Aquella noche, Duchess se despertó bañada en sudor frío.
Había formas extrañas allí, en la semioscuridad de su habitación: el ropero tenía la forma desalmada de Darke.
Cuando por fin consiguió serenarse fue a ver cómo estaba Robin y, a continuación, salió del cuarto en silencio y bajó por las escaleras. Iba con una bata ligera que Hal había dejado a la vista para que la cogiera. Se había hecho costumbre. Ella seguía sin aceptar nada de él de forma directa, ya fuera comida, bebida o ayuda con los caballos, por mucho que tuviera deberes de la escuela y el día estuviese llegando a su fin. Hal sencillamente le dejaba a la vista cosas que ella cogía cuando él no estaba. La maravillaba la paciencia de su abuelo.
Bebió un poco de agua directamente del grifo.
Iba a volver al dormitorio cuando de pronto oyó un ruido en el porche.
Podía ser la hamaca, cuyas cadenas siempre hacían ruido por mucho aceite que Hal les pusiera. Duchess se agachó, el corazón galopando en su pecho.
Buscó a tientas el cajón y encontró un cuchillo de buen tamaño que empuñó con fuerza. Fue a hurtadillas hacia la puerta y, cuando vio la luz de la luna sobre sus pies descalzos, comprendió que estaba abierta unos centímetros.
—¿No puedes dormir?
—¡Joder! Estaba a punto de matarte...
—Eso que llevas es un cuchillo para el pan —constató Hal.
El viejo se sentó en la hamaca, reducido de pronto al resplandor de su cigarro en la oscuridad. Al acercarse, Duchess vio la escopeta a sus pies.
—Así que me crees —dijo ella.
—Igual me ha dado por cazar un oso.
—Tendría que haber apuntado la matrícula, joder. Cogí el arma y me olvidé de todo lo demás, como la niñata estúpida que soy. —Sus labios apretados parecían escupir las palabras.
—Decidiste proteger a tu familia, no hay mucha gente así de valiente.
Duchess negó con la cabeza.
—¿Lo sabe Dolly?
Después de que Hal le hubiera quitado delicadamente el revólver, Dolly había aparecido de la nada y se la había llevado a la seguridad de la cafetería.
—Dolly es una mujer con carácter —dijo él—. Se me ocurrió que no estaría de más contar con otro par de ojos. Siempre pregunta por ti, cada vez que la veo. Sospecho que le recuerdas a sí misma de joven.
—¿Por qué?
—Dolly es una mujer que aguanta lo que le echen, quizá la más dura que puedas conocer. En su momento lo pasó mal, pero nunca habla de eso con nadie. Sin embargo, Bill sí que habla. Una vez estuve bebiendo con él. El padre de Dolly tenía mala leche, era un individuo de cuidado. Una vez la sorprendió fumando y...
—Y le pegó una tunda.
—No, la quemó con la brasa del cigarrillo. Todavía tiene las marcas en los brazos. Le dijo que así se le pasarían las ganas de fumar para siempre.
Duchess tragó saliva.
—¿Y qué fue de él?
—Dolly creció y se hizo mujer... y resultó que el hombre tenía la mano muy larga. Fue a la cárcel.
—Oh.
Hal tosió.
—Dolly vestía de una manera muy distinta por entonces. He visto fotos. Se ponía ropa holgada, de hombre, pero el tío seguía teniendo la mano muy larga.
—Algunas personas son malas.
—Sí.
—James Reyes fue un famoso pistolero y asesino a sueldo. Iba a la iglesia los domingos, no bebía ni fumaba, pero se rumoreaba que había matado a cincuenta hombres. Al final lo lincharon. ¿Sabes cuáles fueron sus últimas palabras?
—No, dímelo tú.
—«Adelante con la cuerda», eso fue lo que dijo.
—Hicieron bien colgándolo: si los buenos se lavan las manos, ¿de verdad son buenos?
