Walk se mantuvo unos pasos atrás del gentío enfebrecido. A algunos los conocía desde que tenía uso de razón, a otros desde el momento en que vinieron al mundo.
También había veraneantes con cámaras y quemaduras solares. Sonreían despreocupados, ignorantes de que las aguas no sólo daban mordiscos a los árboles.
Varios periodistas de medios locales se acercaron. Una reportera de la cadena kcnr consiguió hacerse oír por encima de los demás:
—¿Podríamos hablar un momento con usted, jefe Walker?
Walk sonrió y metió las manos en los bolsillos. Se disponía a escabullirse cuando se levantó un murmullo.
Tras un crujido, el tejado cedió; algunos trozos fueron a chocar con el agua y se hundieron. Otros derrumbes dejaron al descubierto la estructura, tosca y esquelética: la casa ya no era más que una casa. Había sido el hogar de los Fairlawn desde que Walk tenía uso de razón. Entonces se hallaba a una treintena de metros del mar.
Hacía un año que estaba prohibido acercarse al acantilado, cada vez más erosionado: el camino de acceso estaba cerrado con cintas. Los funcionarios estatales venían de vez en cuando y hacían mediciones y estimaciones.
Una lluvia de tejas se precipitó al mar. Revuelo de cámaras, desvergonzada excitación. Milton, el carnicero, hincó la rodilla en tierra e hizo una vistosa foto cuando el asta se inclinó y el viento arrancó la bandera.
El menor de los hermanos Tallow quiso correr para cogerla y su madre lo agarró por el cuello de la camiseta con tanta fuerza que el pequeño cayó de culo.
Más allá, el sol caía sobre el mar casi al mismo tiempo que el edificio, seccionando el agua con tajos anaranjados, granates y de otros tonos sin nombre. La periodista ya tenía su noticia: el adiós a un retazo de historia tan diminuto como para resultar irrelevante.
Walk miró alrededor y vio a Dickie Darke contemplando impasible la escena. Con sus más de dos metros de estatura, parecía un gigante. Estaba en el negocio inmobiliario: era propietario de numerosas casas en Cape Haven y de un club en Cabrillo, la clase de tugurio donde la depravación te salía por diez dólares y un trocito de dignidad.
Siguieron allí de pie una hora más. A Walk ya le dolían las piernas cuando el porche cedió por fin. Los mirones refrenaron el impulso de aplaudir, dieron media vuelta y se marcharon a disfrutar de sus cervezas y carnes a la parrilla, de las barbacoas cuyos fuegos titilaban en la oscuridad cuando Walk hacía la última ronda de la jornada. Volvieron como flotando sobre el camino de piedras, una especie de murete de un solo nivel, seco pero firme. Al fondo podía verse el Árbol de los Deseos: un roble tan enorme y ancho que unos puntales tenían que sostener las ramas: el viejo pueblo de Cape Haven hacía cuanto podía para seguir siendo el de siempre.
Walk acostumbraba a subir a aquel árbol con Vincent King cuando eran chavales, una época tan remota que hoy era prácticamente insignificante. Dejó que una de sus manos temblorosas descansara en la culata de la pistola y la otra sobre el cinturón. Lucía corbata, camisa con el cuello almidonado, zapatos lustrados. Había quienes admiraban la forma en que había aceptado su lugar en el mundo; otros la encontraban patética: Walker, el capitán de un navío que nunca jamás zarpaba del puerto.
Reparó en la muchacha: avanzaba contra el gentío cogiendo de la mano a su hermano, que pugnaba por no quedarse rezagado.
Duchess y Robin, los hermanos Radley.
Fue hacia ellos sin apresurarse demasiado: ya sabía lo que pasaba.
El niño tenía cinco años y lloraba en silencio, la chica acababa de cumplir trece y nunca lloraba.
—Vuestra madre —dijo Walk.
No era una pregunta, sino la constatación de un hecho tan trágico que la muchacha ni siquiera asintió con la cabeza, sencillamente se dio la vuelta y echó a andar segura de que él la seguiría.
