22

El apartamento estaba encima de una tienda de saldos. Habían cubierto con tablones una de las ventanas y las demás estaban tan mugrientas que Walk dudaba de que la luz llegara al interior. Aunque todavía era temprano, el olor a comida china escapaba a través de un conducto de ventilación que había junto a la puerta de la calle.

La chica se llamaba Julieta Fuentes y había trabajado en varios clubes como bailarina. Martha le había dejado un mensaje tras otro en el móvil pero, cansada de no recibir respuesta, terminó por darle su dirección a Walk. Tenía problemas con un ex y Martha estaba preocupada por ella.

La puerta estaba abierta. Walk entró y subió la angosta escalera por cuyas paredes el moho se extendía en enormes manchas hasta el techo. Llamó a la puerta con el puño y aguardó unos segundos. Nada. Volvió a llamar, aporreándola esta vez.

Julieta resultó ser una mujer menuda con cabello oscuro y anchas caderas: una belleza cuya aparición casi lo obligó a dar un paso atrás.

Ella lo fulminó con la mirada, y cuando él le enseñó la placa fue incluso peor.

—Mi hijo está durmiendo.

—Lo siento, Martha May me ha dado su dirección.

Al oírlo, Julieta se ablandó lo suficiente para retroceder en el minúsculo recibidor y abrir un poco la puerta.

Walk también dio un paso atrás y descendió un escalón, con lo que sus ojos quedaron a la altura de los pechos de la mujer. Soltó una tosecita y se ruborizó de tal modo que Julieta volvió a fulminarlo con la mirada.

—Dígame de una vez qué quiere.

—Usted trabajaba en el Eight.

—Quitándome la ropa por dinero, sí. ¿Desde cuándo es delito?

Walk quería aflojarse el cuello de la camisa, que de pronto le constreñía la circulación y acumulaba todavía más sangre en sus mejillas.

—Tan sólo quería hacerle un par de preguntas sobre Dickie Darke.

Julieta Fuentes seguía mirándolo con cara de pocos amigos.

Él se aclaró la garganta.

—Martha dice que tiene problemas con cierto individuo, ¿estamos hablando del padre de...?

—Yo no me acuesto con todos, señor policía: no todas las bailarinas somos putas, ¿sabe?

Walk miró alrededor como si esperara la llegada de refuerzos.

—Lo siento. Yo... Verá, quiero saber más sobre Dickie Darke.

—Él no lo hizo.

—¿Qué cosa?

—Lo que sea que piensa que Dickie hizo.

—¿Le ha pedido que diga eso?

La mujer se ajustó el batín, abrió un poco la puerta y aguzó el oído.

—Mi hijo duerme hasta tarde, se pasa las noches despierto.

—Como su madre.

Ella por fin esbozó una sonrisa.

—Mire, la gente ve a un gigante como Darke y enseguida supone que es un tío chungo. A ver, el hombre tiene agallas, yo misma lo he visto: una vez un desgraciado trató de meterme mano y Dickie lo agarró por el cuello y lo levantó del suelo, como en las películas.

—Pero no es un hombre violento.

Julieta le dio un golpe bastante fuerte en el brazo.

—Está pensando como un puto poli.

—¿Y cómo quiere que piense?

La mujer reflexionó un momento.

—Quizá como un padre que protege a su hija.

—¿Darke era así?

Julieta suspiró como si, en efecto, estuviera tratando con un poli gilipollas.

—Darke ni nos miraba cuando bailábamos. Ni nos miraba, ni trataba de ligar con nosotras ni nos exigía que le hiciéramos mamadas. Y eso no es habitual, créame. Y si había lío, al momento venía a poner orden: cuidaba de que no nos pasara nada. Hable con cualquier otra chica del Eight y verá que ninguna le dice nada malo de él.

—Y con el padre de su hijo... ¿Darke también intervino y puso orden?

Julieta no respondió, pero sus ojos le dijeron a Walk cuanto necesitaba saber.

—¿Puede contarme alguna cosa más? Es posible que Darke esté metido en algún lío.

—¿Qué clase de lío?

