un palmo.
—He estado pensando... si te gustaría...
—Ni loca.
—Mi padre dice que mi madre le respondió lo mismo la primera vez, pero que al mismo tiempo le decía que sí con los ojos, por lo que no se dio por vencido e insistió.
—Así hablan los violadores.
Thomas desdobló una gran servilleta y la extendió sobre el césped. Después colocó encima una bolsa de patatas fritas, un bollo relleno de crema, unos pastelillos de chocolate y mantequilla de cacahuete, una bolsa de malvaviscos y una lata de refresco.
—Es increíble que casi nadie se haya fijado en este rincón.
—Lo que es increíble es que no tengas diabetes.
Thomas comió en silencio, masticando sin hacer ruido y empujándose la montura de las gafas hacia arriba con el índice. No quería sacar la mano mala del bolsillo, así que tuvo que usar los dientes para abrir la bolsa de malvaviscos. Duchess sintió lástima.
—Usa la otra mano —dijo—, no tienes por qué esconderla de mí.
—Es que tengo simbraquidactilia, sucede cuando...
—Me da igual.
Thomas engulló un malvavisco.
Robin se acercó corriendo al vallado y le enseñó un plato granate con un terrón en el centro.
—Un perrito caliente —murmuró sonriente.
—Qué niño más mono —dijo Thomas Noble.
—¿Eres un pervertido?
—No... claro que no. Yo sólo... —Mejor guardó silencio.
Un bosque se extendía a sus espaldas, al otro lado de un cercado hecho con largos maderos que el sol había blanqueado.
—He oído que eres de California. Está precioso en esta época del año. Tengo un primo que vive en Sequoia.
—En el parque nacional...
Thomas se puso a comer otra vez, pero enseguida volvió a la carga:
—Una pregunta, ¿te gusta ir al cine?
—No.
—¿Y el patinaje sobre hielo? Yo no lo hago nada mal...
—No.
Thomas encogió los hombros y se quitó la chaqueta.
—Me gusta ese lazo que llevas en el pelo. En casa tengo una foto que me hicieron de pequeño con un lacito igual.
—Te va el monólogo interior, ya lo veo.
—Mi madre siempre quiso tener una niña, ¿sabes? Por eso me vestía así de pequeño...
—Pero luego te llenaste de testosterona y te cagaste en sus sueños.
Thomas le ofreció un pastelillo, pero ella fingió no darse cuenta.
Vieron pasar a unos chicos. Uno de ellos hizo un comentario y los demás se echaron a reír. Thomas Noble hundió la mano aún más en el bolsillo.
Duchess dio un pequeño respingo al ver que uno de esos chicos de pronto le arrebataba el plato a Robin. Su hermano trató de recuperarlo, pero el otro, mucho más alto, mantuvo el plato fuera de su alcance. Terminó por tirarlo al suelo y Robin se agachó para recogerlo, pero entonces el grandullón lo empujó y él cayó de bruces en la hierba.
Ella se levantó de un salto mientras Robin rompía a llorar y caminó hacia él.
De reojo vio a un grupo de chicas hablando y toqueteándose el cabello entre risas. Parecían de una especie distinta.
Cruzó la valla. No había ninguna maestra a la vista. Ayudó a su hermanito a levantarse, le sacudió el polvo de los pantalones y le enjugó las lágrimas.
—¿Estás bien?
—Quiero irme a casa... —gimoteó Robin.
Lo atrajo hacia sí hasta que se calmó.
—Pronto volveremos a casa, te lo prometo. Ya he pensado cómo hacerlo: cuando llegue el momento conseguiré trabajo y nos iremos de aquí, ¿entendido?
—Me refiero a la casa del abuelo...
El niño y la niña —sus amigos— estaban a unos pasos. La niña se acercó. Llevaba trenzas y vestía un peto de tela vaquera con una flor bordada en el bolsillo. Le dio unas palmaditas en la espalda a Robin y le dijo:
—No hagas caso de Tyler, es malo con todo el mundo.
—Es verdad —la secundó el niño.
—¿Nos haces otros perritos calientes para la cena?