Avanzaron por calles oscurecidas por el crepúsculo, frente a tranquilizadores vallados de madera y guirnaldas de luces. La luna se elevaba en el cielo señalándoles burlonamente el camino, como llevaba haciendo treinta años. Dejaron atrás casas grandes y lujosas, cristal y acero que combatían la naturaleza y desafiaban a aquel panorama de belleza terrible.
Bajaron por Genesee, donde Walk seguía viviendo en la vieja casa de sus padres, hasta Ivy Ranch Road. La casa de los Radley apareció ante sus ojos: persianas destartaladas, una bicicleta volcada con una rueda tirada al lado. En Cape Haven, sólo había blanco y negro, sin medias tintas.
Walk se separó de los hermanos y apretó el paso por el sendero. No se veían luces encendidas en el interior de la casa, pero sí el parpadeo azulado del televisor. Volvió la cara y vio que Robin continuaba llorando y Duchess mirando al frente con sus ojos implacables.
Encontró a Star en el sofá con una botella al lado, aunque esta vez sin pastillas de ninguna clase. Un pie calzado y el otro descalzo, dedos cortos, uñas pintadas.
—Star. —Walk se arrodilló y le palmeó la mejilla—. Star, despierta.
Lo dijo con voz tranquila porque los niños estaban en la puerta. Duchess tenía el brazo sobre el hombro de su hermano, que se apoyaba en ella con todo su peso, casi desparramándose, como si su pequeño cuerpo se hubiera quedado sin huesos.
Walk le dijo a la chica que llamara al 911: el número para emergencias.
—Ya lo he hecho.
Walk levantó los párpados de Star con los pulgares, pero no vio más que el blanco.
—¿Va a ponerse bien? —preguntó el pequeño a su espalda.
Walk echó un vistazo a la puerta con la esperanza de oír unas sirenas. Entrecerró los ojos al toparse con un cielo rojo como el fuego.
—¿Podéis salir a ver si ya vienen?
Duchess lo entendió a la primera, se llevó a Robin fuera.
Star se estremeció de pronto, vomitó un poco y volvió a estremecerse, como si Dios o la muerte la hubieran tenido agarrada y ahora la soltaran, pero no sin violencia. Walk le había dado tiempo al tiempo: habían transcurrido tres decenios desde lo de Sissy Radley y Vincent King, pero Star seguía farfullando cosas sobre la eternidad, la colisión del pasado y el presente, la fuerza que desencadenaba el futuro. No había remedio.
Duchess acompañaría a su madre en la ambulancia, Walk se encargaría de llevar a Robin.
Duchess miraba al médico sumido en su trabajo. No pretendía sonreír, cosa que ella agradecía. Tenía entradas en la frente, estaba sudando y quizá harto de salvar las vidas de quienes tanto empeño ponían en morir.
Permanecieron un rato frente a la casa con la puerta abierta para Walk, quien estaba allí con ellos como siempre, la mano posada en el hombro de Robin. El pequeño lo necesitaba: necesitaba el consuelo de un adulto, la sensación de seguridad.
Al otro lado de la calle las cortinas de las ventanas se agitaban, las sombras juzgaban en silencio. Duchess vio a unos chavales de su escuela llegar pedaleando a toda prisa con los rostros enrojecidos: las noticias circulaban a una velocidad de vértigo en ese pueblo donde cualquier ordenanza municipal era susceptible de ocupar las primeras planas.
Los dos chicos se detuvieron junto al coche de la policía y dejaron caer las bicicletas al suelo. El más alto, jadeante y con el flequillo pegado a la frente por el sudor, echó a andar hacia la ambulancia.
—¿Está muerta?
Duchess levantó el mentón, le sostuvo la mirada.
—Vete a cagar.
El motor se puso en marcha, la portezuela se cerró de golpe. Los cristales ahumados hacían que el mundo se tornara mate.