El cielo estrellado anunciaba nevadas. Hal les había dicho que el invierno aún no había ni empezado, y que cuando llegase se olvidarían de los colores del otoño.
Hal le hizo sitio en la hamaca a Duchess, pero ella no se sentó.
Permanecieron largo rato en silencio, Hal terminó de fumarse el cigarro y encendió otro.
—Acabarás por coger un cáncer.
—No te digo que no.
—Tampoco es que me importe.
—Claro que no.
La oscuridad le impedía ver los ojos de Hal, pero sabía que seguía vigilándolo todo: los árboles, el agua y toda esa nada que poco a poco iba convirtiéndose en algo para ella.
Hal se levantó y fue la cocina. Al cabo de un momento se oyó el silbido del calentador de agua eléctrico.
Duchess se sentó en un extremo del banco y contempló la escopeta.
Su abuelo volvió con dos tazones con cacao caliente y dejó uno de ellos en el porche, a su alcance. La tenue luz de la cocina iluminó los malvaviscos que Hal había añadido al tazón de Duchess.
El anciano bebió un sorbito de whisky, sólo un dedo.
—Hace mucho tiempo hubo una tormenta... una de esas que no se olvidan. Estuve aquí sentado contemplando los relámpagos que caían sobre nuestras tierras, me puse a pensar en el demonio y de pronto vi su cara en el cielo, descargando un rayo tras otro con su lengua de serpiente... y el viejo establo se incendió.
Duchess ya se había fijado en una zona reseca en la que nada crecía, sólo la silueta requemada de lo que había habido allí antes.
—La madre de la yegua gris estaba en el establo.
Duchess se alegró de que la oscuridad no le permitiera a su abuelo ver su expresión de pánico.
—No pude sacarla a tiempo.
Ella respiró hondo al oírlo: conocía muy bien la maldición de la memoria.
—En Cape Haven también eran frecuentes las tormentas —susurró.
—Muchas veces me acuerdo de Cape Haven. Me pasé años rezando por tu madre, por ti y por Robin.
—Pero tú no crees en Dios.
—Tú tampoco, pero he visto que a veces vas al claro y te pones de rodillas.
—Es un buen lugar para pensar.
—Todos necesitamos un lugar así. Cuando quiero pensar a solas voy a la despensa, con las armas. Me siento ahí, me olvido del mundo y me concentro en lo que importa de verdad. —Miró a Duchess—. Le escribí muchas veces, ¿sabes?
—¿A quién?
—A Vincent King. Le escribí una carta tras otra durante años. Y escribir no es lo mío.
—¿Y por qué lo hiciste?
Hal soltó una bocanada de humo hacia la luna.
—Buena pregunta.
Duchess se frotó los ojos.
—Mejor que te acuestes.
—Me acuesto cuando quiero, no cuando tú digas.
Hal dejó el vaso en el suelo.
—Al principio no tenía intención de escribirle, pero después de lo que sucedió con tu madre y tu abuela... supongo que necesitaba expresar lo que sentía. Y bueno, Vincent King bien podía enterarse de todo, ¿no? Quizá pensara que se había arruinado la vida, y yo quería que supiera lo que había sido de nosotros. Porque a lo mejor imaginaba que yo vivía feliz aquí, jubilado en esta hermosa tierra. Le hablé del trabajo duro, de las deudas con los bancos, de las facturas, de cómo era vivir con un peso sobre los hombros.
—¿Te respondió?
—Sí. Al principio me escribía hundido: era pura tristeza. Sé que fue un accidente... lo sé perfectamente, pero eso no es lo principal.
Duchess cogió el tazón de cacao, pescó un malvavisco con la cuchara y se lo llevó a la boca. La pilló por sorpresa lo dulce que era, como si ya no estuviera acostumbrada a esos pequeños placeres.
—Fui a las audiencias de la junta de libertad condicional, una y otra vez. Asistí a todas las audiencias. Vincent podría haber cumplido menos años: habría terminado por salir siendo joven aún, con toda una vida por delante.