Duchess sonrió y dejó que su hermano se fuera. Lo miró jugar: lo pasado, pasado; ya ni se acordaba de lo sucedido.
Se volvió y vio que Tyler seguía junto a la valla, entretenido en golpear la madera con un palo.
—Oye, tú.
Tyler se volvió hacia ella y Duchess captó lo que había en su mirada.
—¿Qué pasa?
Se acercó con el sol brillando a su espalda, agarró al otro por el cuello de la camisa y lo atrajo hacia ella.
«Si vuelves a tocar a mi hermano, te corto la p... cabeza», repitió Duke, el director del instituto, con las manos entrelazadas sobre la barriga y cara de preocupación.
—Yo no he dicho eso —respondió Duchess levantando el mentón—. En ningún momento he dicho la «p... cabeza».
Hal sonrió.
—¿Qué fue lo que le dijiste?
—La puta cabeza.
Duke hizo un mohín, como si le resultara insoportable oír aquella palabra.
—Bueno, pues ahora tenemos un problema.
A Duchess le llegaba su aliento oloroso a café. También olía mucho a colonia, pero el sudor se adivinaba debajo.
—No veo por qué, la verdad —dijo Hal.
Tenía las manos enrojecidas y la piel cuarteada, y olía a bosque y a aire libre, a campo, a la tierra de los Radley.
—Porque ha amenazado a un compañero. Con cortarle la cabeza, nada menos.
—Mi nieta es una forajida.
Duchess estuvo a punto de sonreír.
—Creo que no termina usted de tomarse este incidente en serio, y es muy serio.
Hal se levantó de la silla.
—Me la llevo, hoy no vuelve a clase. Hablaré con ella para que esto no se repita, ¿le parece?
A Duchess le entraron ganas de plantarse, de montar un follón para que no se salieran con la suya, pero se acordó de Robin, quien ya había hecho un par de amigos en la escuela.
—Si el dichoso Tyler vuelve a tocar a Robin, no puedo asegurar que no le corte la...
Hal carraspeó con fuerza.
—No volveré a decir esa palabra.
Duke, el director, se quedó con ganas de decir algo más cuando Duchess se levantó y siguió a Hal al pasillo.
Volvieron por la autovía sin decir palabra, Duchess en el asiento del copiloto, hasta que llegaron al cruce donde había que torcer a la izquierda para ir a la casa; en vez de hacerlo, Hal viró hacia el este.
La carretera se extendía bajo un cielo que refulgía con destellos plateados a medida que el sol se escondía. Pasaron frente a una vaquería cuyos establos estaban pintados de color verde claro, atravesaron un pueblo que parecía ser poco más que una calle central con media docena de callejuelas a uno y otro lado, fueron por caminos secundarios hasta encontrarse ante unos pinos enormes, altos como rascacielos. A un lado, las aguas de un río que enfilaba hacia una garganta centelleaban como la mica. Una montaña imponente lo presidía todo, nevada en sus cumbres y con unos caminillos sinuosos que ascendían por la ladera.
Mientras se dirigían arriba, Duchess se volvió una y otra vez para contemplar las arboledas que iban dejando atrás y el agua que serpenteaba entre ellas.
Se detuvieron para ceder el paso a una camioneta que venía en dirección contraria y el conductor los saludó llevando los dedos al ala del sombrero.
Aparcaron junto a un peñasco de roca arenosa y polvorienta. Los bosques de pinos se extendían por la ladera en una y otra dirección.
Hal bajó del vehículo y Duchess lo imitó.
Lo siguió mientras se adentraba entre los árboles. No era fácil avanzar por aquella espesura, pero Hal se movía como si estuviera familiarizado con el sendero y todos sus desvíos.
De pronto, Montana se desplegó ante sus ojos: kilómetros y kilómetros de naturaleza y de sombras, de agua y tierra. Entre el olor de los pinos, Duchess vio que unos hombres calzados con altas botas de vadeo estaban pescando en las límpidas aguas kilómetro y pico más allá. A su lado, Hal encendió un puro.