Los vehículos serpentearon por las curvas hasta salir de la colina. A sus espaldas se extendía el Pacífico, del que emergían rocas como cabezas de hombres que estuvieran ahogándose.
Duchess contempló su calle hasta que los árboles se estiraron lo suficiente como para que sus ramas se tocaran entre sí, al llegar a Pensacola; ramas como manos unidas en rezo por la chica y su hermano, por la tragedia inacabable iniciada mucho antes de que la una y el otro vinieran al mundo.
La noche se encontró con muchas otras noches iguales, cada una engullendo a Duchess tan completamente que ella sabía que nunca más volvería a ver la luz del día, no del modo que los demás niños la veían.
El hospital era el de Vancour Hill, como ella sabía demasiado bien. Cuando se llevaron a su madre se quedó de pie sobre el suelo lustroso como un espejo con la mirada fija en la puerta por la que Walk entró acompañado de Robin. Fue hacia ellos, cogió a su hermanito de la mano, lo llevó al ascensor y subió con él al segundo piso. Entraron en la sala, a media luz, destinada a los familiares. Duchess juntó dos butacas. Fue al vecino cuarto de los suministros a buscar dos mantas y convirtió las butacas en un camastro. Robin se la quedó mirando sin saber bien qué hacer, muerto de sueño, con grandes ojeras oscuras.
—¿Tienes pipí?
Robin asintió con la cabeza.
Duchess lo llevó a los servicios, esperó unos minutos y luego se aseguró de que su hermano se lavara bien las manos. Encontró pasta de dientes, apretó el tubo para ponerse un poco en el dedo y frotó los dientes y encías del pequeño. Robin escupió, Duchess terminó de refregarle la boca.
Lo ayudó a descalzarse y encaramarse en las butacas, sobre las que se acomodó como un animalillo mientras ella lo cubría.
Asomó los ojos y dijo:
—No me dejes solo.
—Eso nunca.
—¿Mamá se pondrá bien?
—Sí.
Duchess apagó la televisión dejando la sala en una penumbra rojiza por efecto de las luces de emergencia, lo bastante tenues como para que Robin se quedara dormido antes de que ella llegara a la puerta.
Ella se quedó de pie bajo la luz clínica del hospital con la espalda apoyada contra la puerta: no dejaría entrar a nadie, en el tercer piso había otra sala para familiares. Al cabo de una hora, reapareció Walk, bostezando como si tuviera motivos. Duchess sabía lo que hacía un día tras otro: conducir por la autovía de Cabrillo, recorrer aquellos kilómetros perfectos que empezaban en Cape Haven, una sucesión de vistas hasta tal punto paradisíacas que gente de todo el país viajaba hasta allí y se compraba una casa que luego dejaba desocupada durante diez meses al año.
—¿Robin duerme?
Ella asintió con la cabeza.
—He ido a ver cómo está tu madre. Saldrá de ésta.
Duchess volvió a asentir.
—Toma alguna cosa, un refresco o lo que sea, hay una máquina junto a...
—Lo sé.
Echó un vistazo al interior de la sala y vio que su hermano dormía a pierna suelta; así seguiría hasta que ella lo despertase.
Walk le tendió un billete de un dólar que ella aceptó con desgana.
Caminó por los pasillos, compró el refresco, pero no se lo bebió: lo guardaría para cuando Robin despertara. Fue asomándose al interior de los cubículos y oyó los sonidos de los nacimientos, de las lágrimas y de la vida. Vio personas que eran pura cáscara, tan vacías que supo que no iban a recuperarse. Unos policías conducían a unos hombres de aspecto peligroso, con tatuajes en los brazos y sangre en la cara. Le llegaron los olores de los borrachos, de la lejía, del vómito y la mierda.
Se cruzó con una enfermera que le sonrió: casi todas la conocían de vista; era otra de esas niñas dejadas de la mano de Dios.
Al regresar, vio que Walk había colocado dos butacas junto a la puerta. Comprobó que su hermano estaba bien y se sentó.