—Dos sujetos andan buscándolo, uno es un tipo con barba y gafas...

Por la expresión en el rostro de Julieta, Walk supo que los conocía.

—Lo único que busco son respuestas. Por favor.

—A esos dos los conozco. Venían al club el segundo viernes de cada mes y se marchaban con un sobre lleno de billetes, un sobre de los gordos, lo que tampoco tiene nada de raro: en casi todos los clubes donde he trabajado siempre hay tíos que pasan a cobrar.

—Y Darke siempre pagaba.

La chica se echó a reír.

—Con esa gente no te queda otra: o pagas por las buenas o pagas por las malas. Y Darke lo sabe.

—Y el hecho de que ahora lo estén buscando...

—A esos dos les importa una mierda que el Eight se incendiara. No es su problema, ellos quieren su dinero.

—No creo que pueda pagarles.

En los ojos de Julieta apareció un brillo de inquietud.

—Más le vale huir de aquí —dijo.

—Estoy seguro de que Darke sabe cuidar de sí mismo.

—Usted no lo entiende, a pesar de las apariencias...

—Cuénteme.

—En el local trabajaba otra chica, Isabella... ésa sí que era una puta. Pensaba que Darke tenía dinero y trató de ligárselo, pero Dickie pasó de ella.

—¿Le dio alguna explicación?

—Le dijo que no tenía interés en relacionarse con ella en ese plan porque ya tenía a otra chica, pero eso fue todo. Nunca conocimos a la otra chica.

—Así que estaba viéndose con otra. ¿Se acuerda de algo más? Por mínimo que sea, aunque no le parezca importante.

—Dios... ustedes los polis siempre exigiendo, ¿no?

—Es importante. Por favor. Cualquier cosa que recuerde.

—Usted lo que quiere es empapelar a Dickie, pero le digo que nos trataba bien. Nos cuidaba, sobre todo a mí y a otra chica: éramos sus favoritas.

—¿Y por qué ustedes?

—Porque teníamos hijos. Darke nos protegía, podía ser muy considerado. Una noche que no me presenté a trabajar vino hasta aquí a buscarme porque se quedó preocupado.

—¿Y la otra chica?

—Layla. También la trataba muy bien. A veces incluso salía con ella, la invitaba al parque de atracciones o donde fuese. Dickie es buena gente.

—¿Dónde puedo localizar a Layla?

—Se marchó al oeste, no sé bien adónde. Con su hijita.

—Tenía una hija.

—Sí, tenía su foto en la taquilla. Una monada de niña.

Una voz llegó del interior: el niño llamaba a su madre.

—¿Ya hemos terminado?

—Sí.

—Buena cacería, agente.

Una hora de autovía para llegar a casa de Darke. Por el camino llamó a Martha: el antiguo novio de Julieta se llamaba Max Cortinez y hacía dos meses le habían pegado tal paliza en la puerta de un bar de Bitterwater que por poco no acabó en la tumba. Walk le pidió que le leyera el atestado policial.

A Max le habían pateado la cabeza tantas veces y con tal brutalidad que perdió todos los dientes menos uno. Con unas botas grandes y pesadas. Por lo demás, la policía de Bitterwater no había querido invertir ni un minuto de su tiempo en investigar lo sucedido a un sujeto como Max. Walk probó a llamarlo directamente, pero lo único que consiguió fue que Cortinez, cuando por fin respondió, lo enviara a tomar por culo.

Walk miró el reflejo de su rostro en el retrovisor: la barba algo más crecida, la cara algo más chupada, el lento descenso a un lugar más oscuro. Y no sólo su cuerpo lo traicionaba: él mismo había dejado de cuestionarse a la hora de quebrantar las normas que había defendido toda su vida. Acabaría mal, eso estaba cantado.

Cedar Heights, una urbanización aún por terminar con una caseta hecha de ladrillos demasiado nuevos en la entrada, un sitio con vastos terrenos, tan enorme como carente de gracia. Incluso los bosques circundantes tenían un aire prefabricado. Eso sí, resultaba patente que Darke había invertido dinero en aquel proyecto.