—¿Y qué pasó, por qué no salió antes? Walk nunca me lo contó. Siempre pensé que se habría metido en algún puto lío ahí dentro, que habría hecho algo muy jodido.
—No. Cuddy, el director de la cárcel, habló ante la junta en cada ocasión, pero Vincent se negó a ir acompañado de un abogado. Walk también estuvo ahí siempre. Nos vimos, claro, pero nunca le dije nada porque Vincent era su mejor amigo, como yo sabía bien. Eran como hermanos. Cuando Vincent hacía alguna de las suyas, Walk siempre lo apoyaba.
Duchess trató de visualizar a Walk de adolescente, el mejor amigo de Vincent King. Le resultó imposible. Tan sólo conseguía verlo con el uniforme, lo recordaba así desde que tenía uso de razón. Walk era el policía, y Vincent el malo.
—Al final de cada comparecencia le hacían la misma pregunta: «Si sale usted en libertad, ¿es probable que vuelva a quebrantar la ley?»
—¿Y Vincent que respondía?
—Me miraba a los ojos un instante, siempre, y respondía que sí, que eso era seguro. «Soy un peligro público», decía.
Duchess pensó que tal vez en aquellos momentos Vincent creía estar obrando con nobleza, decidido a cumplir la condena entera a modo de expiación. Pero ahora, sabiendo lo que sabía de él, le parecía que se había limitado a decir la pura verdad... porque era un monstruo.
—El dolor, el dolor... perdí a mi hijita, a tu madre, a mi mujer, perdí todo lo bueno que alguna vez hubo en mi vida. Lo he vivido, sé lo que es eso. Pensé que no iba a poder seguir adelante.
—¿Y cómo te las arreglaste?
—Vine aquí, volví a respirar aire puro. Montana es buena para eso. Es posible que un día te des cuenta.
—Star siempre decía que hay una relación entre el sufrimiento y el pecado.
Hal sonrió como si estuviera oyendo a su hija decir esas mismas palabras.
—¿Cómo era Sissy?
Hal aplastó la colilla.
—Cuando alguien muere, todos dicen que el muerto era un santo, pero tratándose de un niño... un niño no tiene malicia. Sissy era pequeña, bonita. Era una niña perfecta, como lo fue tu madre, como lo es Robin.
Hal se cuidó mucho de meterla a ella en el mismo saco.
—A Sissy le gustaba pintar. Lloraba al oír los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Le encantaban las zanahorias, pero nada que fuera verde. Estaba muy unida a tu madre.
—Me parezco a ella físicamente. He visto esa foto. Yo, Star y Sissy.
—Sí que te pareces: eres tan guapa como ella.
Duchess tragó saliva.
—Star decía que no era fácil vivir contigo, y que después de lo que pasó fue incluso peor. Que eras un borracho, que no fuiste al funeral de mi abuela...
—Aprendemos al hacernos mayores, Duchess. Empezamos por el final.
—Ojalá lo pensaras de verdad, pero sé que no, sé que estás lleno de mierda. —Hizo la observación sin levantar la voz, sin mala intención tampoco—. Todo eso que me contó mi madre ¿es verdad?
—Me he equivocado muchísimas veces en la vida.
—Y seguro que hay más. ¿Por qué no volviste? ¿Por qué ella no nos dejaba verte? ¿Qué fue lo que hiciste?
Hal tragó saliva.
—Unos años después, yo... me enteré de que Vincent podía salir en libertad condicional a los cinco años. A pesar de lo que había hecho, de lo que le había hecho a mi Sissy.
Duchess podía percibir su dolor todavía ahí: había pasado toda una vida y su dolor seguía con él.
—Bebí más de la cuenta, supongo. En el bar, un tipo vino a hablar conmigo. Tenía un hermano que cumplía condena en Fairmont, lo mismo que Vincent. Me hizo una propuesta: podía conseguir que lo liquidaran, que se hiciera justicia de una buena vez. Ni siquiera pedía mucho dinero. Yo... si pudiera volver atrás en el tiempo, le diría que ni hablar, o eso quiero pensar.