Walk le ofreció un chicle que ella rechazó negando con la cabeza.
Saltaba a la vista que el policía tenía ganas de hablar, de decirle que las cosas cambiarían y otras mierdas por el estilo: que había que mirar más allá, que todo sería distinto en el futuro...
—No llamaste a los servicios sociales —dijo Walk.
—Y tú tampoco.
—Tendría que hacerlo. —Walk lo dijo con tristeza, como si le hubiera fallado o no hubiera estado a la altura de su placa de policía, Duchess no sabría decirlo.
—Pero no lo vas a hacer.
—No.
La barriga le tensaba la camisa marrón claro. Tenía los carrillos orondos y sonrosados de un muchacho al que sus padres no saben decirle que no, y una expresión tan franca que Duchess lo consideraba incapaz de guardar un solo secreto.
Star decía que era bueno de la cabeza a los pies, como si eso tuviera importancia.
—Tendrías que dormir un poco.
Siguieron así sentados hasta que las estrellas dejaron paso a la primera luz. La luna se olvidó de irse y se quedó allí, convertida en una mancha borrosa en el nuevo día, un recuerdo de su propio esplendor perdido. Al otro lado de la sala había una ventana, Duchess acercó la cara al cristal y apretó la frente contra los árboles y las hojas. Oyó cantar a los pájaros, vio el mar a lo lejos y unos puntos brillantes que eran los pesqueros deslizándose sobre las olas.
Walk carraspeó.
—Tu madre... esto... ¿hay algún hombre que...?
—Siempre hay un hombre: cuando sucede una puta desgracia siempre hay un hombre de por medio.
—¿Darke?
Duchess no repondió.
—¿No puedes decírmelo? —preguntó él.
—Yo soy una forajida.
—Ya.
Duchess llevaba un lazo en el cabello que tenía por costumbre toquetear. Era muy flaca, muy pálida, muy bonita, clavada a su madre.
—Ahí al lado acaba de nacer un niño —comentó Walk cambiando de tema.
—¿Qué nombre le han puesto?
—No lo sé.
—Me juego cincuenta pavos a que no se les ha ocurrido ponerle Duchess.
A Walk se le escapó una risa.
—Es un nombre raro, sin duda, incluso exótico... Ya sabrás que iban a ponerte Emily.
—Como Emily Dickinson: «Y atroz deberá ser la tormenta...»
—Eso mismo.
—Mamá sigue leyéndole de vez en cuando ese poema a Robin: «La esperanza es esa cosa con plumas.»
Duchess se sentó, cruzó la pierna, se frotó el muslo. Su zapatilla deportiva estaba floja y gastada:
—¿Ésta es mi tormenta, Walk?
Walk bebió un sorbo de café. Daba la impresión de estar buscando la respuesta a una pregunta imposible.
—A mí el nombre Duchess me gusta: «Duquesa.»
—Pues prueba a llevarlo una temporada. De haber sido un niño, igual me habrían llamado Sue. —Dijo en referencia a la canción de Johnny Cash.
Echó la cabeza atrás y contempló las persianas:
—Mi madre quiere morirse.
—No es eso, no tienes que pensar esas cosas.
—No termino de tener claro si el suicidio es el acto más egoísta o el más desprendido de todos.
A las seis, una enfermera la llevó a ver a su madre.
Star estaba tumbada. Era la sombra de una persona; ni la sombra de una madre.
—La Duquesa de Cape Haven —dijo sonriendo, aunque lánguidamente—. Todo está bien...
Duchess la miró a los ojos y Star rompió a llorar. La chica se acercó, puso la mejilla sobre el pecho de su madre y se maravilló de que su corazón pudiera seguir latiendo.
Yacían juntas al amanecer del nuevo día, un día nuevo que, sin embargo, no prometía nada porque todas las promesas eran puras falsedades.
—Te quiero... no sabes cuánto lo siento.
Duchess podría haber respondido muchas cosas, pero en aquel momento sólo supo decir:
—Yo también te quiero.