Se detuvo ante la barrera de acceso y un hombre vestido con un polo elegante, pero con una barba descuidada y apestando a marihuana salió de la caseta. Su mirada dejaba claro que vivía sumido en la confusión permanente.

—Buenos días.

—Vengo a ver a Dickie Darke.

Su interlocutor miró al cielo, se rascó la barba y se dio golpecitos en la sien con el índice como si estuviera tratando de dar con una respuesta.

—Me parece que no está en casa. No lo he visto.

—Está esperándome.

El tipo llamó y esperó sesenta largos segundos para decirle:

—No responde.

—Mejor paso y llamo a su puerta.

Volvió a rascarse la barba.

Walk apoyó el codo en la ventanilla mientras el otro terminaba de decidirse.

—¿Cómo se llama usted?

—Moses Dupris.

Walk no pudo reprimir un parpadeo de extrañeza.

Al lado de Dupris había una fuente, sin agua y verdosa, a la que faltaban algunas baldosas.

—Diré que me encaré con usted y lo obligué, ¿qué le parece la idea, Moses? Diré que amenacé con armar un escándalo, con llamar a las puertas de los vecinos y demás.

—Bueno, vecinos, lo que se dice vecinos, no hay muchos.

—¿En qué casa vive él?

Moses se la señaló.

—Darke, estooo... el señor Darke por el momento ocupa la vivienda piloto, la casa de muestra. Ahí delante, no tiene pérdida.

Walk dejó atrás la caseta y siguió por el camino que avanzaba curvándose alrededor de una decena de casas. Un par estaban acabadas, pero la mayoría tenían andamios y las ventanas cubiertas con tablones, se hallaban a medio pintar y rodeadas de montones de cascotes. Emplazada junto a una arboleda, la casa piloto era bastante bonita: estucada, con columnas y ventanas de guillotina. Para Walk, sin embargo, todo parecía de plástico. Pensó en Cape Haven y en la manía que algunos tenían de convertirlo en un lugar como éste. La gente compraba parcelas en la costa con la ilusión de que un día les concedieran un permiso de obras. Él esperaba morirse mucho antes de que el dinero arrasara con todo.

Al acercarse, advirtió que la casa ya empezaba a mostrar signos de deterioro: una profunda grieta recorría la fachada hasta un canalón de desagüe medio roto. El césped estaba descuidado, alto, y las malas hierbas crecían aquí y allá.

La puerta era grande, pero no encontró el timbre, por lo que la aporreó al estilo de los policías de la televisión: golpes fuertes, con urgencia. Se quedó allí unos segundos mientras los pájaros cantaban alrededor.

Recorrió la fachada principal. Las ventanas tenían las cortinas echadas, no se veía nada del interior. A un lado había una verja de hierro forjado sólida y pesada que, sin embargo, se abrió al primer intento. Daba a una piscina con zona para barbacoas. Bajo una parte techada podían verse sillas y un gran televisor. Se detuvo en seco al ver que la puerta de atrás de la casa estaba abierta.

—¡Darke! —llamó.

Entró. El corazón le latía con violencia. Pensó en empuñar el arma, pero las manos no le respondieron: así de mal estaban las cosas últimamente.

Un ventilador daba vueltas en el techo. Todo estaba perfectamente ordenado. Abrió una alacena: latas de comida perfectamente alineadas y con el etiquetado a la vista.

Siguió por el interior. Ahora ya comenzaba a sudar. Dejó atrás el comedor y un despacho y entró en la sala de estar, donde el televisor estaba encendido, aunque sin sonido. En ESPN, el locutor Karl Ravech, sentado frente a una estantería llena de libros, parecía estar hablando de béisbol, algo sobre Jose Bautista y los Atlanta Braves.

El interior estaba decorado con buen gusto, cada elemento había sido seleccionado con el objetivo de proyectar una imagen de perfección: un cuenco con frutas de plástico, flores de plástico en una mesita, fotografías enmarcadas de una familia modélica con modélicas sonrisas de plástico.

Se imaginó cómo sería la vida de Darke en ese lugar, intentando no desordenarlo con lo grande y torpe que era.