—Entonces, cuando Vincent mató a aquel preso en Fairmont... lo hizo en defensa propia.
—Exactamente.
Duchess respiró hondo. Las palabras de Hal la habían dejado sin respuesta.
—Tu madre se enteró... y eso fue todo. De golpe y para siempre. Una noche hace mil años hice un estupidez, una sola, y aquí estamos.
Duchess bebió un sorbo de cacao y se acordó de su madre. Trató de encontrar un recuerdo que pudiera iluminar la noche, pero tan sólo vio el blanco de los ojos de Star.
—¿Por eso vas a la iglesia?
—Tan sólo quiero un poco de consuelo. Por lo que he hecho y lo que podría hacer.
Duchess terminó de beber el cacao y se levantó. Se sentía exhausta. Pensó en Darke, que iría a por ellos sin duda. Miró al anciano y su escopeta.
Antes de entrar se volvió y dijo:
—Sólo una cosa. ¿Por qué crees que Vincent se comportó así durante las vistas para la condicional?
Hal levantó la mirada y Duchess creyó ver a Robin en sus ojos.
—Cuando se lo llevaban de la sala, Walk y Cuddy siempre se miraban como si no encontraran pies ni cabeza a todo aquello. Pero Vincent me escribió. Trató de explicarse.
Duchess tenía los ojos clavados en él.
—Después de aquella noche, después de lo que hizo, Vincent sabía que ninguno de nosotros volvería a ser libre de verdad.
Walk y Martha estaban frente a la vieja casa de los Radley. A la luz de la luna, Walk apenas podía adivinar los rasgos de Martha, el perfil de su cara, la pequeña nariz, la melena hasta los hombros. Olió su perfume. Encendieron las linternas.
Walk tenía el informe donde constaba la hora en que Vincent había llamado y la hora estimada de la muerte según el forense, lo que les permitía acotar las posibilidades. Duchess había ido en bicicleta a la estación de servicio en Pensacola. Walk sabía que había hecho el trayecto por las calles principales, a pesar del riesgo, lo que suponía un total de cuarenta y cinco minutos. De manera que Vincent había contado con quince minutos para desprenderse del arma. Tenían que partir de la base de que él era el asesino, un supuesto que esa noche le había impedido pegar ojo.
—Seguiremos todas las direcciones que pudo tomar.
Martha tenía un cronómetro. No podían descartar que Vincent hubiera corrido tanto al ir como al volver, por mucho que él no recordara haberlo visto jadeante o sudoroso. De hecho, no recordaba muchos detalles de aquella noche, salvo el rostro de Star: una imagen nítida que él sabía que iba a acompañarlo el resto de sus días. La pérdida de memoria empezaba a hacer mella en él. Últimamente tomaba notas de casi todo, y a veces fingía estar escribiendo cuando lo que en realidad hacía era refrescarse la memoria: lo acontecido durante la jornada, la hora en que se había tomado las pastillas. Lo apuntaba todo.
Fueron al jardín trasero de la casa de Star. Cruzaron la cerca medio caída, que Walk recordaba haber visto siempre así, y se adentraron en el bosquecillo que separaba Ivy Ranch Road de Newton Avenue. Fueron metódicos, examinando cada sendero del jardín, cada árbol y arbusto, cada macizo de flores. Miraron en los desagües. Sabían que los hombres de Boyd habían revisado con sus perros todos aquellos lugares, pero Walk esperaba dar con algo que les hubiera pasado inadvertido, algo que tan sólo un lugareño sería capaz de advertir. Cerró los ojos y trató de ponerse en la piel de Vincent.
Recorrieron siete itinerarios diferentes, algunos muy similares entre sí. No encontraron nada en absoluto.