—En estos arroyos hay truchas. —Señaló a los pescadores, unos puntitos en un vasto lienzo—. A setenta kilómetros hay un cañón tan profundo que la gente dice que una piedra tarda minutos en llegar al fondo. Escoge cualquiera de estos caminos y lo más probable es que no vuelvas a encontrarte con otro ser humano: estamos hablando de casi medio millón de hectáreas de pura naturaleza.
—¿Por eso te refugiaste en este lugar, para esconderte de todo el mundo? —Duchess pateó un guijarro y lo miró caer.
—¿Quieres que hagamos una tregua?
—De eso nada.
Hal sonrió al oírlo.
—Tu hermano me ha contado que te gusta cantar.
—A mí no me gusta nada.
Un poco de ceniza del cigarro fue a caer al suelo.
—Los nativos llamaban a este lugar «el espinazo del mundo». Hay unas aguas de una tonalidad verde azulada que no has visto en la vida. Son aguas de deshielo, tan transparentes que no ocultan nada. Eso tiene su qué, ¿no te parece?
Duchess se mantuvo en silencio.
—Y reflejan tan fielmente el cielo que mirándolas parece que el mundo estuviera del revés. Cuando Robin crezca un poco, pienso traerlo; ya sabes, con una tienda de campaña. Incluso podríamos hacer un recorrido en barca, si le apetece pescar. Y me gustaría que vinieras con nosotros.
—Déjalo de una vez, anda.
—¿El qué?
—Deja de hablar del mañana como si fuera algo real, como si fueses a estar aquí, como si nosotros fuésemos a estar aquí.
Duchess se esforzaba en no gritar: no quería trastocar la paz que allí reinaba.
A un lado había unos matorrales de hojas lisas con unas bayas de color morado oscuro. Hal cogió una y se la comió.
—Arándanos.
Le ofreció uno a Duchess, pero ella no lo cogió; se hizo con uno por su cuenta. Estaba riquísimo, más dulce de lo que pensaba. Se comió unos cuantos y se metió un par de puñados en los bolsillos, para Robin.
—A los osos también les gustan.
Hal se agachó para coger más y Duchess notó que llevaba la pistola con la que habían estado haciendo prácticas de tiro.
Respiró hondo y le dijo a su abuelo:
—Nunca fuiste a vernos.
Hal se detuvo, se enderezó y se volvió hacia ella.
—Nunca fuiste, y mira que conocías a mi madre. Sabías cómo era y qué clase de vida nos esperaba. Sabías que era poco menos que incapaz de cuidar de sí misma. Eres mayor que yo... fuerte y duro de pelar, pero cuando necesitábamos...
No llegó a terminar la frase, se toqueteó la cinta en el pelo y procuró rehacerse porque no quería que Hal notara cuánto le dolía:
—Cuando me señalas la belleza de todo esto piensas que estoy viendo lo mismo que tú, pero no es así para nada. Este tono de morado, por ejemplo... —Señaló la mata de arándanos— ... a mí me recuerda los moratones en las costillas de mi madre, y las aguas verdeazules me recuerdan sus ojos, tan claros que dejaban ver que ya no tenía alma. Tú respiras el aire y piensas que es fresco y limpio, pero yo soy incapaz de respirar sin sentir una puñalada aquí. —Se golpeó el pecho—. Estoy sola en la vida. Voy a cuidar de mi hermano y tú vas a dejarnos en paz, porque en realidad no te importamos. Y puedes decir lo que quieras, lo que te parezca que va a alegrarme el día, pero que te den, Hal. Montana entera puede irse a la mierda, con sus millones de hectáreas, sus montones de animales y sus... sus...
La voz le falló.
El silencio los envolvió, un silencio que de pronto abarcaba los pinos, el cielo y las nubes, poniendo fin a la posibilidad de empezar de nuevo, reduciéndolos a la nada que eran ambos, dos seres minúsculos en aquel vasto entorno de belleza infinita. Hal seguía con el cigarro en una mano, pero sin fumar, con los arándanos en la otra, pero sin comerlos.
Duchess ansiaba haber hecho trizas el futuro que el viejo había imaginado para ellos, en aquel momento era lo que más ansiaba en el mundo.
Se dio la vuelta y cerró los ojos, obligándose a reprimir las lágrimas: no iba a llorar por nada del mundo.