Subió por la escalera de madera cubierta por una gruesa moqueta de color crema, pasó frente a un espejo y se vio a sí mismo con la mano posada en la culata de la pistola, como un chaval que juega a indios y vaqueros empeñado en dar caza a Vincent y su hacha de plástico.

Buscó en los cuartos de invitados, tres, antes de llegar a la habitación principal. Todo inmaculado.

—¿Qué está haciendo aquí?

Se volvió con el corazón martilleando en el pecho.

Darke estaba en lo alto de las escaleras, vestido con pantalones cortos y chaleco. Llevaba puestos unos auriculares y tenía una mirada fría, dura.

—He venido a ver cómo estaba.

El otro siguió mirándolo, imperturbable.

—Unos hombres han estado preguntando por usted y algo me dice que es mejor que no lo encuentren. —Darke bajó las escaleras y condujo a Walk hasta un lujoso estudio—. Suéltelo de una vez —dijo.

Walk se sentó en el mullido sofá de cuero, Darke se quedó de pie y el abismo que los separaba aumentó.

—Julieta Fuentes —dijo Walk, y lo miró con atención. Reparó en el sudor que descendía por su cuello y sus musculados hombros—. ¿Se acuerda de Julieta?

—Nunca me olvido de las personas que han trabajado para mí.

—¿Se acuerda de un novio que tenía, Max Cortinez?

No hubo respuesta.

Walk se levantó y fue hasta la ventana. El jardín era pequeño pero estaba bien cuidado. Había árboles, parterres y una especie de talla decorativa hecha con un tronco de árbol.

—Mire, no lo culpo por lo que le hizo a Max. Maltrataba a Julieta y usted emparejó las cosas.

Darke seguía sin decir nada, pero su expresión fue cambiando: ahora reflejaba tristeza, arrepentimiento quizá.

—De hecho, se comportó usted noblemente. Le hizo un favor a Julieta, dejó claro que ella le importaba.

—Julieta ganaba más dinero para la casa que todas las demás.

De pronto todo encajaba: por eso la había defendido. Darke sencillamente había estado protegiendo su inversión. Dickie Darke, cuyo único objetivo en el mundo era ganar dinero.

Walk sentía la garganta reseca, pero siguió hurgando en la herida:

—Pero metió la pata, Darke. Porque se pasó de la raya. Con Max se le fue la mano: no lo mató de milagro. ¿Es eso lo que sucedió con Star?

Darke lo miró con decepción.

—Está haciendo las preguntas equivocadas a la persona equivocada.

Walk dio un paso hacia él con la adrenalina a tope.

—No lo creo.

—Usted no quiere saber qué clase de hombre es Vincent King, prefiere pensar en el muchacho que fue.

Walk avanzó otro paso.

Darke alzó el mentón.

—Todo esto lo supera, le viene muy grande. Sé lo que se siente, créame.

—¿Qué es lo que se siente?

—Uno a veces quiere seguir a su aire, vivir la vida a su manera, pero hay gente que se lo impide.

—¿Y Star cómo se lo impedía?

—¿Y cómo está la hijita de Star? Espero que le haya dicho que he estado pensando en ella.

Walk apretó los dientes. En otro momento quizá hubiera respondido lanzándose sobre su gigantesco interlocutor; en otro momento o quizá en otra vida. De pronto le costaba respirar hasta tal punto que la estancia comenzó a oscurecerse.

—Mejor me marcho.

Fue hacia la cocina seguido por Darke. Notó que la cabeza le daba vueltas y tuvo que apoyarse en un mueble para seguir andando. La medicación de las narices, la puta enfermedad que lo estaba dejando para el arrastre.

Al llegar a la salida reparó en un maletín que estaba en un rincón.

—¿Se marcha de viaje, Darke?

—Cuestión de negocios.

—¿A algún lugar bonito? —Walk se volvió hacia él.

—A un lugar que preferiría no visitar, la verdad.

Se produjo un momento de silencio. Walk se dio la vuelta y salió. Subió al coche y puso rumbo a Cape Haven. Nada más cruzar el límite municipal, se detuvo en el arcén y marcó un número de Montana.