—Vincent no tenía el revólver. Si lo hubiera tenido, ya lo habríamos encontrado. O, mejor dicho, Boyd y su gente habrían dado con él hace tiempo.
—Es un agujero grande en el caso, muy grande —opinó ella—. El fiscal se pondrá furioso.
Volvieron andando a la casa de los Radley y se detuvieron en la acera. Martha de pronto le cogió la mano. Él estaba a punto de tirar la toalla: nada estaba saliendo bien. Ni siquiera conseguía hablar con Darke, a cuyo móvil había estado llamando una y otra vez, saturando de mensajes su buzón de voz.
Pero su instinto le decía que Darke había matado a Star y le había cargado el muerto a Vincent King para quedarse con la casa que iba a salvar su imperio y hacerlo rico. La hipótesis no terminaba de explicarlo todo, pero era la única que tenía, y al menos se consolaba pensando en que Hal era prácticamente un fantasma y que la niña y su hermanito estaban a salvo en la remota Montana.
Al llegar al final de Newton, Martha lo condujo por el jardín de un vecino y saltaron una valla baja cubierta por unos densos arbustos.
—Veo que te acuerdas de todos los atajos —dijo él.
—Éste me lo enseñó Star.
Veinte minutos después llegaron al viejo Árbol de los Deseos. Las estrellas refulgían sobre el océano y la torre de Little Brook parecía un faro abandonado.
—No puedo creer que este árbol todavía siga en pie. ¿Te acuerdas de lo que solíamos hacer debajo?
Walk soltó una risa.
—Me acuerdo de todo.
—Siempre tenías problemas para desabrocharme el sujetador.
—Una vez lo conseguí.
—De eso nada: yo me lo había desabrochado antes para que te llevaras una alegría.
Martha se sentó y tiró del brazo de Walk para que se sentara a su lado. El uno junto al otro, apoyaron las espaldas contra el ancho roble y contemplaron las estrellas en lo alto.
—Nunca te pedí perdón —dijo ella.
—¿Por qué?
—Por haberte dejado.
—Hace muchísimo tiempo de todo eso, no éramos más que unos críos.
—No, Walk, en eso te equivocas. No, según el juez. ¿A veces piensas en eso?
—¿En qué?
—En mi embarazo, en el bebé.
—Todos los días pienso en ello.
—Mi padre no pudo con ello. No era mala persona, pero me obligó... pensó que lo hacía por mi propio bien.
—Pero contraviniendo la ley de Dios.
Martha guardó silencio. Las luces de un barco iban de lado a lado, al compás de la marea.
—Nunca te casaste —dijo ella.
—Claro que no.
Martha rió por lo bajo.
—No teníamos más que quince años.
—Sí, pero yo sabía qué era lo que había pasado.
—Por eso te quería tanto: porque creías en el amor, sabías distinguir entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Nunca le dijiste nada a nadie, nunca contaste lo que había hecho mi padre. Por mucho que yo te hubiera dado la espalda y que Star se hubiera ido a otro colegio y te hubieras quedado solo con... eso. Con la monstruosidad que hizo Vincent.
Walk tragó saliva.
—Quería que todos fueseis felices, era lo único que quería.
Martha volvió a reír sin asomo de condescendencia.
—Volví a verte —recordó Walk—. Como un año después, si no recuerdo mal. En el centro comercial de Clearwater Cove. Fui con mi madre y te vi haciendo cola para entrar en el cine.
Martha de pronto se acordó.
—Es verdad. Estaba saliendo con David Rowen, un chico cualquiera. No significó nada.
—Sí, eso lo tengo claro. No lo digo por eso. Recuerdo que te miré y... y tuve la impresión de que eras feliz, Martha. Y pensé en que aquel chico no sabía nada de lo sucedido. No tenía idea de lo que habíamos pasado. Y pensé que eso era bueno: podíais estar juntos sin ese recuerdo entre vosotros. No tenías por qué contárselo, podías... ser tú misma.
Martha estaba sollozando.
Walk la cogió de la mano.